21

El conde de Lessay arrojó el abrigo sobre la cama, se desabrochó la ropilla de un tirón y se dejó caer sobre la silla de brazos con un resoplido. Puso los pies en alto y se quedó mirando la ventana. La noche estaba despejada y el cielo lleno de estrellas frías. Más allá de la neblina dorada que creaban las luces del castillo crecía una negrura espesa. Se escuchó el ulular grave y pausado de un búho y luego un lamento lóbrego y largo. Había lobos cerca. Buena caza para el día siguiente.

Un gato negro cruzó sobre el alféizar, miró hacia el interior de la estancia y clavó las bolas encendidas de sus ojos en los suyos con un maullido lastimero. El conde se puso en pie, abrió la ventana y le dejó entrar. El animal pasó corriendo entre sus piernas y se escondió debajo de la cama.

Un gato negro en noche de brujas. En Bretaña decían que todos los animales como aquél poseían al menos un pelo blanco, y que quien lograba arrancárselo obtenía un valioso talismán. Pero los campesinos también aseguraban que era la mascota favorita de las hechiceras. Y que había que cortarles el rabo al nacer para impedir que las acompañaran al Sabbat.

Sonrió al recordar aquellos cuentos, dejó al animal escondido en su rincón y se sentó a la mesa. Le echó una ojeada desganada al estuche de cuero rojo. Hacía sólo unos días ni siquiera sabía de la existencia de los Campremy. Aquel asunto no debería ser su responsabilidad. Si a Madeleine no la hubieran apresado precisamente por huir de él.

Había aceptado la apuesta acosado por las chanzas de sus amigos, por pura fanfarronería. A él le gustaban las mujeres hechas y derechas, no las niñas. Nunca había sentido la más mínima inclinación por perseguir doncellas y no sabía cómo tratarlas. Pero no le había quedado otra que tirarse tres días enteros poniéndole ojos tiernos a una chiquilla capaz de pasarse horas hablando de novelas de caballerías, de las crías que había parido su gata o de las flores que tenía en la ventana de su habitación.

Lo más absurdo era que ni siquiera le había resultado difícil engatusarla. Casi se le había arrojado sola a los brazos en aquel maldito coche, mientras él aún estaba calculando cómo atacar. Era tan inocente, que ninguna de las fabulosas simplezas que le había dicho la había puesto en guardia. Por eso había decidido ir a por todas y terminar con el engorro aquella misma noche. En mala hora.

Alargó el brazo y agarró el estuche que le había entregado Serres. Condenado gascón. Siempre se las apañaba para estar en medio de todo. Por lo menos sabía ser discreto. La imprudencia había sido de la duquesa de Montmorency que le había hecho entrar mientras estaban reunidos en el pabellón del bosque.

El maestro Rubens había llegado allí de manera pública con la excusa de tomar unos bocetos para un retrato de los señores de Chantilly. Pero Holland viajaba de incógnito. O eso decía. Disfrazado con esos trapos viejos y sucios, aquel barbilindo acostumbrado a vestir aparatosos atuendos cargados de joyas llamaba más la atención que si se hubiera presentado rodeado de fanfarrias.

En cuanto a Vendôme, el hermanastro del rey, había aparecido a última hora, casi por sorpresa.

Lo más curioso era que Holland había defendido la temeraria propuesta que traía de parte del duque de Buckingham con una impetuosidad propia de un personaje salido de un cuadro del pintor flamenco. Mientras que Rubens había resultado ser un hombre tranquilo, discreto, con una conversación ponderada y llena de ingenio. Un rato de charla con él y era fácil olvidarse de que el pintor era parte interesada en el asunto; un agente de la gobernadora de los Países Bajos españoles, la infanta Isabel Clara Eugenia.

Lessay no las tenía todas consigo. No era la primera vez que rumiaba su descontento con algunas decisiones de Luis XIII junto a Vendôme o Montmorency. Pero reunirse para escuchar propuestas del extranjero de aquel calibre era dar un paso mucho más allá. Tenían que ser muy prudentes.

Abrió la caja, sin muchas esperanzas de encontrar nada interesante. En efecto, dentro no había más que una estrafalaria colección de piedras, amuletos y papeles. Correspondencia antigua y un par de cartas astrales. Si ésas eran las aficiones de la pobre vieja no era de extrañar que los aldeanos la acusaran a ella y a su señora de todo tipo de barbaridades. Por mucho menos se arrojaban mujeres a la hoguera en muchas aldeas de Francia. Estaba visto que confiar en su protección era una garantía casi segura de acabar pereciendo entre brasas, rió, sarcástico.

