Lo primero que oyó al despertar fue el apacible tañido de las campanas en la lejanía. Otra vez llovía. Los sonidos familiares de las huertas vecinas llegaban amortiguados por el repiqueteo suave del agua: el chirrido de las ruedas de un carro, algún mugido, la voz de un muchacho llamando a su perro… No eran muy distintos de los ruidos que se oían desde su casa de Ansacq. Se frotó los ojos para ahuyentar un mal pensamiento, se precipitó a la ventana y abrió los batientes de madera. El olor a tierra mojada y unas pocas gotas de agua traídas por el viento le acariciaron el rostro. Sus ojos recorrieron los desolados campos de colza que se extendían hasta el horizonte.
No había nada más; la aldea y las huertas sólo eran visibles desde el otro lado del caserón. El valle de Ansacq quedaba muy lejos. Sus dedos buscaron inconscientemente el medallón de plata que colgaba bajo su camisa de noche. Estaba a salvo.
Volvió junto a la cama, se arrodilló en el suelo de madera y musitó una plegaria por las almas de su padre, de su hermano y de su ama, como todas las mañanas. Después atravesó la estancia, descalza, y se acercó a la vieja palangana para asearse. Se echó por encima un humilde sayo color tierra y un mantón de lana basta y se anudó un pañuelo gris alrededor de la cabeza pelona.
El espejo le devolvió la imagen vacilante de una aldeana pálida y pensativa. Forzó una sonrisa, que no logró desterrar la tristeza de sus ojos bordeados de ojeras azuladas. Había comenzado a dormir un poco mejor, pero aún se desvelaba de madrugada, temerosa de las pesadillas que salpicaban su descanso.
Guiñó los ojos y el reflejo de la habitación en el azogue tembló un instante. No era un cuarto grande y apenas estaba amueblado: una cama, una mesa de madera desnuda, dos sillas, una pequeña estufa. Ni siquiera había un baúl. No habría tenido pertenencia alguna que guardar en él. Sin embargo, en una esquina del espejo vio algo nuevo, algo que no estaba allí la noche anterior.
Se dio la vuelta, despacio, y se acercó a la mesa. Encima había dos libros grandes y viejos. Sus tapas marrones estaban cubiertas de manchas con formas extrañas y lucían aplicaciones ornamentales en las esquinas. Los abrió con cuidado: estaban escritos en latín, con letra redondeada e iluminados con exquisitas filigranas de vivos colores y personajes de ojos inmensos, con el cuerpo rígido y vestidos con túnicas.
Códices antiguos.
Sus dedos acariciaron, respetuosos, las amarillentas páginas de vitela. Debían de ser viejísimos. Mucho más antiguos que ningún libro que hubiera abierto nunca. La forma de las letras, las extrañas ilustraciones y el deterioro de la piel así lo indicaban.
La posesión más preciada de su padre había sido una copia del Yvain de Chrétien de Troyes, un manuscrito de 1450 al que le faltaba la mitad del texto. Cuántas tardes habían pasado discutiendo pasajes de aquel libro. Él se empeñaba en enseñarle cómo el francés primitivo en el que estaba compuesto revelaba sus orígenes latinos y ella siempre acababa llevando la discusión a las aventuras de Yvain o sus amores con Laudine.
A su padre le hubiera encantado examinar aquellos dos libros. Suspiró. Todavía olvidaba a veces que él ya no estaba allí para guiarla, ni en sus lecturas ni en ninguna otra cosa.
Unos golpes suaves en la puerta le anunciaron que la doncella había advertido que se encontraba despierta. Nunca tenía que llamarla, parecía que aquella muchacha siempre sabía cuándo la necesitaba. Muda de nacimiento, era como si un sexto sentido compensara su falta de voz y siempre la atendía con una solicitud de lo más cariñosa.
La sirvienta depositó con cuidado sobre la mesa la bandeja de la leche y el pan, y Madeleine extendió la mano y señaló los libros enarcando las cejas en una pregunta silenciosa. La criada sacudió la cabeza y sonrió misteriosamente. O no sabía de dónde habían salido, o no quería decirlo. Luego señaló la ventana e hizo el gesto de tomarla del brazo. Ella asintió, después pasearían un rato juntas, con lluvia o sin ella.
