17

Era una noche inhóspita. Un viento helado, más propio del invierno que del mes de octubre, le azotaba las ropas, colándosele hasta los huesos, y Bernard avanzaba despacio entre las casas en busca de la posada. Con una mano sujetaba la capa para mantenerla cerrada y con la otra se apartaba de los ojos el polvo, que le atacaba en ráfagas traicioneras. Por el camino le habían dicho que en las afueras de la aldea había una fonda en la que por unas monedas le harían hueco para dormir.

Cuando Lessay le había anunciado que se marchaban a Chantilly, la perspectiva de pasarse una semana corriendo caza mayor en los inmensos bosques del condestable de Montmorency había hecho que se le hiciese la boca agua. Pero llevaba ya dos días fuera de París y aún no había tenido ocasión de perseguir ni tan siquiera un conejo.

En realidad no habían previsto partir hasta el final de la semana, pero todo se había precipitado porque, después de la visita al teatro del hôtel de Bourgogne, Madeleine de Campremy había desaparecido.

Los criados de los duques de Chevreuse la habían visto salir en coche después de una discusión muy fuerte con su ama, que la había castigado duramente por dejarse cortejar por Lessay. Avanzada la noche, había regresado el cochero, con una carta de la muchacha, a la que había dejado en las postas de Saint-Denis, y el ama había exigido que se la entregaran, aunque no iba destinada a ella. En su mensaje Madeleine le agradecía su acogida a madame de Chevreuse y le pedía que le enviara sus pertenencias a Ansacq.

De inmediato, la mujer había ordenado que le buscasen un coche de alquiler y había salido tras ella, llevándose poco más que lo puesto.

Lessay no se había enterado de la historia hasta el día siguiente, pero en cuanto le habían informado, había decidido adelantar el viaje a Chantilly. Ansacq estaba a ocho leguas apenas del castillo del duque de Montmorency, así que podía aprovechar para ir a buscar a la moza y enterarse de lo que había pasado.

Antes del mediodía ya estaban en marcha, junto a monsieur de Bouteville y una docena de gentilhombres, pero Bernard no había comprendido de qué iba todo aquel tejemaneje hasta bien avanzado el camino, cuando se había enterado de que la noche de la fiesta, acosado por las pullas incansables de sus amigos, Lessay se había apostado con Bouteville que podía conquistar a Madeleine en apenas diez días.

Y se había jugado el caballo español del que tanto presumía.

Por eso no se había despegado de la niña desde entonces. La noche anterior, después acompañarla al hôtel de Chevreuse, la había citado en su casa de Auteuil, convencido de que la tenía ya en el bote. Pero se había quedado esperando toda la noche, más plantado que un ciprés.

Lo único que sabían con certeza era lo que les había contado el cochero. Que había llevado a Madeleine hasta allí un poco antes de las ocho, pero que nada más poner pie a tierra la muchacha había cambiado de opinión y le había pedido, envuelta en llanto, que la ayudase a regresar a su casa de Ansacq. El hombre no se había creído en posición de discutir las órdenes de una dama a la que apenas conocía y la había llevado hasta la parada de postas de Saint-Denis.

Bouteville no había parado de reírse durante todo el camino, pero Lessay no se daba por vencido. Estaba seguro de que había sido la bocaza de su amigo la que había asustado a la niña. Seguro que le había oído vocear alguna zafiedad y había salido corriendo. Pero aún tenía seis días por delante para reconquistarla. Y aunque habían llegado al castillo de Montmorency tarde y muy cansados, lo primero que había hecho a la mañana siguiente había sido despacharle a él a casa de Madeleine para tantear a la muchacha y decidir si era mejor estrategia ir a buscarla a Ansacq o invitarla a Chantilly.

Ésas eran las consecuencias de no estarse callado. Si no se hubiera puesto a fanfarronear sobre las buenas migas que había hecho con Madeleine durante la fiesta y no se hubiera reído de las bromas de Bouteville, Lessay habría enviado a cualquier otro. Y él no se habría quedado sin caza.

Además, Bernard no tenía muy claro lo de ejercer de tercero en aquel asunto.

Por un lado, convertirse en amante de un hombre de la posición del conde no era mal negocio en absoluto para alguien como Madeleine. Una doncella avispada podía sacar mucho provecho de una situación semejante. Pero lo que no le convencía era que su patrón no tenía interés ninguno en conservarla junto a él más tiempo del necesario para ganar la apuesta, y la niña era una inocente con la cabeza llena de pájaros. Por mucho que Lessay le buscara luego un buen marido y por muy buenos regalos que le hiciera, a Bernard le daba que no iba a haber dinero bastante para compensar el desengaño. Sólo había que ver lo embobada que estaba en su compañía hacía dos noches en el teatro. Le miraba talmente como si el conde hubiera salido de uno de esos libros de caballerías que a ella tanto le gustaban.

