Bernard subió las escaleras del hôtel de Chevreuse a paso decidido. Iba ataviado con sus mejores galas: una capa de grueso paño gris con el cuello de piel que le habían regalado en Chantilly para el viaje a Lorena y el jubón y los calzones de la noche de la fiesta. Aquella ropa aparatosa ya le había traído suerte una vez y no había que escatimar recursos.
Le instalaron en la misma antecámara en la que había cenado junto a Lessay la noche de su encuentro con los matones y en la que había ya media docena de desconocidos. Se moría de ganas por ver a Marie. Con todo lo que había vivido aquellas semanas se sentía mucho más resuelto y seguro de sí mismo. En cuanto le mirara, la duquesa se daría cuenta de que ya no era el mismo mozo bisoño.
Aunque lo que le había contado Charles sobre sus amores con el pisaverde de Holland le roía un poco las tripas. Con razón le había dado mala espina aquel fantoche, nada más echarle el ojo en la casita del parque de Chantilly. Ya sabía él que ese inglés amanerado no era trigo limpio… Y eso de que hubiera salido con tantas prisas para París, medio disfrazado, no le hacía ni pizca de gracia. ¿Se habría encontrado con ella?
La puerta de la habitación de Marie se abrió de golpe y una cabeza de prestancia taurina asomó por entre las hojas de madera tallada. Su dueño era un individuo alto y corpulento, de unos sesenta años, que por su expresión airada debía de tener algún pleito con él. De la oreja derecha le colgaba una perla que no habría desmerecido en el tesoro de un sultán y se apoyaba con ademán dolorido en un bastón labrado. Gota.
Bernard se levantó de un salto y le hizo una inclinación, por si acaso. El coloso exclamó:
—¡Monsieur de Serres! ¡Acercaos! —Obedeció de inmediato y el gigantón arrugó el morro—. Así que vos sois quien ha acompañado a la pobre mademoiselle de Campremy a Lorena.
—Sí. El conde de Lessay confió en mí para esa misión —dijo con modestia, sin saber aún con quién estaba hablando.
—Vaya asunto más sombrío… Su padre fue un fiel servidor mío, ¿sabéis?
Entonces escuchó la voz de Marie, que reclamaba impaciente desde el interior del cuarto:
—Padre, dejad pasar a monsieur de Serres de una vez.
De modo que aquél era el duque de Montbazon. El fornido Hercule de Rohan dio un paso atrás y le hizo un gesto para que entrara. Bernard se dio cuenta entonces de que su aspecto amenazante era sólo producto de sus cejas permanentemente fruncidas. Porque sus ojos chiquitos brillaban risueños. Como los de su hija, que aguardaba sentada junto a la chimenea, con un niño de pocos meses sobre las rodillas, fajado en vendas. De pie, a su lado, había una mujer joven y pecosa, con aspecto de campesina.
Bernard sintió que enrojecía. Sabía que la duquesa tenía hijos. Pero nunca se la había imaginado como una madre. De repente, todos los pensamientos que había alimentado sobre ella mientras aguardaba en la antecámara le producían un cierto embarazo.
—¿Es verdad que esos patanes de Ansacq también quemaron la hacienda de Campremy? —preguntó el duque—. Una pena. Allí he comido más de un buen cochinillo al calor de la lumbre.
—Sí, hubo un fuego —respondió, a secas. No sabía qué más decir. La verdad, desde luego, ni loco—. Ardió todo.
El padre de Marie rió:
—Hombre de pocas palabras. Así me gusta. —Se dio la vuelta trabajosamente y besó a su hija en la mejilla.
Ella sonrió:
—Si queréis despediros de vuestra nieta…
El duque pellizcó con suavidad las mejillas gordas de la criatura, que dio un grito de satisfacción y le dedicó una sonrisa desdentada. Luego tronó:
—Qué colorada es. No se parece en nada a los otros.
