El cardenal de Richelieu giró sobre sus talones y emprendió el trayecto hacia el otro extremo de la sala, envuelto en un remolino de seda roja. En una mano llevaba una tisana que amenazaba con rebosar del tazón a cada zancada y con la otra iba enfatizando sus palabras a medida que dictaba con rapidez:
—…no cabe duda, por lo tanto, de que los duelos privados constituyen un desafío a la autoridad de vuestra majestad y una amenaza para el buen gobierno de la nación, y puesto que las medidas tomadas hasta la fecha para prevenirlos…
Un secretario aplicado tomaba nota sin levantar la vista del papel.
Charles iba a comentar que a la velocidad a la que hablaba el cardenal seguro que al pobre escribiente se le escapaba la mitad, pero Boisrobert siseó para que callara.
El abad le había advertido el día anterior de que al ministro no le gustaban los jóvenes, y no debía esperar una acogida cálida. Seguramente no le dedicaría más de un par de minutos. Pero eso no empeñaba la buena noticia: el cardenal de Richelieu había accedido por fin a conocerle. Se había pasado la noche en vela, fantaseando con distintas versiones del encuentro, en todas y cada una de las cuales su talento acababa por vencer los prejuicios del gran hombre.
Boisrobert le había dicho que el cardenal tenía que asistir al Consejo del rey a las nueve de la mañana, y que le recibiría inmediatamente después. Pero para prevenir cualquier imprevisto, Charles se había plantado en la residencia de Richelieu a las nueve y cinco minutos. Había tenido que esperar casi toda la mañana a que el cardenal regresara. Y ahora llevaba ya media hora en su presencia, sentado en un banco estrecho e incómodo, demasiado pegado al abad para sentirse a gusto; y Richelieu no le había dirigido ni siquiera una mirada.
Toda su inquietud se había ido transformando en decepción y finalmente en aburrimiento. Comenzó a repicar con los dedos en la madera del banco tímidamente, hasta que el abad le sujetó la mano. En ese momento, la puerta de la habitación se entreabrió unas pulgadas y Richelieu detuvo en seco su frenético deambular. Un hombre vestido con un modesto hábito de capuchino entró sin pedir permiso:
—Disculpad que os interrumpa, monseigneur —dijo, y se quedó callado, observando con interés a los dos ocupantes del banco y sus manos enlazadas. Se soltaron de inmediato.
El cardenal despidió a su secretario, se dejó caer en una silla, dejando a la vista las botas que calzaba bajo la sotana, y le indicó al monje recién llegado que se acomodara frente a él. Luego se agachó para coger entre sus brazos a un gato gris, gordo y peludo que dormitaba sobre un cojín, y entonces, por fin, le encaró. Daba la impresión de que había estado esperando la llegada del capuchino para prestarle atención.
Charles se puso en pie, nervioso. Sabía muy bien quién era aquel hombre y no se trataba de ningún frailecillo insignificante.
El padre Joseph du Tremblay tendría cerca de cincuenta años y servía al cardenal como secretario particular y consejero. Había nacido en una familia de pequeños gentilhombres y en su primera juventud, antes de tomar los hábitos, se había dedicado a las armas. Era un hombre culto, viajado, pero también un místico que había ayudado a fundar el convento del Calvario y un predicador habitado por la idea de convertir a los infieles otomanos. A primeros de aquel año había estado en Roma, tratando de interesar al Papa en un proyecto de cruzada contra los turcos, y hasta había escrito un largo poema heroico de miles de versos sobre el tema.
Era un individuo pequeño y discreto, con una larga barba gris, frondosa y poco cuidada, muy distinta de la aristocrática perilla puntiaguda que ostentaba Richelieu. Todo lo que en el ministro del rey era arrogancia y esplendor, en él hablaba de humildad y reserva. Era el hombre en la sombra, el confidente privilegiado del cardenal, y tenía acceso a sus habitaciones privadas a cualquier hora.
