–Rex tangit te. Deus sanat te.
El médico alzó la cabeza del adolescente con las dos manos y las llagas purulentas de su cuello quedaron a la vista. El mozo tenía los ojos húmedos de agradecimiento. De no ser porque el capitán de la Guardia le tenía sujetas las muñecas, ése habría sido de los que hubieran intentado manosearle.
Luis XIII avanzó otros dos pasos:
—Rex tangit te. Deus sanat te.
Alguien a su espalda volvió a ofrecerle la bandeja con corteza de limón. La rechazó con un gesto breve y siguió avanzando:
—Rex tangit te. Deus sanat te.
Aquéllos eran sus súbditos. Habían acudido a él movidos por la fe, en busca de sanación. No pensaba ofenderlos ni a ellos ni a Dios mostrando su desagrado. Y el aire frío del norte hacía casi soportable la fetidez agria que emanaba de las supurantes heridas.
Una ráfaga de viento le azotó las mejillas e hizo batir los pliegues del manto de armiño contra sus pantorrillas calzadas con medias azules. Empezaba a tener la voz ronca:
—Rex tangit te. Deus sanat te.
Habían venido muchos. Casi quinientos, le había susurrado al oído el gran prior, su hermano natural Alexandre de Vendôme, a la salida de la iglesia. Como cada año, el día de Todos los Santos cientos de hombres y mujeres aquejados de escrófula aguardaban arrodillados a que su rey realizara la señal de la cruz sobre su rostro, pronunciara la fórmula ritual y Dios obrara el milagro. A pesar de que los médicos se habían encargado de despachar a su casa a los falsos enfermos que sólo pretendían hacerse con los dos sueldos de limosna que se repartían por cabeza tras la imposición de manos.
El rey Luis no llevaba la cuenta de las ocasiones en que había llevado a cabo el ceremonial, en aquella época del año o en el curso de alguna otra solemnidad religiosa. Pero no lograba acostumbrarse. Por lo que le habían contado, tampoco su padre había conseguido nunca arrostrar el ritual del todo sereno. Ni otros monarcas antes que él.
Aunque ninguno de ellos hubiera tenido que afrontar semejante prueba al poco de cumplir los nueve años. Él sí. Casi paralizado de horror, les había impuesto las manos a más de ochocientos enfermos llegados de leguas a la redonda en busca del niño recién ungido, sabedores de que el día de su coronación, Dios concedía a los reyes el poder de sanar a los escrofulosos.
Los ojos de la mujer que tenía enfrente segregaban un humor seroso y amarillento.
—Rex tangit te. Deus sanat te.
A los físicos les preocupaba que pudieran infectarle porque su salud nunca había sido robusta. Desde muy niño padecía terribles dolores de vientre, vómitos violentos, humillantes diarreas y cólicos agudos que le impedían dormir y le postraban en cama durante días. En una ocasión, a los catorce o quince años, una virulenta crisis le había hecho perder el control del cuerpo. Durante largos minutos, rígido y privado de razón, había permanecido entre la vida y la muerte. Sus servidores le habían colocado un cuchillo entre los dientes para impedir que se seccionara la lengua y lo había mordido con tanta fuerza que las encías le sangraban.
Pero aún le torturaban más dolencias. Había sobrevivido a la viruela, pero los dientes le hacían sufrir con frecuencia y, aunque había aprendido a dominar su tartamudeo en público, aún tenía problemas para controlarlo cuando se sentía nervioso.
De cualquier modo, nadie podía acusarle de refugiarse en sus males para eludir sus obligaciones; ni de flaqueza de ánimo. Amaba la vida al aire libre y el ejercicio físico desde la infancia. Ni la nieve, ni las largas horas a caballo, ni las mordeduras de perro le amedrentaban. De niño estaba siempre dispuesto a introducirse en las madrigueras, a cruzar un pantano o a darle el tiro de gracia a un ciervo. Y ya hombre, se había comportado del mismo modo. En campaña, no le importaba soportar ayunos, canículas, ni tiroteos. Conocía los nombres de todos sus oficiales, visitaba a los heridos, dormía con gusto en una cama de heno, y el pan y el vino le resultaban alimento suficiente. La ruda compañía de los soldados y la vida sencilla le hacían sentirse a gusto y le atemperaban el carácter.