Solían caminar a diario una media hora hasta un cruce de caminos donde había una piedra enorme y muy vieja, tumbada en el suelo como si los años la hubieran volcado. Desde ese lugar, ligeramente elevado, se divisaba casi toda la comarca, y allí se sentaban a pensar cada una en sus cosas mientras dejaban pasar el tiempo. La compañía de la muchacha muda, el paseo y la contemplación tenían un efecto tranquilizador sobre su ánimo y cada caminata parecía devolverle una porción de sus menguadas fuerzas.
Masticó el pan con desgana, sin apartar la vista de los manuscritos. No tenía hambre, pero se obligaba a comer para superar la debilidad en la que la había dejado su cautiverio. Le asaltó el recuerdo de su desdichada ama, tal y como la había visto por última vez: los pulgares destrozados, los labios resecos y llenos de llagas… Respiró hondo. Tenía que expulsar esa imagen de su cabeza, evitar obsesionarse con aquella pesadilla, o no acabaría nunca de recobrar la salud y la cordura.
Cerró los ojos e hizo un esfuerzo por conjurar un recuerdo más placentero. Volvió a sentir en los huesos el traqueteo del carruaje en el que había hecho el viaje hasta Nancy. A pesar de las órdenes de la duquesa de Montmorency, a mitad de la primera jornada había insistido en que Bernard de Serres se sentara con ella dentro, y la vieja dama de compañía se había dejado convencer, aunque no les había quitado ojo en todo el trayecto.
Con la cabeza apoyada en el hombro del gascón y su brazo alrededor de los hombros, por fin había podido conciliar el sueño. Nadie habría podido arrancarla de aquel refugio. Al despertar había sentido cierta vergüenza por su debilidad, y también por haber estado tan cerca de un hombre. Pero los ojos de Serres estaban limpios de doblez.
No sabía si habría sido capaz de soportar el viaje sin su compañía. Y no porque hubieran hablado mucho. Pero su presencia callada le proporcionaba seguridad. Por las noches no dormía casi, así que a menudo el cansancio la derrotaba en pleno día, en el coche. Y cuando se despertaba gritando, con el corazón en la boca, manoteando para escapar de las pesadillas, sólo su abrazo conseguía calmarla un poco. Sin él, ni siquiera habría tenido valor para detenerse a comer o a dormir después de cada jornada en las posadas del camino.
Le había costado muchísimo verle marchar, días después de su llegada a Nancy. Tenía clavada en la memoria su despedida llena de niebla en el patio del palacio ducal. Se habían quedado mirándose el uno al otro, tímidos de pronto. Serres había abierto la boca dos veces, pero de entre sus labios sólo habían salido explosiones de vapor. A ninguno se le ocurría qué decir. Finalmente, el gascón había calzado el estribo y había mascullado: «Cuidaos mucho». No sabía si volverían a verse.
Aunque la había dejado en muy buenas manos. La duquesa Nicole era apenas dos años mayor que ella, y había heredado el gobierno de Lorena hacía poco más de un año, tras la muerte de su padre. A pesar de la distancia que su alto nacimiento imponía, era evidente que estaba feliz de recibirla. La había tratado con la mayor consideración y la había acompañado en persona hasta aquella granja, como si fuera una igual y no la hija de un gentilhombre insignificante que lo había perdido todo.
La cercanía de sus edades, el dolor de las pérdidas familiares que habían sufrido y la soledad que ambas sentían las habían unido desde el principio. Pero quizá había influido también el medallón que le había entregado la duquesa de Montmorency en Chantilly. Se lo había enseñado a Nicole nada más llegar y ella había sonreído y le había recomendado que lo escondiera. Luego la había abrazado estrechamente, como a una hermana, y le había susurrado al oído: «Nadie volverá a haceros daño. Os doy mi palabra».
Y Madeleine sabía que era cierto. En aquella granja sin nombre estaba a salvo. Era una de las posesiones que la duquesa Nicole tenía en una aldea próxima a Nancy. Un lugar tranquilo donde podría recuperarse asistida por sirvientes de total confianza y tan cerca de palacio que podía alcanzarlo en sólo una hora de caballo. Su mano volvió a rozar el medallón con forma de rueda y cerró los ojos. Nicole le había regalado una cadena de plata para que pudiera colgárselo al cuello, de modo que siempre lo tuviera consigo.