¿Cómo se las habría apañado Lessay? Seguro que la había enredado a base de palabrería…

En cualquier caso, había resuelto cumplir con su misión sin mentirle a Madeleine y sin ejercer de alcahuete. Se limitaría a preguntarle el motivo de su marcha de París y la informaría de que querían recibirla en Chantilly. Si aceptaba la invitación sin más explicaciones, bien. Y si no, se lo diría a Lessay y que se apañara él como viera conveniente.

Al menos, a pesar de que el cometido que tenía por delante no acabara de agradarle, había sacado ya algo del negocio. Para que pudiera alojarse en Ansacq, Lessay no había tenido más remedio que entregarle una nueva bolsa con dinero. Aunque más pequeña esta vez. Y acompañada de una advertencia seria de que la hiciera durar.

Ya había empezado a darle buen uso. A eso de las once se había detenido en una venta del camino y se había zampado medio cordero lechal bien regado con sidra. Lo malo era que le había vencido el sueño, se había quedado a dar una cabezada y al final había llegado a Ansacq caída la noche.

Resopló. La aldea se hallaba en el fondo de un valle frondoso, encogida entre las colinas, en torno a una iglesia de piedra. Era pequeña. Pero ya la había cruzado de punta a punta varias veces y él no veía hostería alguna. A esas horas ya tendría que haber hablado con Madeleine. Lessay estaría esperando sus noticias. Pero era muy tarde para presentarse en la residencia de los Campremy.

Echó un vistazo cuidadoso a su alrededor, sin moverse. Las casas eran todas de mampostería y ninguna tenía enseña alguna que la identificara. Se acordó de lo que le habían contado los hombres del duque de Montmorency aquella mañana. Le habían dicho que el señorío de Ansacq había pasado a posesión de Richelieu hacía un par de años y que desde entonces el mal tiempo había arruinado la labranza de la zona. Con un guiño malévolo, habían apuntado que todo lo que tocaba el cardenal se marchitaba, igual que si fuera el diablo.

«Pues a lo mejor el lugar está encantado». Empezaba a tener la sensación de que las mudas ventanas se reían de él. Seguro que detrás de las tablas estaban apostados decenas de desconfiados aldeanos y ni uno salía a ofrecerle ayuda.

Antes de llamar a una puerta al azar y asustar a nadie, decidió dar otra vuelta, y al doblar la esquina se encontró con un enorme mastín. No sabía de dónde había salido. Estaba plantado en mitad de la calle y le observaba receloso. A diferencia de cualquier otro perro acostumbrado a las patadas de los campesinos, éste no se retiró al verle acercarse. Al contrario, se afianzó sobre sus patas y le enseñó los dientes de manera muy poco amistosa.

Bernard trató de seguir adelante y el can gruñó una advertencia inequívoca. ¿Estaría rabioso? Él había conocido animales capaces de arrojarse sobre un caballo. Pero a la luz de la escasa luna no podía ver si tenía espuma en la boca. Llevó la mano al pomo de la espada, temiéndose que saltara sobre él. Pero el mastín no se movía.

De pronto, un jorobado harapiento surgió de la nada, le puso la mano en la cabeza al perro y le murmuró algo al oído. El animal se calmó en el acto, se dio la vuelta y se marchó sin prestarle más atención. El giboso se retorcía de risa sin parar de gritar:

—¡Canto! ¡Canto! ¡Canto!

Se le acercó con la mano extendida y la baba goteándole de la bocaza abierta en una sonrisa sin sentido. Bernard le arrojó unas monedas y le preguntó dónde estaba la posada. El bobo le indicó que le siguiera con un gesto benévolo.

La fonda era en realidad una simple granja, sin enseña ninguna, situada a la salida del pueblo, con establo, gallinero y una pocilga. El loco le ayudó a dar voces para despertar al dueño, que le hizo pasar dentro y le guió medio dormido hasta un cuarto con un par de jergones al que había que subir por una escalera de mano. Comida a esas horas no servían.

Bernard se tiró encima del jergón nada más sacarse las botas, y a pesar del hambre y de que el viento le había puesto la cabeza como si le hubieran pasado por encima todos los caballos de las postas reales, se quedó dormido de inmediato.

Cuando se despertó por la mañana, devoró el desayuno. Le tuvieron que llenar tres veces un cuenco de caldo fuerte y especiado, y se ventiló una hogaza entera de pan gris.