Charles se acercó, le besó el anillo al cardenal, y luego le hizo una reverencia profunda al capuchino. Richelieu le estudiaba con una media sonrisa:
—Vaya, vaya… Cuando nuestro común amigo me contó que erais soldado me imaginé a alguien con modales menos refinados y una apariencia más tosca. Ahora entiendo cuáles son esos encantos que veía en vos el abad y que, al parecer, también ha visto mademoiselle Paulet. —El cardenal le lanzó una mirada de reojo a Boisrobert y Charles creyó sorprender en ella un punto de burla.
No le importó. Aquélla era la primera vez que Richelieu posaba sus ojos en él, pero Charles había observado al ministro muchas veces. El cardenal era altivo, orgulloso y lo bastante inteligente como para saber que ante algunas personas tenía que fingir absoluta humildad. Él también era inteligente y orgulloso. Y sabía de igual modo cuándo le convenía disimular. Fingió que no había visto nada:
—Sois muy generoso, monseigneur. Os aseguro que pongo todo mi empeño en servir a Vuestra Ilustrísima y a Su Majestad lo mejor posible.
—Bien, bien, me alegra oír eso. —Richelieu acarició la garganta del gato—. Si no me equivoco, el padre Joseph nos trae nuevas noticias sobre un asunto que os atañe también a vos. Me gustaría escuchar vuestra opinión. Pero quiero que sepáis que todo lo que hablemos aquí a partir de ahora es alto secreto. Además de las personas que nos encontramos en esta habitación, sólo Su Majestad el rey y el magistrado Cordelier, del Parlamento de París, están al tanto. No tengo que explicaros lo que eso significa.
Por supuesto que no. Apenas se lo podía creer. Había pensado que el cardenal le haría cuatro preguntas rápidas y le despediría. Ni se le había ocurrido soñar que le fuera a hacer partícipe de ningún secreto. Asintió en silencio.
El padre Joseph se volvió hacia Boisrobert:
—¿Conoce el muchacho la existencia de los mensajes del rey Jacobo? ¿Le habéis informado de lo que le sucedió al paje?
El abad reprimió un bostezo. Al parecer no temía mostrar su aburrimiento ante Richelieu:
—Se lo conté todo el primer día, para que comprendiera la importancia de vigilar a Angélique Paulet. Y para que tuviera cuidado.
En realidad, todo no se lo había contado. Nunca había querido decirle qué contenía el mensaje del rey Jacobo que había recibido Luis XIII. A pesar de que él había insistido, le había dejado claro que el contenido de aquella correspondencia misteriosa no era asunto de su incumbencia.
Carraspeó y alzó la voz, en un tono más agudo de lo que hubiera querido:
—El paje Percy Wilson mintió sobre los mensajes. El rey inglés no envió uno, sino tres. El que recibió Su Majestad; otro que le fue robado casi con toda seguridad a un soldado inglés que apareció degollado en una posada de Beauval a los pocos días; y un tercero del que no se sabe nada. El correo que lo traía está desaparecido. En cuanto al paje —continuó, ya lanzado—, parece obvio que algo sabía acerca de quienquiera que haya interceptado los mensajes. Quizá mademoiselle Paulet estuviera implicada y tuvieran un desacuerdo sobre el precio de su silencio.
Que vieran que sabía sacar sus propias conclusiones. Y que no tenía miedo. El cardenal le dio un sorbo a su tisana. La bebida debía de estar ya fría porque la depositó sobre la mesa con un gesto de disgusto y se quedó mirándole mientras acariciaba al gato tras las orejas.
El padre Joseph decidió que merecía que se dirigieran a él directamente:
—¿Os han contado algo del insospechado asesino del soldado inglés? No hace mucho que sabemos quién es. Se trata de un campesino. Un hombre que llevaba casi quince años en la aldea de Ansacq, en Picardía, sirviendo a los mismos señores. Callado, religioso, viudo desde hacía muchos años. Nunca había dado problemas, ni se había ausentado de su casa más de un par de días para ir a alguna feria. Hasta que hace seis meses se levantó una buena mañana, se subió a un caballo y se plantó en Beauval para degollar a un viajero inglés y robarle sus pertenencias. Nadie le ha vuelto a ver. Como si se lo hubiera tragado la tierra.