La niña comenzó a lloriquear asustada:
—No hay nada raro en eso, los otros eran de Luynes. Ésta es de Chevreuse. Se parece a su padre.
Bernard miró a la niña de reojo. Si Marie llevaba desde el año anterior enredando con Holland, ¿cómo sabía de quién era la cría? La observó con atención, pero le fue imposible distinguir si se parecía más al inglés que a Chevreuse. Todos los niños de teta eran iguales. Le echó una ojeada al vientre de la duquesa, receloso. De repente se le había venido a la cabeza que no había motivo alguno para que no cargara con otro retoño dentro. Y que esta vez bien podía ser suyo.
La niña no paraba de lloriquear. Marie se la entregó a la campesina y la criatura buscó sus pechos con la boca abierta. La muchacha murmuró, un tanto azorada:
—Si madame da su permiso, Anne Marie tiene hambre.
Y quién no. Bernard miró de reojo el goloso escote del ama de cría. Se le escapó una sonrisa y Hercule de Montbazon le guiñó el ojo, cómplice.
Marie despidió a la moza con la mano:
—Sí, anda, llévatela.
El duque gruñó:
—No sé por qué la habéis hecho venir. Los niños donde mejor están es en el campo con sus amas.
Su hija se puso a la defensiva:
—Ya os he dicho que ha estado enferma con flemas en el pecho. Queríamos que la viera nuestro físico.
—Pues haberle enviado a él a Dampierre —gruñó Montbazon. Se despidió y se reunió con los seis gentilhombres que le aguardaban en la antecámara, arrastrando la pierna dolorida.
Marie le hizo una seña a una criada para que cerrara la puerta y Bernard se quedó a solas con ella.
Ya no estaba convencido de que aquella visita fuera buena idea. No podía dejar de preguntarse si Marie habría estado refocilándose con Holland en aquella misma habitación, hacía apenas unas semanas.
La observó detenidamente, mientras ella se alisaba los pliegues de la falda. En su tierra se decía que amor sin celos no lo daban los cielos. Maldita fuera. Le daban ganas de sacudirla. ¿Cómo podía preferir a ese barbilindo?
Pero entonces Marie le dedicó una larga mirada de cervatillo, dio dos palmadas en la silla vecina para invitarle a acompañarla y él sintió que todo su enfado se disipaba.
—Siento no haber podido recibiros antes. Alguien le dijo ayer a mi padre que la niña estaba aquí y se ha empeñado en conocerla antes de que la mandara de vuelta al campo. —La duquesa rió, dando a entender que le parecía una extravagancia—. Contadme lo de mi ahijada.
Era amable, pero guardaba las distancias.
Bernard se sentó junto a ella. Estaba descartado lo de ponerle una mano en el muslo así por las buenas, como había hecho la noche del teatro. Tenía que encontrar otro recurso. Pero de momento no se le ocurría nada, así que obedeció y empezó a relatar. Le contó a Marie todas sus gestiones desesperadas en Ansacq, le describió el estado en que se habían encontrado a la pobre Madeleine en su prisión y cómo la habían rescatado de la hoguera en el último momento. Finalmente, le habló de su viaje y de su llegada a la Corte de Nancy.
Habían pasado una semana en el camino, abrazados el uno junto al otro en un carruaje traqueteante, sin apenas hablar. Desde el primer día, Madeleine se había acurrucado en su hombro, como un pajarillo con el corazón y el cuerpo maltrechos, y él la había protegido, confuso, pero orgulloso de poder apaciguar aunque fuera un poco sus malos sueños y su angustia.
Aunque eso no se lo dijo a Marie. No habría sabido cómo explicarlo:
—La duquesa de Lorena es muy joven y muy cariñosa —concluyó, en vez—. Ha instalado a mademoiselle de Campremy en una granja, atendida por sirvientes de confianza, para que pueda recuperarse con tranquilidad.
