Charles inspeccionó el terreno, satisfecho. Estaban en tierra de nadie, en medio de dos huertas bien cercadas del faubourg Saint-Honoré, hundidos en el barro hasta los tobillos. A sus pies, cientos de caléndulas silvestres se mecían suavemente, acariciadas por el viento. Las gotas de lluvia las hacían brillar con un anaranjado profundo. Era una suerte que estuvieran tan resguardadas entre las tapias, o con la tormenta de la noche anterior no habría quedado ni una.
Bernard arrancaba flores a zarpazos y las metía en el saco, mientras silbaba tonadillas de su tierra, sin darse cuenta de que con su vehemencia estropeaba pétalos y quebraba tallos a diestro y siniestro.
—¡Ten más cuidado con las flores, que rotas no me sirven!
Bernard arrugó la nariz en gesto de desagrado:
—Menuda peste. ¿Tú lo has pensado bien? Lo mismo cree que le estás insinuando que huele mal.
—Qué disparate. ¿Cómo va a pensar eso?
Aunque era verdad que, ahora que estaban rodeados, el olor penetrante de las caléndulas resultaba casi narcótico.
—Hasta yo sé que los enamorados regalan flores más finas —insistió Bernard—. ¿Es que crees que no se va a dar cuenta de que las has cogido del campo?
Por supuesto. Su primera idea había sido regalarle a Angélique flores más nobles que aquéllas: rosas o lirios. Pero pronto se había dado cuenta de que eran demasiado caras, y casi imposibles de encontrar ahora que el invierno estaba a la vuelta de la esquina. Le respondió con paciencia:
—Eso da igual. Las flores no son el regalo, el regalo es el poema.
Se había devanado los sesos buscando un tema que pudiera redimir la humildad de la flor campestre. En su tierra se la conocía también como Oro de María, pues se usaba para hacer guirnaldas para las estatuas de la Virgen. Pero no quería un motivo religioso que pudiera alentar la mojigatería de la Leona. Por suerte, Colletet, un poeta amigo, le había dicho que la flor también simbolizaba los celos y que su dama sin duda lo sabría. Se había apresurado a componer un rondeau que explotara el asunto. Los versos no eran buenos pero servirían para salir del paso.
Bernard sacudió la cabeza y siguió cogiendo flores, con menos violencia. Le miró por debajo del ala del sombrero:
—Pues como no sea una receta mágica, a ese gato no le pones tú el cascabel… Léemelo, anda.
Charles levantó la cabeza. Era la primera vez que le pedía algo así. A lo mejor la vida en la Corte le estaba puliendo las aristas, o a lo mejor era sólo que quería contentarle. Sospechaba que le compadecía por no haber logrado nada aún con la Leona, mientras que él había estado revolcándose otra vez con la duquesa de Chevreuse, que además le había llevado a conocer a la reina el día anterior. Le miró desafiante, pero en el rostro de su amigo no había más que genuino interés. Se sacó del jubón un papel plisado con esmero, se arrinconó contra un muro para que no le salpicara la llovizna, lo desdobló con cuidado y leyó:
Oro de María
¡Ay, los celos!, dueña mía,
me consumen noche y día,
y por más que yo no quiero
lentamente por vos muero,
pues no podéis ser más fría.
Soy ante vos un cordero
manso, tierno, zalamero,
mas vos no queréis ser mía.
¡Ay, los celos!
Si amáis a otro caballero,
saberlo al punto yo quiero,
pues hiere mi fantasía
más que el más bruñido acero.
¡Ay, los celos!
Bernard asentía con la boca abierta, deslumbrado. No se había percatado de lo deleznable del poema.
—Qué truhán, con suspiros y todo. —Le dio la risa floja—. Si yo fuera capaz de inventarme pamplinas así, no me preocuparía de llevar flores. Ésa tiene pinta de que le gusten los melindres. Hoy das el golpe de gracia.
Hizo un gesto obsceno con la cadera y siguió riendo.
Charles parpadeó, confuso. Su amigo había logrado insultarle al tiempo que le elogiaba, ¿o era el revés? El caso era que le había gustado, y hasta le parecía admirable su subterfugio.