La tétrica muerte de maître Thomas no era algo que se le fuera a uno de la mente con facilidad. Había que estar muy enfermo para quitarse la vida de esa manera.

Si realmente se había quitado la vida. Serres pensaba que alguien le había forzado a tragarse las brasas. Y había estado indagando en el entorno de la baronesa de Cellai, ignorando sus instrucciones.

Se frotó los ojos, confuso de repente y casi alarmado. Estaba en deuda con el mozo y no le importaba transigir en algunas cuestiones hasta que se aclimatara a su servicio, pero no lograba recordar por qué le había prohibido que molestara a la italiana.

Era como si la cabeza se le hubiese llenado de bruma de golpe. Y no era la primera vez que le ocurría en los últimos días. Intentó recordar lo que le había dicho maître Thomas sobre la baronesa la noche que le había acogido en su casa, o al menos lo que ponía en la carta que le había leído Serres, junto al cadáver del pobre hombre…

Pero de pronto le sorprendió una creciente sensación de ahogo en el pecho y los pensamientos se le emborronaron del todo. Se abrió el cuello de la camisa, reconociendo de inmediato los síntomas del malestar. Otra vez. Era como si alguien estirara de unas cuerdas invisibles que tuviera atadas al cuerpo. Cerró los párpados y respiró hondo, aguardando que el mal pasara.

La presión fue disminuyendo, poco a poco.

No sabía qué le estaba pasando. Llevaba días durmiendo mal, con los pensamientos desdibujados y padeciendo episodios así. Desde la fiesta, más o menos. Pero no había querido consultar con nadie. Los médicos, mientras más lejos, mejor. Además, los tirones eran cada vez menos violentos y más espaciados. Le bastaba con respirar hondo para liberarse. Fuera lo que fuese lo que sufría, se le estaba curando. Tenía la impresión de que las ataduras que le ceñían se habían ido dando de sí y eran cada vez más frágiles. Y a ver cómo le explicaba eso a un matasanos…

Volvió a abrir los ojos y parpadeó, desorientado, para ubicarse de nuevo. Se le había ido de la cabeza lo que fuera que estaba pensando hacía un momento, pero ya volvía a sentirse bien. El estuche de Anne Bompas seguía abierto sobre la mesa. Se encogió de hombros y revolvió un poco más entre aquella basura. Había dos papeles grises, de grano muy basto. Era obvio que se trataba de algún tipo de correspondencia, porque tenían restos de lacre roto y estaban doblados como cartas, pero en el exterior no figuraba ni remite ni destinatario. Los desdobló. En el primero no había más que una ristra de letras sin sentido:

fMSTQbTRSULnLMFULrHMKSNQULtSoQFLHL

iHQSFRjUMHL

vTMFTSsTMTEQFRiNQRhANOTQSHkHOUS

Un mensaje en código. No era el primero que veía. Él mismo había usado cifras secretas en más de una ocasión para enviar mensajes, y conocía algunas reglas básicas. Muchas claves eran extraordinariamente simples. Pero sin conocer cuál habían utilizado, el mensaje más breve podía ser indescifrable hasta para un experto.

Probó a empezar el alfabeto del revés por si acaso, pero no dio resultado y desistió de perder más tiempo.

Cogió el otro papel gris. No tenía más que unas pocas líneas, escritas en inglés. No hablaba el idioma y no reconoció más que un par de palabras, que no le dijeron nada, pero podía preguntarle a Holland en la cena.

Aparte de las dos cartas astrales, había otro papel más, escrito en francés. Era una carta, fechada nada menos que veintiséis años atrás.

Empezó a leer:

No sé qué filtro de amor me habéis dado, alma mía, pero jamás me había costado tanto soportar una separación. Creedme, señora mía, que nunca había sentido una añoranza tan feroz, nunca la pasión me había tentado de esta manera a olvidar toda prudencia ni me había hecho odiar las obligaciones que me obligan a estar lejos de vos.

Una carta de amor. De modo que la vieja gorgona que había intentado fulminarle con la mirada al verle del brazo de Madeleine también había vivido sus aventuras galantes. Siguió leyendo, divertido:

No me calma que el sátiro siga ardiendo de amor por esa rubia aburrida e insulsa, ni que esté dispuesto a desafiar al mundo para hacerla su esposa y ponerle una corona en la cabeza. Ambos le conocemos demasiado bien. Tiemblo cada vez que pienso que os ve cada día y que en cualquier momento puede atreverse a tocaros. Sedme constante, Anne, amor mío, yo os aseguro, por mi parte, que lo único que deseo es poner todo mi tiempo, mi corazón y mi fortuna a vuestra disposición.

