Lessay se dejó caer otra vez en el vano de la ventana, cruzó los brazos y se quedó contemplando el trabajo de los obreros del jardín. La voz destemplada de María de Médici se filtraba a través de la puerta. Por dos veces, convencido de que la ardiente diatriba había llegado a su fin, se había enderezado y se había estirado la ropa, seguro de que estaban a punto de ir a buscarle. En vano.
Era su primera mañana en libertad y, apenas levantado, le había llegado mensaje de que la reina madre quería verle lo antes posible en su nuevo palacio del sur de París. Imaginaba para qué le había hecho llamar, pero lo que estaba claro era que la urgencia no debía de ser tanta, porque ya llevaba más de una hora aguardando en aquella sala vacía a que tuviera a bien recibirle y se le hacía tarde. Le esperaban a mediodía en la iglesia de Saint-Séverin.
Acarició el pomo de su espada con un placer voluptuoso, encantado de volver a sentir el peso del acero al costado. Sólo había pasado tres semanas en prisión pero habían sido un purgatorio de incertidumbre y aburrimiento. Había despojado a Bouteville de todo su patrimonio a las cartas tantas veces, y había perdido tantas el suyo, que al final ya no sabía si era el hombre más rico de Francia o un menesteroso.
Después de que el gobernador de la Bastilla les devolviese sus armas, Luis XIII les había recibido en el Louvre, rígido y severo, y les había recriminado su falta de respeto y el desorden que habían originado por su mala cabeza. Ellos se habían mostrado arrepentidos y habían prometido servirle y obedecerle lealmente en adelante. Y eso había sido todo. El rey se los había llevado de caza.
No se fiaba un pelo.
Tampoco era que hubiera previsto pudrirse en una celda hasta el día del Juicio por el asunto de Ansacq, pero aquella gracia tan rápida le escamaba, por mucho que sus amigos y parientes hubieran presionado al rey.
Ni siquiera había querido ir a celebrar su liberación a las tabernas de la puerta de Saint-Honoré como pretendía Bouteville. Y no porque no tuviese ganas de jarana. Pero Luis XIII era el ser con más dobleces que conocía. Capaz era de tomárselo como una afrenta personal. Una prueba de que su contrición era falsa y se habían reído otra vez en su cara.
Apartó la vista de la ventana y maldijo entre dientes. Debían de ser más de las once y la madre del rey seguía protestándole a su arquitecto en la estancia contigua, con aquel desabrido acento florentino. Ahora estaba recriminándole algo acerca de la talla de las puertas. A Lessay no se le ocurría qué queja podía tener. A él el trabajo le parecía magnífico.
María de Médici le había comprado al duque de Luxemburgo aquellos terrenos situados en el camino de Vaugirard hacía muchos años con la intención de construirse una residencia propia, inspirada en el palacio florentino en el que había crecido. El resultado era un edificio suntuoso, alegre y lleno de elegancia, con delicados templetes, cúpulas al gusto italiano, columnatas y majestuosas escaleras de mármol. El estanque y los jardines aún no estaban terminados, pero la reina madre había adquirido terrenos suficientes para darles unas dimensiones grandiosas, y había encargado planos a distintos escultores para llenarlos de grutas ornamentales, fuentes, terrazas y juegos de agua, de modo que se asemejase a los parques que había conocido en su infancia. El edificio también seguía en obras. Aunque la florentina había aprovechado los festejos de la boda de su hija Henriette y el príncipe de Gales, el pasado mes de mayo, para mostrarle a la Corte su radiante residencia, aún no se había instalado allí y las salas estaban llenas de trabajadores y vacías de muebles.
Lessay tendió el oído. Daba la impresión de que el rapapolvo de la madre del rey a su arquitecto había llegado a su fin. Las puertas se abrieron y María de Médici hizo acto de presencia, vestida de sedas negras, como siempre desde la muerte de Enrique IV. Alta, rolliza, con los cabellos entrecanos y un pliegue imperioso en los labios, venía acompañada por un par de gentilhombres y tres damas. El arquitecto no estaba a la vista. Debía de haber salido corriendo a la primera ocasión.
Lessay la saludó, sombrero en mano, y ella sonrió:
—Me alegra veros de nuevo en libertad, monsieur.
