Era extraño regresar a aquella casa, convertida ahora en un lugar ajeno, con un propósito tan peculiar. No había vuelto a pisarla desde la noche que había pasado velando el cadáver del viejo La Roche, pero Lessay se la sabía de memoria. Qué tapiz colgaba en cada estancia, qué chimenea se encendía sólo en las noches de frío más intenso porque no tiraba bien y desde qué ventana podía un crío de trece o catorce años escabullirse por el muro trasero sin ser visto. Lo había hecho tantas veces durante el tiempo que había vivido allí que aún habría podido repetir el recorrido con los ojos cerrados.
No le resultó fácil que la baronesa le recibiera. A pesar de la hora, aún dormía. Apenas había pasado lo peor de la enfermedad que la había tenido postrada y delirante toda la semana y la gente de su casa se negaba a molestarla. Tuvo que insistir con firmeza para que le hicieran caso, pero al final accedieron a prevenirla y una criadita pálida le condujo hasta el pequeño gabinete de la primera planta que antaño había sido el lugar de trabajo de La Roche.
Las paredes tapizadas de damasco rojo, el armario de ébano con los dioses griegos labrados en las portezuelas y la chimenea con las armas de su familia, talladas en el manto de piedra desnuda, no habían cambiado. Pero frente al fuego, en vez del retrato familiar de un antepasado barbudo pendía ahora un espejo veneciano enmarcado en plata. En la mesa, los libros y los papeles revueltos habían sido sustituidos por un jarrón de bronce del que asomaban unas flores moradas con los pétalos aterciopelados. Y la estancia ya no olía a tabaco. En su lugar flotaba un perfume dulzón y envolvente al gusto italiano. Las contraventanas estaban cerradas y la criada encendió dos candelabros antes de marcharse, igual que si fuera de noche. Seguramente a la enferma le molestaba la luz intensa del exterior.
Dejó el estuche sobre la mesa y se desprendió de la ropa de abrigo. Hacía calor allí dentro, y él vestía el mismo atavío de gamuza gruesa que se había puesto para la caza la mañana anterior. Imaginó los efluvios a cuero, animal y sudor en los que venía envuelto luchando a mordiscos con esa fragancia meliflua que flotaba en el aire y acarició con dos dedos los suaves pétalos de aquellas flores desconocidas. Cerró la mano en torno a una de ellas y la estrujó concienzudamente hasta que el capullo se deshizo. Luego abrió la palma y dejó caer al suelo las hojas moradas. Entonces escuchó el sonido de la puerta.
La baronesa de Cellai entró en el aposento. Saltaba a la vista que había estado enferma. La piel de su rostro tenía una transparencia mórbida, sin rastro de color en las mejillas, los ojos le brillaban con un resto de fiebre y su belleza había adquirido una cualidad frágil y tenebrosa. Llevaba los cabellos sin rizar, recogidos con descuido en la nuca, y sobre las faldas vestía una bata de tafetán verde muy oscuro, amplia y ondulante, que caía formando pliegues.
La primera vez que se había cruzado con ella también había sido así, a solas y en penumbra, aquel mismo verano, a su regreso de Génova.
Había estado guerreando en el norte de Italia desde la primavera y había decidido hacer un alto en Fontainebleau, donde estaba instalada la Corte, antes de seguir camino rumbo a sus tierras del valle del Cher.
Sabía perfectamente que La Roche se había casado. Su viejo ayo le había escrito desde Roma a finales del invierno para anunciarle su súbita boda con una viuda napolitana y pedirle que intercediera para conseguirle a su nueva esposa, toda virtudes cristianas, un puesto junto a Ana de Austria. Pero con aquella descripción se había imaginado a la dama como una matrona seca y fea.
Cuando llegó al castillo de Fontainebleau, la noche de Santa Ana, se encontró a todo el mundo agolpado a la orilla del estanque de palacio, contemplando los fuegos artificiales que rompían en el cielo. La reina estaba demacrada y triste bajo el halo de solemne dignidad castellana con el que sabía revestir en público todos sus estados de ánimo. Luis XIII acababa de asestarle un duro golpe para castigarla por haber mantenido un breve encuentro nocturno en un jardín con su enamorado, el duque de Buckingham, durante la pasajera estancia del inglés en Francia: hacía apenas seis días había despedido de la Corte a todas las personas sospechosas de haber favorecido la cita galante.