Siempre había admirado a su padre, que había pasado tantos años guerreando antes de sentarse en el trono. Y Dios sabía que intentaba estar a la altura tanto de su progenitor como de lo que el cielo aguardaba de un buen rey.
Esa mañana más que nunca. Sentía que aquella ceremonia era un examen. Si lograba superarlo con dignidad y atravesar esa multitud pestilente impartiendo consuelo y sanación sin que la infección le tocara, los miedos y la zozobra que le domeñaban en los últimos tiempos quizá desaparecerían. A lo mejor era una señal de que no pesaba maldición alguna sobre él.
—Rex tangit te. Deus sanat te.
Estaba seguro de que no tenía su vida en más aprecio del debido. A menudo pensaba en la muerte, y esperaba que le llegase de anciano, rodeado de hijos y nietos, respetado por sus súbditos y las demás naciones cristianas, en una Francia floreciente. Pero su salud era frágil y su destino estaba en manos de Dios, que podía decidir llamarle a su seno mucho antes. Lo aceptaba con mansedumbre. Al fin y al cabo, la vida no le aportaba un gozo excesivo.
No era el fin en sí lo que le preocupaba, sino el bien morir.
Y la certeza insidiosa y tozuda de que a él le aguardaba algo muy distinto a un final plácido. De que algo oscuro y maligno reptaba desde las profundidades para envolverle con sus tentáculos viscosos y arrastrarle al abismo. Algo poderoso y formidable que conocía los rincones más sombríos de su alma y se alimentaba de sus pecados. Y contra lo que todo un coro de anuncios y advertencias intentaba ponerle en guardia en los últimos tiempos. Sueños, señales y enigmáticos mensajes que nadie lograba descifrar.
Como antes de la muerte de su padre.
Había llegado hasta el final de la fila. Le impuso las manos al último de los infectados y reprimió un suspiro de alivio. La ceremonia había concluido.
Sin aguardar más, cruzó las dos calles fangosas que separaban la parroquia de Saint-Germain-l’Auxerrois del Louvre, flanqueado por el limosnero real y el gran prior, y escoltado por sus mosqueteros. Con el mismo paso rápido atravesó el patio de palacio y subió por la escalerilla hasta sus habitaciones. En la antecámara, el duque de Chevreuse le aguardaba con una servilleta empapada en vino y agua, preparada para que se lavara las manos.
Se las frotó con rudeza hasta que el suave lino las hizo enrojecer. Aún sentía adherido a su cuerpo el olor pegajoso de la enfermedad. Al terminar arrojó la tela al suelo y, cuando alzó la cabeza, el corro de miradas expectantes le paralizó. No sabía con cuánta violencia había realizado el gesto. Le pareció ver una mueca burlona en los labios de su hermano Gastón, pero se dio cuenta de que sólo estaba silbando por lo bajini, aburrido, como siempre que asistía a alguna solemnidad. Con sus visajes exagerados, sus movimientos nerviosos y ese empalagoso perfume de franchipán que le envolvía de la cabeza a los pies, no había ni una gota de compostura en su actitud.
Su relación con él no había sido fácil ni siquiera en la infancia. Gastón había sido todo lo que él no era: un niño gracioso, vivaracho y seductor, que conquistaba con facilidad los afectos. El favorito de su madre, con la que compartía la misma indolencia y el mismo gusto por la frivolidad.
Cierto que aún era joven y le faltaba discernimiento. Al fin y al cabo, era aún un mozo de diecisiete años. Pero él jamás había mostrado una ligereza semejante. Gastón estaba tan pagado de sí mismo que no se daba cuenta de que no eran sus virtudes las que le habían convertido en el preferido de gran parte de la nobleza. Ni su generosidad, ni su interés por las artes y las ciencias, ni la cordialidad que tanto alababan sus aduladores. Eran sus defectos los que enamoraban a los grandes del reino.