—Os lo agradezco, madame. Sé que habéis sido una de las personas que con más ahínco ha intercedido por monsieur de Bouteville y por mí durante estas semanas.
—Ya sabéis que siempre estuve de vuestro lado. Qué historia tan terrible y qué ignorancia la de esos aldeanos. Aunque en su momento no me hablasteis de vuestro interés personal en la muchacha… —le reprendió, con suavidad.
—¿Estáis segura, madame? Creo recordar que os conté que Madeleine de Campremy era ahijada de madame de Chevreuse y que la había conocido días atrás en mi casa.
María de Médici le dirigió una ojeada perspicaz:
—Vamos, monsieur, en la Corte se sabe todo… —Ladeó la cabeza con reconvención. Su acento duro maltrataba las palabras que pronunciaba, pero su expresión era cálida y le miraba por debajo de los párpados entornados casi con coquetería—. Casado como estáis con una mujer maravillosa, tan hermosa y discreta…
Lessay no sabía si se había enterado de la apuesta o si simplemente se refería al interés público que había mostrado por Madeleine después de la fiesta, pero aceptó la lección de moral sin rechistar.
La madre del rey suspiró:
—Me gustaría saber más detalles. Acompañadme a dar un paseo por mi galería… Creo que no la conocéis. —Era verdad. Los festejos por la boda de la hermana de Luis XIII le habían pillado en Génova, guerreando, y no había asistido a la inauguración de la galería con el resto de la Corte—. Con este tiempo no se puede salir a la calle.
La florentina le pidió a su pequeño cortejo que les dejara charlar en la intimidad y Lessay se inclinó y le tendió el brazo. Una entrevista privada. Para hablar sobre lo que había pasado en Ansacq. Era exactamente lo que se había imaginado.
Desde el momento en que la madre del rey le había hecho llamar antes de su regreso a Ansacq para interesarse por el caso, había comprendido que su intensa curiosidad no podía ser inocente. Algo tenía que ver con la muñeca de cera con el escudo de los Médici que había encontrado en el estuche del ama de Madeleine. Con los papeles y los objetos que relacionaban a la pobre vieja con la Corte y el entorno de la florentina. Estaba seguro. Pero no había encontrado el modo de sacar el tema. Estaba deseando averiguar a dónde conducía ahora aquella conversación.
Atravesaron un magnífico gabinete con las paredes y el techo revestidos de madera dorada y pintada de azul, y accedieron a la luminosa galería que ocupaba gran parte del ala occidental del palacio. Allí colgaba la serie de gigantescos lienzos que la reina madre había encargado al maestro Peter Paul Rubens para inmortalizar los hechos más gloriosos de su vida.
Lessay pensó en el hombre cordial y afable de Chantilly. Discreto, el flamenco no había querido hablar mucho de su trabajo para la florentina, pero se decía que la culminación de aquel encargo le había supuesto un auténtico infierno. Como todos los miembros de su familia, María de Médici había crecido rodeada de artistas. Amaba la pintura, la música y la danza, pero sus continuos cambios de criterio, sus demandas contradictorias y sus exigencias habían traído de cabeza al taller del pintor.
Echaron a andar entre los apabullantes lienzos. María de Médici se bamboleaba a paso lento, cogida de su brazo:
—Ahora que estamos a solas puedo confesaros que hice lo posible por ablandar al rey —susurró, en tono confidencial—. Pero ya sabéis la alta consideración en que tiene a la justicia. Se negó a intervenir en las decisiones del magistrado. Yo, en cambio, estaba tan conmovida por el asunto… Supongo que es propio de las debilidades de mi sexo. Menos mal que sabía que vos estabais a cargo de todo y evitaríais el desastre. Richelieu me ha confirmado que os preocupasteis por la muchacha desde el primer momento y que incluso enviasteis gente a hablar con las detenidas. Eso no me lo habíais contado.
El conde esbozó una sonrisa torcida. Bueno era saber que el cardenal había decidido echarle la culpa de todo.
—Es cierto. Estaba seguro de que los jueces se equivocaban.
—Una lástima que no llegarais a tiempo de salvar también al ama de la doncella. ¿Conocíais a las dos mujeres? ¿O sólo a la pequeña Campremy?