Tal vez hayáis oído decir que en Cadillac se suceden los banquetes, los bailes y los juegos, pero no penséis que es porque os olvido. Nada podría hacer que os olvidara. Sólo intento distraerme en vuestra ausencia. Las obras del castillo siguen adelante y también me ayudan a mantenerme ocupado. Ayer, Claude de Lapierre me entregó otro tapiz de la serie que le he encargado sobre la vida y gestas de mi señor Enrique III. Son más hermosos de lo que podáis imaginar y me apena pensar que no vendréis a verlos en mucho tiempo, porque cuando cumpláis con lo vuestro la cautela dicta que permanezcamos apartados.

Escribidme al menos, tesoro mío, ¿por qué sois tan prudente? Os advierto que mi deseo de volver a veros es más violento cada día y que, si seguís sin responder a mis cartas, arrojaré al diablo toda precaución e iré buscaros a la Corte o a donde haga falta.

Te beso un millón de veces las manos, los pies, los labios, tus pezones tostados. No dejes de amarme ni un momento.

La firma era la que Lessay esperaba encontrarse desde que había leído el nombre del castillo del enamorado de Anne Bompas. Una J y una L rodeadas por la habitual serie de trazos enlazados que en las cartas galantes representaban los besos. La J y la L del nombre de pila de Jean-Louis de Nogaret, el viejo y poderoso duque de Épernon, señor de Cadillac.

No había duda posible. El sátiro al que hacía mención era el rey Enrique IV. La carta estaba fechada en 1599, durante su reinado. Y la rubia insulsa a la que quería ponerle una corona en la cabeza sólo podía su amante, Gabrielle d’Estrées; la dama de la que Madeleine le había hablado con tanta admiración y entusiasmo en el coche. Aunque la historia no era ni mucho menos tan caballeresca como la niña la contaba, era cierto que el rey había querido casarse con ella. Aunque, por supuesto, a quien Épernon llamaba su señor en la carta no era al monarca navarro, sino a su antecesor Enrique III, a quien debía toda su fortuna.

Apenas podía creérselo. Así que ésa era la conexión que aquella criada insignificante tenía con la Corte. Muy especiales debían de haber sido los encantos de la vieja para haber tenido al altivo Épernon a sus pies de esa manera, pensó, regocijado con el descubrimiento.

Echó otra vez mano del estuche rojo. Quizá aquella morralla mereciera un segundo vistazo. Extrajo todos los objetos, uno a uno: un rosario, un pedazo de coral, unas cuantas piedras de colores, un par de saquitos de hierbas, dos muñequitas de cera con sendas estrellas de ocho puntas dibujadas en el pecho, una lámina de estaño que tenía grabado un círculo lleno de letras y caracteres extraños… Dentro de una cajita había un anillo de oro con un zafiro magnífico de un azul intenso. Lo manipuló entre los dedos. Si se le daba la vuelta al chatón, por el otro lado la sortija era un sello con un dibujo parecido a una rueda de tres picos con una estrella en el centro. Tenía restos de cera roja, pero no se parecía a ningún escudo de armas que hubiera visto nunca. Lo último que sacó del estuche fue un objeto envuelto en un trozo de papel lleno de garabatos y letras griegas. Lo desenvolvió y lo sostuvo entre las manos, incrédulo.

De un largo cordón de seda verde con remates de oro pendía un medallón de cristal encerrado en un aro de plomo. Y en su interior había una manita negra y minúscula, con los dedos encogidos como garras.

La mano izquierda robada a un nonato.

Aquel objeto le había fascinado y aterrorizado a partes iguales cuando era un niño y servía como paje al pequeño Delfín, el futuro Luis XIII, que se había criado en el castillo de Saint-Germain, junto a sus hermanos bastardos.

Con sólo seis o siete años, el principito se mostraba ya extraordinariamente celoso de su rango. Le encantaba hacerlos formar a todos como si fueran un regimiento en miniatura y encabezar los desfiles que recorrían los jardines. Ya tenía un carácter exigente y despótico, lo que provocaba no pocas trifulcas entre unos críos incapaces de respetar su autoridad como él exigía.

Lessay se desquitaba inventándose dichos y motes insultantes que los demás niños repetían a espaldas del Delfín, y el pequeño Luis le había cogido un encono intenso y duradero.