Porque bajo sus superficiales encantos, Gastón era un perezoso, un charlatán irresoluto e inconstante. Un libertino descreído y un alborotador irresponsable que se entretenía robando capas a los transeúntes o prendiendo fuego a los tejadillos de los tenderos y que había fundado junto a sus amigos un «Consejo de la Incompetencia» para burlarse de su negativa a darle asiento en su Consejo privado.
El príncipe soñado por la nobleza para seguir arrancando pedazos de Francia a su antojo.
Le echó una ojeada dura antes de abandonar la estancia y dirigirse a sus apartamentos. No eran pocos los que se preguntaban por qué había aceptado la propuesta de su madre de buscarle esposa. Por qué estaba dispuesto a arriesgarse a que Gastón tuviera un hijo antes que él. Ningún monarca sensato aceptaba que un hermano se casara antes de haber producido él mismo un heredero.
Pero ya tenía bastante con verle rondar día tras día, expectante como un carroñero, aguardando su muerte para sentarse en el trono. La sospecha de que su esposa Ana de Austria también contemplaba esa posibilidad con esperanzas le revolvía el estómago. Al menos, casando a Gastón con otra sabía que si él moría, la española no tendría más remedio que regresar a Madrid. Y podría apartar de su imaginación las obscenas visiones en las que se le aparecía poseída por el demonio de la lujuria y copulando con su hermano a los pocos días de su entierro.
Lo que nadie podía adivinar era que había una segunda razón, más grave y más secreta, por la que había cedido ante las peticiones de su madre y había decidido permitir que su hermano se casara. Algo que ni siquiera le había confiado a su confesor. Era incapaz de hablarle de las visiones nocturnas que le torturaban desde hacía meses, de los recuerdos que no le dejaban descansar…
Leonora Galigai camino del cadalso, Leonora en manos del verdugo, Leonora consumida por las llamas… No comprendía por qué habían regresado justo ahora, después de tantos años.
Durante las largas noches sin sueño se repetía a sí mismo, una y otra vez, que su único pecado había sido ceder a la avaricia de su favorito Luynes. Él había sido el culpable. Él era quien codiciaba los bienes de la mujer y quien había orquestado todo el proceso. Pero no lograba engañarse. Sabía que si su ávido hombre de confianza le había convencido con tanta facilidad para que permitiera la ejecución de la florentina había sido porque con su sangre saciaba su propio odio. Una inquina vengativa que la muerte de Concino Concini, el favorito de su madre, no había logrado satisfacer por completo.
Nunca había debido consentir la ejecución de Leonora Galigai. La mujer era sin duda culpable de soberbia, había rapiñado sin recato durante años, pero aunque amiga de exorcistas, judíos y amuletos extraños, no era ninguna concubina del demonio.
A pesar de que a última hora, a la desesperada, intentara comprar su vida con la amenaza de un pérfido conjuro más propio de una campesina que de una dama de la Corte. Quizá había pensado que en verdad la creía bruja y podía amedrentarle.
En cualquier caso, ni la culpa más insidiosa justificaba que la superstición se hubiera apoderado de él de tal modo en los últimos tiempos. Le abochornaba que las amenazas desesperadas de una mujer que llevaba años muerta le revolvieran el espíritu de aquel modo, a pesar de que no dejaba de repetirse que los hechizos no tenían poder alguno sobre los buenos creyentes. En vano. Poco a poco el recuerdo pertinaz de la maldición de la mujer había ido reconcomiendo la fortaleza de su alma de manera irremisible.
Tal vez era aún más culpable de lo que creía. Tal vez era él mismo quien le había abierto las puertas a aquel terrible recuerdo, meses atrás, cuando había decidido dar pábulo a la siniestra advertencia que el difunto rey Jacobo le había enviado en aquel mensaje incompleto.
Pero no era cosa de su imaginación. Estaba seguro. Si su matrimonio no estuviera en verdad maldito, Dios no le enviaría esos abominables sueños noche tras noche. Y no le habría dejado sin herederos.