Mientras ensillaba el caballo, entró en el establo un mozo con una carreta de paja que le saludó con simpleza. Los pocos dientes que le quedaban los tenía negros. En el silencio de la cuadra se oía silbar al mismo viento de la noche anterior.

—Por todos los santos que sopla con ganas —protestó Bernard—. Otra vez a marearme la cabeza.

El criado se le acercó:

—Con este viento, monsieur, dicen que la gente se vuelve loca.

—No me extraña. ¿Hay muchos locos por aquí?

—Pues… está Pierrot, el de la Jeanne, que le faltan dos veranos y se cree que es una golondrina; y el Canto, el pobre, que come tierra y cagarrutas…

Ése debía de ser el jorobado que le había conducido a la posada.

—Ni más ni peor que en mi tierra.

—Bueno, no siempre hay viento.

El mozo celebró su propia ocurrencia con una carcajada incomprensible:

—La casa de los Campremy está en el camino de Clermont, ¿no? —Aprovechó para preguntar.

—Sí, monsieur, pero el viejo Campremy murió hace unos meses.

Se le veía mohíno.

—Ya lo sé. A quien busco es a la hija. —La expresión del mozo se hizo más sombría. Bernard tuvo el presentimiento de que algo malo había sucedido—. A Madeleine de Campremy, que ha estado en París hace poco.

—Sí, monsieur, sí, la conozco. Regresó hace un par de días.

Bernard se impacientó:

—¿Ocurre algo?

El chico le miró asustado y dijo de carrerilla:

—Mademoiselle de Campremy es una bruja. No lo digo yo. Lo dice el cura, monsieur. Está detenida y la van a juzgar. Mató a su padre y a su hermano. Ésa no escapa de la hoguera.

Brujería.

Bernard se quedó petrificado por la sorpresa. Menudo disparate. Cómo iba a ser bruja esa chiquilla. No había más que verla. Si no sabía de la misa la media y no conocía más mundo que el de sus libracos. Era más inocente que un cordero sin destetar.

Y la acusaban de asesinato. Pero si se ponía a hacer pucheros cuando se mentaba a su padre y a su hermano. El cura y sus paisanos habían perdido el juicio.

Para asegurarse volvió a preguntarle al mozo. Que volvió a decir lo mismo. Y añadió que la tenían encerrada en el castillo y que no se permitían visitas.

Se le encogió el corazón. Brujería. Una acusación así podía significar la tortura e incluso la muerte. Sintió un hormigueo inquieto en las piernas y decidió acercarse de igual modo hasta la casa de los Campremy, que se encontraba a media legua del corazón del pueblo, colina arriba. Esperaba poder hablar con el ama de Madeleine y enterarse de los detalles.

Pero los criados se mostraron evasivos y casi ariscos. Sobre todo el mayoral, un tipo mal encarado que le dijo que a Anne Bompas, el ama, la habían prendido también al poco de llegar de París en pos de Madeleine. Estaba acusada de brujería, igual que su señora.

El ama también. Lessay les había hablado de ella, camino de Chantilly. «Una dueña ajada, seca y severa. Más fea que una bruja», había dicho.

El mayoral estaba convencido de que las dos detenidas eran hechiceras, pero cuando Bernard le pidió que explicara lo que sabía, se negó a darle detalles y le invitó de malos modos a abandonar la casa. No tuvo más remedio que marcharse.

Apenas había perdido de vista el caserón cuando una muchacha desgreñada le alcanzó por el camino gritándole que se detuviera. La reconoció en cuanto llegó a su altura. La había visto en la cocina de la casa, escondida detrás de la sirvienta que le había dado con la puerta en las narices.

La moza era más o menos de la edad de Madeleine. Tenía la mirada despierta, pero parecía asustada.

—Me llamo Louison, monsieur. Soy la hija de la cocinera. La hermana de leche de mademoiselle de Campremy.

—¿Tienes algo que decirme sobre tu señora?

—Sí… Pero nadie se puede enterar. —Miró por encima del hombro como si la siguieran—. Yo… En la casa tenemos mucho miedo.

—¿Los criados? ¿De qué?

—De que nos detengan también.

Normal. Un proceso por brujería no era ninguna broma. Y no era raro que las criadas acompañaran a sus señoras a la hoguera, sobre todo las que trataban de protegerlas y ocultar sus pactos con el diablo.

Bajó del caballo, se apartaron del camino y se sentaron en un tronco, entre los árboles.

—Escucha, ya lo he dicho antes. Llegué anoche de París y acabo de enterarme de lo que ha pasado. Te juro que no quiero perjudicar a tu señora.