Marie le miraba, seria y pensativa:
—Me alegro. Lo mínimo que podía hacer mi marido era asegurarse de que sus parientes de Lorena la acogieran bien. Es increíble que aceptara ser el juez de semejante apuesta…
—¿Vos no estabais al tanto? —Bernard recordó la noche del teatro. A Lessay y a Madeleine sentados juntos en la galería y a la duquesa cubriendo su encuentro.
—Por supuesto que no. No me pareció mala idea darle un empujón a la niña para iniciarla en la galantería, pero ¡no con un amante que la desechara al día siguiente! No tenía ni idea de lo que se traían esos canallas entre manos —murmuró, sinceramente indignada—. Aún no me puedo creer que mi primo me enredara de esa manera.
—Pues lo está pagando con creces, en la Bastilla.
La duquesa se enderezó en su silla. Los ojos le brillaban, indignados:
—Es intolerable. Un par de magistrados deciden creerse un montón de cuentos de viejas, llevan a la hoguera a la hija de un gentilhombre y en vez de tomar medidas, el rey y el cardenal cargan contra quienes detienen la tropelía. ¡Lo que no me explico es cómo es posible que el juez de París que mandaron para poner orden resultara aún más supersticioso que los campesinos!
Bernard se quedó mirándola, escamado. Marie hablaba de Cordelier como si no fuera más que un fanático. Eso era que Lessay no había soltado prenda de lo que él le había contado en Chantilly. Bueno era saberlo. Había algo en todo aquel asunto que le daba mala espina. Por eso le había mentido a Charles diciéndole que había tirado la caja de Anne Bompas al río. No tenía ni idea de lo que convenía contar y lo que no, y sobre todo a quién. Pero había mucho pez gordo de por medio como para arriesgarse a meter la pata.
—Si a Luis XIII le llaman el Justo será por algo —insinuó—. Seguro que acaba entrando en razón.
Lo que quería era calmarla, porque si no, no veía cómo iba a conseguir acercarse a ella. Pero Marie le contestó con una risa sarcástica que dejó bien claro lo que pensaba del apelativo, y se lanzó a criticar al rey y al cardenal, arrebatada, ignorando su dilema. A lo mejor quería disuadirle de intentar un acercamiento. Después de la noche que habían pasado juntos se había comportado de un modo muy parecido. No, no tenía sentido. Bernard estaba seguro de que ella había disfrutado tanto como él. ¿Por qué no iba a querer repetir? Y sin embargo, no callaba, no le daba pie.
Él no paraba de mirarla, fijo y obstinado, sin escucharla realmente. Al fin logró barbotar:
—He pensado mucho en vos.
Ella interrumpió su charla un instante y alzó la barbilla con coquetería:
—¿Ah, sí? Pues yo no me he acordado de vos en absoluto.
Ni siquiera parecía que quisiera ofenderle. Simplemente, estaba acostumbrada a tener a los hombres comiendo de su mano. Seguía siendo una hábil cortesana y él un rústico bisoño. Seguro que Holland sí habría sabido qué decir. Intentó evitar pensar en él por todos los medios, pero no podía. Se lo representaba en aquel mismo cuarto sacudiendo sus rizos de doncella mientras empujaba y empujaba hundido hasta las entrañas entre las piernas de Marie:
—Normal. Habréis estado muy ocupada con la visita de Inglaterra.
—Creí que no os interesaban los comadreos de la Corte. —Enarcó las cejas—. Son todo rumores sin fundamento.
A lo mejor se creía que él también era un niño de teta. No podía decirle que había conocido al inglés en Chantilly sin traicionar el secreto que había prometido guardar. Pero se iba a enterar:
—Es posible. Desde luego, el Holland que todo el mundo describe parece tener muy poco fundamento.
Levantó la barbilla, obstinado, y se arrellanó con los brazos cruzados sobre el pecho, en espera de una respuesta. Sorprendido, la escuchó reír con suavidad:
—Mon Dieu, estáis celoso —Marie se levantó y le acarició el pelo con una mano perfumada—. Qué adorable.