Acabaron de llenar dos sacos hasta rebosar, cantando a voces la tonada de Miquele se vou marida de buen humor, y Charles le explicó a Bernard lo que les quedaba por hacer, mientras se frotaba las botas contra las piedras y las hierbas del camino para quitarles el lodo. De camino a casa de Angélique tenían que recoger un cordero que tenía apalabrado en el mercado. La idea era aprovechar la ausencia de la bella, que todas las mañanas visitaba a su tía enferma, para entrar en su casa, extender las flores por el suelo de su habitación y colocar el animal y el poema en medio.
Su amigo le escuchó con toda seriedad y hasta le ayudó a regatear el precio del borrego. Pero de camino a casa de Angélique empezó a hacerle preguntas chuscas y cada dos por tres le asaltaban las carcajadas, así que avanzaban a paso de tortuga. Le despidió antes de llamar a la puerta de la Leona. De ninguna manera quería que los vieran juntos: su amigo tenía que representar un importante papel un poco más tarde.
Porque su verdadera intención con todo ese número no era en absoluto romántica. Después de las ominosas advertencias de Boisrobert sobre lo cerca que estaba de agotarse la paciencia del rey, no le había quedado más remedio que idear a toda prisa una estratagema que le permitiera registrar el dormitorio de la Leona. Era muy consciente del riesgo. Angélique no era tonta ni mucho menos, seguramente recelaría algo raro. Pero estaba desesperado.
El plan era sencillo: a Bernard le había contado que necesitaba registrar la habitación para buscar cartas de un supuesto amante que le usurpaba el puesto. Así que mientras él disponía las flores en la habitación de Angélique, debía llamar a la puerta y entretener a la sirvienta todo lo que pudiera, inventándose algún pleito ficticio. Así él podría quedarse a solas y husmear a su gusto. Los secretos de la Leona tenían que estar allí escondidos por fuerza.
La criada abrió la puerta con un gesto desabrido que la hacía aún más fea, pero al ver las flores, el disgusto mudó en sorpresa. Charles se inclinó todo lo que pudo, que no fue mucho porque sostenía el cordero entre los brazos y el bicho no quería estarse quieto. La mujer tenía la boca abierta.
Era el momento de atacar. Comenzó a quejarse de lo atormentado que estaba por no haber logrado el amor de su señora. Le aseguró que si no fuera por el cordero se arrojaría a besarle las manos para pedirle clemencia. La requebró apelando a los recuerdos de su juventud, cuando alguien sin duda la había adorado de igual modo y, finalmente, trató de despertar el instinto maternal de la gárgola sollozando que perdonara la osadía que mostraba al pedirle que fuera cómplice de su transgresión, pues ni siquiera tenía una madre que pudiera darle consejo.
Tanto porfió que la pobre mujer, abrumada, no tuvo corazón para darle con la puerta en las narices y le dejó pasar, confirmando una de las máximas de Charles: las feas eran mucho más amigables y acomodadizas que las guapas. Si lo que la Leona quería era inflexibilidad, había hecho mal en deshacerse de la criada pizpireta, que por mucho que hubiera llorado nunca se habría apiadado de él.
No había tiempo que perder. Angélique no tardaría mucho en volver. Le pidió a la sirvienta que sujetara el cordero mientras él extendía las flores por el suelo del cuarto y se puso manos a la obra sin más dilación. La mujer luchaba con el animal que pataleaba y balaba hambriento. Tenía cara de estar a punto de arrepentirse de su decisión. Ojalá Bernard se diera prisa.
Entonces sonaron unos fuertes golpes en el portón de entrada. La criada se apresuró a salir de la habitación y se llevó el cordero consigo.
Era lo que Charles había estado esperando. Ahora tenía que apresurarse. Su amigo era un torpe que no iba a ser capaz de engañarla mucho tiempo.