—Y… ¿podríais ayudarla? —La voz de la moza estaba teñida de esperanza.

Otra que le confundía con un gran señor. Pero si le decía que era un don nadie a lo mejor no le contaba nada. Y seguro que Lessay sí sabía qué hacer en cuanto se enterara:

—Eso es lo que quiero. Pero alguien tiene que contarme qué ha pasado.

—¿La verdad?

Los ojos de la muchacha miraban de un lado a otro como los de un pajarillo asustado. Bernard preguntó en voz baja:

—Mademoiselle de Campremy no es una bruja, ¿verdad?

La moza rompió a llorar. Las lágrimas pintaron dos surcos en su cara sucia. Se secó el rostro bruscamente con la mano y negó con la cabeza:

—La conozco desde que nací. Nunca ha hecho nada malo. Y no sabe de hechizos ni nada por el estilo.

—El mayoral dice que ha matado a su padre y a su hermano.

—¡Antoine el Bizco! Ése sí que es un mal bicho. Si se entera de que os he contado nada, me desollará, hablará con los jueces para que me envíen a mí también a la hoguera… —La moza miró por encima del hombro, temerosa, y Bernard hizo lo mismo. Le estaba contagiando la aprensión—. Eso de que mi señora mató a su padre y a su hermano es una patraña. Los adoraba, y ellos a ella también. Pero Antoine no para de repetir cosas malas de ella. Yo creo que ha sido él quien la ha denunciado.

La muchacha se le quedó mirando, pálida, aterrorizada por el atrevimiento de sus propias palabras.

—¿Por qué iba a hacer una cosa así el mayoral?

Louison bajó la voz:

—En el pueblo siempre se ha dicho que Antoine es el bastardo de monsieur de Campremy. Y que odiaba a sus hijos legítimos.

—¿Y el ama?

—El ama… —La moza alzó la mirada de golpe y se le quedó mirando, sin parpadear—. Ella… Sabe cosas.

—¿Qué cosas?

—Sabe hacer emplastos, remedios… Las mujeres del pueblo le piden consejo.

Mal íbamos. Aquello sí sonaba a brujería.

—La cosa no pinta bien…

—No es sólo eso. A veces recibe visitas. Embozados que llegan de noche a caballo y se van sin que nadie les vea marchar. Que el cielo me perdone, pero se dirían espectros. —La moza se santiguó—. Y siempre está escribiendo cartas.

Así que al final las acusaciones de hechicería no eran tan descabelladas. Sólo le faltaba decir que la mujer olía a azufre y le asomaban patas de cabra por debajo de la falda.

—¿No enredaría ella a mademoiselle de Campremy para hacerla practicar sortilegios?

Louison sacudió la cabeza:

—Nunca —respondió con fiereza—. Mi señora es una buena cristiana. Si vos también vais a pensar…

—No, no, yo no pienso nada. Estoy tan seguro como tú de que mademoiselle de Campremy es inocente. La que me escama es esa ama suya. ¿La conocías bien?

Si Anne Bompas sabía de filtros y remedios, ¿quién decía que no había sido ella la culpable de las muertes?

—Nadie la conocía mucho, monsieur. No nació aquí. El señor la trajo consigo de vuelta de uno de sus viajes hace ya muchos años.

Pues había que ser majadero para meter a una mujer así en casa. El difunto Campremy no debía de haber tenido muchas luces para confiarle a su hija.

A Louison se le había agotado la valentía. Al ruido de una carreta que se acercaba se levantó, nerviosa, e hizo ademán de salir huyendo. Bernard le susurró a toda prisa:

—Haré lo que pueda. Te lo prometo.

La muchacha le besó la mano y salió corriendo por el camino.

Él se quedó desconcertado, sin moverse de donde estaba. Por el beso y porque no estaba seguro de cómo proceder. Allí había mucha tela que cortar. El ama no era trigo limpio. Y el desgraciado del mayoral tenía toda la pinta de haberse aprovechado de la mala reputación de la vieja para deshacerse de su señora.

Pero cualquiera con dos dedos de frente tenía que ver que Madeleine era una criatura cándida, incapaz de ninguna maldad. No podía ser muy difícil razonar con quien estuviera a cargo del proceso. Decidió llegarse hasta el castillo donde la tenían presa.

