24

Las puertas del castillo se abrieron y Madeleine rompió a llorar.

No sabía cuántos días habían pasado. Tenía la sensación de que no había dormido desde hacía años. Las veces que cerraba los ojos, durante los breves recesos que le habían permitido, el rostro implacable del magistrado de París seguía amenazándola, impidiéndole descansar. La saliva de aquel hombre malvado le salpicaba las mejillas mientras su voz repetía: confiesa, confiesa, confiesa, confiesa…

Pero al final, la incertidumbre de los interrogatorios había terminado. El juez la había llevado a una habitación más grande, le había mostrado un artilugio hecho de tablas de madera y le había ido explicando, muy despacio y con todo detalle, cómo pensaba utilizarlo con ella, haciendo que le aprisionaran las piernas con él e incrustándole cuñas de madera en las carnes hasta que el dolor la hiciera confesar. Para evitarlo, Madeleine había hecho por recordar todas las historias de brujas que había escuchado desde pequeña. Le había contado al juez todo lo que se le iba ocurriendo. Que las noches de luna llena entraba en las casas de sus vecinos, mataba a los niños sin bautizar y hacía con su grasa un ungüento para volar y acudir al Sabbat. Le había dicho que su ama Anne era una bruja muy poderosa que la había llevado a la primera fiesta satánica hacía muchos años. Y que había matado a su padre y a su hermano porque el diablo se lo había ordenado.

Pero el magistrado había sacudido la cabeza, con una mueca de desprecio:

«Pobre tonta —le había dicho—. No merece la pena que perdamos más tiempo contigo».

Luego el otro juez, el gordo, se había presentado en la sala con un puñado de papeles en la mano. Su confesión. La había firmado sin rechistar, y cuando el magistrado le había preguntado si se arrepentía de sus pecados le había dicho que sí, para no disgustarle.

«Seamos piadosos en correspondencia —había dicho él con una sonrisa, acariciándole la cabeza desnuda—. Si mi colega está de acuerdo, le diré al verdugo que te estrangule antes de encender la hoguera. Te ahorraremos el tormento de oler tu propia carne quemada en medio del más atroz de los dolores».

Aquella noche la habían dejado dormir más de lo habitual e incluso le habían traído una buena cena. Pero ella no había podido probar bocado. Al amanecer, dos soldados malolientes habían penetrado en su celda para despojarla de sus cochambrosas ropas y vestirla con una túnica blanca e inmaculada. Sus manos rapaces habían manoseado su cuerpo inerte, hasta que la voz firme e indignada del magistrado malvado los había expulsado de allí. Pero Madeleine no había sentido nada. Ni repulsión, ni miedo, ni siquiera aflicción.

Ahora, sin embargo, la luz del sol en sus párpados, el aire frío y la silueta familiar de los bosques habían hecho que sus manos atadas una a la otra empezaran a temblar, y los sollozos la sacudieron.

Uno de los guardias se acercó para levantarla en brazos y depositarla sobre la carreta. Alguien le colocó una antorcha encendida entre las manos y se las ataron. Las dos mulas negras se pusieron en marcha, precedidas por una procesión de capuchinos con los rostros ocultos bajo sus capuchas grises que entonaban fúnebres cantos en un latín monocorde.

Los hombres de armas, repartidos a lo largo del sendero que conducía a la aldea, vigilaban para que nadie arrojara ningún objeto ni se acercara a ella. Pero no podían impedir que los insultos y las imprecaciones la alcanzaran. Los rostros descompuestos de sus vecinos vomitaban toda clase de injurias y la acusaban de los crímenes más terribles. Allí estaba Chrétienne, la hija del molinero. Habían jugado juntas de niñas. Y ahora escupía a su paso chillando que era una puta y una asesina. Un poco más allá reconoció a uno de los criados de una granja vecina, con las manos en torno a una boca abierta como un pozo negro del que brotaba un grito lleno de aborrecimiento: «¡Brujaaaa!». Distinguió al loco Canto, que intentaba abrirse paso desesperado hacia ella con una flor en la mano, pero un guardia le empujó rudamente y le tiró al suelo. Los rostros la seguían, corriendo a su lado, y empezaron a confundirse unos con otros, convertidos en una masa vociferante e indistinta, desbordante de odio. Las piernas le tiritaban tanto que uno de los capuchinos tuvo que subir a sostenerla para que no se derrumbara.

Bernard arrancó su sombrero de debajo de unos pies calzados con zuecos y siguió abriéndose paso a codazos. Madeleine cruzó frente a él, vestida con la túnica blanca de los condenados y la cabellera rapada a trasquilones, enflaquecida y lívida. Sus ojos inmensos se paseaban entre la multitud, despavoridos, y todo su cuerpo temblaba con violencia. Pero no vio huellas de tortura, ni en su rostro ni en sus manos.