La voz de Richelieu resonó un tanto impaciente:
—Al grano, padre, al grano. —El cardenal se puso en pie de nuevo, pero el capuchino no se levantó de su asiento. Boisrobert tampoco. Acompañar las idas y venidas del cardenal debía de ser una tarea agotadora a la que seguramente hacía tiempo que ambos habían renunciado a despecho de la etiqueta—. Lo que monsieur Montargis necesita saber es que es muy posible que hayamos encontrado a la persona que encomendó al aldeano la tarea de matar al soldado y robarle la carta que traía.
El padre Joseph retomó su relato. La noticia le había llegado días atrás, a través del padre guardián de un convento de monjes capuchinos de la comarca. A Charles no le extrañó. Se decía que el secretario del cardenal era uno de los hombres mejor informados de Francia y que los superiores de todos los monasterios de su orden le hacían llegar cualquier rumor extraño o interesante que escucharan desde cualquier rincón del reino.
A éste, además, le habían pedido expresamente cuanta información pudiese proporcionar sobre la familia de Ansacq a la que servía el asesino. Al parecer, el padre y el hijo mayor habían muerto hacía cosa de un mes, y entre los vecinos de la aldea corrían habladurías de que la hija practicaba la brujería.
Quizá no fueran más que infundios. Quien había acusado a la heredera era un hermano bastardo que servía como mayoral en sus dominios, y a todas luces quería deshacerse de ella.
Pero la ocasión era perfecta.
El cardenal y el padre Joseph habían puesto sobre aviso a un magistrado del Parlamento de París de su absoluta confianza, y en cuanto el superior de los capuchinos había dado aviso de que la doncella había sido detenida, le habían enviado a que se hiciera cargo del caso armado de un poder extraordinario, con la excusa de que una hija de familia noble, enfrentada a un cargo tan grave, no podía ser juzgada por cualquiera.
Qué mejor manera de interrogarla sobre el asesino de Beauval sin que nadie sospechara que andaban tras la pista.
Además, la suerte les había sonreído de un modo inesperado. Porque junto a la doncella, el juez de Senlis había detenido a su vieja ama, sospechosa también de hechicería.
Según el magistrado Cordelier, que les mantenía informados, era una mujer extraña, más culta de lo que quería dejar ver. Los lugareños contaban sobre ella cosas que iban más allá de las típicas historias sobre aquelarres y escobas voladoras. Nadie conocía sus orígenes y era posible que incluso el nombre que usaba fuera falso.
El magistrado estaba convencido de que sabía algo sobre el asunto de las cartas del rey Jacobo y el inglés asesinado.
Charles pensaba a toda velocidad. Al escuchar el nombre de mademoiselle de Campremy se había puesto en alerta de inmediato. Menuda casualidad. Ni más ni menos que la muchachita que había tenido a Bernard tan ocupado la noche de la fiesta. Había escuchado una historia un tanto escabrosa sobre su marcha de París.
—Lo malo es que se están yendo al traste todas las precauciones de las últimas semanas —intervino Boisrobert, a sus espaldas. Continuaba sentado en el incómodo banco y seguía la conversación a distancia—. Según Cordelier, hasta el duque de Montmorency anda metiendo las narices. También es mala suerte que la damita sea ahijada de madame de Chevreuse…
Daba la impresión de que se habían olvidado de él. Cardenal, abad y fraile discutían con la misma familiaridad que si estuvieran a solas. Charles apenas se atrevía a respirar para no llamar la atención y evitar que le expulsaran de aquella intimidad privilegiada. Richelieu gruñó y rascó con fuerza la cabeza del gato:
—Desde luego, del secreto podemos olvidarnos. Hace un rato, a la entrada del Consejo, el conde de Lessay ha interpelado a Su Majestad delante de media Corte para que intervenga. Y al rey no le ha agradado mucho que se diga que le haya puesto en esa tesitura pública. Últimamente no está de un humor complaciente. En gran parte por culpa de los desatinos de su hermano Gastón y de todos esos insensatos que se oponen con tanta aversión a su casamiento.