La fortaleza estaba cerca del pueblo y con las indicaciones de Louison no tardó en llegar. No era ni mucho menos el sitio siniestro que se había imaginado. Estaba construido en piedra clara y parecía casi un caserón solariego. Además, las guerras de religión habían arrasado las murallas, y aunque el foso era tan grande que había barcas amarradas a la orilla y parecía más bien un lago, el castillo se alzaba junto al agua confiado y desprotegido. Cruzó un puente largo y penetró en el patio, pasando bajo el arco de entrada que se abría entre dos torres rechonchas. Un guardia aburrido se hizo cargo de su caballo y le indicó con un gesto una puerta pequeña al fondo del recinto.

Por un momento el contraste entre la luz del exterior y la penumbra del cuarto le dejó ciego, y tardó en distinguir los rasgos del rostro del jefe de la guardia. Estaba acodado a una mesa a la que le faltaba una pata y que habían tenido que apoyar en la pared de modo precario. Una botella solitaria hacía equilibrios sobre la superficie desigual. El hombre aferraba unos pliegos amarillentos y muy buena vista tenía que tener para poder leerlos a la luz mortecina de la antorcha engastada en el muro.

Levantó la cabeza y le escudriñó con aire desconfiado:

—¿Qué se os ofrece, monsieur?

A sus preguntas el hombre le informó de que, en efecto, Madeleine de Campremy y su ama se encontraban presas allí dentro, pero no podía dejarle verlas sin orden del juez. Monsieur Renaud, el consejero de la bailía de Senlis que se encargaba del proceso, se había marchado a Mouy, un pueblo vecino, a hablar con un testigo enfermo y no regresaría hasta la tarde. Hasta entonces no podía hacer nada. No se dejó convencer ni por sus buenos modales ni por la perspectiva de un soborno que Bernard insinuó con gran claridad dando golpecitos a la bolsa de dinero.

Se rascó el cogote, indeciso. Se le habían acabado los recursos. Entonces escuchó unas pisadas ligeras y por el corredor en penumbra apareció una figura oscura que se arrojó sobre el vigilante:

—¡Morel, tenéis que hablar con vuestros hombres de inmediato! ¡Decidles que me dejen entregarle esto a mademoiselle de Campremy! La pobre criatura está en camisa, sin una mísera prenda de abrigo.

Era un tipo enclenque, de veintipocos años, vestido con una toga y un bonete negros. Llevaba una capa oscura enrollada bajo el brazo y estaba congestionado de indignación.

—Sabéis cuáles son las órdenes, Grillon.

—¡Las órdenes de Renaud son criminales! No hay ninguna ley que diga que las acusadas tengan que morir de frío mientras se instruye el proceso.

—No os metáis en donde no os llaman, Grillon. Que yo sepa sois cirujano, no doctor en leyes —ladró el vigilante.

—Lo que estáis haciendo con mademoiselle de Campremy es vergonzoso, infame.

La mirada del guardia era torva y su acento burlón. Al parecer el cirujano no era un interlocutor digno de consideración:

—Tened cuidado con lo que decís, señor hugonote. No se os quiere bien en esta villa. ¿O es que creéis que haberos negado a expedir los certificados de limpieza diabólica os ha ganado amigos? Respetad a los que hacen la justicia del rey para mantener el orden natural y divino. Al que, por cierto, vos no pertenecéis.

Ignorando la risa amenazadora del guardia, el tal Grillon se envolvió en la capa que no le habían dejado entregarle a Madeleine con dedos temblorosos y se dirigió a la salida. Bernard se apresuró a alcanzarle en el patio:

—Aguardad, monsieur. ¿Conocéis a mademoiselle de Campremy?

El mozo se detuvo sobre sus pasos y le miró receloso, pero cambió de actitud cuando Bernard le explicó quién era. Le saludó, nervioso, y le contó que se llamaba Olivier Grillon y era el cirujano encargado de asistir a los jueces de Senlis en los procesos criminales. Conocía a Madeleine porque visitaba Ansacq de vez en cuando desde hacía tiempo para ofrecer sus servicios, aunque pocos podían permitírselos, y solía alojarse con los Campremy, con quienes había hecho amistad tras haber tratado al padre de su gota.

Sin embargo, en los últimos tiempos no era bienvenido en la aldea. Hacía un par de meses había tenido un encontronazo serio con los villanos. Varios le habían pedido que les examinara y certificara que estaban exentos de marcas diabólicas, como se hacía en algunas regiones donde los procesos de hechicería eran habituales. Él se había negado y desde entonces todo el mundo le miraba mal. Por eso y por su condición de hugonote. Era la primera vez que se veía envuelto en un proceso por brujería y estaba aturdido por lo ignominioso del procedimiento y las irregularidades que se estaban cometiendo.