Se precipitó hacia el escritorio de Angélique: un magnífico mueble de estilo español que un admirador le había regalado y que ella apreciaba más que ninguna de sus posesiones. Era un cofre con asas, bellamente tallado, lleno de cajones y puertecitas con cerraduras, montado sobre una mesa de roble macizo que servía como base para escribir. Estaba hecho de madera de castaño y tenía labrados motivos geométricos y vegetales de inspiración árabe que recorrían todos los recovecos a modo de enredaderas.
Extrajo del bolsillo las herramientas que le había prestado su amigo Bigot, uno de los incondicionales de la taberna de La Croix Blanche, que se dedicaba al ilustre ejercicio del latrocinio. Le había explicado que cualquiera podía abrir una cerradura pero lo difícil era hacerlo sin dejar huella. Charles se había ejercitado en casa con las llaves, las varillas y los ganchos y había descubierto que no se le daba nada mal. El mueble era fácil de abrir; los artesanos se habían esforzado más en hacerlo bello que resistente a los asaltos. El problema era que había demasiados compartimentos y cajones, y no tenía mucho tiempo. Eligió una de las diminutas puertas al azar y descubrió un pequeño cesto de mimbre lleno de joyas. Estuvo tentado de echarse una al bolsillo, pero pudo controlarse. Cerró la puertecita y siguió abriendo casillas sin saber lo que estaba buscando. El mueble no parecía contener más que cartas de antiguos amantes, joyas y pequeñas bagatelas sin importancia.
El último cajón se deslizó sin esfuerzo y Charles extrajo un retal de viejo encaje amarillento. Envuelto en él había un medallón de oro esmaltado con un retrato en miniatura de Enrique IV. Sin duda un recuerdo de la primera juventud de la Leona. Nada interesante. Tenía ganas de cerrarlo de un empujón y romper el mueble. Había puesto todas sus esperanzas en aquel registro y su intuición le había fallado.
Abatido, iba a devolver el cajón a su sitio cuando reparó en que era muy corto para la profundidad que tenía el escritorio. Con el corazón a todo galope, se dio cuenta de que había tenido la misma sensación con otros compartimentos. Lo extrajo de nuevo haciendo palanca con una de las varillas de Bigot y logró sacarlo del todo sin romper nada.
Detrás se acumulaba una torre de papeles que llenaba todo el fondo del mueble. Metió la mano y cogió el que había más arriba. Lo desplegó y leyó:
Mademoiselle, en prevención de lo que pueda ocurrir quiero dejar constancia de que no he tenido parte alguna en la elección de los motivos de los lienzos que estoy pintando para la galería de la reina madre. Las decisiones de importancia corren sola y exclusivamente a cargo de Su Majestad. Podéis imaginar que intento aminorar la imprudencia camuflando entre alegorías diversas las revelaciones más evidentes, pero ya conocéis lo impetuoso del carácter de la matrona. No puedo purgarlo todo. Sin embargo he hecho por agregar tal cantidad de símbolos, a veces contradictorios, a las nueve pinturas que he llevado ya a París, que he convertido la interpretación exacta en poco menos que imposible. Sabéis tan bien como yo que el rey no se dio cuenta de nada.
Me apena infinito que se me pueda considerar culpable. Sigo trabajando en el resto de la serie y os aseguro que no me es fácil someterme a la estricta supervisión de Su Majestad ni a sus exigencias. Espero que no se me reproche no haber podido oponerme con mayor firmeza. Ni mi condición ni mi encomienda me permiten otra cosa.
Humildemente, vuestro servidor,
Al pie de la página, con una letra singularmente clara, destacaba orgullosa la firma de Peter Paul Rubens, el ilustre pintor flamenco. La carta estaba fechada en agosto de 1623, en Amberes.
Charles volvió a leer la carta de arriba abajo. ¿Qué demonios era aquello? No tenía nada que ver con lo que estaba buscando pero era casi más insólito. Trató de memorizar el contenido a todo correr.
Aquel mueble era un tesoro. Casi temblaba de excitación. Pero no quedaba tiempo. Tenía que dejarlo todo como estaba y volver otro día como fuera. Ahora sabía dónde escondía sus secretos la Leona. Volvió a colocar la carta en lo alto de la pila.