Un lugareño gordo y desdentado gritó un insulto rijoso y casi sin pensar, Bernard se giró y le hundió un codo en la boca. Algún diente debía de quedarle después de todo al muy ruin, porque cuando le miró tenía el morro lleno de sangre. El aldeano le encaró a su vez, pero él puso la mano en la empuñadura de la espada y le sostuvo la mirada, firme, hasta que el otro dio un paso atrás y se perdió entre la gente, lamiéndose la herida.

Apenas podía creer que un par de días antes él mismo se hubiera pasado la tarde burlándose de las minuciosas descripciones que hacía el libro del juez Renaud de los crímenes de las brujas y de sus encuentros lúbricos con el demonio.

Después de galopar hasta Chantilly se había calmado bastante. Al día siguiente se había levantado convencido de que el poder escrito que se había traído Cordelier de París no tenía ningún valor a la hora de la verdad. Richelieu, o quien quiera que fuese, se lo había otorgado antes de saber que emitiendo aquella orden iban a enfrentarse a algunos de los más altos señores del reino. En cuanto supieran quiénes se interesaban por las dos mujeres darían marcha atrás. Eso al menos le había asegurado también la duquesa de Montmorency, antes de pedirle que regresara a Ansacq con un par de hombres por si había alguna novedad.

De vuelta a la aldea, Grillon le había recibido dando voces, acusándole de ser un loco peligroso. Gracias a su brillante plan, el hogar de los Campremy había ardido hasta los cimientos. Había sido imposible luchar contra el viento. Ahora hasta los criados de la casa estaban convencidos de que el fuego había sido obra del diablo, que había querido vengarse de sus discípulas por traicionar sus secretos. Otro elemento más a añadir a la abigarrada colección de pruebas diabólicas que obraban ya en poder de los magistrados.

Bernard había tardado un buen rato en calmarle, pero al final, después de hablarle de la urgencia con la que Lessay se había tomado el asunto, había logrado que incluso compartiera su optimismo. Le había invitado a beber sidra y Grillon se había pasado buena parte de la tarde leyéndole entre improperios las necedades que a su entender contenía la obra del juez bordelés que Renaud les había prestado. Él no le había contrariado en ningún momento, aunque tanta irreverencia no le hacía ni pizca de gracia. Los escépticos de su catadura eran una de las presas favoritas del diablo. Y las cosas no estaban como para tentarlo.

Sin embargo, poco a poco, a base de trasegar sidra y escuchar narraciones siniestras, algunas de las cosas que le leía Grillon habían empezado a parecerle un tanto chuscas. Le pasmaba sobre todo lo melindroso que era con sus preferencias amatorias el demonio. Según confesión de las brujas que había llevado a la hoguera el autor del tratado, Satán tenía la costumbre de copular con las hermosas por delante y con las feas por detrás. Eso sí, el rey de los infiernos era singularmente púdico, puesto que siempre que había niños delante, se envolvía en una espesa nube junto a su concubina para ocultarse a su vista.

Pero la llegada de uno de los guardias del castillo había interrumpido sus carcajadas. El hombre se había acercado a su mesa y se había dirigido a Grillon sin preámbulos:

—Os reclaman en la prisión. Tenéis que atender a una de las brujas.

—¿A cuál? —preguntó el cirujano, agarrotado.

—A la vieja, supongo. Con la otra ya han terminado. La queman en un par de días. El juez Renaud está enviando mensajeros con la noticia por toda la comarca. Quiere que asista cuanto más público mejor para que el suplicio sirva de ejemplo.

De pie tras los asientos que ocupaban los magistrados y el cura Baudart, Olivier Grillon se forzó a mantener la vista fija en la menuda figura blanca que dos de los guardias obligaban a bajar de una carreta tirada por mulas negras. Si Madeleine giraba la cabeza en su dirección quería que al menos se encontrara con una mirada amiga, dispuesta a sostenerla en sus últimos momentos.

A la vista de la solitaria silla de hierro dispuesta frente a la iglesia, sobre un montón de troncos de madera, la pobre niña sacudió la cabeza, espantada, e intentó soltarse de las manos que la sostenían. Temblaba con tanta violencia que parecía que fuera a exhalar el alma allí mismo, ahorrándoles el trabajo a sus ejecutores. Sus labios pálidos murmuraban algo ininteligible. Grillon sintió que se le doblaban las rodillas. Los ojos arrasados en lágrimas le quemaban y los gemidos se le agolpaban en el pecho. Se mordió los labios con fuerza y el sabor de la sangre le calmó un poco. Tenía que mantener la compostura; era lo único que podía hacer por ella.