A Bernard le parecía que su desazón tenía otro motivo. Al cirujano se le encendían las mejillas cuando hablaba de Madeleine, y se le descomponía la poca hombría que le dejaban la toga, las orejillas puntiagudas y el hocico de ratón. Recuperó las riendas de su caballo y le propuso a Grillon que le acompañase a la posada a comer algo.

Las cosas que el cirujano le contó por el camino hicieron que a él también le invadiera el desasosiego.

Grillon le dijo que llevaba más de un mes sin pisar Ansacq, desde el desafortunado episodio de las marcas diabólicas, cuando hacía cinco días el juez Renaud le había informado de que dos mujeres de la aldea habían sido acusadas de brujería y asesinato. El magistrado en cuestión era un fanático de los asuntos de hechicería, así que se había hecho cargo de la investigación de inmediato y había solicitado sus servicios. Apenas habían salido de Senlis cuando se había enterado del nombre de las acusadas y se le había caído el alma a los pies. Había hecho el viaje con el corazón en un puño.

Afortunadamente, al llegar a Ansacq se habían enterado de que las dos mujeres se habían marchado a París. Renaud había rabiado, decepcionado, pero aun así había aprovechado el viaje para interrogar a media comarca y recoger testimonios de los acusadores de Madeleine y Anne Bompas. Concluida la labor que podía realizar en ausencia de las dos mujeres, estaban preparándose para partir, hacía dos días, cuando les había llegado noticia de que las dos fugitivas estaban de vuelta.

Renaud había dado orden de ir a su casa a buscarlas y detenerlas con urgencia, y llevaban veinticuatro horas encerradas en sendas estancias del castillo, separadas la una de la otra. Pero eso no era todo: después de registrar la casa y encontrar varios libros de astronomía y un par de herbarios, el juez había decidido buscar la marca del diablo en el cuerpo de las detenidas.

La marca del diablo o stigma diaboli se encontraba en el lugar o lugares donde el maligno hubiera tocado el cuerpo de la bruja y se reconocía porque dicho punto quedaba «muerto», con lo que no reaccionaba al dolor.

El responsable de buscarla era el cirujano al servicio del tribunal, pero Grillon se había negado en redondo a participar en aquello; aunque le costara el cargo cuando volvieran a Senlis y Renaud diera parte. No había valido de nada: el juez y sus dos asistentes habían decidido saltarse la legalidad y proceder por sí mismos.

Le habían vendado los ojos a Madeleine, le habían rapado la cabeza y la habían desnudado por completo. Luego habían empezado a clavarle unas terribles agujas de un palmo por todo el cuerpo, incluidas las partes pudendas y la lengua, buscando zonas en las que no reaccionara. Y aseguraban que habían encontrado un punto en uno de sus muslos en el que no existía sensibilidad.

Bernard sintió un odio turbio al imaginar a la dulce Madeleine desnuda y martirizada de aquella manera. Pero procuró sosegarse y calmar a Grillon. Al cirujano le temblaban las manos y los labios mientras le contaba todo aquello y estaba a punto de derrumbarse. Lo que necesitaban era un buen almuerzo y un trago de vino:

—Pensad que si ya le han encontrado la marca esa del diablo, al menos no la maltratarán más. Nos podemos dar con un canto en los dientes si la cosa se queda en unos pocos pinchazos…

Grillon le miró, espantado, y Bernard sacudió la cabeza. Otro gallina, como maître Thomas. Eruditos y hombres de ciencia parecían cortados por el mismo patrón: se sentían más a gusto lamentándose y llorando penas que poniendo los problemas sobre la mesa y buscándoles solución, como hombres hechos y derechos.

—Los pinchazos son lo de menos, aunque sin duda le dolieron. Imaginad el horror que debió de sentir allí de pie, desnuda y a ciegas. ¿No os dais cuenta del daño irreparable infligido a su espíritu? —El cirujano se secó el sudor de la frente con un pañuelo—. Al menos aún no han tratado del mismo modo al ama, pero me temo que no faltará mucho.

El ama. Se había olvidado de ella por completo. Pensó en compartir con el cirujano su sospecha de que ella sí podía ser una bruja. Pero antes quería enterarse de otras cosas:

—¿Y no hay nadie que esté por encima de ese juez?

—Sí, sí que lo hay. Las sentencias graves en procesos por brujería las revisa todas el Parlamento de París —explicó Grillon—. Pero ahora mismo él es el responsable de seguir buscando pruebas y de interrogarlas.

Siguieron caminando en silencio hasta la posada. Allí habría una media docena de campesinos reunidos en torno a recias jarras de vino. Les miraron fijamente, sin disimulos, señalando a Grillon con el dedo y murmurando con malevolencia.

