16

Los caballos avanzaban despacio entre las callejuelas, sin rumbo fijo. Habían abierto una de las cortinas y empezaba a hacer frío. Pero a Madeleine le daba lo mismo. Con las mejillas encendidas y el corazón tembloroso, le dedicó una mirada furtiva a su acompañante.

El conde de Lessay iba caviloso, concentrado en sus pensamientos. Desde que la duquesa se había bajado del carruaje en el Louvre, no había hablado más que para pedirle al cochero que diera una vuelta antes de dirigirse al hôtel de Chevreuse y para preocuparse por si estaba bien abrigada. Madeleine le observó de soslayo a la luz del crepúsculo: la nariz pronunciada, los pómulos marcados y el relieve suave del bigote. Tenía el cuello largo y fuerte, y las sombras dibujaban un triángulo oscuro entre su nuez y su barbilla. Se imaginó que lo tocaba con la mano y que estaba caliente y latía al ritmo de su corazón.

Giró de nuevo el rostro hacia la ventana y sonrió emocionada, superado ya el pánico inicial de quedarse a solas con él. Aquello era completamente impropio. Pero su madrina se había mostrado tranquila y le había apretado la mano al bajar del coche, como insuflándole ánimos. Algo iba a suceder.

Lessay no había parado de darle muestras de predilección desde la noche de la fiesta. Apenas se habían separado aquellos tres días y él había escuchado embelesado todas sus historias. Ningún detalle le resultaba demasiado prosaico: sus paseos a lomos de su yegua, su amor por los bosques, sus lecturas favoritas… Todo le interesaba. Sus elogios, atenciones y galanterías habían sido constantes. Apenas podía creer que un gran señor tan apuesto y solicitado se hubiera fijado en ella. Pero no había duda posible. La intensidad de sus miradas, los roces que hacía pasar por casuales, sus maniobras para sentarse siempre junto a ella… todo servía al mismo propósito.

Pero nunca hasta ahora habían estado a solas.

Desde que habían salido del hôtel de Bourgogne le había notado distinto, nervioso y un poco ausente, como si estuviera rumiando algo. Tal vez no podía seguir soportando la incertidumbre de no saber si le correspondía. Había llegado el momento.

El conde iba a hablarle de amor.

La sola idea la hizo ruborizarse por anticipado. ¿Cómo respondería cuando él hablara? A pesar de todas sus lecturas, no estaba segura de lo que ocurría exactamente cuando un hombre y una mujer enamorados estaban a solas. ¿Tenía que ser ella la que le diera pie con alguna señal? Y luego, ¿la abrazaría? ¿Se lanzaría a levantarle las faldas? Se estremeció. No le conocía demasiado, pero sabía que era un hombre de acción, no de palabrería. Se sentía dividida entre una intensa curiosidad y el deseo de no parecer demasiado anhelante.

Pero tenía sed. Sed de amor real, no sólo de papel como en las novelas. Sed de vida después de tanta muerte y tanta congoja. Desde niña había leído cien veces los versos del poeta Ronsard, sin saber lo que significaban en realidad. Sin entender por qué incitaba con tanta urgencia a las doncellas a cortar las rosas antes de que fuera demasiado tarde. Hasta ahora. ¿Quién sabía lo que ocurriría dentro de un año, de diez…? Tal vez estuviera muerta, como su hermano. O casada con un hombre al que fuera imposible amar, y se ajara pariendo hijos y soportando amarguras. Con el pelo blanco lamentaría no haber escuchado a su corazón al despertar como mujer.

Lessay carraspeó y Madeleine regresó de inmediato al presente, esperanzada. Pero el conde siguió en silencio, con los labios apretados y la mirada fija, como un gato calculando si el salto que va a dar no será demasiado grande. A lo mejor dudaba porque ella era muy joven y no estaba casada. Sacudió la cabeza. Si él supiera. Las mujeres de la Corte solían esperar al matrimonio para tomar amantes, quizá porque tenían la necesidad de sentirse seguras antes. Pero ella no tenía miedo. No creía que el amor y la pasión hubieran de regirse por cánones mundanos.