El rey había decidido festejar la onomástica de su esposa porque estaba previsto, por salvar las apariencias, pero no le dirigía la palabra más de lo que la etiqueta demandaba. Y como Marie, la principal instigadora de la aventura, se encontraba aún en Londres, Ana de Austria estaba más sola que nunca.
De inmediato, Lessay se abrió paso hasta su lado, y llevaba un rato junto a ella, contemplando el cielo en silencio, cuando la reina le puso una mano temblorosa en el brazo y le pidió que fuera a buscarle una prenda de abrigo. Obedeciéndola, se alejó del lago y penetró en un palacio silencioso y envuelto en tinieblas que a cada pocos segundos crujían, desgarradas por los resplandores de color que inundaban las salas de un fulgor irreal.
Se tropezó con ella en la puerta de los apartamentos de la reina. Una bella desconocida, con la capa de raso de la soberana colgada del brazo.
Intrigado, dio un paso atrás muy breve, para obligarla a pasar pegada a él, en una actitud soldadesca y descarada. Ella no se inmutó. Cruzó rozándole, sin levantar siquiera la mirada, dejándole allí plantado. Sólo después de alejarse varios pasos, en el momento en que una llamarada iluminaba la estancia, giró la cabeza y le lanzó una mirada larga y desdeñosa. Pero la luz se diluyó en las sombras y desapareció.
Ahora, en cambio, la baronesa le sonreía con cortesía mientras respondía a su interés, asegurándole que estaba recuperada de sus fiebres y se sentía con fuerzas de sobra para atenderle. Se sentó en una silla y le invitó a hacer lo mismo. Las llamas de las velas se reflejaban en las paredes de color grana del escueto gabinete, dividiendo la habitación en secciones de luz cálida y de sombras.
Depositó el estuche de Anne Bompas sobre la mesa:
—Necesito que me ayudéis a entender lo que hay en esta caja.
La viuda estiró un brazo y abrió la tapa del estuche. Sus ojos permanecían en penumbra, pero Lessay podía sentirlos clavados con firmeza en los suyos, buscando algo, y contradiciendo la mueca suave que dibujaban sus labios. Sin duda, a la vista de aquella colección, se preguntaba por qué había recurrido a ella. No debía de gustarle que supiera de su afición por las ciencias ocultas.
Entonces sintió un pellizco en las tripas. Las cuerdas deshilachadas que aún envolvían su cuerpo habían vuelto a tensarse, casi sin fuerza ya. Pero se alarmó porque por un instante tuvo la desconcertante certeza de que era la italiana quien tiraba de ellas. Rastreó su mirada en la oscuridad, resistiéndose a la presión, y de pronto sintió que los nudos se soltaban solos, como si a ella se le hubieran escapado involuntariamente de entre los dedos. Incluso le pareció verla crispar un segundo las manos sobre los apoyabrazos de la silla, tratando de retenerlos. Le invadió una desconfianza intensa, vaga al principio, que poco a poco se fue concretando.
No comprendía qué hacía allí. Por supuesto que aquella mujer entendía de supersticiones. Él mismo guardaba pruebas de ello en su casa. Las cartas de La Roche, el papel lleno de maldiciones escritas de su propia mano que había escondido en la almohada de su marido muerto… ¿Quién sabía si de algún modo no estaba también detrás de la muerte brutal de maître Thomas?
Y sin embargo, desde la noche de la fiesta él no había sentido más que deseos de protegerla, de esconder cuanto sabía sobre ella para que nadie pudiera acusarla de nada. Como si esos hilos desgastados que se habían terminado de romper en ese instante entre los dedos de la baronesa hubieran mantenido atado su albedrío.
Cabeceó. Qué disparates se le ocurrían. Aquello era absurdo. Estaba demasiado cansado, no había otra explicación. Pero esa mujer no era de fiar. Tendió la mano hacia el estuche con deliberada lentitud, tratando de encontrar una excusa creíble que le permitiera abandonar aquella casa cuanto antes.
Ella no se había movido. Se escuchaba su respiración trabajosa, lacerada por la enfermedad. Finalmente se inclinó hacia delante:
—Disculpadme, no me encuentro bien.
Lessay recogió el estuche y se levantó de la silla con determinación:
—No quiero importunaros. Deberíais descansar.