Cuando el verdugo colocó la cuerda en torno al cuello de Madeleine, los espectadores estallaron en un rugido indignado. Habían acudido de varias leguas a la redonda, desde las villas de Mouy, Clermont e incluso desde más lejos, para ver quemar a una bruja, y si el verdugo la estrangulaba antes de encender el fuego no podrían verla retorcerse entre las llamas. El magistrado Renaud se inclinó sobre Cordelier y murmuró:

—Quizá deberíamos dejar que la mordiera un poco el fuego antes de estrangularla. Ha venido mucha gente.

Pero el parisino hizo un gesto desdeñoso con la mano para indicar al verdugo que siguiera con lo establecido. El heraldo avanzó dos pasos y comenzó a leer en voz alta la confesión de la condenada. La multitud arracimada a los pies de la iglesia guardó silencio para escuchar la truculenta enumeración de crímenes contra vecinos, ganado y cosechas de los que se hacía responsable la bruja. Los arqueros de Senlis y la guardia que Cordelier había traído de la capital vigilaban para que no se produjeran desórdenes. Y Grillon adivinaba que también para custodiarle a él. Para obligarle a asistir a la ejecución hasta el final, en aquel estrado, tal y como le había ordenado el magistrado.

Ésa era la forma de empezar a hacerle pagar. Estaba seguro de que no había logrado engañar a Cordelier. Y de que sus horas de libertad estaban contadas.

Dos días atrás, un guardia había ido a buscarle a la posada donde estaba alojado Serres y le había conducido hasta el improvisado gabinete de trabajo que compartían los dos magistrados. Cordelier estaba solo. Apenas había levantado la cabeza de los papeles un momento para pedirle que bajase a la celda de Anne Bompas a reanimarla y ocuparse de sus lesiones. Quería que estuviera lista para aguantar otra sesión de tortura.

Grillon había abierto la boca para protestar. La ley exigía la presencia de un físico siempre que se sometiera a un prisionero a la cuestión. Tenían que haberle llamado antes de proceder. Pero no se había atrevido a decir nada. Sabía que sería inútil y aquel hombre de maneras suaves y tono de voz plácido, que actuaba como si tuviera carta blanca, le producía escalofríos. Pero sobre todo, la noticia de que Madeleine había sido condenada e iba a morir en la hoguera le había arrancado de cuajo toda voluntad.

Había encontrado a Anne Bompas acostada en el suelo desnudo de su cuarto. Parecía un guiñapo marrón que alguien hubiera arrojado en un rincón y luego hubiera olvidado. Se arrodilló a su lado. El vendaje que le había colocado en los pulgares destrozados estaba intacto. Pero su pierna derecha era un amasijo de carne sanguinolenta. Le habían aplicado el tormento de los borceguíes.

Reanimar a aquella mujer malherida era un acto de crueldad. Pero no se atrevía a desobedecer. Había introducido una mano bajo el cuello de Anne Bompas, con suavidad, e inesperadamente la mujer había abierto los ojos. Su voz era tan tenue que había tenido que apoyar el oído sobre sus labios secos para entender. Cuando por fin había escuchado su ruego, había retrocedido espantado. Pero luego se había retirado a un rincón de la celda, había rezado para pedir consejo y había comprendido que Dios le perdonaría.

Había abierto uno de los viales que llevaba consigo, resuelto, y había ayudado a la mujer a beberse la droga. Anne le había dado las gracias antes de cerrar los ojos. Después de diez minutos Grillón se había levantado, muy despacio, había estirado las rodillas entumecidas y había salido de la celda.

Nada más cerrar la puerta se había topado con el magistrado. No había podido hacer nada, le había dicho. Anne Bompas estaba muerta. No sabía explicarle qué había sucedido. La mujer tenía una constitución débil y seguramente el corazón, sometido a tanta tensión, le había fallado.

El heraldo terminó de leer su confesión y el verdugo la guió hasta la silla de hierro, la ató de pies y manos y comenzó a cubrir su cuerpo con paja. Madeleine se dejó hacer, inmóvil. Tenía mucho miedo. Pero no le quedaban fuerzas ni siquiera para rogar. Intentó abrir la boca y sintió que le faltaba el aire. El ejecutor le había ajustado al cuello la soga.

