«Como Polifemo, indigno soy de vuestro amor, si bien menos fiero…» ¿Qué rimaba con fiero? Enero, cuero, muero, hiero… Nada que no fuera vulgar, aburrido y ripioso. Charles emborronó el pliego con ímpetu y se limpió los dedos en un paño mojado. Desde luego a él Talía le había abandonado. E iba a llegar tarde.
La condesa de Lessay había invitado a varios amigos a discutir en su casa la Fábula de Polifemo y Galatea, una obra del español Luis de Góngora. Vincent Voiture, uno de los poetas que frecuentaban la sociedad de la Estancia Azul, había preparado una traducción exquisita. Y como él hablaba español con bastante corrección, le habían pedido que leyera en voz alta el texto original.
La Fábula era la misma que contaba Ovidio, pero Góngora había logrado crear un original Polifemo, tierno y terrible a un tiempo y, aunque en un principio Charles se había identificado con Acis, el hermoso pastor del que se enamora la ninfa, ahora le parecía insípido. Más bien se veía reflejado en el cíclope, condenado a la eterna soledad y sin posibilidad de que su amada le correspondiera, clamando en pos de ella sin esperanza:
¡Oh, bella Galatea, más suave
que los claveles que troncó la aurora,
blanca más que las plumas de aquel ave
que dulce muere y en las aguas mora;
Suspiró. Aquellas imágenes estaban tan fuera de su alcance como Galatea de Polifemo, por muchos pliegos que emborronara. Por lo menos aquella tarde. Y todas las tardes recientes. Desde que el cardenal le había librado de sus obligaciones militares y disponía de todo su tiempo para dedicarlo a las letras, era como si las musas le hubieran abandonado. Se había convertido en un torpe. Le atenazaba el miedo a no estar a la altura. ¿Y si el exigente círculo de la marquesa de Rambouillet concluía que su ingenio era sólo mediocre y le expulsaba tan rápido como le había acogido?
¿O si Richelieu acababa por darse cuenta de que Charles Montargis era un fraude, experto en marear la perdiz pero incapaz de producir ningún resultado útil?
Y no era por falta de empeño. Fiel a la palabra que le había dado al cardenal, se había pegado a Angélique todo lo que ella le había permitido y había sacado el tema de Ansacq varias veces, con la excusa de que su amigo de la infancia estaba implicado en el asunto. Incluso había intentado emocionarla, hablándole de Madeleine, con poco resultado. La Leona se había mostrado interesada y se había compadecido por la suerte de la muchacha, pero ni más ni menos que otras damas de su entorno. Al fin y al cabo era el tema de moda aquellos días. Ni el menor indicio de que conociese a la doncella ni a su ama o le importase su destino.
Charles estaba cansado de pasar tantas horas con ella para nada y, a aquellas alturas, le traía al fresco conseguir quebrantar o no la exigente virtud de Angélique. Estaba impaciente por acabar de una vez con aquel encargo, que no estaba exento de riesgos. Además, según iban pasando los días, más le costaba seguir fingiendo devoción por ella.
Porque en algún momento a lo largo de las últimas semanas, no sabía cómo, el corazón se le había desmandado de la manera más inesperada, y era de otra de quien estaba pendiente a todas horas. Aunque fuera sin esperanza, como Polifemo.
«Indigno soy de vuestro amor, si bien menos fiero…» Las campanas de Saint-Nicolas dieron las dos. Sacudió la cabeza y se caló el sombrero a toda prisa. Había empezado a llover, pero no tenía más remedio que echar a correr y rezar para no mojarse demasiado.
Cruzó París a toda velocidad, tratando de resguardarse del chubasco bajo los voladizos, y antes de llegar a la esquina del hôtel de Lessay se detuvo a componerse el atuendo y a dar tiempo a que se le calmara el pecho. No podía presentarse congestionado y babeante como si de veras fuera Polifemo. Justo en ese momento vio acercarse una silla de manos que doblaba por la calle vieja del Temple. La reconoció en el acto y se apresuró a entrar en el patio para aguardar a su propietaria junto a la portezuela.
Angélique sonrió al bajar, gratamente sorprendida por la coincidencia, y él elogió a los hados por aquel feliz azar, como correspondía, y le ofreció su brazo para entrar en la casa, simulando entusiasmo.