Lessay dudó. Apenas había cruzado alguna palabra con el ama, y todas secas y breves.
Pero no creía que la que interesara en realidad a la reina madre fuera Madeleine. Era Anne Bompas la que guardaba cartas de amor de uno de sus servidores, la que conservaba objetos de su amiga Leonora Galigai y la que había trazado el escudo de los Médici en una de sus muñequitas de cera.
Además, ya no estaba allí para desmentirle:
—Tuve ocasión de conversar un par de veces con el ama de la muchacha, en casa de madame de Chevreuse. Era una mujer cultivada y discreta. Creí entender que había vivido de joven en la Corte. También me habló de sus estudios y de su interés por la astrología. Una afición muy peligrosa entre aldeanos supersticiosos. Sin duda ésa fue su perdición.
Miró a la reina a los ojos para comprobar el efecto de su mentira. María de Médici seguía sonriendo, pero su papada mostraba un leve temblor. Sus ojos pardos le escrutaban con un interés evidente y a cada poco se detenía frente a alguno de los cuadros de violentos colores para señalarle sus detalles favoritos. Quizá intentaba abrumarle con su grandeza antes de preguntarle lo que fuera que de verdad quería saber.
A Lessay lo que se le pasaba por la cabeza era que encontrar tema para los veintitantos lienzos que colgaban de aquellas paredes debía de haber tenido no poca complicación porque la vida de María de Médici no había sido precisamente gloriosa y los pocos episodios de su biografía que tenían algo de interés eran demasiado comprometidos.
La madre de Luis XIII había permanecido soltera hasta los veintisiete años, cuando Enrique IV la había escogido como esposa más por escasez de princesas casaderas en Europa que por inclinación, y su matrimonio había sido un desastre, digno de una farsa italiana. Él la había humillado, instalando a sus amantes en el Louvre y educando a su caterva de bastardos junto a sus hijos legítimos, y ella le insultaba y le maldecía sin importarle quién hubiera delante. Más de una vez habían tenido que retenerle la mano, cuando estaba a punto de abofetear al rey en público.
La verdad era que, pasado el sobresalto inicial, la muerte de su esposo tenía que haberle supuesto todo un alivio. Había tenido siete años de regencia para desquitarse de las vejaciones y tratar de dirigir la nación junto a sus dos favoritos italianos, Concini y Leonora. Y le había cogido tanto gusto al poder que al final Luis XIII había tenido que rebelarse contra ella para que le dejase gobernar, y confinarla en el castillo de Blois. Madre e hijo habían pasado tres años guerreando antes de reconciliarse.
No había mucho en lo que inspirarse sin pisar terrenos resbaladizos. Por eso, seguramente, muchos de los cuadros representaban escenas tan cotidianas como su nacimiento o su educación. Envueltas en tal nube de exuberantes alegorías y motivos mitológicos que bien podrían haber representado las hazañas de la misma diosa Atenea. Hasta un incidente tan vergonzoso como su huida del castillo de Blois aparecía revestido de dignidad en el lienzo. Cuando en realidad los testigos de la fuga organizada por el viejo duque de Épernon seguían riéndose cada vez que recordaban cómo la escala que pendía de la ventana de la florentina crujía bajo su robusta figura. En un momento dado, muerta de pavor, María de Médici se había negado a seguir descendiendo y había habido que envolverla en una manta, junto con sus cofres de joyas, atar el fardo con una cuerda y descolgarla hasta el foso.
—Supongo que sabéis que Su Majestad ha decidido perdonar también a mademoiselle de Campremy —comentó la florentina, de manera casual—. Y que ya puede volver a Francia sin riesgos.
—Lo ignoraba. Me alegro.
—Desgraciadamente, he oído decir que un incendio destruyó su hogar casi por completo mientras estaba en prisión.
—Así es. El fuego devoró los techos y arrasó con todo lo que había en el interior.
La madre de Luis XIII suspiró con suavidad y relajó un poco la presión de su brazo. ¿Era de satisfacción? Parecía aliviarle que todas las posesiones de las acusadas se hubieran consumido en el incendio.