—No os burléis, madame.
Ella se echó a reír:
—Y tan discreto…
La miró con desconfianza. No tenía claro si aquello significaba que Marie sabía que había coincidido con Holland en Chantilly ni si estaba al tanto de lo que se había cocido allí:
—No sé a qué os referís.
Marie se sentó en el brazo de su butaca. Su mano descendió por su mejilla:
—Quizá os cuente la verdad sobre la visita de lord Holland… Si me prometéis que sabéis guardar secretos.
Bernard se hundió en su asiento. Más secretos. Como si no tuviera ya bastante con los que le guardaba a Lessay. A ese paso iba a tener que buscarse un amanuense que llevara la cuenta de todas las cosas de las que no podía hablar.
—Os lo prometo —gruñó.
—No sé de dónde habrán salido los rumores de que lord Holland ha venido a verme. No reniego de mi amistad con él. Estuvimos muy unidos… durante el año que él pasó en París. Y durante mi tiempo en la Corte de Londres. Pero pretender que un hombre de su importancia haya podido cruzar el mar y viajar más de cien leguas sólo para verme a mí, ¿podéis imaginaros algo más absurdo?
A él no le parecía absurdo en absoluto. Estuvo a un tris de decírselo. Si unos cuantos días de cabalgada le garantizasen que Marie iba a meterle en su cama, le habría faltado tiempo para saltar a caballo. Pero no quería llevarle la contraria.
—¿A qué vino, entonces? —preguntó, arisco.
La duquesa parpadeó, sorprendida, y Bernard cayó en que había sido un torpe. La pregunta no había sido más que una coquetería. Se arrepintió de no haberle dicho lo de la cama y el caballo, pero ya había perdido la oportunidad.
Ella le respondió, picada:
—El duque de Buckingham tiene prohibido volver a poner el pie en Francia. Pero aún ama a la reina con fiereza y no se da por vencido. Es difícil encontrar mensajeros seguros que se hagan cargo de su correspondencia. Lord Holland vino hasta París para cumplir esa misión.
Y de propina, a pasársela a ella por la piedra. Llevaba oyendo hablar del romance de Ana de Austria con el inglés desde que había puesto el pie en París sin terminar de creérselo:
—Entonces es verdad. La reina le ha sido infiel al rey con ese Buckingham…
—Supongo que eso depende de lo que entendáis por infidelidad. —Marie se puso en pie, con un revoloteo de faldas, y le dedicó una media sonrisa—. Yo respondo de la virtud de la reina desde la cintura hasta los pies.
Bernard tardó un momento en comprender, desconcertado por la frescura del comentario. Le habría gustado saber hasta qué punto había ejercido la duquesa de alcahueta. Pero no se sentía cómodo hablando así de la reina:
—O sea, que a vos el asunto os parece bien.
—¿Cómo no me lo va a parecer? Ana de Austria no es sólo la reina, también es una mujer. Y hasta que Buckingham pisó la Corte no tenía ni idea de lo que era el amor. ¿Podéis creeros que mi primer marido tuvo que arrastrar al rey hasta su dormitorio y encerrarlos con llave, dos años después de su matrimonio, porque no había vuelto a acercarse a ella desde entonces? La pobre no sabía lo que era un hombre. Y de repente, un buen día, apareció él. Apuesto, impetuoso, locuaz, con sus trajes deslumbrantes y cosidos de perlas de arriba abajo. —Marie evocaba la imagen del ministro inglés con los ojos entornados, recreándose en lo que sin duda era un recuerdo agradable. Él, en cambio, se imaginaba un pavo real con bigotes. Muy parecido a Holland—. Era imposible que no sucumbiera a sus galanteos.
—Pues poca ocasión van a tener ya, con un mar de por medio.
—Si hubieran sido más hábiles, quizá… —Marie le encaró con ojos brillantes—. ¿Comprendéis que queramos ayudarlos, verdad?