Las habitaciones de madame de Lessay se encontraban en el primer piso, en el rincón más luminoso del edificio, y tenían ventanas al patio y al jardín, pero había tan poca claridad en ese día lluvioso que habían tenido que encender las lámparas. Un cosquilleo que ya era habitual le hizo vibrar el estómago y tomó aire, preparándose para componer cara de paisaje, pero cuando la distinguió, revoloteando entre los huéspedes, la sensación se le hizo casi insoportable.
Estaba preciosa.
Ni sabía cómo había pasado ni había sido capaz de evitarlo. El día que le había dejado ganar la caracola en la Estancia Azul no se le había ocurrido que aquello pudiera ir tan lejos. Pero la semilla de una inclinación tierna e intensa había ido creciendo en su interior, indomeñable, y ahora le bastaba con verla acercarse para que le temblara todo el espíritu.
La condesa les saludó a ambos, afectuosa, y luego se dirigió a él con un suspiro. Iba vestida con sedas color melocotón que iluminaban su rostro vivaz:
—Sabía que no os habíais olvidado de mí. ¿Qué íbamos a hacer sin vuestras erres y vuestras jotas, monsieur? —Él se inclinó y ella bajó la voz—. Hoy nos acompaña el marqués de Mirabel. Tenéis que esmeraros al máximo.
Vaya. A Charles no le agradaba aquel estirado de cara de estaca y cuello engolado, que había logrado introducirse de rondón entre la compañía sólo para requebrar a madame de Combalet, la recatada sobrina del cardenal de Richelieu, que era la amiga íntima de la condesa de Lessay. El español llevaba meses emperrado en conquistarla y no se podía decir que la devota dama se quejara del acoso, por mucho que hubiera corrido a vestir los hábitos de carmelita al quedarse viuda para asegurarse de que no volvían a casarla. A pesar de que el embajador le doblaba la edad y no tenía el menor refinamiento. Pero con todo el oro de las Américas detrás, cualquiera conseguía que hasta la más exigente olvidara su virtud. Y últimamente le había dado por presentarse con regalos tan generosos que rayaban en la vulgaridad.
—Quizá debería cederle mi lugar al embajador, madame… Sería muy pretencioso por mi parte hacerme cargo de la lectura cuando hay un castellano entre nosotros…
—¡Huy, no, no, no! Seguro que Mirabel pronuncia su idioma mejor que nadie, pero tiene tan poca gracia leyendo que nos duerme a todos en cinco minutos —susurró la condesa, rápida—. El pobre ha venido hace un rato a interesarse por mi esposo, sin saber que había prevista ninguna reunión. Como los dos quieren mucho a la reina, tienen muy buenas relaciones. Y cuando le he dicho que íbamos a leer a Góngora, se ha empeñado en quedarse, entusiasmado. Pero yo creo que la poesía le da igual… Que lo que quiere es estar cerca de madame de Combalet.
Remató su confidencia asida al brazo de Angélique, como si estuviera cometiendo una travesura. Se había criado en un convento y llevaba pocos años en el mundo. Aún guardaba una inocencia mágica.
Angélique la tomó de la mano:
—He oído decir que el gobernador de la Bastilla ha accedido a que vuestro marido y monsieur de Bouteville se visiten el uno al otro y se ejerciten en el patio cuanto deseen. Eso aliviará en gran medida su condición.
Charles tendió la oreja. El conde de Lessay llevaba cerca de tres semanas confinado por orden del rey en la prisión de la Bastilla junto a su compinche Bouteville y nadie sabía cuánto iba a durar el encierro.
A su juicio, ambos se lo merecían. El asalto que habían dirigido en la villa de Ansacq ya era una desobediencia grave de por sí. Pero lo más indignante era que un par de días después los dos se habían presentado en el Louvre como si tal cosa, haciendo gala de una soberbia inconcebible. A Luis XIII no le había quedado más remedio que hacerlos arrestar.
Y más serio aún. Bernard también estaba metido en el asunto. No sólo había tomado parte en el asalto, sino que después había puesto rumbo a Lorena para escoltar a Madeleine de Campremy. Era la misma condesa de Lessay quien se lo había contado, en la Estancia Azul de madame de Rambouillet, un par de semanas atrás. Había sido la primera conversación privada que había tenido con ella y recordaba cada palabra.
Charles había temido que la aventura le costara cara a su paisano. Interferir en la justicia de aquella manera no era ninguna broma. Pero ella estaba segura de que nadie iba a buscarle problemas. Al fin y al cabo se había limitado a obedecer órdenes de su señor.