La baronesa se irguió y habló con una voz mansa que destilaba convicción:
—Sentaos, monsieur. Si habéis venido a mí es porque me necesitáis. No me matará mirar un estuche. —Esbozó una sonrisa exangüe. A Lessay le dio la impresión de que ella también estaba asustada. De que había perdido el control de una situación que creía dominar y trataba de reconducirla—. Me gustaría poder ayudaros alguna vez y demostraros mi buena voluntad.
Muy hábil. Sus palabras pedían una tregua, después de la violencia de su discusión de la noche de la fiesta.
¿Quería amansarle para impedir que la denunciara? Al fin y al cabo, guardaba pruebas suficientes para buscarle la ruina y ella lo sabía. Aunque, por otro lado, eso le daba más garantía para confiar en su discreción que en la de cualquier otro a quien pudiera enseñarle el maldito estuche.
Además, desde que Serres le había contado lo de los matones españoles, dudaba de que fuera ella quien los había enviado contra maître Thomas. Sobre todo porque había otra persona que había tenido un comportamiento muy extraño aquel día: ni más ni menos que el embajador del rey de España.
Lessay tenía muy buena relación con el marqués de Mirabel. Desde que Luis XIII le había prohibido al español el acceso a las habitaciones privadas de Ana de Austria, él le había estado ayudando a transmitirle mensajes reservados a la reina. Y el embajador sabía devolver los favores.
Era él quien le había conseguido su envidiado semental andaluz. Y estaba convencido de que también había tratado de evitarle un mal encuentro con los dos espadachines a sueldo la noche de su cita con maître Thomas.
La nota del secretario había llegado a sus manos el día anterior. Una carta llena de tachones, en la que maître Thomas le aseguraba que tenía importantes revelaciones que hacerle sobre la muerte de La Roche. Estaba escrita en un tono embrollado y ardiente, que no parecía de un hombre cuerdo. Pero las frases resonaban igual que las que le había escrito a él su viejo tutor acusando a su nueva esposa de querer acabar con su vida. Le había parecido tan extraño, que había aceptado de inmediato las imprudentes condiciones de la cita que le proponía, bajo el pórtico de la iglesia de los Quinze-Vingts, a solas y en secreto.
Pero cuando salía del Louvre, puntual, para encontrarse con él, el marqués de Mirabel se le había arrojado encima, surgido de no sabía dónde, muy nervioso, aturullándole con una cháchara inagotable y empeñándose en llevarle a cenar a su casa; le había costado un buen rato sacárselo de encima.
En ese momento no le había encontrado explicación a su peculiar comportamiento, pero tras descubrir que los dos sicarios eran españoles, ahora estaba convencido de que Mirabel sabía a dónde se dirigía, sabía que había dos matarifes aguardando y había intentado retrasarle para evitarle el encuentro. Sólo le quedaba averiguar por qué el embajador del rey de España había tratado de asesinar a un hombre insignificante como el secretario de La Roche.
En cualquier caso, si la baronesa no era quien había contratado a los dos espadachines, si no había perseguido a maître Thomas y éste se había dado muerte a sí mismo en su locura… Quizá fuese cierto que tampoco había envenenado a su marido…
En realidad, no había llegado a hablar nunca con el viejo sobre su inesperado matrimonio, y no porque no se le hubiera despertado la curiosidad al descubrir la identidad de la bella desconocida con la que se había cruzado en el castillo de Fontainebleau. Pero había pensado que tendría tiempo de sobra y a la mañana siguiente había seguido camino hacía su castillo del Cher para pasar el resto del verano.
A los pocos días le había llegado la primera carta. Estaba escrita en un estilo exaltado y fiero, impropio del hombre templado que tan bien conocía. Le rogaba que fuera discreto. Sólo a él, que era casi un hijo, se atrevía a confiarse. La dama devota y erudita con la que se había casado había resultado ser una mujer muy distinta a la que había creído. Había descubierto que era aficionada a la cartomancia y a la astrología, como tantas necias sin instrucción. Una pérfida que había introducido la superstición en su casa y le había engañado, aparentando ser quien no era. Y era su virilidad, añadía impúdico, la que estaba padeciendo las consecuencias del desencanto.
Lessay había leído la misiva con incomodidad. No era extraño que el viejo tuviera miedo a no poder complacer a una mujer como la que se había procurado. Pero La Roche era la discreción en persona. Le resultaba incomprensible que le hiciera aquellas confesiones bochornosas. Avergonzado, había decidido achacarlas a un ataque senil y ni siquiera había contestado.