El padre Joseph sacudió la cabeza con pesadumbre:
—Según parece, madame de Chevreuse ya no se conforma con la negativa de Su Alteza a casarse en un futuro próximo. Ahora intenta convencerle de que se mantenga soltero indefinidamente, engolosinándole con la idea de que su hermano tiene una salud tan frágil que no tardará en dejar vacante el trono y entonces podría casarse con la misma Ana de Austria. El Señor parece en verdad estar probando a Su Majestad. El Espíritu Santo le dé fuerzas.
Boisrobert respondió con voz perezosa:
—A lo mejor, el confesor de Su Majestad debería encontrar el modo de convencerle de que lo único que les cortaría las alas de raíz a esos insensatos, más que ninguna intervención divina, sería un embarazo de la reina. O que al menos se corriera la voz de que lo están intentando.
El padre Joseph replicó:
—Su Majestad nunca olvida un insulto, abad. Va a tardar mucho en perdonarle a la reina la aventura con Buckingham.
Boisrobert lanzó un bufido jovial:
—¡Nadie habla de que perdone! Basta con que visite su cámara de cuando en cuando. Una lástima que Vuestra Ilustrísima no le pueda arrastrar dentro y cerrar la puerta con llave, como hacía Luynes cuando el rey tenía quince años.
—¡Monsieur de Boisrobert, cuidado con esa lengua! —le recriminó Richelieu, alzando un dedo admonitorio. El gato, indignado ante la interrupción de las caricias, empujó con la cabeza al cardenal, reclamando atención—. En cualquier caso, éste no es momento para apremiar al rey. Desde que llegó el mensaje de Inglaterra, las premoniciones y los signos del cielo le tienen torturado el espíritu.
El padre Joseph advirtió con voz grave:
—La superstición es un grave pecado contra el primer mandamiento, monseigneur. San Agustín lo dejó muy claro. Pero Dios Nuestro Señor no ignora que Su Majestad está pasando por un momento muy difícil. No dudo de que en su bondad Él sabrá perdonarle esos extravíos.
El gato emitió un ronroneo más intenso, se revolvió sobre las rodillas del cardenal y se acomodó panza arriba, con la cabeza colgando. Sus ojos de jade se clavaron en el fraile. El cardenal espetó en tono enérgico:
—Monsieur Montargis.
Charles se puso firme.
—A vuestro servicio, monseigneur —respondió, en su voz más marcial.
—¿Qué os parece lo que habéis escuchado? ¿Tenéis alguna sugerencia?
Charles carraspeó. Lo cierto era que había un detalle que podía ser problemático:
—Me ha parecido entender que Vuestra Ilustrísima quería aprovechar que las dos mujeres habían sido detenidas por brujería para poder interrogarlas sin despertar la alarma entre sus cómplices. —El cardenal le indicó con una mano que no se perdiera en detalles. Charles tomó nota. Richelieu no era amigo de las divagaciones—. A mí me preocuparía que el conde de Lessay haya podido levantar la liebre y que alguien se pregunte por qué no queréis intervenir en favor de la muchacha.
El cardenal asintió:
—Y con razón. Por culpa de ese embrollón debe de correr ya por las calles la historia de la pobre doncella a punto de ser condenada a muerte y el malvado cardenal dispuesto a dejar que la quemen en la hoguera. Qué le vamos a hacer. Intentemos sacarle su beneficio a las circunstancias. —Le miró fijamente—. Si la noticia está ya circulando por París, vuestra Angélique Paulet no tardará en enterarse. Y si tiene alguna relación con las detenidas de Ansacq y los mensajes de Jacobo, no la dejará indiferente. No quiero que os despeguéis de ella en los próximos días. Quiero saber si se inquieta, si le interesa o si permanece indiferente. Y sobre todo, si intenta comunicarse con alguien a solas. En resumen, si sospecha algo.
Charles sintió que le invadía el desánimo. Hizo una reverencia lo más profunda que pudo y trató de ganar tiempo:
—Vuestra Ilustrísima cuenta con mi lealtad más absoluta, pero…
Dudó. No sabía cómo decir aquello sin decepcionarle. Pero estando de servicio, de poco tiempo disponía para pegarse a nadie.