Se acomodaron un poco aparte y la mujer del mesonero les plantó sobre la mesa una fuente con el guiso del día. Legumbres con algo de conejo. Bernard agarró el cucharón de palo y se echó una buena ración sobre su rebanada de pan. Como Grillon no se movía, le sirvió de modo similar y le animó con la mano a que comenzara. Pero había una duda terrible que llevaba rumiando todo el camino:

—Escuchad, Grillon, si hubieran encontrado de verdad la marca del diablo… Yo no creo que mademoiselle de Campremy sea bruja, pero si tuviera la marca, ¿cómo explicaríais eso?

—Eso es imposible. —El cirujano respondió con una voz aguda y destemplada. Desde las otras mesas les miraron, suspicaces. Grillon bajó la voz—. El stigma diaboli es una patraña.

Bernard engullía el guiso igual que si le fuese la vida en ello. La adversidad nunca le había quitado el apetito. Al contrario. Frunció el ceño:

—¿No creéis que el diablo pueda hacer algo así? ¿Marcar a los que ha elegido para servirle?

Grillon sacudió la cabeza:

—Lo que yo crea o deje de creer no es importante. —El cirujano hablaba muy rápido, nervioso, y no tocaba la comida. Las orejas se le habían puesto rojas con el acaloramiento—. Sólo os digo que el juez miente, que mademoiselle de Campremy no es una bruja y que la prueba que han encontrado es falsa.

Bernard asintió, con la boca llena:

—Eso es lo que yo digo. Que mademoiselle de Campremy no es bruja. Pero ¿y el ama? Los criados me han contado historias de lo más extrañas acerca de ella.

Grillon le contempló como si lamentara haber elegido aquel confidente, y le respondió en un tono aún más agudo, que volvió a atraer las miradas hoscas de los campesinos:

—Las brujas no existen. No hay magia. Los procesos por hechicería son consecuencia de la superstición, del fanatismo o de la mala sangre entre vecinos. Qué sé yo. Lo que sé es que no hay brujas.

Ah, no. Eso sí que no. Una cosa era que Madeleine fuera inocente. Ahí estaban de acuerdo. Pero brujas, haberlas, habíalas. Bien lo sabía él.

Sin ir más lejos, él había conocido a una en su tierra, le contó. Julie Bouchon, una vieja arpía que vivía en una cabaña destartalada en lo profundo del bosque. Llevaba allí toda la vida y se hacía llamar aztia. Era conocida en toda la región por los ungüentos que fabricaba a base de hierbas, y la gente que no podía permitirse un médico la visitaba para comprarle todo tipo de remedios. También hacía conjuros. La lavandera que le hacía la labor a su madre le había enseñado en secreto un saquito con hierbas y huesecillos que llevaba prendido al cuello. Era un amuleto que la aztia le había hecho para que el panadero se enamorara de ella; y no había sido muy caro.

A pesar de que los niños huían cuando la veían acercarse, Julie Bouchon era inofensiva. Hasta que un día unos galopines le ahogaron el gato, un bicho gordo y huraño que siempre andaba vagando por el bosque y espiando a los aldeanos. La aztia se pasó la noche aullando y luego pidió que le entregaran a los culpables. Como la gente se negó, dejó de hablarles a todos. Ese verano enfermaron varias vacas de manera inexplicable y dos mujeres dieron a luz niños muertos. Toda la comarca sabía que era la venganza de la bruja, así que alguien la denunció y las autoridades la detuvieron. Acabó quemada en la hoguera.

Nadie que hubiera conocido a Julie Bouchon y hubiera escuchado sus blasfemias habría dudado de su condición de bruja. Usara o no su poder para hacer el mal, el caso era que lo tenía.

—Y eso sólo lo otorga un pacto con el diablo —concluyó Bernard sentencioso.

Había logrado dar cuenta de su ración mientras hablaba. Grillon apenas había tocado la suya. A pesar de que había escuchado con atención la historia de la Bouchon, no parecía convencido en absoluto. Con los brazos cruzados sobre el pecho, replicó:

—Y supongo que también creéis que se las puede identificar mediante una ordalía. Se las arroja al agua y si flotan, se confirma que son brujas; si se hunden, se demuestra su inocencia.

Eso Bernard no lo tenía claro. Él había oído decir desde niño que los infieles se distinguían de los cristianos en que flotaban boca abajo cuando se ahogaban, así que no veía por qué las brujas no iban a poder diferenciarse también de alguna manera. Pero no le gustaba que Grillon le tomara por un bruto:

—Eso es una majadería —dijo, despectivo—. Para eso hay procesos y jueces entrenados. Para saber qué es verdad y qué es mentira.