—Así es. —Una sombra oscureció el rostro de la condesa de Lessay—. Por más que lo pienso no entiendo cómo mi esposo y monsieur de Bouteville pudieron ser tan imprudentes. ¿Cómo se les ocurrió ir a pasearse al Louvre, en lugar de alejarse una temporada?
Angélique la besó en la mejilla:
—No sufráis, chère Isabelle. No os conviene en vuestro estado. Yo hace años que aprendí a no buscarle razón a muchos comportamientos de los hombres.
—Lo sé, tenéis razón… Pero si hubiera una forma de ablandar al rey…
A Charles no le incomodaba la ausencia del marido, más bien al contrario. Pero no le gustaba ver triste a la condesa y, aunque era un atrevimiento, quiso decir algo que la consolara:
—¿Al menos no están incómodos en la Bastilla?
En realidad deseaba que lo estuvieran, que pasaran frío y les dieran pan rancio. Pero sabía que las celdas que los presos de su condición ocupaban en la fortaleza no tenían nada que ver con las sórdidas mazmorras de las prisiones en las que se arrojaba al populacho por ofensas mucho menores. Incluso podían amueblarlas con sus propias posesiones.
La condesa suspiró:
—Incómodos no. Además, al conde le atienden un lacayo y un cocinero de nuestra casa. Pero no deja de estar encerrado…
Charles la contemplaba medio embobado. Angélique no le preocupaba. El poeta Voiture había irrumpido en su pequeño grupo y se encargaba de distraerla con su habitual desparpajo. No era más que el hijo de un mercader de vinos, y apenas hacía unos meses que frecuentaba la Estancia Azul, pero su alegre ingenio le había convertido ya en un imprescindible.
Aun así, despegó la mirada de la condesa, a regañadientes, para no traspasar los límites que imponían las buenas maneras. Sentía un deseo confuso de protegerla de cualquier mal:
—Si yo puedo hacer algo para ayudaros, madame, no dudéis en pedírmelo.
—Gracias. —La condesa sonrió y sacudió la cabeza como si de pronto se hubiera acordado de algo más importante—. Pero vamos, no hagamos esperar más a la ilustre concurrencia.
—El embajador español. —Charles tragó saliva—. Espero que no le ofenda mi forma de leer.
Aunque no les tenía ninguna ley a los españoles, no podía permitir que nadie le tomara por un bufón.
—Tonterías. ¿A qué viene esa modestia repentina? Es una ocasión excelente de brillar. No podéis desaprovecharla.
Respiró hondo. La condesa tenía razón. Él pronunciaba el español airosamente. En Pau, su padre tenía un ayudante castellano llamado Alonso que siempre le hablaba en su idioma, desde muy pequeño, divertido con su lengua de trapo y su facilidad para aprender. Susurró sin pensárselo dos veces:
—Brillar. Imposible. Mi tímida estrella palidece ante la presencia del sol que luce en vuestros ojos. —Las palabras en sí no tenían nada de atrevido. Eran una lisonja como las que las damas de aquel círculo escuchaban todos los días. Pero quizá su tono había sido más apasionado de lo debido. Se miraron a los ojos un momento y ella se sonrojó. Charles apartó la vista con el corazón al galope—. Disculpad, madame, si mi sincera admiración os resulta inconveniente.
—No, no —respondió ella, confusa—. Mademoiselle Paulet es una buena maestra. Está claro que os ha enseñado bien cómo halagar a las damas.
Le mostró el atril que habían dispuesto junto a una de las ventanas y, sin una palabra más, se acomodó en el extremo opuesto de la estancia. Charles saludó a la concurrencia y posó los ojos en el texto de Góngora.
Entonces comenzó su tormento.
A cada tantos versos, Voiture había señalado un punto en el que debía detenerse para dar ocasión a que él leyera su traducción. Por desgracia, tenía el espíritu tan agitado que no reparó en la primera marca, ni en la segunda, y simplemente leyó de corrido, hasta que el poeta le llamó la atención. Trataba de concentrarse en pronunciar bien, pero un par de veces sorprendió una ojeada furtiva de madame de Lessay. Y las dos consiguió que se le trabara la lengua.
Temía que Angélique se diera cuenta de lo que le estaba ocurriendo. Pero le era imposible concentrarse en los versos, que ahora se le antojaban más ciertos que nunca. Cuando Polifemo ignoraba su condición de monstruo sobrevenía el desastre.
Al final de la lectura abandonó el atril, agitado y tembloroso, y se esmeró en dedicarle a la Leona toda su atención. Sin embargo, los ojos se le iban una y otra vez hacia la butaca que ocupaba la condesa de Lessay. No tardó mucho en darse cuenta de que ella evitaba su mirada. ¿Qué significaba aquello? Su actitud revelaba una turbación nueva y alarmante.