Pero su hermanastro César y los niños de más edad tenían otra forma más perversa de vengarse. En las noches oscuras de invierno les gustaba sentarse junto al fuego a contarse historias terroríficas. Sobre todo cuando soplaba el viento. Luis era uno de los más jóvenes del grupo. Y aunque valiente para la caza y los ejercicios físicos, los espectros le aterrorizaban. Pero era orgulloso y se sentía obligado a disimularlo. De modo que les dejaba hablar y contar horrores mientras él temblaba como una hoja.

La protagonista de las historias era a menudo la amiga íntima de la reina María de Médici, una florentina llamada Leonora Galigai. Aunque no tendría más de cuarenta años, a ellos les parecía una vieja fea y repelente. Era muy morena, tan pequeña que parecía una enana, y tenía la piel oscura, las cejas espesas y hocico de hurón. Como las brujas de los cuentos. Se decía que estaba endemoniada y que por eso de vez en cuando se arrojaba al suelo, gritando, pataleando y escupiendo espuma por la boca. También que lo había intentado todo para liberarse: pócimas, exorcismos, incluso había hecho que decapitaran gallos vivos sobre su cabeza y se había comido las crestas.

Hasta que una gitana tedesca le había regalado aquella repugnante mano momificada. La florentina le había colocado una gruesa cadena de oro, regalo de la reina, y se la había colgado alrededor del cuello. Leonora aseguraba que ese amuleto era lo único que la protegía de manera efectiva de los ataques.

Pero si a él se le había grabado para siempre aquel objeto en la memoria había sido por lo que había ocurrido un verano, húmedo y caluroso, cuando no tenía más de ocho o nueve años.

Una tarde de bochorno se había escapado con otros niños a jugar en las aguas malsanas de una laguna estancada y había contraído unas fuertes fiebres tercianas. Había estado al borde de la muerte. Pero no recordaba gran cosa de la enfermedad. Sólo a Leonora Galigai sentada junto a su cama, recitando un ensalmo en alguna lengua extraña. Luego la mujer había abierto su colgante y había introducido aquel objeto asqueroso debajo de sus ropas. Pese a sus protestas, le había obligado a dormir con esa cosa pegada al cuerpo tres días seguidos. Las fiebres, para asombro de los físicos, no habían reaparecido.

Durante años, había estado convencido de que era el talismán el que le había salvado.

Ahora se reía de aquella superchería infantil, pero aún se acordaba con piedad de la vieja florentina y de su afición por la magia, que había acabado costándole la vida. Siete u ocho años después de aquello, Luis XIII, enfrentado con su madre, había querido recuperar todas las riquezas que Leonora había ido amasando a lo largo de los años gracias a la influencia que ejercía sobre María de Médici. Y no se le había ocurrido mejor forma de conseguirlo que acusarla cínicamente de brujería y enviarla a la hoguera, aun sabiendo que la mujer no era más que una supersticiosa inofensiva.

No. Lo que estaba ocurriendo con Madeleine y su ama en Ansacq no era nada nuevo. Ni era la primera vez ni sería la última que desde la Corte se orquestara un proceso falso para castigar a alguien o para arrebatarle sus propiedades de manera legal.

El misterio era qué esperaba encontrar allí Richelieu para haberle otorgado ese poder extraordinario al juez. No podían ser riquezas. Los Campremy eran una familia modesta. Y la vieja ama no conservaba siquiera la cadena de oro de la que antaño colgara el amuleto de Leonora Galigai. El anillo del zafiro debía de ser su única posesión de valor.

¿Cómo habría ido a parar el amuleto a sus manos? La carta de Épernon estaba fechada en 1599. Y el proceso que había llevado a la hoguera a Leonora había tenido lugar hacía sólo ocho o nueve años. En 1617, si no recordaba mal. ¿Habría mantenido Anne Bompas el contacto con la Corte durante todo aquel tiempo? Serres decía que los criados hablaban de misteriosos mensajeros a los que recibía en secreto.

Pasó revista una vez más a las pertenencias de la mujer. Los otros escritos seguían sin decirle nada. Las cartas astrales aún menos. Las dos muñequitas mugrientas llevaban enredado en torno al brazo derecho un mechón de cabellos entre castaños y rubios. Lo único que las diferenciaba era el diseño de la estrella de ocho puntas en el pecho. Una de ellas tenía en su interior seis minúsculos círculos y la otra una especie de pájaro con una corona.

Lo reconoció en el acto. Madeleine tenía un broche con el mismo diseño. Le había contado que su padre se lo había regalado al cumplir los quince años. Era el escudo de armas de los Campremy. Pero si aquella figurita la personificaba a ella, ¿quién era la otra?