Pero un par de semanas después había llegado una segunda carta que le había hecho pensar, con lástima, que el viejo empezaba a tener serios problemas de sesera. Ahora su esposa no era ya tan sólo una frívola supersticiosa. Era un instrumento del demonio; una pecadora que Satanás había enviado para perderle.
Tratando de buscar una explicación, Lessay había concluido que seguramente la había sorprendido con otro. Y que en cuanto se acostumbrara al peso de la cornamenta recobraría el sosiego. Pero casi enseguida había recibido un tercer mensaje embrollado y convulso que apenas se entendía y en el que La Roche acusaba a su mujer de escarbar dentro de su cabeza y querer acabar con su vida, entre otros sinsentidos. Y días después, la noticia de que su viejo ayo había sufrido un acceso que le tenía postrado en cama, perdido el discernimiento, hasta el punto de que cuando había acudido a visitarle no reaccionaba a nada ni reconocía a nadie.
No había sobrevivido más de dos semanas.
Miró a la baronesa, dubitativo. Un mechón rebelde se le había escapado del peinado y le acariciaba la mejilla. La observó apartárselo al tiempo que se humedecía los labios resecos por la fiebre. Aun demacrada, resultaba endiabladamente hermosa.
Le daría otra oportunidad. Volvió a sentarse y le alargó de nuevo el estuche para que lo examinara.
Los dedos blancos de madame de Cellai abrieron la tapa con lentitud. Extrajo con cuidado los objetos que contenía y los fue posando sobre su falda uno tras otro.
—¿A quién pertenece todo esto?
Se alegró de haber sacado de la caja las cosas más reveladoras. Le otorgaba el beneficio de la duda, pero no se fiaba de ella:
—A una persona que ha sido detenida y acusada de brujería. Necesito saber si aquí dentro hay algo más que amuletos de una mujer crédula.
Había supuesto que la italiana se haría de rogar, porque su afición por la magia no era de dominio público. Pero no lo hizo. Dijo que sí con la cabeza y continuó examinando los objetos. Sacó de la caja el anillo con el zafiro y le dio la vuelta, contemplando el sello con la rueda de tres picos y la estrella grabadas. Enarcó las cejas con suspicacia:
—Fijaos en esto. El anillo es un recipiente. —Manipuló la parte superior y levantó una tapa que ocultaba un pequeño compartimento repleto de polvo oscuro—. Beleño negro. Bastaría para condenar a su dueña.
—¿Por qué? ¿Es un veneno?
—Depende de cómo se use. Puede ser un ingrediente para elaborar filtros de amor o un narcótico, pero también provoca trances y alucinaciones. Lo llaman hierba loca. Hace siglos que es una de las drogas favoritas de las pobres mujeres que se creen brujas.
—¿Lo toman para enajenarse?
La actitud de la baronesa era modesta y cercana, muy distinta de la de la noche de la fiesta.
—Y para enajenar a otros. Creedme, si ingerís esto acabaréis experimentando todas las visiones absurdas que se describen en los libros de los cazadores de brujas. Volaréis en escoba al otro extremo del mundo y copularéis con el diablo sin levantaros de la silla.
Cerró la tapa con cuidado de no tocar el veneno y devolvió el anillo a la caja. Vagamente excitado por la mención de la cópula, Lessay le echó una ojeada lenta y desvergonzada, intentando incomodarla:
—Lo describís como si lo hubieseis probado.
Ella le devolvió la mirada, imperturbable:
—¿No os interesa saber nada más sobre el veneno?
El conde suspiró. Aquella mujer era en verdad inconmovible.
—¿Podría matar a un hombre?
—Seguro. Con una dosis como ésta disuelta en vino bastaría. —Le miró insistente—. ¿Quién es la dueña? ¿La conozco?
No tenía sentido ocultárselo. En cuanto se corriera la voz de la historia de Ansacq, la baronesa sólo tendría que sumar dos más dos para deducirlo. Pero no tenía tiempo ni ganas de enredarse dando explicaciones:
—Eso da igual. Mirad a ver si hay algo más de interés.