Acarició de nuevo el dorso de uno de los libros, alegre ante la tarea por venir. Su dominio del latín era más que digno, aunque iba a llevarle tiempo ir desgranando frases de entre aquella maraña. Pero la perspectiva no la amilanaba, al contrario, agradecía la distracción que iba a proporcionarle la lectura.
Siempre se había refugiado en las letras cuando la realidad era difícil de soportar. Y llevaba semanas sin leer. Privada de su santuario, había tenido que aprender a domar sus pensamientos de manera que cada vez que rondaban una zona angustiosa los dirigía violentamente hacia otro lado. Los cadáveres helados de su padre y su hermano, el rostro mentiroso de Lessay, las manos del verdugo colocándola sobre la pira… ¡Fuera, fuera!
Había descubierto que si se concentraba en mirar algo que tuviera delante y en describir en voz alta lo que veía, podía vencer a su propia mente. Así, detenía de vez en cuando su paseo y observaba una brizna de hierba o el borde rugoso de una valla de madera hasta que le dolían los ojos.
Apuró el vaso pausadamente; la leche estaba recién ordeñada y sabía a gloria. Después, abrió el libro, se arrebujó en su mantón y se sumergió completamente en la lectura.
Leyó todo el día, con la breve interrupción del paseo habitual. Incluso comió con el manuscrito abierto frente a ella, cuidando de no mancharlo. Leyó, leyó y leyó hasta bien después del anochecer.
Se embebió tanto en la lectura que cuando escuchó dos golpes quedos en la puerta sintió un sobresalto y cerró el volumen bruscamente, como cogida en falta. Tenía la impresión de que si advertían lo ensimismada que había estado intentando descifrar aquellas páginas, le arrebatarían el libro. Ni siquiera se había acordado de su paseo de la tarde y la doncella muda tampoco había aparecido para acompañarla.
Se dio la vuelta sin levantarse de la silla y encaró la puerta con la mano izquierda posada sobre el manuscrito en un gesto protector. La duquesa Nicole sonreía desde el umbral. En la mano sostenía una vela cuya luz le teñía el rostro regordete de un suave resplandor dorado.
—Así que todavía estáis despierta. Me alegro.
Madeleine se percató por primera vez de que su mesa y el libro eran una minúscula isla de luz en la oscuridad total del cuarto. Apenas unos días atrás no se hubiera atrevido a confiarse de aquella manera a la protección de una modesta lámpara de aceite. La oscuridad y el vacío circundantes la hubieran aterrorizado. Necesitaba sentir todo el tiempo a su alrededor la suavidad de una manta o la caricia de los rayos del sol; buscaba el calor como un recién nacido. Pero empezaba a sentirse fuerte.
Nicole entró en el cuarto con pasos casi furtivos y Madeleine hizo ademán de levantarse, sorprendida al darse cuenta de que había estado tan ensimismada en la lectura que ni siquiera había oído el coche de la duquesa:
—No, no. Permaneced sentada, por favor. —Se sentó al borde de la cama, posando la candela en la silla vacía que había junto a la cabecera con un gesto tímido. Ahora había dos islas de luz—. Quería ver cómo estabais.
—Me alegra que hayáis venido. —Se levantó para hacer una reverencia—. Es un gran honor…
La joven duquesa rió y la hizo sentarse junto a ella:
—¿Os complace la lectura?
—¿Sois vos quien habéis hecho traer los libros?
—Sí. ¿Qué os parecen?
Madeleine pensó un poco antes de responder.
—Son difíciles de leer. Algunas de las historias de Hesíodo ya las conocía. Mi padre me las contaba de pequeña. Otras son nuevas para mí. —Sonrió—. Pero me hace mucho bien tener la cabeza ocupada.
Nicole le devolvió la sonrisa y en sus mejillas aparecieron dos hoyuelos infantiles. Iguales que los suyos. Aunque ahí terminaba todo el parecido. Su joven protectora era más alta y más pálida, no estaba tan flaca como ella, y tenía los ojos y el pelo oscuros, amén de un escote mucho más generoso.
—Heredé estos libros de mi abuela y os confieso que yo no podría leerlos. Pero mi primo Chevreuse me ha escrito que vos sabéis más latín que un estudiante de la Sorbona, así que pensé que os gustaría echarles un vistazo.