Uno de los capuchinos se acercó a ella y la roció con agua bendita. Luego se giró hacia la concurrencia y rogó a los congregados que rezasen una Salve por el alma de la condenada. Un murmullo sordo y escalofriante se propagó entre la multitud. A Madeleine le parecía que el sonido crecía y crecía, acercándose a ella paso a paso y haciendo retumbar la tierra. Intentó revolverse y patalear pero tenía las piernas bien atadas. El rumor se iba haciendo cada vez más profundo, más sonoro, se estaba convirtiendo en un estruendo. Aquello no tenía sentido. Pensó con horror que iba a morir loca.

Entonces cayó en la cuenta de que no era ella la única que lo oía. La oración de los lugareños se había apagado. Las cabezas se habían vuelto hacia el camino de su izquierda y los labios estaban callados. No eran voces lo que escuchaba, eran cascos de caballo que bajaban al galope hacia la aldea.

Los aldeanos empezaron a empujarse y a embestirse unos a otros. Los que estaban en el interior del círculo querían abrirse paso hacia el exterior, mientras que los más alejados les empujaban hacia dentro para alejarse del ruido de los caballos. Algunos intentaban refugiarse en la iglesia. Sentada en su silla de hierro, Madeleine no veía nada. Las cuerdas no le permitían girar la cabeza. Un viejo cayó a sus pies empujado por la multitud. El verdugo, paralizado, permanecía a su lado, pero había soltado la soga.

Entonces Madeleine oyó el grito frenético del magistrado gordo:

—¡La bruja! ¡Estrangula a la bruja!

Bernard había desenvainado la espada nada más escuchar el estampido a lo lejos. Por todos los diablos, ya era hora. Intentó abrirse paso a empujones hasta la pira, pero la multitud corría en dirección contraria. Miró hacia el estrado. El magistrado Cordelier y el cura trataban de tranquilizar a la multitud. El juez de Senlis estaba de pie sobre su silla. Le vio gritarle algo al ejecutor, y apartó de en medio a un par de aldeanas de un revés.

El verdugo se dispuso de nuevo detrás de Madeleine y tomó la soga entre sus manos. Tensó los dos extremos y Bernard gritó, impotente.

En ese momento sintió un golpe brusco y cayó al suelo, empujado por un caballo. Un primer jinete había irrumpido en la plaza, adelantándose a los demás. Se abría paso entre la multitud, directo hacia la hoguera. Le vio apartarse un largo mechón de pelo de la cara y extender el brazo, armado con una pistola en la mano. Bernard reconoció al conde de Bouteville. Se vio un fogonazo y el verdugo cayó al suelo.

Olivier Grillon también gritó al escuchar la orden del magistrado. No sólo gritó, su mano derecha agarró del hombro al juez y le sentó de golpe en la silla. Un jinete solitario acometió a la multitud, y cuando oyó el disparo creyó que iba a desmayarse del alivio. Varias decenas de hombres a caballo protegidos con coletos de ante y pelos de acero le siguieron al instante, abatiéndose sobre los guardias espada en mano. Una anciana y una mujer joven con un niño en brazos se tropezaron y cayeron al suelo. Los animales pasaron sobre ellos, esquivándolos a duras penas.

El primer jinete arrojó la pistola al suelo con displicencia, puso pie a tierra y, con una amplia sonrisa de satisfacción, echó mano a la blanca y se abalanzó sobre el primer guardia que encontró a su alcance. Los caballeros se arrojaban sobre los arqueros de Renaud y los hombres de armas de Cordelier, que apenas ofrecían resistencia. La milicia local era inexperta y estaba mal armada. Varios hombres arrojaban ya sus armas.

Bernard de Serres se abría paso hasta Madeleine a puñetazos. Cordelier trataba de hacer valer su autoridad y reclamaba al comandante de los asaltantes que se nombrara. Renaud seguía lanzando órdenes desesperadas:

—¡Que no se lleven a la bruja! —ordenó—. ¡Matadla!

Uno de los guardias se acercó a ella con una daga en la mano. Grillon no se lo pensó. Saltó del estrado. Recogió del suelo una espada, se lanzó contra el hombre y encogió el brazo para tomar impulso. Era la primera vez que empuñaba un arma.

El soldado, alertado por su alarido furioso, se giró justo antes de que descargara la estocada, sin tiempo de esquivarle. Grillon sintió cómo su hoja se hundía hasta la guarda en las tripas del tipo. Pero antes de que pudiese apartarse, su rival le agarró del brazo y le clavó su propia espada entre las costillas. El dolor le atravesó como un rayo.

Bernard le vio caer pesadamente al suelo. Corrió a su lado, se arrodilló y le sostuvo la cabeza.