Aún no había cerrado el cajetín cuando escuchó pasos a su espalda. Se giró con rapidez, pero en lugar de la contrahecha sirvienta se encontró cara a cara con la figura atlética del gentilhombre calvo y bigotudo que había escoltado a Angélique hasta la fonda donde se había reunido con La Valette hacía un mes.
El marqués no estaba en París. Hacía semanas que se había marchado a Lorena, a visitar la villa de Metz, cuyo gobierno estaba en manos de su familia. Pero estaba claro que había dejado a su hombre junto a la Leona.
El individuo le miraba impasible, con la mano en la empuñadura de la espada. Charles simuló indignación:
—¿Qué diablos estáis haciendo aquí? No tenéis ningún derecho a interrumpirme. Esto… —Hizo un gesto que abarcaba las flores extendidas por todas partes—. Es un asunto entre mademoiselle Paulet y yo.
El otro desenvainó, despacio, y señaló el escritorio:
—Registrando los efectos privados de quien tan generosamente os ha abierto las puertas de su casa… —Chasqueó desdeñoso la lengua—. No sois más que un vulgar ladrón. O algo peor.
Maldiciendo su mala suerte, Charles echó mano a su vez a la ropera. Procuró darle a su voz un tono amenazante:
—No sabéis lo que estáis haciendo.
El bigotudo escupió en el suelo, afirmándose, y Charles tragó saliva. Llevaba frecuentando las salas de armas desde que había puesto el pie en París y se defendía más que razonablemente con una negra en la mano. Pero era la primera vez que tenía un filo de verdad delante de la cara. Esta vez no valían errores ni distancias mal calculadas. Un mínimo despiste y sería el fin.
El calvo cerró la distancia y le lanzó una estocada a las piernas, para medirle. Charles retrocedió un paso, sin bajar la espada como hacían los novatos, y le tiró velozmente a la cabeza. Pero el otro lo había previsto y desvió la hoja sin problemas.
Volvió a cubrirse y a buscar la hoja del bigotudo de manera automática. Su cuerpo reaccionaba solo y sus músculos pensaban más rápido que su cabeza. Lo más difícil era despegar los ojos de la punta de acero que danzaba a unas pulgadas de su rostro y concentrarse en mirar a su adversario a los ojos para adivinarle. Vio venir una estocada recta pero se equivocó al atajarla y su espada se enredó en los gavilanes de la del calvo. Alarmado, se arrojó contra él y le pegó un manotazo en la cara que le dio el tiempo justo para liberar el filo. Su rival se apartó, y a él sólo alcanzó a colarle la hoja bajo la axila izquierda.
No sabía si le había herido. Su contrincante le agarró la mano del estoque con una zarpa, él hizo lo propio y forcejearon unos instantes, enzarzados el uno contra el otro. El tipo era más robusto que él y se dio cuenta, angustiado, de que el hijo de puta le estaba doblando el brazo. Intentó lanzarle un cabezazo, pero apenas le alcanzó de refilón. Aquello no pintaba nada bien.
Entonces le pareció que su enemigo le agarraba el brazo con menos fuerza. Sorprendido, echó un vistazo de reojo. Su rival tenía una mancha oscura bajo la axila. Sí que le había herido. Cargó con todas sus fuerzas, y el calvo dobló el codo y aflojó los dedos.
Ahora. Liberó la mano de un latigazo y descargó un revés con tanto brío como pudo sobre la sien de su contrincante. El fulano se tambaleó y Charles no perdió el tiempo. Lanzó una estocada recta. El filo de la blanca penetró limpio y profundo entre dos costillas, atravesando la carne con una facilidad inesperada. El tipo se encogió sobre sí mismo, retrocedió dos pasos y expulsó una boqueada borboteante de sangre roja, con los ojos desorbitados.
Se derrumbó, en silencio, y se quedó inmóvil en el suelo. Muerto.