A Dios gracias, al cabo de un rato un lacayo se acercó a la condesa y ella se disculpó y abandonó la estancia. Charles sintió que le invadía el alivio y por fin respiraba a gusto. Pero al poco se dio cuenta de que aquél no era tampoco el remedio de sus males. Sin el aliciente de la presencia de madame de Lessay, las conversaciones le resultaban insulsas e insoportables. Tenía que emplearse tan a fondo para tratar de ser ingenioso que comenzó a sentir un incipiente dolor de cabeza.
No se dio cuenta de que ella había regresado hasta que no escuchó su voz, pronunciando suavemente su nombre, a su espalda. Se giró, sobresaltado:
—Monsieur Montargis. —Hablaba en un tono muy formal, sin rastro de la alegre complicidad de un rato antes, imponiendo distancia—. Vuestro amigo Serres acaba de llegar de Lorena. Está en las cocinas, comiendo algo. Imagino que tendréis ganas de saludarle.
Charles se puso en pie, balbuceando unas gracias torpes, y en cuanto salió del cuarto aspiró una buena bocanada de aire para tranquilizarse.
Estaba seguro. La condesa se había dado cuenta de todo. No entendía cómo se había podido prendar así. Resultaba de lo más inapropiado, pero no lo podía controlar. ¿Y si la había ofendido? Una dama de esa calidad… Agachó la cabeza y se forzó a expulsarla de sus pensamientos. Aquello no tenía ni pies ni cabeza y lo único que iba a conseguir era ponerse en ridículo.
Tenía ganas de ver a Bernard. Aún estaba resentido por su trifulca de la fiesta, pero las semanas que habían pasado habían mitigado su enfado, y tenía que reconocer que él tampoco le había entrado con mucha mano izquierda. Todo el episodio era como una mancha inoportuna en un traje nuevo.
Además, necesitaba estar a buenas con él para averiguar si sabía algo que pudiera interesarle a Richelieu.
Le halló sentado a la gran mesa de la cocina, con la barba mojada de caldo y una expresión ausente. Dos mujeres trajinaban cerca del fuego, de espaldas a ellos. Cauteloso, se paró frente a su amigo y esperó, sin decir nada. No estaba seguro de cómo iba a reaccionar. Pero sus ojos castaños le miraron mansos por debajo de las pobladas cejas.
Charles tomó aliento:
—Has vuelto.
—Sí. —Bernard se metió un trozo de pan en la boca y masticó con lentitud—. Madame de Lessay me ha dicho que estabas aquí.
No parecía que fuera a tirarle el tazón a la cabeza. Se animó a acercarse:
—Escucha. Siento lo que pasó la noche de la fiesta. —Bernard seguía impasible—. Y me da igual la joya.
No le daba igual. Pero tenía más posibilidades de recuperarla si estaban de buenas.
Bernard sonrió y le tendió la mano:
—Ninguno de los dos estuvo muy fino. Anda, siéntate conmigo.
¿Ya estaba? Se acomodó a la mesa y se sumó a la pitanza con apetito. Bernard estaba cansado y tenía pocas ganas de hablar. Le preguntó si la condesa le había puesto al día de lo que había ocurrido con Lessay y Bouteville y su amigo asintió en silencio.
—¿Te ha ido bien el viaje?
Bernard hizo un gesto ambiguo con la boca. Podía ser que sí o podía ser que no:
—¿Qué sabes de esa historia?
—Lo que todo el mundo. Que detuvieron a Madeleine de Campremy, que el conde de Lessay trató de que el rey intercediera, sin éxito, y que al final decidió solucionar el asunto por su cuenta. —Bajó la voz—. Y que tú has acompañado a la niña a Lorena para que no la alcanzase la justicia.
Bernard dejó de masticar:
—¿Quién te ha contado todo eso?
—Madame de Lessay. —Sintió un placer insensato al pronunciar su nombre—. Pero ha sido la comidilla de todo París. Anda, cuéntame los detalles de ese salvamento heroico. ¿Es verdad que Bouteville apagó las teas con las que iban a encender la hoguera a pistoletazos?
Bernard explotó en una carcajada profunda y sincera y le contó una versión bastante menos exagerada del episodio de Ansacq. Pero al final se ensombreció, hablando del cirujano de Senlis que había muerto por salvar a la doncella y del trato que había recibido Madeleine de Campremy.
