20

Bernard redujo el ritmo para permitirle al animal que respirara. Después de escabullirse de casa de los Campremy había corrido de vuelta a la posada, y tras pedir el caballo a voces había emprendido el galope camino de Chantilly sin perder ni un minuto más. Pero si reventaba a la pobre bestia iba a tener que terminar el trayecto a pie.

Los largos tramos al paso y al trote se le hicieron eternos hasta que, un poco antes de la puesta de sol, vio asomar entre los árboles las almenas cubiertas de tejados cónicos del castillo de los Montmorency.

Cuando tres días antes habían desembocado en aquel enorme claro, al final de la jornada de marcha desde París, se había quedado boquiabierto. Lessay había hablado de Chantilly como de un pabellón de caza en mitad del bosque, así que él se había imaginado una residencia confortable pero de dimensiones modestas. No un impresionante castillo erizado de agujas y torreones.

Le habían dicho que en otro tiempo la construcción era una ceñuda fortaleza defensiva, pero un antepasado del duque había decidido transformarla en una residencia más alegre, añadiendo amplios ventanales, chimeneas y elementos decorativos a la fachada. Además, había añadido a sus pies un segundo castillo, más pequeño y elegante, asomado a las aguas de un gran estanque sobre el que se balanceaban varias barcas de recreo. Todo ello en medio de una pradera tan uniforme como un tapiz recién tejido, salpicada por parterres de flores. Y alrededor, bosques y más bosques…

Pero esta vez no tenía ánimo para detenerse a admirar el entorno. Cruzó el foso de entrada y puso pie a tierra junto a la estatua ecuestre de un antiguo Montmorency.

Le dijeron que el duque y sus invitados no estaban en el castillo, pero la duquesa paseaba por uno de los senderos del parque acompañada de un par de damas. En dos pasos, se plantó junto a ella y la saludó con unos modales un tanto abruptos.

Lessay le había presentado ante ella la noche que había pasado allí antes de partir para Ansacq y la dama le reconoció. Algo debió de ver en su rostro porque le pidió un momento de calma mientras se despedía de su compañía y enseguida le tomó del brazo y se alejó con él por el jardín.

Felicia Orsini, la esposa del duque de Montmorency, tendría unos veinticinco años y era una mujer pequeña, que apenas le llegaba a la mitad del pecho, con el pelo color paja y los ojos pardos. Poseía una nariz grande y ancha, que le devoraba parte del rostro, una barbilla huidiza y la piel marcada por la viruela. Por si fuera poco, andaba un tanto encorvada desde que una enfermedad infantil le dejara una leve cojera y tenía un hombro algo más alto que el otro. Se había criado en Florencia, la patria de su madrina, la reina madre María de Médici, pero llevaba en Francia desde los trece años y hablaba un francés sin sombra de acento extranjero:

—¿Y mademoiselle de Campremy? ¿No la habéis traído? —Le miraba preocupada. Debían de haberla puesto al tanto de su encomienda.

El sendero por el que paseaban se adentraba entre los árboles del parque. Bernard sacudió la cabeza, pesaroso:

—No la van a soltar. Están todos empeñados en que es bruja. Van a seguir torturándola hasta que confiese no se sabe qué. Y luego la van a quemar. Estoy convencido.

A medida que hablaba le iba invadiendo una desolación que la salvaje cabalgada había mantenido a raya hasta aquel momento.

—Pobre muchacha. No lo entiendo. ¿No le hicisteis llegar al juez las cartas que os envió monsieur de Lessay?

—En cuanto las recibí. Pero no ha servido de nada. No atienden a razones. Ha venido un magistrado del Parlamento de París que… —Se le hizo un nudo en la garganta.

—¿De París? ¿Seguro que os habéis enterado bien?

—He hablado con él yo mismo.

La duquesa le puso una mano enguantada sobre el brazo:

—Monsieur de Serres, por lo que tengo entendido no lleváis demasiado tiempo junto al conde de Lessay. —La miró a los ojos. No entendía a dónde quería ir a parar—. Antes de acompañaros junto a él, necesito estar segura de vuestra lealtad.

Bernard se aclaró la garganta y enderezó el torso:

—Me ofendéis, madame. —Era posible que no hubiera cumplido con eficacia en Ansacq. A lo mejor otro con más experiencia que él habría sabido llevarse a los jueces a su terreno. Pero no había dado motivos para que nadie le acusara de inconstancia.

La duquesa se le quedó mirando, midiendo la sinceridad de sus palabras:

—Disculpadme —respondió por fin—. No era mi intención. Las noticias que traéis son preocupantes. Voy a conduciros hasta mi esposo y monsieur de Lessay. Pero os pido discreción absoluta.

Bernard asintió, impresionado por la seriedad de su tono. Se internaron más entre los árboles y avanzaron por una senda hasta llegar a una casita de una sola planta que se escondía entre la espesura. Los ventanales llegaban hasta el suelo, pero todas las contraventanas estaban cerradas.

No había guardia ninguna. La duquesa empujó la puerta y les alcanzó el sonido de una virulenta conversación. Una voz desconocida declaró con firmeza:

—No nos dais garantías. El riesgo es demasiado grande.