A Charles el corazón le latía con tal fuerza que parecía que se iba a ahogar. La sangre seguía brotando de la boca de su contrincante caído y la mancha empezaba a extenderse por el suelo de la habitación. Entonces oyó unos pasos junto a la puerta. Se volvió con la espada en alto. Era la sirvienta. La mujer comenzó a chillar petrificada en el sitio. Del cordero no había ni rastro.
La apartó de un empujón y salió disparado hacia la calle sin hacer caso de sus gritos. A Bernard no se le veía por ninguna parte. No podía pensar con claridad, pero el cardenal necesitaba saber urgentemente lo que había ocurrido. Y un lunes, cerca de mediodía, sabía dónde podía encontrar a Boisrobert.
Echó a correr por la calle, abriéndose paso a empellones, sin preocuparse por las miradas de odio de los atropellados ni por los insultos que le caían por todas partes. La llovizna iba camino de convertirse en aguacero.
Frente a un portón, unos canónigos con hábito blanco y escapulario negro le miraron con reprobación, como si supieran de dónde venía y lo que acababa de hacer. Iba saltando para esquivar los charcos igual que había evitado pisar la mancha de sangre del suelo. Se pegó a la pared al oír el sonido de unos cascos a su espalda y se envolvió en la capa para protegerse de las salpicaduras. A su lado pasaron cuatro mosqueteros a caballo. Ocupaban toda la calle y arrojaban barro a diestro y siniestro igual que si la ciudad les perteneciera. Privilegio de nobleza.
Sólo entonces cayó en la cuenta. Había matado a un gentilhombre. Y había testigos. La justicia podía prenderle y mandarle al cadalso con todas las de la ley. Pero había sido una pelea justa. El cardenal intervendría a su favor y no le sucedería nada. O eso esperaba. Eso sí, ya podía despedirse de volver a pisar la Estancia Azul de la marquesa de Rambouillet. La noble sociedad a la que se había aficionado con tanto gusto le iba a volver la espalda en cuanto se corriera la voz de lo que había ocurrido, incluida la condesa de Lessay. Corrió aún más deprisa hasta casi perder el aliento. Una punzada le atacó el costado y tuvo que detenerse.
La lluvia se le había colado por el cuello y le mojaba la espalda.
Levantó la vista por encima de los tejados y sus ojos se encontraron con la mole amenazante de la Bastilla en el horizonte. Mal augurio. Apretó el paso de nuevo y cruzó bajo los soportales sobre los que se levantaban las aristocráticas residencias de la plaza Royale. En la calle del Pas de la Mule, tras una verja de hierro oxidado se abría una puerta baja y estrecha, junto a la que colgaba la enseña de La Fosse aux Lions, uno de los lugares favoritos de la caterva literaria de Boisrobert. Descendió los dos tramos de escalones, siguiendo el calor de las voces y los efluvios a vino y serrín mojado.
Vaciló un instante, mientras sus ojos se adaptaban a la falta de claridad, tratando de distinguir algún rostro conocido. De pronto, el poeta Colletet le agarró del brazo con un grito de júbilo. Tenía el pelo castaño en desorden, con los mechones crespos arremolinados, y las manchas rojas de sus mejillas brillaban más pronunciadas de lo habitual.
Agotado después de la carrera, no tuvo más remedio que esbozar una sonrisa débil y someterse a su charla implacable. Colletet parloteaba y parloteaba, contando algo acerca de una redada que había sufrido la taberna dos días atrás. Los hombres del preboste habían confiscado varias barajas de naipes y le habían puesto una buena multa a la Coiffier, la patrona, por permitir los juegos de azar en su establecimiento.
Hizo un alto en su monólogo y le miró con curiosidad:
—¿Os encontráis mal? Os veo muy pálido.
—Tengo que hablar con Boisrobert.