La viuda se encogió de hombros y volvió a concentrarse en los objetos que tenía en el regazo. Los revolvía con un movimiento sensual, deleitándose en su tacto. Lessay tuvo que hacer un serio esfuerzo por apartar de su mente la imagen de la italiana copulando con el diablo y concentrarse en lo que decía:
—Las piedras, el coral, esta bolsita de hierbas… son ingredientes para elaborar remedios y hechizos. El aljófar, por ejemplo, es beneficioso para el hígado, el aceche ayuda a la respiración y esta piedra amarillenta es una variedad de jaspe que alivia la melancolía. Se utiliza en recetas para curar enfermedades, soldar huesos o realizar rituales de protección. A primera vista, vuestra pobre bruja parece muy benigna.
La parrafada la había dejado sin aire. Inspiró un par de veces con esfuerzo y luego frunció el ceño. Había algo más.
—¿Pero…?
—Pero hay cosas más extrañas. Por ejemplo, esta muñeca de cera. —Sujetó con delicadeza la figurita que representaba a Madeleine—. Hay quien dice que se puede atar el alma de una persona con un mechón de su pelo, de manera que lo que le ocurra a la muñeca le ocurra a la persona. Imaginad el poder que un encantamiento así otorgaría a su dueño. Si yo ahora la quemara…
Se levantó y acercó la muñeca a uno de los candelabros con lentitud, como comprobando el alcance de su credulidad. Lessay sintió un temor insensato. Se puso en pie a su vez y detuvo la mano de la dama, sujetándole el brazo con un gesto brusco:
—No quiero deteriorar nada. —Se justificó—. El estuche no es mío y he de devolverlo a su dueña.
La italiana sonrió y ladeó la cabeza, contemplando sus dedos crispados en torno a su brazo. Él mantuvo el contacto y acarició con el pulgar la seda suave de su manga. Pero ella le miró a los ojos, severa.
Retiró la mano. Paciencia. Si su deseo de ganarse su buena voluntad era sincero, ya se encargaría él de que acabara llevándola a donde le apetecía.
La baronesa devolvió la muñeca a la caja, con parsimonia:
—Otros dicen que la estrella de ocho puntas aquí labrada es sólo un símbolo de protección, que una muñeca como ésta no se puede usar para hacer daño. Pero no sé a quién representa. No reconozco el escudo del pájaro.
—Eso da igual. Continuad, por favor.
La italiana se pasó la mano por la frente. Tenía los ojos febriles:
—Esta placa de metal tiene grabado un texto en un alfabeto mágico. Necesitaría tiempo para intentar descifrarla. Parece una invocación o un despropósito similar.
Hablaba con desprecio y aquello le desconcertaba. ¿Creía o no creía en todas esas cosas? O quizá en algunas sí y otras no. Era difícil saberlo, a él todo le parecían paparruchas del mismo calibre.
—¿Y los papeles?
—De las cartas astrales tampoco puedo deciros nada, así, sin más. No vienen indicadas las fechas de nacimiento a las que se refieren. Tendría que hacer bastantes cálculos para averiguarlas. —Desdobló uno de los papeles grises—. Esto está en inglés.
—Sí, pero yo no lo hablo. ¿Entendéis vos lo que pone?
La italiana asintió y tradujo:
—«Yo he dado el pecho y conozco bien la ternura de amar al niño que amamanto. Pues aun así sería capaz de arrancarle el pezón de las encías desdentadas mientras me sonríe y machacarle los sesos, si lo hubiera jurado como tú has jurado esto».
—¿Qué es eso? ¿Es que también se usan los sesos de recién nacido para elaborar filtros mágicos?
Estaba desilusionado. Había esperado encontrar más pruebas de la relación de Anne Bompas con la Corte. Algo que le permitiera saber qué andaban buscando Richelieu y el juez del Parlamento de París en Ansacq.
—Parece escrito por un poeta —respondió ella—. No creo que tenga nada que ver con hechicerías.
Lessay señaló con el dedo:
—La otra hoja gris es un mensaje en clave.
Ella lo estudió con atención:
—Puedo intentar descifrarlo si me dais tiempo.
Tiempo otra vez. Estaba visto que no iba a sacar nada en claro de aquella visita. Pensó con rapidez. ¿Qué daño podía haber en dejarle la caja unos días? Si no lo hacía, tendría que buscar a otra persona que entendiera de todas aquellas cosas. Y si los papeles ocultaban algo importante, no le convenía que los viera más gente. Al menos a ella podía controlarla, y se había mostrado muy servicial hasta el momento.
—Vuestros talentos son inagotables: idiomas extranjeros, astronomía, mensajes en clave… Soy muy afortunado al haber dado con vos.