Esbozó una sonrisa de triunfo. Había quien decía que aquellos círculos figuraban balas de cañón. Otros que reproducían las seis bolas de hierro que colgaban de la maza de un gigante que oprimía a la Toscana en tiempos de Carlomagno. Los malintencionados aseguraban que no eran sino monedas, que revelaban el origen de banqueros y comerciantes de la estirpe. O píldoras medicinales que evocaban burlonamente el nombre del linaje. Pero todos en la Corte conocían el escudo de la familia más poderosa de Florencia, los Médici.

Se puso de pie y echó a andar por la estancia. ¿Sería posible que la segunda muñequita representara a la madre del rey? ¿Qué relación podía tener el ama de Madeleine con ella? Estaba claro que la mujer había sido amante del duque de Épernon, uno de los fieles de María de Médici. Y guardaba en su poder el talismán de Leonora Galigai, su amiga íntima.

¿Eran amigas o enemigas? No era fácil saberlo.

Si Serres no se equivocaba, Richelieu tenía algún tipo de interés particular en el proceso de Ansacq y, por muy ministro del rey que fuera, el cardenal era sobre todo la criatura de la reina madre. Era a ella a quien se lo debía todo: sus primeros pasos en la Corte, su entrada en el Consejo Real, el capelo cardenalicio. Y seguía a su servicio, asistiéndola. Si en aquel asunto actuaba por orden de María de Médici, lo único que podía lograr acudiendo a ella era azuzar la hoguera.

Quizá entre aquellos papeles hubiera algún indicio que le ayudara a tomar una decisión, pero era incapaz de ver nada más por sí solo. Y ahora no estaba seguro de querer enseñárselos a Montmorency y al resto de sus huéspedes. Ni siquiera a Holland para que le ayudara con el mensaje en inglés. Si había encontrado algo valioso, no quería compartirlo con nadie.

Se abotonó la ropilla. Lo primero era terminar con aquel absurdo proceso de brujería de una vez por todas. Madeleine de Campremy era una protegida de su familia y ya había sufrido demasiadas humillaciones.

Fue a buscar a Montmorency y le dio una explicación lo bastante convincente como para no tener que entrar en detalles. Mademoiselle de Campremy era su responsabilidad, lo que Serres contaba del juez de París no auguraba nada bueno y, aunque no desconfiaba de la influencia de Chevreuse, quería resolver el asunto en persona.

Reunió a un pequeño grupo de gentilhombres y, después de una cena rápida, dejaron el castillo.

El viaje fue incómodo y largo. Las nubes tapaban la luna y los caminos estaban embarrados, así que no había más remedio que avanzar despacio. No llegaron a París, renegando del frío y del cansancio, hasta la primera luz del amanecer. Hacía casi dos horas que las puertas del Louvre estaban abiertas al público. Lessay se despidió de sus acompañantes y subió a toda prisa las escaleras que conducían al aposento del duque de Chevreuse.

No estaba del todo seguro de encontrarle allí. El marido de su prima disponía de una estancia propia en palacio, como correspondía al primer gentilhombre de cámara de Luis XIII. Pero los problemas de espacio del Louvre afectaban incluso a los hombres de su posición. El cuarto en cuestión se encontraba en el último piso del mismo pabellón que alojaba los apartamentos del rey y no era más que una estancia abuhardillada, pequeña y sombría, con un ventanuco redondo y una cama vieja. El resto de los muebles los había traído el duque consigo, y dadas las pocas comodidades del alojamiento, no era excepcional que, aun estando de cuartel, pernoctara en su propio hôtel, a pocos pasos de allí.

Hubo suerte. Chevreuse se encontraba en su cuarto, recién levantado y a medio vestir en mitad de la estancia oscura. Un criado le pasaba una esponja por el torso desnudo, a la luz de dos candelabros, para enjugarle el sudor de la noche, mientras un ayuda de cámara disponía una camisa limpia sobre el respaldo de una silla con las patas torneadas. El duque tenía el pelo revuelto y pegado al cráneo y los párpados legañosos. Se sorprendió al verlo entrar, pero enseguida comprendió que el asunto que traía era privado y despidió a sus sirvientes.