Grillon tenía la mirada vidriosa y su túnica negra estaba empapada a la altura del costado izquierdo. Un silbido funesto se le escapaba de los labios.

Bernard tragó saliva. Iba a morir en sus brazos.

—¿La he salvado? —preguntó Grillon.

Asintió con la cabeza:

—Os habéis portado como un hombre de armas.

No se le ocurría mejor elogio. Grillon comprendió e intentó sonreír:

—¿Puedo verla?

Bernard le ayudó a incorporarse.

A Madeleine parecía faltarle la respiración. No hablaba, sólo boqueaba angustiada y tenía los ojos clavados en el cirujano.

Los guardias habían arrojado las armas. Cordelier estaba sentado en una silla, mudo, y Lessay tenía al magistrado Renaud agarrado de la toga. De un empellón, le empujó abajo del estrado. El juez se irguió en el suelo e intentó protestar, pero el conde le calló de un golpe con la guarda de la espada.

Bouteville se acercó a Madeleine y le desató las manos.

—¿Veis? Ya está a salvo. —Bernard se inclinó de nuevo sobre Grillon. Pero el cirujano tenía el rostro inmóvil y las pupilas congeladas.

Le cerró los párpados con una mano y se puso de pie, con los ojos llenos de lágrimas.

Bouteville había envuelto a Madeleine en su capa y trataba de guiarla lejos de allí, pero ella permanecía rígida y paralizada, con la vista clavada en el cadáver de Grillon. Bernard se puso de pie y en cuanto se acercó, la niña se agarró a su pecho temblando como una hoja. El corazón le palpitaba igual que a un gorrión asustado.

No sabía a dónde la llevaban pero no le importaba mucho. Bastante tenía con contener todas las emociones que se agolpaban dentro de ella, aturdiéndola. Todavía sentía miedo. De que los guardias se lanzaran en su persecución, de que los dos jueces volvieran a llevársela, de las voces rudas de los hombres que cabalgaban en torno suyo. Pero a cada legua que recorrían iban ganando hueco dentro de ella un alivio y una euforia tímidos. Entonces empezaba a temer que todo fuera una ilusión. Cada vez que eso ocurría, agachaba la cabeza, agitaba los dedos de sus pies desnudos y se quedaba un rato mirándolos, fascinada. Estaba viva.

Pero eso no le impedía sentirse triste a la vez. Por su ama, en primer lugar. Después de una hora de marcha se había atrevido a preguntarle por ella a Bernard de Serres y el tiempo que éste había tardado en responder había sido suficiente para comprender. Por Olivier Grillon, que había muerto por defenderla. Pero sobre todo por sí misma. Ahora sí que estaba completamente sola, aún más que tras la muerte de su padre y de su hermano. Sin hogar, sin familia, sin amigos. Cuando se preguntaba qué iba a ser de ella a partir de ahora y quién la iba a cuidar, sentía una oleada de vértigo.

Una de las veces había estado a punto de escurrirse de la silla. Serres había detenido el caballo para preguntarle si se encontraba bien y le había pedido que se sujetara a él con más fuerza. Ella había obedecido y se había agarrado con toda su energía.

Sólo él había sido capaz de convencerla para que compartiera su montura.

El hombre que la había sacado de la pira había sido el primero en intentar subirla a su caballo, pero al verse en sus manos Madeleine había sentido un ataque de pánico. Y cuando el conde de Lessay se había acercado para tratar de serenarla, no había podido controlar la angustia y había intentado escapar. Al único que toleraba cerca era a Serres.

A media tarde llegaron por fin a un castillo de cuento de hadas que se alzaba al borde de un lago. Serres le dijo que los duques de Montmorency se ocuparían ahora de ella, la ayudó a bajar del caballo y quiso llevarla en brazos hasta el interior, pero ella insistió en andar. Todo parecía tan irreal que necesitaba sentir bajo sus pies el frío de las piedras duras del patio.

Una mujer pequeña y fea, vestida de brocados, se acercó hasta ella y la envolvió en una capa de terciopelo. Tenía los ojos más suaves del mundo y, aunque era mucho más joven que su vieja Anne, el tacto de sus manos le recordó a las suyas. Inmediatamente se sintió más segura. Del brazo de Serres, la siguió hasta el interior del castillo y subió unas escaleras hasta una habitación espaciosa y confortable, bañada por la luz cálida del atardecer. Las cortinas del lecho y de las ventanas estaban entretejidas de flores y había un fuego vivo en la chimenea.