Colletet sonrió con la beatitud de los borrachos:
—Precisamente, a eso iba. No podemos jugar a las cartas y a los dados. Al menos por un tiempo. Pero nuestro insigne abad ha tenido una idea brillante para que podamos seguir divirtiéndonos. —Se puso un dedo en los labios para pedirle discreción y le empujó hacia el reservado habitual de su camarilla, oculto al fondo de un corredor oscuro. Un mozo de cara patibularia apostado en el hueco del pasillo se apartó al reconocerle, y entraron en una sala de techo bajo, sin ventanas, e iluminada por varias lámparas de aceite. Boisrobert presidía una mesa a la que estaban sentados otros cuatro hombres. En todos los rostros había pintada una expresión de concentración extrema. Charles se acercó para ver qué era lo que concitaba tanta atención.
Un juego de la oca. Incrédulo, reconoció los ánades, los puentes y la calavera, iguales que los de su tablero de la infancia. Sin embargo, el resto de las casillas estaban decoradas con dibujos obscenos de todo tipo, desde partes del cuerpo a actos amatorios dignos de saltimbanquis.
Un mozo cetrino arrojó el dado con saña y movió su ficha los tres espacios correspondientes hasta colocarla en una casilla decorada con un dibujo de una teta rolliza.
Acto seguido tomó aire y recitó con admirable rapidez:
Oh, tu seno, Amarilis,
no hay nada que sea más bueno,
más redondo, más ameno,
que tu tormentoso seno.
Los demás rieron a carcajadas y Colletet vociferó:
—¡Muy mal, Tristan, habéis repetido la palabra seno! Y ¿cómo va a ser un seno tormentoso? Ameno y redondo son banalidades. ¡A pagar!
Los jugadores se enzarzaron en una animada discusión sobre la calidad de la rima de Tristan L’Hermite, y al final le obligaron a arrojar tres monedas a una pila que había en una esquina de la mesa e hicieron retroceder su ficha tres pasos. Por lo visto, el juego consistía en improvisar rimas según el dibujo que hubiera en el cuadro donde cayera la ficha. Si la concurrencia aprobaba la calidad de los versos, el jugador podía continuar y se aplicaban las reglas normales. Pero el público era tan exigente que nadie había avanzado ni un tercio del recorrido y el montón de dinero no era nada desdeñable.
Boisrobert le saludó con un guiño alegre y le preguntó si quería unirse al grupo. Él mismo había ideado aquel modo de eludir la prohibición, que no abarcaba los juegos infantiles. También estaba muy orgulloso de los dibujos que un vecino retratista le había hecho de balde. La oca galante era todo un éxito y además iba ganando, susurró.
En otra ocasión le hubiera divertido toda aquella farsa, pero no en aquel momento. Se despojó de la capa empapada y se arregló la ropa, que traía en desorden después de la carrera. No pudo evitar que le temblaran las manos. Le dijo al abad que tenían que hablar a solas.
Boisrobert, que no había dejado de observarle, se levantó pausadamente:
—Muy importante debe de ser para que vengáis a interrumpirme aquí, sin que os importe que nos vean juntos en público. —Le agarró de un brazo y susurró, con las cejas fruncidas—: Será mejor que pidamos una jarra de vino y nos sentemos aparte.
El abad le lanzó una mirada cautelosa a sus compañeros de juego, que seguían voceando ocurrencias groseras y forcejeando por las monedas. Hizo una seña a la muchacha que los atendía y le condujo hacia un reservado contiguo, mucho más pequeño.
Cuando se sentaron, Charles respiró hondo y aguardó sin decir nada. La moza les llevó una jarra de vino y él se bebió un vaso entero sin pestañear. El abad esperaba tranquilamente, observándole con seriedad absoluta.
Charles le sostuvo la mirada:
—Vengo de matar a un hombre.
Tomó aliento y se lo contó todo, con tanto detalle como fue capaz de recordar. Boisrobert le dejó explayarse a gusto sin mostrar signos de impaciencia ni interrumpirle, a pesar de que la coherencia de su narración dejaba bastante que desear y, cuando por fin terminó, le sirvió otro vaso de vino y se levantó de la mesa un momento. El tiempo de ir a buscar papel y tinta, garabatear unas líneas y ordenarle al mozo de la fonda que corriera a la residencia de Richelieu. Luego volvió a instalarse frente a él:
—Habéis dado la alarma por todo lo alto y la dama no tardará en deshacerse de cualquier documento comprometedor. Hay que enviar gente cuanto antes.