—¿Y qué demonios les interesaba a los jueces de esa pobre cría? —tanteó, para ver qué sabía.
—Ni idea. Ni siquiera ella lo sabe. La pobre se tiró casi dos días sin abrir el pico, camino de Lorena, del susto que tenía aún en el cuerpo. Y aun después, me habló poco de lo que había pasado en la prisión. Cómo para tener ganas de recordarlo… —Había cortado una tajada de queso más gruesa que un pulgar y se la iba a meter entera en la boca—. Parece que no le preguntaban más que tonterías sin sentido. Le hablaban de vacas, de estrellas… Uno de los jueces estaba empeñado en que había matado a medio pueblo y el otro no hacía más que preguntarle por un criado del que nadie sabía nada desde hacía seis meses…
Bernard estaba tan concentrado comiendo que no notó que él se había enderezado en la silla. El criado de los Campremy. El que había asesinado al emisario del rey Jacobo. ¿Y si la niña, en su inocencia, le hubiera contado a Bernard algo que le hubiera ocultado a Cordelier? Le quitó el cuchillo de la mano y se cortó un trozo de queso él también, para darse un aire indiferente:
—Alguna prueba tendrían que tú no conozcas…
—Qué iban a tener esas malas bestias. ¡Mala sangre era lo que tenían! Lo único raro que había era un estuche que la vieja tenía escondido en su habitación, en un hueco de la chimenea. Madeleine nos envió a buscarlo para que lo hiciéramos desaparecer. Estaba lleno de cachivaches: hierbajos, papelotes y abalorios de bruja.
—¿Papelotes?
Era un tiro al aire. Pero menuda carambola si Bernard hubiera encontrado los documentos que el rey y el cardenal buscaban. La fortuna no podía ser tan generosa…
Pero no era inverosímil. Si el ama los guardaba tan ocultos tenía que haber un motivo.
Bernard no había prestado atención a su pregunta:
—Fíjate que para robar el estuche se me ocurrió distraer a los criados prendiendo fuego al establo, y el viento cambió y acabó ardiendo la casa entera. —Dio un bufido cerril—. Aquello parecía Sodoma y Gomorra.
—Pero qué animal eres. —Volvió a la carga—. ¿No leíste los papeles esos que dices que había en la caja?
—Les eché un vistazo rápido. Había un par llenos de garabatos, letrujas sueltas sin pies ni cabeza, varias cartas, no sé muy bien… Uno estaba escrito en algún idioma hereje. Inglés, puede que fuera. No me fijé mucho, eran un galimatías. Y tenía prisa.
En inglés. Charles sintió que el corazón se le iba a salir del pecho. ¿Y si Bernard tenía los mensajes de Jacobo? Pero no quería hacerse ilusiones. Su amigo era un ignorante. El idioma hereje del que hablaba podía ser cualquier otra cosa.
—Si quieres saber lo que pone, te puedo echar una mano… —En realidad él tampoco entendía el inglés, pero sabía reconocerlo. Lo único que quería era ver esos papeles. Boisrobert le había dicho que Jacobo había utilizado unas cuartillas grises y bastas.
—Qué perra con los papeles. ¿A ti qué más te da lo que pusiera? Si ya ha acabado todo… Además, ya no tengo la caja.
—¿Qué has hecho con ella? —Al instante lamentó la avidez con la que había hablado. Rezó para que su amigo no se hubiera dado cuenta.
Bernard titubeó. ¿Había notado algo raro en su voz? ¿Por qué no quería decírselo? Tardó varios segundos, pero al final contestó:
—La tiré al río. Para evitar riesgos.
Por la sangre de Cristo.
Le habría dado un puñetazo por patán. Maldito fuera. Sintió que la sangre le huía del rostro. Intentó contener los nervios para que su paisano no se diera cuenta, pero Bernard no se había fijado. Seguía masticando con delectación:
—En fin. Lo que importa es que la moza ya está a salvo. Se acabó todo. —Se le pintó una sonrisa beatífica en la cara—. ¿Tú crees que debería ir a casa de madame de Chevreuse a contarle en qué condiciones se ha quedado en Lorena?
—Supongo que no estaría de más. Al fin y al cabo, Madeleine de Campremy es su ahijada… —respondió Charles, sin prestarle mucha atención. Estaba tan decepcionado que le costaba seguir la conversación. Pero entonces cayó en la cuenta y miró a Bernard, suspicaz—. ¡Espera! Tú lo que buscas es ir a galantearla. Olvídate. ¿Aún no te has convencido de que es imposible? Al final te vas a meter en un buen lío.