Y bien que lo lamentaba. Ni siquiera había tenido ocasión de volver a pisar la Estancia Azul de la marquesa de Rambouillet, a pesar de que al despedirse, la semana anterior, la anfitriona le había repetido que sería bienvenido en su casa siempre que deseara volver a visitarla.
—Hablad, muchacho, que no me como a nadie. Y el señor Tenebroso Cavernoso —añadió, en español, echándole una burlona ojeada al padre Joseph—, tampoco.
Del mismo modo que si hubiera esperado al visto bueno de su amo para saludarle, el enorme gato gris se acercó a Charles y se enredó sinuoso entre sus piernas.
Él seguía sin encontrar las palabras. Miró a Boisrobert, pidiéndole ayuda, y éste comprendió:
—Lo que monsieur Montargis quiere decir es que su servicio en el Louvre le supone un obstáculo insalvable para poder obedecer las órdenes de Vuestra Ilustrísima, a pesar de que no hay nada que desee más. Es una verdadera lástima que no pueda disponer de todo su tiempo para poder ponerlo a vuestra disposición.
—Dejaos de rodeos, Boisrobert, y decidme dónde queréis ir a parar.
Charles se agachó para acariciar al gato. Sabía que Boisrobert le iba a pedir al cardenal que le eximiera un tiempo de sus obligaciones militares. No quería parecer ansioso.
Richelieu aceptó sin hacerse de rogar. Pero había que encontrar una excusa para librarle del servicio sin despertar suspicacias:
—Sois poeta, ¿no? Y no de los peores, a juzgar por lo que he leído. ¿Qué os parecería si os encargara un ballet o una pieza de teatro, por ejemplo? Ya tendremos tiempo de discutir el tema y la remuneración.
Charles levantó la cabeza, boquiabierto, olvidada toda compostura. Sentía una mezcla de incredulidad, agradecimiento y temor. Tenía miedo de no estar a la altura de lo que aguardaban de él. Si al menos tuviera algo tangible que brindar al cardenal para agradecerle su confianza…
Entonces sintió un dolor agudo en la yema del dedo índice. El enorme gato gris acababa de clavarle los colmillos con saña. Reprimió el impulso de propinarle un puntapié y se incorporó, sacudiendo la mano. Y cuando sus ojos se cruzaron con los del cardenal se dio cuenta de que quizá sí tenía algo que ofrecerle:
—Si Vuestra Ilustrísima me lo permite, me gustaría hablarle de algo que puede ser de interés —dijo—. Tengo un amigo de infancia que se llama Bernard de Serres. Acaba de entrar al servicio del conde de Lessay y está en los mejores términos con la duquesa de Chevreuse y el resto del partido de los que se oponen al matrimonio del hermano del rey. Incluso tiene cierta amistad con mademoiselle de Campremy. Es un inocente, que no comprende ni la mitad de lo que se habla a su alrededor. Pero confía en mí como en un hermano y ni siquiera sospecharía que cuanto me cuente puede llegar a los oídos de Vuestra Ilustrísima. Será como si yo mismo estuviera en su lugar.
Era una promesa un tanto arriesgada, porque llevaba más de una semana sin hablarse con Bernard. Pero no le cabía duda de que podía reconciliarse con él fácilmente si se lo proponía.
Clavó sus ojos expectantes en los de Richelieu. El cardenal se giró hacia los otros dos religiosos con una mueca de sorpresa complacida y Boisrobert le respondió con una sonrisa de maestro ufano.
Lo cierto era que Charles tenía algún que otro escrúpulo acerca de la dignidad de su propuesta. Aunque hubieran tenido sus diferencias, Bernard no dejaba de ser su amigo. No le gustaba pensar que le estaba vendiendo.
Aunque tampoco había que exagerar. Su paisano no era más que un observador inocente del desmán ajeno. Con no contar nada que pudiera perjudicarle a él, todo resuelto. Acalló la diminuta voz de su conciencia, dirigió la mirada hacia el rincón donde seguía sentado el padre Joseph y vio al hombre gris inclinar la cabeza en un gesto de aquiescencia.