Mientras Chevreuse se ponía la camisa, Lessay se dejó caer en una silla y se recostó en el respaldo, con las piernas extendidas y los tobillos cruzados. Esperó a que el rostro del duque reapareciera, deformado en un desaforado bostezo, por entre el cuello de encaje, antes de exponerle la situación del modo más escueto posible, pero sin soltar prenda de lo que había descubierto de las relaciones de Anne Bompas con la Corte, ni de sus sospechas de que Richelieu estaba detrás de todo y lo que estaba celebrándose en Ansacq no era un simple proceso de hechicería:

—El asunto de la vieja es feo. Los vecinos dicen que tenía fama de bruja y había gente que llevaba tiempo detrás de ella. No creo que haya más remedio que dejar que la justicia siga su curso. —El duque estaba concentrado en anudarse los lazos de seda de sus medias negras con unos dedos aún entumecidos por el sueño. Lessay hizo una pausa, aguardando a que le prestara toda su atención—. Pero lo de mademoiselle de Campremy es inaudito. Que la hija de un gentilhombre padezca un proceso así…

—Le hablaré al rey en cuanto se levante —respondió Chevreuse, calzándose los zapatos—. Nadie que haya dormido bajo mi techo va a ir a la hoguera por una historia de envidias entre campesinos. Y menos una ahijada de mi mujer.

El día había empezado a romper. Un rayo de luz azulada entró desde la claraboya, atravesó la estancia acariciando el escabel de terciopelo gastado que reposaba a los pies de la cama y acabó posándose sobre sus botas embarradas. Lessay se limpió el lodo de las suelas con las espuelas, sin cambiar de posición, y bostezó a su vez.

—No le digáis nada a vuestra mujer de momento —comentó con voz dormida—. Si interviene, el rey sería capaz de negarse a todo sólo por llevarle la contraria.

El duque se inclinó un momento sobre el espejo para colocarse los cuellos sobre el jubón:

—No exageréis, Lessay. A veces sois peor que ella. —Abrió la puerta—. Pero desde luego, es mejor que me dejéis hacer a mí. Esperadme aquí. En un rato os diré lo que hay.

Salió del cuarto y cerró a sus espaldas.

Lessay se estiró sobre su asiento. Por fin podía relajarse. Lo que Chevreuse iba a pedirle al rey era más que razonable y además Luis XIII pocas veces le negaba nada. Hasta le había perdonado que se casara con Marie a las pocas semanas de haberla echado del Louvre. Era el mejor intermediario que podía buscar. Había hecho bien en pedirle ayuda.

Su propia posición en la Corte no era ni mucho menos tan cómoda, a pesar de las apariencias y de su cargo junto a la reina.

Para empezar, él no era duque, ni par del reino, ni mucho menos un príncipe extranjero cuya familia gobernase un territorio soberano, como la de Chevreuse. Tampoco contaba precisamente con la simpatía del soberano.

A pesar de que todos sus cargos y beneficios los había recibido de sus manos.

Las guerras que habían llevado a Enrique IV al trono, años antes de que él naciera, habían supuesto una espléndida lluvia de títulos y recompensas tanto para aquellos que habían apoyado al navarro desde el principio como para el sector de la nobleza que se le había opuesto a él el tiempo suficiente para poder vender su sumisión a precio de oro.

Por desgracia, su padre, el viejo conde de Lessay, había nacido demasiado tarde para tomar parte decisiva en la contienda. Y había muerto demasiado pronto para beneficiarse del alegre reparto de bienes y prebendas que había supuesto la regencia de María de Médici, tras la muerte de Enrique IV.

Pero a él la fortuna le había sonreído sin tener que mover ni un dedo, cuando Luis XIII se había hecho cargo personalmente del Gobierno, a los dieciséis años, y había casado a su gran favorito, Albert de Luynes, con su prima Marie. Ambos habían utilizado su posición para favorecer a sus familias. Así que durante cuatro años, había arramblado con cuantos oficios y riquezas se habían puesto a su alcance.

Hasta que la fiesta había terminado.

El dominio del favorito sobre el corazón del rey no podía durar eternamente. Luynes era un espíritu mediocre, un cobarde charlatán sin mucho mérito y un militar torpe. Al final, su arrogancia y sus modos soberbios habían logrado que la apasionada amistad que el rey sentía por él se tornara en animadversión.

Hasta tal punto que, tras su muerte, Luis XIII había hecho pagar a sus parientes todo el resentimiento que había acumulado contra él, expulsándolos del Louvre o anulando sus privilegios.

Lessay, sin embargo, había conservado todos sus cargos. El poderoso nombre de su familia era un escudo del que carecían los hermanos y primos de Luynes. Pero, sobre todo, había adivinado con suficiente antelación que el viento iba a cambiar y había sabido ir guardando sus distancias con el favorito a tiempo.

Jamás le reía las gracias cuando se mostraba demasiado altanero en público, y era mucho más discreto que el resto de sus parientes. Tenía bien aprendida la lección de su trato infantil con Luis XIII. El rey jamás perdonaba ni la más mínima falta de respeto. Y menos si había testigos.