La respuesta llegó con acento extranjero:

—Con diez mil hombres en suelo francés, estaréis en condiciones de exigirle a vuestro rey cualquier cosa.

Distinguió entonces la voz del conde de Lessay:

—Diez mil hombres a vuestras órdenes, milord. ¿Qué control tendremos si no están bajo nuestro mando?

La duquesa abrió una segunda puerta y las voces se callaron en el acto. Se encontraban en una sala, rodeada de ventanas cerradas e iluminada por grandes candelabros de pie. Los seis hombres que la ocupaban giraron la cabeza al oírles entrar, con una expresión no desprovista de alarma. Madame de Montmorency les pidió que no se levantaran, les informó de que traía graves noticias de Ansacq y volvió a marcharse, sigilosa. Bernard comprendió de inmediato por qué le había hecho prometer prudencia. Fuera lo que fuese lo que discutían los allí presentes, estaba claro que era un asunto confidencial y que requería discreción. Sus expresiones decían a las claras que su aparición les incomodaba.

El conde de Lessay y el duque de Montmorency estaban sentados a una pequeña mesa, junto a un gentilhombre de unos treinta años, moreno, con unos ojos azules muy claros y la nariz grande. Bernard estaba seguro de que le había visto en la fiesta, pero en los últimos días se había cruzado con tantos rostros nuevos que tuvo que escarbar en su memoria hasta recordar. Estaba casi seguro de que era el hermanastro del rey, César de Vendôme, uno de los hijos ilegítimos de Enrique IV.

De pie, con la espalda apoyada en una de las paredes, estaba el conde de Bouteville.

Los otros dos eran completos desconocidos.

Uno de ellos tendría unos cincuenta años y era alto, fornido, de semblante agradable. Tenía la cabeza cuadrada y la tez rosada de los hombres del norte, e iba vestido como un comerciante rico, con telas de vivos colores; pero llevaba espada, y sus largos bigotes pelirrojos le daban un aire aristocrático.

El otro ofrecía un contraste aún más extraño. Andaría por los treinta y cinco años y llevaba un jubón y unos calzones de modesto paño, una camisa con los cuellos muy sucios y unas botas viejas y rotas. Sus cabellos dorados tenían un aspecto desgreñado. Sin embargo, su actitud, sentado en un banco con un pie sobre la rodilla derecha y una mano en la cadera, era más de elegante aburrido que de hombre humilde. Parecía un príncipe disfrazado. Y bastante afeminado, por cierto.

Bernard se acercó a la mesa, cohibido ante la atención de todos aquellos importantes personajes.

—¿Qué ocurre, Serres? —preguntó Lessay— ¿Ha habido algún problema con mademoiselle de Campremy?

No se hizo de rogar y lo contó todo, intentando no dejarse ningún detalle. Que habían encontrado sobre el cuerpo de Madeleine la marca del diablo; que el mayoral de los Campremy era quien la había denunciado; que su ama se la había llevado a París para evitar que la detuvieran; que era la vieja, a su entender, la verdadera hechicera y la que había echado mala fama sobre su señora; y que el proceso lo instruían dos magistrados con los que no se podía razonar.

—El juez de Senlis está convencido de que liberar a mademoiselle de Campremy sería peor que dejar suelta a una hija de Satanás, pero no es él quien decide. Es el otro, un tal Cordelier, del Parlamento de París.

—¿De París? ¿Y qué hace aquí un juez de París? —preguntó Montmorency.

—No lo sé. Hay un cirujano que lleva días tratando de informar en instancias superiores de lo que está ocurriendo, para que alguien ponga cordura… El caso es que a ese Cordelier le han dado un poder extraordinario con competencia plena para ocuparse del proceso. Y que de cuerdo no tiene nada.

El desconocido del rostro agradable y las ropas de colores se giró hacia él:

—Pero un magistrado del Parlamento de París debería ser un hombre educado y acostumbrado al mundo… Alguien de su posición tiene que saber que no se rechaza una petición razonable de tan altos señores como los aquí presentes —dijo. Tenía una voz educada y cortés, y un acento extranjero, que Bernard no identificaba.

—Yo no sé lo que se hace ni lo que se deja de hacer, monsieur, pero a los dos jueces les dije muy claro quiénes se interesaban por mademoiselle de Campremy. Renaud me contestó que no podía hacer nada. Y el de París no hizo más que burlarse.

—¿Le entregasteis mi carta? ¿Y el juez de Senlis dijo que no podía hacer nada? —El conde de Bouteville se volvió, airado, hacia su primo—. Voy a hacer que ese cretino de Renaud se arrepienta hasta el final de sus días.

—Calma —respondió Montmorency—. Lessay, vos conocéis mejor a mademoiselle de Campremy. ¿Por qué puede interesarse París por ella?

—Que me ahorquen si lo sé —respondió éste con un resoplido—. No tiene más que unas pocas tierras. Ni fortuna, ni parientes directos. El padre servía a mi tío Montbazon y la niña es ahijada de madame de Chevreuse. Ésa es toda la relación que tiene con la Corte.