Luego apoyó la espalda en la pared con un resoplido de satisfacción por el deber cumplido. Charles suspiró a su vez. El vino le había aflojado un poco la presión del pecho, aunque no podía sacarse de la cabeza la cara estupefacta del muerto, sus ojos fijos mirando al techo… Trató de quitarle importancia hablando con una ligereza que no sentía:
—Qué mala suerte. ¿Quién iba a pensar que la dama tenía perro guardián?
—Desde luego. —Boisrobert asentía, solícito—. Pero es evidente que su misión era protegerla. A ella y a sus secretos.
Charles dio otro trago y se lamentó:
—Al menos podría haber tardado un poco más. No he podido ver más que un papel. Y no tenía ninguna relación con los mensajes ingleses.
El abad sacudió la mano:
—Menos da una piedra. Quizá el cardenal llegue a tiempo de hacerse con los demás. Apuesto lo que queráis a que hay más cosas interesantes. Al menos ese papel confirma nuestras sospechas de que Angélique Paulet tiene conexiones internacionales de lo más ilustres.
—¿Por qué la escribiría en ese tono un maestro tan renombrado como Rubens?
—¿Podría ser un amante?
—Me jugaría el cuello a que no. Escribía con demasiado respeto. Y no había nada íntimo. Sólo se explicaba sobre los cuadros de la reina madre. Decía que María de Médici le había obligado a pintar cosas que no quería.
Boisrobert echó un trago largo y ruidoso:
—Qué curioso. Yo estuve viéndolos en mayo, durante los festejos por la boda de la princesa Henriette. Y no recuerdo nada extraño. Son un regalo para los sentidos, y para quien ama la mitología como yo… Bueno, así tengo una excusa para hacer otra visita a la galería.
—Si hay alguna otra carta interesante, estará escondida en el fondo del mueble, como ésta. En los cajones no había más que montones de cartas de amor, bagatelas y recuerdos. —Sonrió, malicioso—. Guarda hasta un medallón con el retrato de Enrique IV.
Boisrobert adoptó un aire soñador:
—Enrique IV y la Leona… Es normal que conserve algo suyo. No en vano fue su última amante. —Al abad le perdían los chismorreos y tenía una afición sentimental por las historias de amor. Volcó por completo la botella y la agitó encima de su vaso tratando de apurar las últimas gotas. Su voz sonaba pastosa. Seguro que había bebido bastante antes de que él apareciera—. Dicen que la metió en su cama nada más conocerla, y eso que tenía casi cuarenta años más que ella. Aunque eso no le impidió emperrarse en conquistar a la hermanita de nuestro bienamado duque de Montmorency… No sé para qué tanta agitación. Si luego todas se quejaban de que no tenía pólvora ni para disparar un pistolete…
Charles también comenzaba a sentirse un tanto achispado:
—Eso seguro que no lo ha pintado Rubens en los cuadros de su mujer…
Boisrobert explotó en una carcajada irreverente y se levantó con un bamboleo inseguro:
—Será mejor que me acerque en persona y le dé todos los detalles al cardenal. ¿Por qué no os quedáis aquí un rato y os calmáis del todo? Luego os unís al juego de la oca y mañana será otro día.
No parecía mal plan. Beber. Jugar. Echar tierra sobre el cadáver… Pero había algo que le preocupaba. Le puso una mano en el brazo:
—¿Y el muerto? ¿No creéis que alguien me pedirá cuentas? ¿La justicia? ¿El marqués de La Valette?
El abad se encogió de hombros:
—La justicia os dejará en paz, el cardenal se encargará de eso. Y monsieur de La Valette… Quizá, pero no hasta que no regrese a París. —Le dio unas palmaditas en la espalda—. No os preocupéis más. A Su Ilustrísima le va a interesar lo que habéis averiguado.
Pero Charles no estaba tan seguro de que todo fuera a salir bien. Algo le decía que los hados iban a cobrarle caro tan minúsculo hallazgo.