Aun así, estaba seguro de que el monarca se moría por encontrar una excusa cualquiera para apartarle a él también de la Corte, igual que había hecho con Marie tras el accidente de la reina. Pero él no se la había dado. Durante todos los meses que habían pasado guerreando en el sur, tras la muerte de Luynes, su comportamiento había sido impecable. Lo que le había atado todavía más las manos al rey.

Mientras más eficaz, valeroso y deferente se mostraba, más rabiaba Luis XIII, sintiéndose burlado como cuando eran niños.

Pero al final, el muy cabrón había encontrado una forma de resarcirse, escamoteándole la mano de su hermana natural para concedérsela al marqués de La Valette.

Lessay ni olvidaba ni perdonaba aquel humillante chasco. Y no tenía ninguna duda de que Luis XIII lo sabía. Así que no se llamaba a engaño. Sabía que los favores que podía obtener del rey estaban contados.

Se enderezó, posó sobre sus rodillas el estuche de cuero y abrió una vez más la tapa. Aún no había decido qué hacer con todo aquello. No sólo porque ignoraba si podía jugar a favor o en contra de las procesadas sino porque, sin saber con certeza qué significaba lo que contenía, le resultaba imposible calcular su valor, ni a quién podía interesar. Pero tenía la intuición de que podía sacar alguna ventaja de aquella colección de excentricidades.

Eso sí, necesitaba ayuda. Hallar gente que supiera de idiomas extranjeros o cartas astrales era fácil. Y tampoco era complicado encontrar charlatanes dados a las artes ocultas a los que consultar sobre el resto de los objetos. Pero de ésos no se fiaba. Sus conocimientos tenían tan poco valor como los ungüentos para atraer enamorados que vendían a precio de bula pontificia. Ni tenía tiempo que perder con embaucadores y farsantes, ni era sensato ir con aquello de acá para allá pidiendo consejo a distintas personas. Necesitaba a alguien de fiar, que entendiera de todas aquellas cosas y que pudiera asegurarle discreción absoluta.

Pero los ojos se le cerraban. La noche a caballo, después de muchas otras de mal dormir, le había dejado reventado. La cabeza se le cayó sola sobre el pecho…

Despertó con un sobresalto, sin saber cuánto tiempo había pasado. La luz desvaída que entraba por el ventanuco era la misma. No podían haber sido más de unos minutos. Pero mientras dormía había escuchado una voz oscura y acariciante, y había visto unos ojos verdes y profundos que le pedían prudencia. La baronesa de Cellai.

Le extrañó no haber pensado antes en ella. La noche de la fiesta, la italiana le había enmendado la plana a Morinus a base de latinajos, delante de media Corte. Escéptica, piadosa e instruida. Pero él sabía que no era más que un disfraz. La Roche le había hablado en sus cartas de su afición por las ciencias ocultas, y maître Thomas le había mostrado un conjuro escrito de su puño y letra.

Era la persona que necesitaba: cultivada, discreta y entendida en chismes de magias y hechicerías.

Y por algún motivo, tenía la inexplicable certeza de que guardaría el secreto de cuanto le contara. De que la italiana necesitaba congraciarse con él por alguna razón que se le escapaba.

Porque le temía, concluyó de repente, con una lucidez extraña, y sin comprender muy bien cómo había alcanzado aquella convicción.

Casi de inmediato volvió a sentir la tensión de los hilos invisibles que le ataban por dentro, como la noche anterior. Aunque ahora muy tenue, casi exánime. Y esta vez, al respirar hondo, le dio la impresión de que las hebras se deshilachaban, gastadas después de tantos días. Se puso de pie, extendió el contenido de la caja de Anne Bompas sobre la cama y se guardó en el bolsillo las dos cosas que podían delatar sus relaciones con la Corte: la carta de Épernon y la muñeca que tenía grabados en el pecho los siete círculos de los Médici. Con el amuleto de la Galigai dudó un instante, pero al final se lo colgó del cuello y se abrochó cuidadosamente hasta el último botón de la ropilla de gamuza, protegiéndolo.

Estaba demasiado impaciente para quedarse allí aguardando. Chevreuse le había dicho que aquella mañana había reunión del Consejo, así que bajó las escaleras a zancadas y se dirigió a la antecámara de la reina madre. Por cortesía, las reuniones se celebraban normalmente en sus apartamentos.

Tuvo que esperar casi una hora a que llegara el rey, flanqueado por el cardenal de Richelieu. Chevreuse caminaba unos pasos atrás. Sus miradas se cruzaron y el duque hizo un gesto negativo con la cabeza. Aprovechando que Luis XIII se había detenido a conversar con el capitán de la guardia, se lo llevó aparte:

—Dice que no ve motivos para intervenir —explicó Chevreuse—. Que confía en la sabiduría del Parlamento de París, que sus magistrados nunca han sido supersticiosos y que si condenan a mademoiselle de Campremy será porque han encontrado signos evidentes de su culpabilidad.