A esas alturas, después de una década de matrimonio, ya se había rendido. Pero años atrás se había esforzado por engendrar un hijo. Sin que el Señor se hubiera dignado nunca a bendecirle.
Sólo en una ocasión habían creído que Ana se había quedado encinta. Sin embargo, la ilusión sólo se había mantenido unas pocas semanas, hasta la mañana en que su esposa se había despertado sangrando y el corazón se le había caído a los pies.
Entonces había culpado de todo a la dichosa cabritilla, que días atrás había hecho correr a Ana por los salones del Louvre, para deshacerse de ella y alejarla de la Corte. Pero ahora no creía que su esposa hubiera estado nunca embarazada. Si de verdad fueran capaces de engendrar hijos, la reina habría vuelto a concebir alguna vez a lo largo de todos aquellos años.
No. Su matrimonio era estéril. Y si él no podía tener hijos, tanto le daba que su hermano Gastón engendrara los suyos antes o después. Mejor padecer esa humillación que correr el riesgo de dejar huérfana a Francia.
Se despojó de las ropas de aparato y los zapatos de satén, y se puso un traje cómodo de ante color pardo. Estaba calzándose las botas cuando le informaron de que el cardenal pedía permiso para hablarle en privado. Mandó que le preparasen su halcón favorito para salir a cazar inmediatamente después y le hizo pasar.
Richelieu entró en la estancia con paso firme. Él también vestía de ceremonia, con roquete de encaje sobre la sotana de muaré rojo, muceta de armiño y capa magna que arrastraba por el suelo. Al verlo llegar, Luis sintió una sensación de alivio y, casi de inmediato, un movimiento de rencor. En los últimos tiempos, la presencia de aquel hombre le reconfortaba de una manera que temía fuera una muestra de debilidad. Le conocía desde hacía más de diez años. Y durante la mayor parte de ese tiempo no había podido sufrirle.
El cardenal había fraguado su carrera a las faldas de su madre en la época de Concini y Leonora, y él sólo le había admitido en su Consejo porque ella había insistido, como muestra de buena voluntad tras su reconciliación. Pero sus cualidades eran innegables. La brillantez de su mente le fascinaba. Así como su ilimitada capacidad de trabajo. Y aunque a veces parecía más un militar que un prelado, se trataba de un hombre de Iglesia, un consejero en cuya autoridad moral podía confiar.
Aun así, el rápido ascendente que había adquirido sobre él desde que hacía un año y medio le admitiera en el Consejo le hacía sentir en su presencia una especie de inquina que ensuciaba la admiración. No le ofreció asiento.
Richelieu se inclinó ante él, solícito:
—Me alegra ver que vuestra majestad se halla repuesta. Los médicos dicen que intentaron apartar a todos los enfermos dudosos. Pero que eran demasiados.
El rey resopló, con humor:
—Los apestados me persiguen, monseigneur. Están convencidos de que los monarcas no pueden morir de lo mismo que ellos. Deben de creer que soy un rey de la baraja.
El cardenal sonrió y Luis se alegró al ver que había sabido apreciar su ingenio. Pero enseguida vio que los labios de su ministro adoptaban un pliegue untuoso y frunció el ceño. Iba a pedirle algo:
—Su Majestad la reina me mandó llamar esta mañana, antes de la misa, para rogarme que intercediera ante vos.
—Si la reina tiene algún ruego que hacerme, que venga a mí directamente —respondió con frialdad. Sabía que su esposa no se atrevía a pedirle nada a la cara, pero no se sentía inclinado a concederle ninguna merced. Desde el verano no cruzaba con ella más que los saludos de rigor que imponían las visitas de etiqueta a sus apartamentos.