La dama le transmitía una dulce sensación de paz y consuelo. Cuando se quedaron a solas, dejó que la despojara de su túnica blanca y que le ayudara a ponerse una camisa limpia que olía a flores de lavanda. Luego la acompañó hasta la cama, la arropó y le dio a beber una tisana de hierbas. Tenía un sabor dulzón muy parecido al de la infusión que le había preparado su ama la última noche que habían pasado juntas en Ansacq.

Pensar en Anne la hizo llorar otra vez.

La dama se sentó junto a ella, sobre la cama, y le acarició la cabeza rapada como una madre a un niño enfermo, hasta que los ojos se le fueron cerrando.

La duquesa de Montmorency esperó a que la respiración de Madeleine se hiciera honda y sosegada antes de levantarse de la cama. No tocó las cortinas. No quería que se asustase si se despertaba de repente y se encontraba sola y a oscuras. Salió de la habitación y cerró la puerta con cuidado.

El gentilhombre gascón que la había traído en su caballo, el mismo que les había alertado de la detención, aguardaba apostado al otro lado de la puerta. Desde luego, su rostro no estaba hecho para ocultar emociones. El desasosiego que reflejaba era tan transparente como la mirada de sus ojos agitados. El contraste con su cuerpo recio y de aires toscos tenía algo de enternecedor.

Le tomó del brazo para bajar las escaleras. En distintos rincones del palacio, los hombres que habían tomado parte en la expedición de Ansacq discutían en corrillos, fanfarroneando de su hazaña.

—¿Mademoiselle de Campremy se encuentra mejor? —preguntó el gascón, con voz ronca.

—No os inquietéis. Se pondrá bien.

Le vio dudar un momento antes de atreverse a llevarle la contraria:

—Pero, y si el rey ordena… Monsieur de Lessay dice que…

Felicia sabía perfectamente lo que había dicho Lessay.

Había regresado de París, furioso con el rey, con el cardenal y una amplia caterva de santos, acompañado por una docena de gentilhombres y decidido a sacar a Madeleine de Ansacq por la fuerza.

El único apoyo que había recibido en la Corte había sido el de María de Médici. La madre del rey le había llamado a su presencia mientras preparaba su regreso, dispuesto a actuar por su cuenta. Le había asegurado que la historia la había conmovido y que trataría de interceder, pero su hijo era tan obcecado que no creía que lograra convencerle. Así que le había alentado a cumplir con su propósito e impedir aquella injusticia como fuera.

Pero Luis XIII no aceptaba alegremente que nadie desafiara su autoridad. Aquello iba a traer consecuencias.

—No os preocupéis —dijo para tranquilizar al gascón—. Eso ya está resuelto. Mademoiselle de Campremy saldrá hacia la Corte de Lorena tan pronto como descanse. Allí estará a salvo.

Le escuchó suspirar, aliviado, y sonrió. El empeño que había puesto aquel muchacho en el asunto había contribuido en buena parte a impedir el desastre. Pensó en recompensarle de algún modo, y de momento le pidió que la acompañara hasta la habitación de su esposo.

Le encontró sentado cerca del fuego junto a Lessay y Bouteville. Se le veía más entero y sus mejillas tenían mejor color, observó con satisfacción. Sus fiebres la habían tenido preocupada. Pero hablar de armas y ofensivas había bastado para hacerle recobrar la energía.

La noche anterior, en la cama, su marido le había contado los planes: Serres permanecería en el pueblo, para poder avisarles si había alguna noticia; y Bouteville y Lessay saldrían de madrugada para emboscarse con los hombres llegados de París en las inmediaciones de Ansacq, aguardando a que sacaran a mademoiselle de Campremy de la prisión y la condujeran a la iglesia para quemarla.

Él quería participar más activamente en el rescate y proporcionar hombres propios. Pero Felicia le había convencido de que debía mantenerse al margen. Oponerse al rey de aquel modo no era ningún juego. Y Lessay y Bouteville tenían fuerzas más que de sobra para rescatar a mademoiselle de Campremy por sí solos. La niña no era responsabilidad suya. Que los dos insensatos que tanto se habían divertido apostando con su virtud afrontaran las consecuencias. Él cumplía más que de sobra acogiéndolos en su casa a su regreso. Pero en cuanto la muchacha se recuperara, debía partir para Lorena sin perder tiempo. Allí no podía quedarse.

Su esposo había tratado de oponerse a sus razonamientos. Por generosidad, por valentía y por amistad. Pero ella no había cesado hasta arrancarle la promesa de que la obedecería. Sólo entonces se había acurrucado entre sus brazos para dormir, feliz de sentirle a su lado.