—¿No habéis insistido?

—Naturalmente que he insistido. Le he dicho que tanto yo mismo como monsieur de Montmorency lo consideraríamos un favor personal. Le he insinuado que la clemencia es la mayor virtud de la que puede hacer gala un rey. Ya os podéis imaginar cómo me ha mirado.

Era increíble lo lerdo que podía ser Chevreuse a veces. A saber cómo había explicado las cosas. Le dejó con la palabra en la boca y en dos zancadas se acercó al rey, que estaba a punto de penetrar en la sala del Consejo:

—Os ruego que me disculpéis, sire. ¿Tendría vuestra majestad la bondad de escucharme sólo un momento?

Luis XIII se detuvo, casi en el umbral, e inspiró hondo antes de volverse. Estaba muy pálido y tenía unas ojeras profundas y negras:

—Ya sé lo que vais a rogarme, monsieur. Y le he dado a Chevreuse mi respuesta. Dejad de importunarme. —Y sin más, volvió a darle la espalda y se adentró en la estancia.

Lessay se quedó allí plantado, mientras el resto de los miembros del Consejo entraban en la sala detrás del monarca. El desabrimiento con el que le había tratado de manera pública escocía aún más que la negativa. Apretó los dientes, corrido, y se quitó del paso.

Una mano le retuvo por el codo:

—Monsieur de Lessay, unas palabras. —El cardenal de Richelieu le contemplaba con una sonrisa apaciguadora.

Lessay accedió a acompañarle hasta un rincón de la sala, dócil. Al fin y al cabo, él era quien había firmado la orden que concedía plenos poderes al magistrado del Parlamento de París. Además, aunque eso no le otorgara ningún tipo de poder sobre Madeleine y su familia, el señorío de Ansacq estaba bajo su tutela.

Pero antes de hablar, dudó un segundo. Si había algo que irritase a Richelieu era que parte de la alta nobleza insistiera en dirigirse a él con un simple monsieur, ignorando ex profeso el tratamiento honorífico al que el capelo cardenalicio le daba derecho. Era una forma un tanto infantil de despreciar su autoridad y negarse a reconocer la superioridad de su rango. Pero su encanto estribaba precisamente en que al ministro le sacaba de sus casillas.

Evaluó la posibilidad de ser diplomático por una vez. El «Ilustrísima» le bailaba conciliador en la punta de la lengua.

Pero al final no pudo evitarlo:

—Os escucho, monsieur.

El cardenal no hizo ningún gesto que demostrara fastidio. Pero bajó la voz de tal modo que Lessay tuvo que inclinar la cabeza para oír lo que decía:

—¿Por qué no habéis acudido a mí directamente en lugar de dirigiros al rey? Si el magistrado Cordelier ha abusado de sus competencias, yo podría haber intervenido sin tener que molestar a Su Majestad con un asunto de tan poca importancia.

Lessay alzó una ceja. Por Cristo que parecía sincero. Pero no le engañaba. Estaba convencido de que sus alardes de buena voluntad no tenían más propósito que aleccionarle, para que en un futuro se acostumbrara a pasar por él antes de pedirle nada de manera directa al rey. Sólo le faltaba mearse por las esquinas para marcar el territorio.

—Aún estáis a tiempo, monsieur —respondió, seco—. Sois el titular del señorío. Vos sois sin duda quien más interés tiene en que la superstición no corrompa la justicia.

No quería decirle que sabía que era él quien le había concedido el poder extraordinario a Cordelier. El cardenal sacudió la cabeza con tristeza:

—Demasiado tarde. A estas alturas, significaría oponerme a la voluntad de Su Majestad. El rey jamás me perdonaría una intromisión como la que me solicitáis. —Cabeceó, contrito—. La próxima vez acordaos de acudir antes a mí, monsieur.

Recalcó la última palabra, con intención y, dándole la espalda, entró con paso rápido en la sala del Consejo antes de darle tiempo a añadir nada. Lessay apretó los puños y contó despacio hasta diez. Después del desplante real, aquel sermón le había dejado la sangre hirviendo.

Hizo por concentrarse en lo inmediato. El estuche de Anne Bompas. Tenía que averiguar qué era lo que con tanto ahínco buscaban el rey y el cardenal en Ansacq.

Ya llegaría el momento de cobrarse toda esa condescendencia.