—Sire, Su Majestad no quisiera molestaros más de lo preciso. Me pidió que os transmitiera su solicitud…
No era la primera vez que Richelieu intentaba abogar por ella. El rey Luis sintió que la ira se le acumulaba en la garganta y no pudo dominar el tartamudeo cuando interrumpió al cardenal:
—¿Cómo puede atreverse a pedirme nada precisamente hoy? ¿Sabéis lo que piensa la reina de Francia de la ceremonia sagrada con la que acabo de cumplir? ¿Sabéis que se ríe de nuestra virtud y que tiene a Dios por mezquino con nosotros, puesto que al rey de España le ha concedido el poder muy superior de expeler los demonios del cuerpo de los energúmenos con sólo ponerse delante de ellos? ¿Que se burla de que el soberano de Francia, ya que borra los lamparones, no sea capaz de sanar también la gota o la peste?
—Ruego a vuestra majestad que me disculpe si oso contradecirla humildemente, pero ésas son paparruchas que dicen los españoles. No creo que la reina de Francia…
—¡La reina de Francia no ha dejado nunca de ser española! ¡Ni quiere dejar de serlo! —sentenció—. Vos lo sabéis igual que yo.
Satisfecho, comprobó que el cardenal reprimía un suspiro de impaciencia. Su ministro tenía un carácter vivo, de caballo de raza. Y le complacía ver que se esforzaba por dominarlo en su presencia. En recompensa, le dejó continuar:
—Su Majestad la reina os estaría muy agradecida —rogó el cardenal—, si os dignarais concederle vuestro perdón a messieurs de Lessay y de Bouteville y ordenarais que los pusieran en libertad.
Aquello no podía ser. Qué atrevimiento inaudito:
—Me temo que no entiendo vuestro sentido del humor, Richelieu.
—Sire, yo jamás bromearía con algo así.
—No. —La adustez de su propia voz le sobresaltó.
—Sire…
—He dicho que no. No sé cómo habéis accedido a transmitir una petición tan absurda. —Sólo recordar la soberbia que desbordaba la mirada de Lessay el día que se había presentado en la Corte a desafiarle, junto con su cómplice, le hacía hervir la sangre.
—Comprendo vuestro disgusto, sire. —Richelieu hizo una pausa—. Aun así, tal vez no sería disparatado que vuestra majestad considerara el ruego de la reina.
Se quedó mirando al cardenal, incrédulo. Los labios se le habían quedado secos:
—Os habéis vuelto loco, monseigneur.
Sentía una necesidad intensa de respirar aire libre. El techo de la habitación se cernía sobre su cabeza de manera sofocante. Se puso en pie y sin decir palabra abandonó la estancia. Su ministro le siguió sin necesidad de que le hiciera seña alguna.
Descendió la escalerilla privada y abandonó el pabellón real encerrado en una actitud huraña, con los hombros hundidos y la mirada en el suelo, para desanimar a cualquiera que pretendiera acercársele. Sin detenerse ni un momento, cruzó el portón del pequeño jardín. El parquecillo estaba tan bien cercado entre los muros del palacio, los edificios que albergaban los juegos de pelota y el pequeño claustro que había hecho construir para proteger los naranjos, que la intemperie no conseguía vencer su sensación de asfixia. Ascendió los escalones que conducían a la terraza arbolada que sostenían los arcos del claustro.
Una ráfaga de viento cargada de gotas de lluvia le azotó las mejillas nada más poner el pie en ella y los pulmones se le llenaron de aire. Había olvidado coger alguna prenda de abrigo, pero no le importó. El frío activaba la circulación y le vivificaba el cuerpo. Richelieu, en cambio, arrastraba su gran capa embarrada escaleras arriba. Su lucha con la ventisca, que en cualquier otro habría resultado torpe y hasta grotesca, tenía en él cierta grandiosidad que no pudo evitar envidiarle. Las prendas de color escarlata arremolinadas en torno a su cuerpo delgado acentuaban el aire marcial que siempre emanaba su figura a pesar de la sotana.
Luis XIII caminó hasta el borde de la terraza y se quedó contemplando las barcazas de madera amarradas a la orilla fangosa del río y las aguas oscuras e inquietas, estremecidas por los remolinos.