—Será todo lo imposible que quieras… —La sonrisa se le había estirado a Bernard hasta las orejas—, pero yo me la he beneficiado ya. La noche de la fiesta.
—No puede ser…
Pero la expresión golosa de su amigo no dejaba lugar a dudas.
Le exigió que se lo contara todo, y Bernard bajó la voz y por una vez no escatimó palabras. Se lo describió todo y con tantos detalles que en un momento dado pensó que iba a tener que echar mano de un balde de agua fría y arrojárselo sobre la cabeza para seguir escuchando con calma. Hasta se le olvidó por un momento el chasco que se había llevado con los mensajes perdidos.
Al terminar la historia, Bernard se revolvió indeciso en su taburete:
—Entonces, ¿qué? ¿Voy a verla, sí o no?
Habían derramado un poco de vino sobre la mesa. Charles se mojó un dedo y empezó a dibujar círculos concéntricos sobre la madera. Quería alegrarse por su amigo, pero los dientes amarillos de la envidia le mordisqueaban por dentro. No lo podía evitar:
—Yo tendría cuidado. A lo mejor no quiere que se sepa lo que pasó en la fiesta.
—¿Lo dices por el marido?
—Lo digo porque muy exaltado te veo por un revolcón de una noche de alegría. Mantén los pies en el suelo, que tu querida duquesa está enamorada de otro.
—Venga ya. Eso te lo estás inventando porque te mueres de celos. Que nos conocemos.
—Pues ya te lo confirmarán en otro lado. Al fin y al cabo toda la Corte está al corriente.
Bernard le miraba con el gesto torcido:
—Si es verdad eso, ¿por qué no me lo habías contado?
—Porque no pensaba que fueras a tener oportunidad ni de acercarte a ella. Lo que me extraña es que no te hayas enterado antes, no es ningún secreto.
Estaba claro que su paisano no quería creerle, pero al final la curiosidad pudo más que su obstinación. Se cruzó de brazos y sus ojos se ensombrecieron hasta casi desaparecer bajo sus cejas fruncidas.
—¿Quién es? ¿Le conozco?
—Seguro que no. De eso no te preocupes. Ni siquiera es francés… —Sacudió una mano con desdén—. Verás, como Chevreuse está emparentado con los reyes ingleses, el año pasado, cuando los embajadores de Londres vinieron a París a negociar el matrimonio de la princesa Henriette con Carlos I, se alojaron en su casa. Uno de ellos era el conde de Holland…
Bernard abrió tanto la boca que casi se le chocó la mandíbula contra el tablero de la mesa:
—¿Holland?
Charles no pudo reprimir la carcajada. Trató de quitarle hierro al asunto desmereciendo al rival de su amigo:
—Un fantoche de los pies a la cabeza, voceras, fanfarrón y enjoyado de arriba abajo. Sólo le faltaban las plumas de pavo real. Pero en los meses que estuvo aquí consiguió llevársela al huerto, y por lo visto los dos acabaron enamorados como becerros. Él es el culpable de que este verano tu amada cabritilla tardara tanto en regresar de Londres. Dicen que el último hijo que ha parido es suyo, y también que hace poco ha venido a París de incógnito para verla. Aunque eso no sé si creérmelo.
A Bernard le había cambiado el color del rostro.
—El muy cabrón.
—Bueno, hombre, no pensarías que iba a entregársete en cuerpo y alma. Peor sería si el tipo viviera en París —le consoló—. A éste, con un poco de suerte, no tendrás que cruzártelo en la vida.
—No, claro. Mucha casualidad sería —masculló Bernard, con un acento raro.
Siguieron allí sentados un rato, medio en silencio, malhumorados, cada uno por un motivo distinto. Charles no podía dejar de pensar en que las cartas de Jacobo estaban perdidas para siempre. Sentía un coraje creciente en las tripas.
Finalmente, Bernard le sacó de su ensimismamiento, agitando una bolsa bien llena delante de sus narices:
—Me la han dado en Lorena. Anda, vamos a la calle a ahogar las penas en alguna taberna.
—Lo siento, no puede ser. Tengo que volver junto a mademoiselle Paulet. Ya he tardado demasiado.
La verdad, no habría sido mala idea del todo eso de cogerse una buena borrachera para consolarse por el desastre de las cartas. Pero el culpable del desaguisado era el último compañero de francachela que podía apetecerle.