—Una casualidad providencial, monsieur. Los caminos del Señor son insondables. —Sonreía con modestia, sin rastro de burla en los ojos.
—Podéis quedaros el estuche unos días para estudiar los textos, el mensaje cifrado y lo demás. —Se inclinó hacia ella con rostro grave—. Pero nadie debe enterarse. ¿Tengo vuestra palabra?
Ella resopló, ofendida:
—La tenéis.
Lessay continuó en el mismo tono deliberadamente frío:
—Si me traicionáis, os haré la vida muy difícil.
—Descuidad, monsieur. Yo sé lo que me conviene —respondió la italiana. Volvió a sentarse y guardó todos los objetos en la caja, la depositó en la mesa y se alisó la falda. Un papel engurruñado cayó al suelo. Les había pasado desapercibido entre el resto de las cosas. Lessay se agachó a cogerlo y reconoció los garabatos y las frases en griego; era la hoja en la que había encontrado envuelto el colgante de Leonora Galigai.
—¿Y esto? —Se lo alargó a la baronesa.
Ella lo aceptó con gesto fatigado. Sin duda había dado la entrevista por terminada.
Pero en cuanto lo leyó, adoptó una actitud alerta:
—La ligadura de la agujeta. —Se llevó una mano a la boca, pensativa—. Este papel… ¿Estaba solo en la caja? Está deformado como si lo hubieran usado para envolver algo.
—No lo sé. No me he fijado —mintió Lessay, mientras tomaba asiento de nuevo—. Pero vos lo conocéis.
Ella asintió con gravedad:
—Lo que os voy a contar no lo sabe mucha gente. —La excitación había teñido de un leve color rosáceo sus mejillas. Daban ganas de alargar la mano y acariciárselas—. Espero que podáis guardar el secreto.
Ahora era ella la que requería su silencio.
—Por supuesto.
—¿Conocisteis a Leonora Galigai, la dama de la reina madre?
De nuevo aquella mujer. ¿Qué habría visto la baronesa en ese papel para relacionarlo tan de inmediato con ella? Ése era el tipo de información que le interesaba. Tuvo cuidado de que no se le notara la expectación.
—La «enana negra». —Le costó pronunciar el apodo que otros usaban para insultarla. Al fin y al cabo, durante un tiempo había pensado que le debía la vida—. Hará siete u ocho años que la ejecutaron.
La baronesa moduló su voz para darle un eco ominoso:
—Se cuenta que cuando la detuvieron, la encontraron manipulando instrumentos diabólicos, ocupada en elaborar maldiciones.
—¿Y dónde se cuenta eso? ¿En algún pliego de cordel? La mujer era una histérica y estaba llena de supersticiones, pero nada más. Siempre negó las acusaciones de brujería.
El auténtico pecado que había cometido la Galigai había sido el de aprovecharse de la desidia de la reina madre para sacarle el máximo provecho a su amistad. Había sido una mujer despótica y agria, una arribista manipuladora que se había enriquecido hasta lo inverosímil vendiendo favores y utilizando su influencia. Pero el proceso que la había llevado a la hoguera había sido un ejercicio de puro cinismo político. Todo el mundo lo sabía.
Se trataba del episodio más feo del reinado de Luis XIII. Aunque el rey se había limitado a consentir lo que había ocurrido. El verdadero artífice de la fechoría había sido Albert de Luynes, el primer esposo de su prima Marie.
Leonora Galigai era hija de un simple carpintero pero se había criado en Florencia junto a la reina madre. Había llegado a Francia con su séquito tras la boda de María de Médici con Enrique IV y al poco ella también se había casado con un aventurero italiano que respondía ni más ni menos que al nombre de Concino Concini.
En vida del rey navarro, esposo y esposa se habían comportado de modo discreto.
Pero en el momento en que María de Médici se había hecho cargo de la regencia, ambos habían dado rienda suelta sin reparo a su ambición, acumulando cargos, títulos, tierras y tesoros con la mayor desvergüenza. Concini hacía y deshacía en Francia como un tirano, mientras a Luis XIII ni siquiera le dejaban sentarse a la mesa del Consejo.
El astuto Albert de Luynes, que por entonces no era más que un pajarero sin fortuna, había convencido al joven rey para que se enfrentara a su madre y a Concini, y asumiera personalmente el Gobierno. Y había organizado, junto a otros fieles, el asesinato del italiano una mañana de abril. Seis hombres le habían acribillado a balazos y estocadas en el puente de entrada del Louvre.