El nombre de Chevreuse le produjo un cosquilleo desagradable. Recordó las risas del marido de su madrina en la casita de Auteuil, su repugnante complicidad con el conde de Lessay. La sonrisa se le marchitó pero Nicole no se dio cuenta. Ella también se había quedado muda y ensimismada. Escrutaba las sombras de la habitación como si ocultaran algo peligroso. Madeleine cayó en la cuenta de lo tardío de la hora para una visita. Inquirió con cautela:
—¿Ha ocurrido algo?
La simple pregunta llenó de lágrimas los ojos de la duquesita:
—Es mi marido. Ha venido a verme a mis apartamentos y ha sido tan… mezquino conmigo.
Sorbió como una chiquilla y Madeleine le pasó el brazo por los hombros sin saber qué decir. No conocía personalmente al consorte de la duquesa, pero sabía de dónde provenía la desazón de su amiga.
Nicole y su marido eran primos carnales. Su matrimonio había sido un arreglo para intentar unir a las dos ramas litigantes de la familia, pues él aspiraba al trono basándose en unos documentos de dudosa autenticidad que prescribían que sólo los varones podían heredarlo. Pero aquella alianza no había satisfecho a nadie y los dos esposos se trataban como enemigos.
—¿No tenéis ningún servidor de confianza en el que apoyaros?
Pensaba en el modo en que Anne la había sostenido cuando se había visto de pronto de ama en casa de su padre. Pero Nicole no tenía que gobernar una simple hacienda sino un pequeño país. Le tendió su modesto pañuelo de algodón para que se secara las lágrimas y aquel gesto de compasión le devolvió algo de entereza:
—Nadie que pueda hacerle frente.
Madeleine le apretó las manos con una firmeza que la sorprendió a ella misma:
—Seguro que encontráis un modo de pararle los pies. —Y añadió, sin saber muy bien por qué—: Yo estaré a vuestro lado.
Igual que si ella fuera una roca en la que Nicole pudiera apoyarse.
Se miraron en silencio unos instantes. La duquesa se había ido serenando y le preguntó si tenía hambre. La cocinera había hecho una tarta de manzana y podían compartirla acompañada de un poco de vino dulce. A Madeleine se le hizo la boca agua y aceptó encantada.
Nicole le pidió que le descifrase la página que estaba leyendo. Era un pasaje que hablaba de Perséfone, de su rapto, de su estancia en los infiernos y de su rescate y vuelta a la vida, y Madeleine sentía como si aquel mito antiquísimo contase su propia historia. Sin darse cuenta, los ojos se le llenaron de lágrimas. Qué tonta. Pero su amiga la cogió de la mano, comprensiva.
Según fueron dando cuenta del vino, crecieron en ambas las ganas de desahogarse. Hablaron hasta cerca de la medianoche. Nicole le relató con detalle las miserias de su matrimonio y ella le contó, no sin vergüenza, cómo había estado a punto de caer en las garras de Lessay. Nunca volvería a dar cuerda a un galán que la requebrara con falsedad.
Finalmente, la duquesa comenzó a bostezar. Su larga charla le había devuelto la tranquilidad:
—¡Estoy tan contenta de que vuestra estancia aquí os esté sentando así de bien! —exclamó, antes de despedirse—. ¿Vendréis próximamente a la Corte? No sé si estaréis preparada para enfrentaros al mundo tan pronto.
Madeleine se encogió de hombros:
—Ya no tengo miedo.
No era una bravata, sino la verdad. Por extraño que pareciera.
Nicole se levantó decidida:
—Mandaré pronto a buscaros. Todo irá bien. Nos encomendaremos a Aquella Cuya Voluntad se Cumple —dijo con un guiño y una inclinación de cabeza hacia el manuscrito.
Madeleine iba a preguntarle qué quería decir con aquello. Por el gesto que había hecho daba la impresión de que era algo que tenía que ver con el libro, aunque Nicole le había dicho que ella no lo había leído. Pero la duquesa salió del cuarto antes de que le diera tiempo a decir nada y cerró la puerta tras ella. Un soplo helado le recorrió el cuerpo. No había notado hasta entonces el frío que hacía en la estancia. Se frotó los brazos. En ese momento, el aceite de la lámpara se consumió y la oscuridad conquistó la habitación por completo.