—Procesos, valiente garantía. Para los jueces como Renaud, que son fanáticos inconmovibles, ser sospechoso de brujería equivale prácticamente a una condena a muerte, aunque la acusación sea falsa. ¿Cuántos pobres diablos confiesan sólo porque no son capaces de resistir la tortura?

—Pero habéis dicho que se podía apelar a París.

El cirujano volvió a sacudir la cabeza:

—En efecto. No pueden ejecutarlas si París no confirma la sentencia. Ni tampoco proceder a la cuestión. Pero hasta que se las lleven allí, a saber las humillaciones que tendrán que padecer. —Bajó de golpe la voz y le susurró—: Ayer a primera hora escribí a París, al Parlamento y al cardenal de Richelieu, que es el titular del señorío de Ansacq, contando lo que está pasando. Seguramente ni lleguen a abrir mis cartas a tiempo, pero algo tenía que intentar… No me fío de Renaud. En teoría también tiene que ser un cirujano quien se ocupe de buscar la marca del diablo y ya veis lo que les ha preocupado respetar la ley. He oído historias de jueces que dejan a los procesados varios días sin beber y justo antes de los interrogatorios hacen que les lleven una frasca de vino. Imaginaos si es fácil que suelten la lengua y admitan cualquier dislate del que se les acuse.

Grillon hablaba en un tono tan convincente que a Bernard le daba la impresión de que algo de razón debía de tener. A lo mejor todos los procesos no eran limpios. Seguro que había gente como el mayoral de los Campremy, que acusaba en falso. Y jueces injustos y crueles. En todos los gremios había garbanzos negros.

Pero eso no quería decir que las brujas no existieran. O que a Madeleine fuera a pasarle nada malo. No iba a dejarse convencer así como así. Grillon no lo sabía todo. Él también era poco menos que un experto en procesos de brujería. Su madre siempre había sentido una curiosidad malsana por ese tipo de casos y seguía sus detalles truculentos en las hojas volanderas que llegaban a sus manos. Luego les calentaba la cabeza a todos con los espeluznantes relatos por las noches:

—¿Y cómo queréis que los culpables confiesen si no se usa la tortura?

—Habláis como el juez Renaud. Vino aleccionándome todo el camino desde Senlis sobre el procedimiento adecuado para detectar a los hechiceros. Primero se interroga a los testigos, me dijo. Luego se oye al acusado. Se le tortura para obtener la información que de otro modo el diablo le ayudaría a ocultar, y finalmente se dicta sentencia con la ayuda de Dios. ¿Os dais cuenta de que da por hecho que todos los detenidos son culpables a los que hay que arrancar la verdad mediante tortura?

—Pues yo os digo que no siempre es así. De joven, mi madre conoció a una bruja que echó a perder las cosechas de toda la comarca. Confesó que lo había hecho con ayuda del maligno y se libró de ser torturada. —Le echó una ojeada triunfante a Grillon y añadió—: La quemaron directamente.

El cirujano le contemplaba con ojos espantados. La mano con la que sujetaba el vaso de loza le temblaba. Estaba tan pálido que parecía que se iba a caer redondo. Por todos los santos, qué impresionable era toda la gente que se pasaba el día con la nariz en los libros:

—Vamos, vamos, Grillon. También hay veces, cuando las acusaciones no son graves, en que una confesión a tiempo evita la tortura, y la cosa acaba en una retractación pública y el perdón.

A decir verdad no conocía muchos casos felices. Casi todos acababan de mala manera, con o sin confesión. Pero seguro que los que acababan bien no eran dignos de ser reseñados en los pliegos de cordel.

Grillon apuró su vino de un trago para darse ánimos:

—La cuestión es que a mademoiselle de Campremy no la acusan de ninguna nadería. La acusan de haber matado a su padre y a su hermano.

De nuevo se le saltaban las lágrimas. A Bernard tampoco se le iba la muchacha de la cabeza, estómago lleno o no. No conocía a ese salvaje que había mandado que la desnudaran y le clavaran agujas por todo el cuerpo, pero con gusto le habría partido la cabeza en aquel mismo momento. Y si ese mayoral que la había acusado era tan retorcido como le había contado Louison, a saber qué tipo de pruebas había falsificado.

Fuera o no bruja, confesara o no, la amenaza de la hoguera era real.

Los dos se miraron consternados. Aunque no pudieran ponerse de acuerdo en una disputa teológica, comprendieron que eran aliados. La única esperanza de Madeleine.