En recompensa, Luis XIII, exultante, había repartido la fortuna inmensa de Concini entre sus hombres de confianza.
Pero Luynes no se había quedado satisfecho. Quería más. Y gran parte de las posesiones del italiano eran intocables, pues estaban a nombre de su esposa Leonora. Para hacerse con ellas legalmente había tenido que buscar un subterfugio: un proceso contra la florentina por «crimen de lesa majestad divina». Y para asegurarse de que hubiese condena a muerte había insistido en que los extraños males que sufría la mujer, los exorcismos a los que se sometía y su confianza en un médico judío fueran utilizados como pruebas de brujería.
Lessay recordaba a la pobre mujer subida al carro que la había llevado al cadalso. Tiesa, vestida de negro y besando su crucifijo a cada paso. Sin responder a las imprecaciones de la multitud. Cuántos hombres hechos y derechos no se iban de vientre en los calzones ante la cercanía de la espada del verdugo. Sin embargo, Leonora Galigai había tenido el ánimo de perdonar a los que la condenaban, de extender mansamente el cuello y dejarse matar con dignidad extraordinaria.
El verdugo había arrojado después su cuerpo a las llamas, como correspondía a los despojos de una hechicera, pero la comedia no había engañado a nadie. Él estaba mucho mejor situado que la baronesa de Cellai para saber qué había sucedido realmente durante aquellos días. Su prima Marie todavía disfrutaba de las tierras y las joyas que Luynes le había esquilmado a Leonora. Y él mismo se había beneficiado de parte de sus restos sin pensárselo dos veces.
—Entonces, si os dijeran que, antes de morir, Leonora Galigai intentó comprarle su vida al rey amenazándole con un conjuro, ¿no os lo creeríais? —preguntó la italiana.
—Por supuesto que no. Por muy supersticiosa que fuera. Ni el mayor necio se defendería de una acusación de brujería amenazando con un hechizo.
Ella no le contradijo. Sólo estiró el papel lleno de letras griegas sobre su falda y leyó:
—«Yo, Leonora Galigai, te digo a ti, Luis XIII, como Héctor a Paris, que ojalá nunca hubieras nacido y que perezcas sin descendencia…». Y continúa con otras fórmulas rituales en griego. ¿Habéis leído La Ilíada? Los antiguos usaban los versos de Homero para practicar adivinaciones y hacer conjuros, pues se les atribuía un poder mágico. —Levantó la vista, con una sonrisa de suficiencia en esos labios llenos y apetecibles que tenía, aun agrietados por la enfermedad.
Lessay se enderezó en la silla, haciendo por concentrarse. Su escepticismo seguía entero:
—Bueno, yo también invocaría a Héctor, a Paris y a todas las cohortes infernales para que vinieran a vengarse si alguien me hiciera lo mismo que le hicieron a ella. —Pero se le había despertado la curiosidad. Ese papel confirmaba la relación de Anne Bompas con Leonora Galigai—. Está bien. ¿En qué consiste exactamente la maldición?
—No es una maldición, sino un hechizo —le corrigió la baronesa—. Un conjuro conocido desde tiempos antiguos, y muy simple. Lo primero que hace falta es procurarse una agujeta, un simple cordón de los calzones del hombre al que se desee encantar. Luego hay que pronunciar unas frases rituales y hacerle tres nudos. Nada más.
—¿Y el resultado es…? —Conocía la superstición popular de la ligadura, pero no podía creerse que la baronesa estuviera hablando de algo así en serio, por muchos nombres griegos que hubiera mezclados en aquel papel.
Ella arqueó las cejas, divertida. Su tono no dejaba claro si creía o no que aquello fuera posible:
—Que el dueño de los calzones no puede engendrar hijos.
—No es pequeño castigo para un rey.
—Lo interesante es que en teoría se puede anular con la misma facilidad. Basta con deshacer los nudos del cordón. En cambio, si se arroja al fuego y se destruye, la suerte del hechizado queda sellada para siempre.
—Y en este caso, ¿se sabe qué fue del cordón mágico? —preguntó con una mueca burlona.