Estaban detenidos frente a un lienzo que representaba el desembarco de la reina, recién desposada, en el puerto de Marsella. Sin embargo, la silueta de María de Médici, recubierta de flores de lis, parecía un elemento casi secundario. El primer plano lo ocupaban tres rotundas mujeres desnudas con colas de serpiente en lugar de piernas, que desde el mar celebraban la llegada de la soberana.
No sería él quien le hiciese ascos a una mujer de formas redondas, pero mort de Dieu que al maestro flamenco le gustaban bien cebadas. La que estaba de espaldas podría haber descargado sacos en el muelle con buen provecho. Y los músculos de la del centro habrían hecho palidecer de envidia a cualquiera de los remeros de la galera. Pero la de la izquierda no era del todo imposible. Con el tiempo que llevaba sin catar carne, entre persecuciones de doncellas, encierros en la Bastilla y melindres de embarazada, él no andaba tampoco para demasiadas exigencias.
Despegó la vista de la oronda ninfa y se fijó en la proa de la nave sobre la que destacaba el escudo con los siete círculos de los Médici. Iguales que los de la muñequita de cera de Anne Bompas. La figurita estaba a buen recaudo en su gabinete, junto a la de Madeleine y a la carta de Épernon. Del amuleto de Leonora Galigai, en cambio, no se había separado. Lo llevaba consigo desde su visita a la baronesa de Cellai. Y de momento seguía dándole suerte.
La florentina echó a andar de nuevo. Tenía la cabeza inclinada sobre el pecho, reflexiva. Lessay observó su nuca fornida, tan parecida a la de las mujeres que pintaba el maestro flamenco. Estaba convencido de que algo intentaba averiguar. Estaba tirando de algún hilo, pero la velocidad a la que lo hacía era exasperante. Decidió probar con otro anzuelo:
—Lo irónico es que de haber sabido que la casa iba a salir ardiendo, nos habríamos ahorrado trabajo. Uno de mis gentilhombres tuvo que colarse a escondidas para cumplir con una petición de mademoiselle de Campremy, que le había rogado que impidiese que un misterioso estuche que su ama guardaba escondido cayera en manos de los jueces.
La reina madre ralentizó el paso. Sus poderosas caderas dejaron de bambolearse. Finalmente giró la cabeza, despacio, aparentando indiferencia:
—¿Y logró cumplir con el último deseo de esa pobre mujer?
Lessay refugió la mirada en el lienzo que tenía delante. Y que por cierto no tenía desperdicio. La rubia con pinta de remera se había puesto manos a la obra y había reclutado a varias amigas, exuberantes y lozanas, para que bogaran junto a ella, con las tetas al aire, en una barcaza de oro en la que viajaban María de Médici y Luis XIII.
—Sí. Encontró la caja escondida dentro de la chimenea antes de que la casa ardiera.
La dama se humedeció los labios belfos. Había mordido el cebo:
—¿Y qué hicisteis con ella?
—La quemé —mintió, impávido—. La mujer no quería que cayera en manos de nadie.
Si la caja contenía algo de valor no pensaba admitir de buenas a primeras que la tenía y arriesgarse a que María de Médici se la reclamara.
Pero la madre del rey no parecía descontenta. Estaba claro. Había algo entre las posesiones de Anne Bompas que quería que desapareciera. Y estaba encantada pensando que lo había destruido el fuego. Pero ¿qué era?
—¿Sin echarle ni una ojeada? —La florentina rió, nerviosa—. ¡Cómo se nota que sois hombre, Lessay! La curiosidad es desde luego un pecado de mujeres… Yo no habría podido resistirme.
Habían llegado al fondo de la galería. Frente a ellos colgaba el lienzo dedicado a la muerte de Enrique IV, pero la pintura no reflejaba huella alguna del brutal asesinato. Sólo representaba su ascensión al Olimpo rodeado de dioses, mientras María de Médici recibía la regencia en medio de un revoltijo incoherente de personajes mitológicos, cortesanos enfervorecidos, perros, serpientes y más mujeres desnudas.