—¿Por qué no les advertís, entonces? —sugirió Montmorency—. El rey aprecia sin reservas tanto a vuestro tío como a Chevreuse. En cuanto le cuenten lo que está pasando, intervendrá para que liberen a la niña.

El más joven de los dos desconocidos se puso en pie con parsimonia:

—Yo puedo llevar los mensajes. Me gustaría salir para París mañana temprano. —Tenía la voz un punto aflautada y un acento diferente al del otro desconocido y mucho más marcado. A pesar de sus ropas de pordiosero, ése debía de ser el hombre a quien Lessay se había dirigido como milord—. Debatid mi propuesta con tranquilidad, messieurs, y podemos volver a hablar a mi vuelta. Aunque estoy seguro de que el maestro Rubens aprovechará mi ausencia para intentar convertiros a su modo de pensar.

El otro extranjero esbozó una sonrisa de inocencia sorprendida, pero no dijo ni una palabra para contradecirle.

—Gracias, Holland —respondió Lessay, dándole una palmada en el hombro—. Pero el asunto es urgente. Mademoiselle de Campremy es sólo una niña. Es imposible que aguante un interrogatorio serio mucho tiempo. Si la presionan, puede confesar cualquier barbaridad, por muy inocente que sea. Escribiré las cartas antes de cenar y enviaré a un par de hombres de inmediato. Así estará todo resuelto mañana a primera hora. Supongo que al menos damos por nula la apuesta, Bouteville.

Pero éste no estaba convencido:

—No os escabulláis, Lessay. La niña se marchó de París después de que os declararais. Si lo hubierais hecho mejor no habría salido corriendo. Habéis perdido.

Bernard tragó saliva. Volvió a ver los ojos llenos de aversión de Madeleine:

—Mademoiselle de Campremy sabía lo de la apuesta —dijo, con voz ronca—. Casi no pude sacarle palabra en la celda, pero lo sabía. Seguramente se enteró en Auteuil. Por eso se marchó…

A Bouteville se le secó la sonrisa. Se hizo un momento de silencio. Seguramente todos sabían de qué iba el asunto. Debían de haber estado bromeando todo el día con el poco tiempo que le quedaba a Lessay para ganar el envite. Pero ya no era asunto de broma.

Finalmente, el conde se puso en pie y agarró un gabán que colgaba del respaldo de su silla:

—Bueno, aún no ha ocurrido nada irreparable. Voy a escribir esas cartas de una vez. Nos vemos en la cena, messieurs.

Bernard saludó profundamente y salió al exterior detrás de él, con el sombrero en la mano. Lessay caminaba muy rápido y tuvo que apresurar el paso para darle alcance. No se veía a dos palmos de narices. Se tropezó con una raíz y estuvo a punto de dar con los huesos en el suelo pero, al menos, al escuchar sus reniegos, el conde se detuvo a esperarle.

—Hay un par de cosas, monsieur… —resopló—. Delante de extraños no he querido…

En la negrura era imposible verse las caras.

—Contadme.

—El poder del magistrado de París. No sé cuál es la costumbre. Pero el que tenía Cordelier estaba firmado por el cardenal de Richelieu. Y me dio a entender que no teníamos nada que hacer.

—¿De qué estáis hablando?

—De que el magistrado de París actúa por mandato del cardenal de Richelieu. Y si queréis mi opinión, ese hombre no piensa que mademoiselle de Campremy haya hechizado a nadie ni nada por el estilo. —Hizo una pausa—. Aunque eso lo vería cualquiera. Es el ama la que no es trigo limpio.

—¿Y han enviado a un magistrado del Parlamento de París para castigar a una vieja bruja? —Era una pregunta escéptica y un tanto burlona.

—Yo sólo digo que ni siquiera mademoiselle de Campremy confía en ella. Y que no es sólo porque la zurrara el otro día. Al médico le dijo que la mujer escondía cosas. Y los criados cuentan que escribía muchas cartas y recibía visitas de hombres a caballo. —Estaban llegando al castillo y la luz de las antorchas, agitada por el viento, iluminaba sus pasos con un resplandor cimbreante y fantasmal—. Conseguí hacerme con las pertenencias que tenía ocultas. A mi entender no son más que enseres de hechicera y artefactos del demonio. Pero tal vez queráis echarles un vistazo.

—¿Dónde están?

Se habían llevado a su caballo a las cuadras, pero en el patio habían dejado a un lacayo a cargo de las alforjas. Bernard extrajo el estuche de cuero rojo y se lo entregó al conde:

—Una cosa más —añadió—. Si vais a enviar a alguien a París, me gustaría ir yo mismo. Me quedaría más tranquilo teniendo algo que hacer.

Lessay le plantó una mano en la cabeza y le revolvió el pelo, como a un niño pequeño:

—¿Os habéis visto en un espejo? ¿Cuántas horas lleváis sin dormir? Os caeríais del caballo a mitad del camino. Cenad con nosotros y descansad. Y no os preocupéis más. Esto está resuelto.