Había amado a aquel hombre desde la primera que vez que había puesto los ojos en él, siendo una niña. Y eso la había hecho sufrir durante muchos años. Ella no era ninguna belleza. Y su marido, tan espléndido, tan noble y audaz, era también un galanteador incansable y presa fácil de los sentidos. Tan pronto requebraba a una de las damas que ella tenía a su servicio, como atravesaba media Francia para arrojarse a los pies de una amante, dilapidaba fortunas para contentar los caprichos de otra o proclamaba a los cuatro vientos su enamoramiento de la reina Ana de Austria. Incapaz de retenerle durante mucho tiempo, la duquesa sólo le había pedido que no le mintiera, que la considerara su amiga y su compañera; y había aprendido a ocupar su espíritu en obras de caridad durante sus largas ausencias y a disimular la pena en las larguísimas cartas que le escribía.

Pero sus padecimientos habían terminado. Su paciencia había sido recompensada. Por fin poseía el corazón de su esposo del mismo modo en que él poseía el suyo. Ahora era a ella a quien miraba con la pasión con la que antes miraba a otras, a sus brazos a los que soñaba con regresar cuando estaba guerreando y su cama la que compartía todas las noches. Nunca más le dejaría escapar.

Bernard se quedó a cierta distancia del grupo, de pie junto a la ventana. En realidad, lo que le apetecía era estar a solas y dar un paseo por el bosque sin pensar en nada. Pero era consciente de que la duquesa de Montmorency le había introducido allí como una muestra de estima y no quería ser desagradecido. Los tres hombres discutían con voces tensas. En lo único en lo que parecían de acuerdo era en enviar a Madeleine fuera de Francia. Lessay había hablado con el duque de Chevreuse antes de salir de París y éste se había encargado de prevenir a su pariente, la duquesa de Lorena, para que la acogiera en la capital de su pequeño estado, fuera del alcance de la jurisdicción real.

Bouteville le hizo una seña para que se acercara y le alargó un vaso de vino caliente. Durante todo el trayecto hasta el castillo no había parado de vanagloriarse de su fulgurante galope y su providencial intervención. Pero ahora tenía el semblante serio. Montmorency se esforzaba por convencerles a él y a Lessay de que salieran también de Francia:

—Es lo más prudente. Si os quitáis de en medio, en unas semanas, un par de meses a más tardar, el rey os habrá perdonado, messieurs. Por lo que decís, seguro que su madre habla en vuestro favor y otros se le unirán. Volved a París a restregarle vuestra desobediencia en las narices y es capaz de dejar que os pudráis diez años en la Bastilla. Cualquiera diría que no le conocéis.

Él mismo, a pesar de que no había tomado parte directa en el asunto, pensaba mantenerse lejos de la capital hasta que pasara la tormenta. Por si acaso.

Su esposa le puso una mano en el hombro, para mostrarle su apoyo, y el duque la miró a los ojos con ternura y le acarició el rostro. Bernard no podía dejar de maravillarse de que aquella damita contrahecha hubiera conquistado el amor y la fidelidad de su marido. La duquesa Felicia podía ser una de esas mujeres a las que uno acudía buscando consuelo y refugio, pero resultaba sorprendente que pudiera colmar a un hombre lleno de energía y pasión como Montmorency.

—Bruselas no está lejos —murmuró Lessay. Parecía casi convencido.

Sang de Dieu. —gruñó Bouteville—. El error ha sido ir a París a pedirle al rey que interviniera. Si hubiésemos solucionado el asunto nosotros solos desde el principio, sin solicitar ayuda a nadie, su preciosa autoridad seguiría intacta.

—Si eso es lo que pensabais, podíais haberlo dicho hace tres días. Me habríais ahorrado el viaje —replicó Lessay—. Y no sé a cuento de qué ponéis tantas pegas ahora, no será la primera vez que salís corriendo a Flandes para escapar del rey.

Bouteville se puso en pie de golpe:

—¿Me estáis llamando cobarde? —Bernard, que se había recostado contra la chimenea, se enderezó, sobresaltado. A su entender, Bouteville había hecho lo prudente escapándose a Bruselas después de aquel famoso duelo que tanto había irritado al rey el año anterior: quitarse de en medio y no empeorar las cosas a base de desfachatez. La prueba era que en unas semanas todo había quedado olvidado y había podido regresar a París.

La situación no era ahora muy distinta. Pero los ánimos estaban susceptibles.

—Primo, sentaos —intervino la duquesa, conciliadora—. Sabéis de sobra que nadie piensa que seáis un cobarde.