Apartó la vista del embrollado lienzo:
—No he dicho que no la abriera. Es sólo que… En fin, ahora ya no hace ningún daño que se sepa. Anne Bompas era en verdad aficionada a la brujería. La caja contenía bolsitas con hierbas, veneno en polvo, piedras con virtudes curativas, algún amuleto… El resto eran papeles: un par de cartas astrales, conjuros y recetas para elaborar hechizos… —Dudó. La reina madre no se inmutaba. Iba a tener que desvelar más para hacerla reaccionar—. Y lo más sorprendente, una carta de amor del duque de Épernon fechada hace más de veinte años.
María de Médici rió con ligereza:
—¿Habláis en serio? ¿Una carta de Épernon? ¡Tendríais que haberla conservado! Con lo orgulloso que es, no quiero ni imaginarme si supiera que habéis estado leyendo su correspondencia amorosa… —Se cogió más estrechamente de su brazo y echó a caminar hacia la salida de la galería, con la cabeza inclinada sobre su hombro.
Lessay estaba desconcertado. No le interesaban los papeles.
Sólo se le ocurría otra cosa que la reina madre pudiera tener interés en hallar entre los enseres del ama. No era ningún secreto que María de Médici era supersticiosa. Y nadie había estado más cerca que ella de Leonora Galigai. No era imposible que conociera la historia de la maldición del cordón que la baronesa de Cellai le había contado a él semanas atrás. ¿Sería posible que creyera en tal disparate?
—Por cierto —dijo, con desembarazo—, entre los papeles había también una especie de conjuro de esterilidad. Una invocación tremebunda que condenaba a algún hombre a no tener hijos mientras alguien mantuviera anudadas las agujetas de su calzón o algo así.
Se encogió de hombros, quitándole importancia a sus palabras.
Pero ahí estaba, inconfundible, un brillo de alarma en los ojos de María de Médici.
—¿Sólo estaba el papel? ¿Estáis seguro? ¿Ni rastro del cordón?
Lessay alzó las cejas, sorprendido por su tono:
—No del todo. Pero no creo que algo así me pasara desapercibido…
La reina madre le miró a la cara, esta vez sin sonrisas:
—Supongo que pensáis que no soy más que una pobre italiana supersticiosa. Pero no me gusta bromear con ciertas cosas. Imaginad que al quemar ese objeto sin desatar los nudos hubierais condenado de veras a ese hombre a la esterilidad…
Lessay le sostuvo la mirada. Si María de Médici sabía de aquel conjuro, tenía que saber que el papel que había encontrado llevaba el nombre de su hijo. Y que él lo había leído:
—Yo no creo en esas cosas, madame. Y ya os digo que no recuerdo que hubiera ningún cordón entre los objetos que arrojé al fuego. —Bajó la voz y decidió arriesgarse—. De todos modos, pensad que a lo mejor, si alguien quiso castigar así a ese desconocido, es porque se lo merecía. Quizá la maldición no sea injusta.
La miró a los ojos con intensidad.
—Quizá la maldición no fuera injusta, Lessay —pronunció ella muy despacio, tratando de leer en su rostro—. Quizá…
Por fin asintió gravemente y reanudó su caminar. Él la siguió dos pasos por detrás, bajo la mirada de todas esas mujeres rubias y rollizas que colgaban de las paredes con las carnes trémulas al aire.
Así que eso era. Lo que María de Médici quería saber era si había encontrado el cordón de su hijo y si había ardido.
Estaba claro que no tenía ningún interés en que reapareciera y alguien pudiera deshacer los nudos. Gastón era su hijo favorito. La florentina no había perdido la esperanza de verlo algún día en el trono. Y no le tenía demasiado cariño a Ana de Austria, cuya presencia en la Corte la relegaba a un segundo lugar. Un hijo de la española y Luis XIII era lo último que deseaba.
Si sabía que Anne Bompas tenía el cordón en su poder y creía de verdad en aquel descabellado cuento, no era raro que quisiera saber si el fuego lo había destruido, sellando para siempre la bragueta de su hijo, o si seguía escondido en algún sitio.
Fuera como fuese, Lessay se resistía a creer que eso fuera también lo que buscaban el rey y el cardenal en Ansacq. Era demasiado absurdo.
Más aún porque no le había dicho la verdad a María de Médici sobre el dichoso cordón. Hacía unas semanas ni siquiera había oído hablar de su existencia. Pero ahora sabía exactamente dónde lo había escondido Anne Bompas.