—Al parecer, poco antes del asesinato de su marido, Leonora había soñado que la juzgaban y la condenaban a muerte, y le había dado tiempo a prepararlo todo. Cuando la detuvieron, pidió hablar a solas con el rey. Le advirtió de que si la ejecutaban, su matrimonio quedaría estéril para siempre. La vida a cambio de un heredero. Pero Luis XIII no la creyó. En cualquier caso, la mujer no guardaba el cordón entre sus enseres. Habría sido fácil poner fin a su amenaza arrebatándoselo. Nunca se supo qué había hecho con él. Lo más probable es que lo escondiera a buen recaudo, en algún lugar fuera del Louvre, y se perdiera. O que se lo entregara a alguien de confianza y que esa persona lo arrojara a las llamas cuando el rey se negó a pactar.
—Lo cual demuestra la cordura de Luis XIII.
—Posiblemente. Aunque de momento no hay ningún vástago a la vista —replicó la baronesa en tono ligero.
—Ni puede haberlo. El rey no toca a la reina. —La miró de reojo. Había algo que no cuadraba—. De cualquier forma, ¿de dónde demonios habéis sacado todo ese cuento de Leonora Galigai y el cordón maldito? No lo había escuchado en mi vida, y la he pasado entera en la Corte.
—Por eso os he pedido que guardéis el secreto. Quien me ha hecho la confidencia es alguien a quien todo esto concierne directamente. Tal vez la persona más afectada por la ausencia de un heredero. Si la historia se hiciera pública le haría un gran daño.
Lessay la miró con incredulidad. ¿Estaba insinuando que había sido la reina? No podía creerse que Ana de Austria confiara tanto en aquella recién llegada como para compartir con ella unas supercherías que la afectaban de modo tan íntimo. Y que, si trascendían, corrían el riesgo de abochornarla y enfurecer a su marido.
Era hora de marcharse de allí:
—He de irme. Vendré a buscar el estuche dentro de unos días. —Hizo ademán de ponerse en pie.
—Aguardad —le pidió la baronesa. Aún tenía el conjuro de Leonora Galigai en la mano. Sus ojos volaban por encima de las líneas, releyéndolo una vez más, y al terminar lo acarició con mucho cuidado, igual que a un tesoro valioso. Estaba fascinada con aquella bobada—. Una última pregunta.
—Adelante.
—Este estuche… ¿Estáis absolutamente seguro de que no había nada más dentro?
Lessay pensó en la carta de Épernon, en la muñequita con el escudo de los Médici y en el amuleto que llevaba colgado del cuello. Y casi al mismo tiempo sintió un malestar extraño. Alguien estaba trasteando en su interior. Unos dedos largos y finos que escarbaban por dentro de su pecho. De pronto se sintió débil y muy cansado.
—No había nada —murmuró, y su voz le sonó ronca y extenuada. La habitación se había puesto a dar vueltas y le pareció que las velas temblaban violentamente, a pesar de que las ventanas estaban cerradas. La baronesa le observaba inmóvil, como una araña a la espera de su presa.
Tenía que salir de allí. Entonces ella murmuró en italiano, de modo apenas audible:
—Dì la verità.
Sintió una voluntad fortísima, que como una corriente arrolladora arrastraba su resistencia. Iba a confesarle a la baronesa todo lo que le estaba ocultando. Su boca iba a pronunciar las palabras sin su consentimiento. Le faltaba el aire. Aferró la ropilla para apartársela del pecho y sus dedos se posaron por casualidad sobre el amuleto.
La sensación opresiva desapareció de pronto y el suelo dejó de moverse. Se levantó de un golpe.
Ella dio un respingo y la cabeza se le fue contra el respaldo de la silla, igual que si la hubieran golpeado. Su cuerpo quedó inerte en la penumbra.
—Madame, he de marcharme. Un asunto urgente me reclama. —No se atrevía a acercarse a ella y comprobar si estaba consciente.
¿Qué diablos había ocurrido? En su vida había sufrido una agresión así, sin mediar armas ni palabras.
Había pasado miedo de verdad.
—Esperad. —La voz débil de la viuda le alcanzó con la mano en el tirador—. ¿No vais a llevaros la muñeca? Para prevenir accidentes.
Lessay la miró sin comprender. Ella volvió a abrir el estuche y le alargó la muñequita de cera con el escudo del pájaro grabado en el pecho que representaba a Madeleine.
—Gracias —dijo, aturdido aún, y se acercó a cogerla. Se la metió en un bolsillo con cuidado.
Ella volvió a hablar, con dulzura:
—Ya la habéis salvado una vez del fuego. No querréis que le suceda nada, ¿verdad?