Más bien no. Aquel romance imposible no tenía ninguna posibilidad de llegar a buen puerto. Y sí muchas de meterla a ella, a Ana de Austria y a cualquiera que las ayudara en un buen lío. Marie era una imprudente de tomo y lomo.
Con unas tetas suculentas que temblaban con cada suspiro y pedían a gritos una mano que las tentara.
No pudo aguantar más. Sin pensarlo, se puso en pie, se plantó junto a ella y le acarició un rizo suelto:
—Tenéis un corazón de oro. —Se inclinó para besar la piel bajo la que latía y luego le recorrió el cuello con los labios hasta atrapar con cuidado el lóbulo de su oreja.
Ella le había enseñado cómo le gustaba que la trataran y a él no se le había olvidado nada. Le iba a demostrar que un buen mozo francés le daba cien vueltas a un inglés ahembrado.
Marie soltó un suspiro y enredó sus brazos en torno a su cuello. Por fin.
Pero aunque él la besaba y la acariciaba, seguía medio tibia. Quiso conducirla a la cama y ella se opuso. «No, ahora no», le murmuró al oído, mientras le desanudaba los calzones. Así que esta vez no quería miramientos. Él no ponía pegas. Se dejó caer en el sillón, arrastrándola consigo, y Marie se acomodó de inmediato sobre él, a horcajadas. Bernard gimió de gusto y cerró los ojos, agarrado a su grupa.
Aquélla era la mujer más maravillosa del mundo.
Aunque no era la misma de la otra noche. Casi no suspiraba, ni le susurraba nada al oído. Permanecía muda y mantenía los párpados apretados sin buscarle con la mirada y sin dejar de mover las caderas, como si esta vez no le importara prolongar o no el momento. Casi parecía apremiarle. Y justo antes del final se apartó de golpe, sin previo aviso. Al parecer ahora sí le preocupaba que el próximo niño que pariera no llevara sangre gascona.
Aun así, él se sentía exultante, como si acabara de darse un baño frío un día caluroso de verano. El cielo le librara de mirar el diente a tal caballo regalado.
La acurrucó contra su hombro y le besó el pelo y la frente, feliz, preguntándose si le dejaría repetir cuando descansara.
Pero en cuanto las campanas de Saint-Thomas dieron las diez, Marie se deshizo de su abrazo. Tenía que vestirse para ir al Louvre.
Hizo llamar a sus camareras y le despidió con urgencia, Bernard se compuso las ropas, aturullado. No entendía a qué venía de repente tanta prisa. Se detuvo en el umbral, decidido a preguntar por lo menos cuándo podía regresar. Pero a Marie se le acababa de ocurrir algo y se le adelantó:
—¿Sabéis? —preguntó—. Creo que a la reina le gustaría conoceros.
—¿La reina? ¿Estáis segura?
Marie sonrió:
—Sí. Se ha interesado mucho por la suerte de mademoiselle de Campremy. Incluso ha intervenido a favor de Lessay y Bouteville, aunque dudo que eso haya contribuido a ablandar el corazón de Luis XIII. —Rió, sarcástica—. Desde la aventura de Buckingham al rey no le gusta que los hombres frecuenten los apartamentos de la reina, pero ya encontraré el momento. Casi todas las tardes sale a cazar. El mayor obstáculo es la baronesa de Cellai, esa perra guardiana de la moral. Su ocupación favorita es intentar convencer a la reina de que todas mis sugerencias son inconvenientes… En fin, estad a mediodía en la Sala de la Guardia, que os llamarán cuando surja la ocasión.
O sea, que lo daba por hecho. Sintió un desasosiego crecerle en el fondo del estómago. Él, Bernard de Serres, destripaterrones gascón, iba a saludar personalmente a doña Ana de Austria, infanta de España, reina de Francia y sólo Dios sabía cuántas cosas más.