—Disculpadme, madame, no pretendía buscar querella —respondió Bouteville con voz suave. Se volvió de nuevo hacia Lessay—. Y para demostrarlo estoy dispuesto a acompañaros del brazo, mañana mismo, a donde me digáis. Al Louvre, por ejemplo. A los apartamentos del rey, si nos dejan llegar. Y si tenéis cojones.

—Dejaos de bravatas, Bouteville —exigió el duque.

—Sensatez, messieurs —rogó su esposa.

Pero Lessay y Bouteville seguían observándose fijamente. Y no parecían furiosos, ni siquiera molestos, el uno con el otro. Más bien tenían el mismo brillo desafiante en la mirada de dos zagales que se estuvieran retando a tirarse al río desde la piedra más alta. Bernard sabía bien lo que era eso. Él mismo se había hartado de ganar desafíos semejantes cuando era un crío a costa de toda una colección de chichones, brechas y algún que otro hueso roto.

—A París, entonces —pronunció Lessay, con una media sonrisa. Luego se giró hacia él—. Serres, descansad cuanto podáis y preparaos. Vais a escoltar a mademoiselle de Campremy hasta Lorena.

Cuando Madeleine despertó, la dama dulce y amable seguía sentada a su lado. Fuera estaba oscuro, pero la señora le dijo que estaba a punto de amanecer. Eso significaba que había dormido sin parar desde la tarde, sin desvelarse ni sufrir pesadillas.

La duquesa de Montmorency, ahora se daba cuenta de quién era aquella señora, le puso una mano en la frente y le dijo que iban a llevarla fuera de territorio francés, a la Corte de Lorena. ¿Sabía dónde estaba? Sí, respondió Madeleine, en la frontera del noreste, cerca del Rin. Pero ella no quería marcharse. No conocía a nadie tan lejos.

Aunque tampoco tenía ya a nadie en Ansacq. Hasta sus criados y sus vecinos de siempre le daban miedo. Y a París no quería volver. Madame de Montmorency insistió en que en esas tierras lejanas la cuidarían y se ocuparían de ella. Y, sobre todo, estaría a salvo del rey. La duquesa Nicole de Lorena era pariente del duque de Chevreuse. Y muy joven, casi de su edad.

Madeleine acabó aceptando, dócil, y dejó que dos criadas la vistieran con ropas de viaje, cálidas y confortables. Al otro lado de la puerta Bernard de Serres la estaba aguardando para acompañarla al coche. Sintió un gran sosiego y el corazón mucho más arropado al verle.

Serres había ido a buscarla a la prisión. La había rescatado de las llamas. Y no había tenido nada que ver en la burla horrible del conde de Lessay. Su presencia la hacía sentirse segura. Sin saber muy bien lo que hacía, le tendió su manita, pequeña y blanca, y él la atrapó entre una de las suyas, grande y fuerte. No le preocupaba que el gesto pudiera parecer inconveniente. Lo único que quería era sentirse a salvo.

Pero la duquesa se interpuso entre ellos, desprendió sus dedos con dulzura y le hizo apoyar la mano en el brazo de Serres, en una actitud mucho más decorosa. A ella no le dijo nada, pero vio que a él le miraba con reconvención.

Un carruaje rodeado por media docena de hombres a caballo la esperaba en el patio. Por un momento temió que el conde de Lessay o alguno de sus amigos estuviesen allí también para despedirla, y se quedó rígida al pie de la escalera. Madame de Montmorency comprendió de inmediato lo que le ocurría:

—No te preocupes, Madeleine, no hay nadie más. —Aquellas palabras despertaron un cosquilleo extraño en su interior. La duquesa la había llamado por su nombre de pila, en un tono de cercanía con el que sólo la habían hablado a lo largo de su vida su familia y su vieja ama.

En el interior del coche la aguardaba una dama que iba a acompañarla durante todo el viaje. A Madeleine le hubiera gustado que Serres viajara dentro, con ellas, pero la duquesa insistió en que era mejor que las dejara espacio para estar más cómodas y las escoltara a caballo. Se acercó a la portezuela para despedirse de ella, le besó la frente y tomó sus manos con cariño. Madeleine sintió que deslizaba un objeto duro y redondo entre sus palmas:

—Guardadlo a buen recaudo. La única persona que debe verlo es la duquesa de Lorena. Mostrádselo en cuanto lleguéis. Os protegerá —le susurró al oído.

El coche se puso en marcha.

Madeleine no se atrevió a mirar qué era lo que le había entregado la duquesa hasta después de un rato largo, cuando vio a la dama cabecear dormida a su lado. Entonces abrió uno a uno los dedos y descubrió un medallón de plata en la palma de su mano. Tenía grabado un símbolo parecido a una rueda de tres picos con una estrella en el centro.