Hacía tres semanas Richelieu se había presentado en su gabinete con un hombre alto y delgado con ojos grandes y azules de niño desamparado, pegado a sus talones. El magistrado Cordelier. El juez traía un aire mohíno y los zapatos sucios. Cuando se había dado cuenta de que le miraba los pies, había tratado de esconderlos bajo su toga de magistrado, pero le estaba demasiado corta.
Como si él tuviera entonces el espíritu para ofenderse con tamañas minucias. Había comprendido de inmediato que las noticias eran malas. El cardenal, que aún tenía el rostro congestionado por un arrebato reciente de ira, se lo había contado todo.
El conde de Lessay había desobedecido sus órdenes expresas. Junto al conde de Bouteville había rescatado a la doncella de la hoguera. Y eso no era todo. El cirujano de la bailía de Senlis, un hugonote melindroso que había intentado entorpecer el proceso desde el principio, había envenenado a Anne Bompas justo cuando Cordelier acababa de lograr que confesara que el criado de los Campremy había asesinado, por orden suya, no sólo al mensajero de Beauval, sino también al tercer emisario de Londres, el que nunca había aparecido. Sin dar tiempo a que le sonsacara por qué lo había hecho, ni a dónde habían ido a parar las cartas del rey Jacobo.
Por un momento, se había sentido como si alguien le hubiera arrancado la corona de la cabeza de un manotazo. Pero, de inmediato, la oscura sensación de ahogo que le agarrotaba del alba a la noche había sofocado cualquier otra emoción y habían dejado de importarle los pormenores de lo ocurrido. Se había quedado callado, sin darse cuenta de si corría el tiempo. Hasta que la expresión medrosa del cardenal le había hecho preguntarse qué era lo que estaba viendo en su rostro.
No había querido girarse hacia el espejo para averiguarlo. En cierta medida, por superstición. Había oído decir que mirarse a un espejo en sueños era un aviso de que al durmiente le quedaba poco tiempo de vida, y en aquel momento él no tenía la certeza total de estar despierto. Pero sobre todo por miedo a lo que pudiera ver reflejado. Miedo a ver su alma.
No estaba seguro de que no estuviera condenada.
Una ráfaga de viento más fuerte sacudió la superficie del río y el agua le salpicó las ropas:
—Lessay y Bouteville tienen que pagar. Si no, mañana serán otros quienes desafíen mi autoridad. Y pasado, otros. Hay que segar la hierba que pisa la alta nobleza de una vez por todas. —Hizo una pausa—. Lo sabéis mejor que yo.
—Lejos de mi humilde intención poner en duda el juicio de vuestra majestad. Pero habría convenido ordenarle a Cordelier que liberara a la niña cuando el duque de Chevreuse y el conde de Lessay intercedieron por ella. Su petición era razonable. Ya sabíamos que no tenía nada que nos interesara. Podíamos habernos ahorrado el auto de fe.
El barniz de docilidad con el que el cardenal cubría sus modales era tan fino que ni siquiera había resistido a un poco de lluvia.
—¿Estáis acusando a vuestro rey, Richelieu? —Le miró de arriba abajo, a la defensiva, pero entonces temió que la culpabilidad que le corroía por dentro se viera reflejada en su rostro y giró la vista de nuevo hacia el río.
Él no había dado la orden de quemar a la muchacha. Por supuesto que no. Había sido cosa de Cordelier. Por ofrecerle un hueso al supersticioso magistrado de Senlis, que había visto cómo le birlaban su precioso proceso de brujería en las narices, y evitar que pusiera el grito en el cielo. Y por exceso de celo. Para que la doncella no pudiera hablar con nadie de lo que había sucedido tras los muros del castillo de Ansacq.
Él sólo había cerrado los ojos y se había lavado las manos, como con Leonora Galigai, pensando que el peso de la culpa recaería sobre los que habían tomado la decisión. Que no sentiría remordimientos. Al fin y al cabo Madeleine de Campremy no era más que un nombre sin rostro. Pero se había equivocado. Ahora daba gracias al cielo de que la niña estuviera con vida.
—No me atrevería jamás, sire. Pero hemos hecho creer a todo el mundo que enviamos a Cordelier a Ansacq porque nos llegó el aviso, desde el convento de los Capuchinos, de que la hija de un gentilhombre con poderosos amigos en la Corte había sido acusada de bruja. Si ahora mostráis un interés demasiado personal en castigar a quienes la rescataron de las llamas, nuestro subterfugio no habrá valido para nada.
El cardenal tenía acero en los ojos y en el timbre de la voz. Eso le hizo reafirmarse aún más:
—¿Y tantas precauciones han valido para algo hasta ahora, monseigneur? La mujer de Ansacq está muerta; las dos cartas siguen perdidas; del paje inglés y de Angélique Paulet no habéis averiguado nada. ¡Si vuestro deseo fuera verme muerto, no lo haríais mejor! —Había elevado la voz para luchar contra el viento, pero las últimas palabras habían alcanzado un tono agudo casi perturbado. Avergonzado, se esforzó por recuperar la calma y expulsar toda aprensión supersticiosa de su razonamiento—. No puedo dejar que una amenaza vaga rija mi política, Richelieu. Lessay y Bouteville merecen un castigo.
Por su desobediencia, pero sobre todo por la osada desfachatez con la que se habían presentado en la Corte a los pocos días de su hazaña, sumando la burla al desafío. Al verlos cruzar el patio del Louvre desde una de las ventanas se había encolerizado tanto que había dado orden inmediata de que los detuvieran y los arrojaran a la Bastilla hasta que expiaran su ofensa. No quería volver a verlos en años.
Pero el cardenal no soltaba la presa:
—Y sabéis que estoy de acuerdo, sire. Pero hay demasiada gente principal intercediendo por ellos. Todos con el mismo argumento. Que los motivos de ambos eran nobles. Que no han hecho sino servir a vuestra majestad al evitar la abyección que había decretado un juez a quien se suponía un hombre sensato pero resultó ser más fanático que los pueblerinos… Si queréis que sigan ignorando los motivos reales por los que nos interesaban las mujeres de Ansacq, no despertéis su curiosidad. Mostraos clemente. Permitid también que mademoiselle de Campremy regrese a Francia si lo desea. Podéis utilizar como excusa la festividad de hoy.
El primero de noviembre. Aquél era el día en que, según la leyenda gascona que de pequeño le contaba su padre, el cielo concedía una jornada de tregua a las almas del Purgatorio. Esa noche tenían permiso para bajar a la tierra a celebrar un gran banquete antes de retornar a sus padecimientos en procesión, entonando lúgubres cánticos.
A él, sin embargo, las ánimas del purgatorio le visitaban también los demás días. Una de ellas en particular le desvelaba todas las noches. Para recordarle su antigua culpa y susurrarle al oído, vengativa, los versos del profeta Nostradamus que le había enviado el rey inglés. Enterró con decisión el recuerdo:
—La justicia es el mayor deber que tengo para con mis súbditos. Y debo preferirla a la misericordia.
El cardenal avanzó dos pasos en su dirección. Se encontraba peligrosamente cerca del borde de la terraza:
—Y eso es admirable, sire. Los monarcas tienen el deber de castigar con severidad y diligencia a quienes alteran el orden de su reino. —Hizo una pausa cargada de intención—. Pero no deben sentir placer en ello.
La osadía terrible de aquellas palabras le dejó mudo. Las aguas turbias del Sena se estremecían, palpitantes, a los pies del prelado. A alguien capaz de leer de esa manera en el fondo de su corazón lo prudente era mantenerle lo más lejos posible. Sin embargo, al mismo tiempo, se sentía menos solo:
—Quiero resultados, cardenal. Tenéis una semana. Si no, mandaré al traste la discreción y las precauciones y detendremos a mademoiselle Paulet. Ya hemos esperado bastante.
—¿Y los presos?
—Os informaré cuando tome una decisión.
De pronto tenía frío. Mucho frío. Y ya no era vigorizante. Le quemaba las mejillas y le estremecía el cuerpo. Se dio la vuelta y descendió las escaleras de vuelta hacia sus apartamentos. La caza podía esperar a otro día.