Había leído a escondidas la copia de la fascinante correspondencia de Eloísa y Abelardo que su padre guardaba en su biblioteca, y opinaba igual que aquella mujer excepcional: el título de amante era mucho más honorable que el de esposa. Por eso ella no había temido entregarse en cuerpo y alma. Porque el amor era un fin en sí mismo y el matrimonio una cadena que corrompía la pureza de la pasión con la fealdad de los contratos y las posesiones. Aun así, se había visto obligada a ir contra sus principios y casarse con su amado cuando él había insistido en salvarla de la deshonra.

Suspiró. Los hombres a veces no entendían nada. Ella también estaba dispuesta a todo por amor:

Te nisi mors michi adimet nemo, quia pro te mori non differo.

—¿Decíais algo? —preguntó el conde, con delicadeza.

Ensimismada en su ensoñación, había pronunciado la frase de Eloísa en voz alta. Por suerte, él no la había oído bien:

—Nada. —No iba a repetir aquello pero a lo mejor podía decir algo que le animara o iban a estar dando vueltas con los caballos toda la noche—. Pensaba en la bella historia que ha contado vuestra prima esta mañana sobre el rey Enrique IV y su amante Gabrielle d’Estrées. ¿A vos no os conmueve?

El conde necesitaba un empujón y aquella vieja historia podía servir. Madame de Chevreuse les había entretenido durante el almuerzo hablándole de los galanteos más notorios de los reyes de Francia. A Madeleine le había encantado descubrir que antes de su matrimonio con María de Médici, el rey Enrique IV había vivido un apasionado amor con una hermosa y dulce dama llamada Gabrielle, y que había estado dispuesto a arriesgarlo todo por ella.

Pero Lessay no había captado su insinuación. Seguía mirándola sin comprender.

—¿Bella historia? Se dice que la envenenaron para que el rey no se casara con ella. Y murió en medio de atroces sufrimientos.

—Pero eso es sólo el final. ¿Y los ocho años de devoción y pasión absolutas? Cuando no estaban juntos, se escribían. Y él la quería tanto que incluso le pidió al Papa que anulara su primer matrimonio para poder casarse con ella, aunque Gabrielle no tenía sangre real.

—¿Y nombrar herederos a sus bastardos? ¿Cuando él mismo acababa de llegar al trono? Lo más probable es que hubiera provocado otra guerra civil.

Una lección de política. Qué pocas luces. Madeleine le interrumpió sin miramientos:

—Le hizo funerales de reina, y se mesaba los cabellos, vestido de negro. Un amor eterno.

Él ladeó la cabeza y la contempló con incredulidad. Por fin:

—¿Es el rey enamorado lo que os conmueve de la historia?

—Y la valentía de Gabrielle, dándolo todo por un hombre que estaba casado con otra.

Lessay se pasó una mano lenta por el cabello rizado y Madeleine procuró poner la expresión más inocente del mundo. Finalmente, el conde habló con voz queda:

—Mademoiselle, es posible que os parezca una bonita historia, pero hay mucho sufrimiento en ella. Desafortunadamente, los hombres no siempre tienen la suerte de casarse con alguien a quien puedan amar. —Ella se quedó callada, alentándole a continuar con la mirada—. Yo comprendo muy bien al rey. De hecho, me hallo en una situación similar.

La miró con tristeza, sin explicarse. Pero ella necesitaba saber más:

—¿Y la condesa? Tan llena de virtudes, tan bella…

—Una mujer excepcional. —Lessay titubeó—. Sin embargo, no nos amamos.

Qué delicadeza mostraba hacia su mujer. Pero no la quería.

—¿Entonces? —preguntó con voz tenue.

—Hasta ahora no le había dado mucha importancia. Me he distraído con entretenimientos frívolos, aquí y allá. No creía que existiese otra cosa.

La tomó de las manos con inesperada fuerza y Madeleine se dio cuenta de que había perdido el control de la situación. Ante la cercanía de aquel hombre de ojos color miel estaba completamente indefensa. Balbuceó débilmente:

—¿Hasta ahora?

Quizá no debería haberle alentado tanto con la historia de la amante del rey. ¿Qué iba a hacer si se arrojaba sobre ella? Pero el conde no hizo ningún gesto violento. Sólo le acarició la mejilla con un dedo. Luego acercó su rostro, que olía a jabón de afeitar y murmuró:

—Mi dulce niña.

Rozó apenas sus labios en un beso breve y casi casto. Parecía muy sereno. Ella sin embargo había sentido un agujero sin fondo crecerle en las entrañas y una agitación que amenazaba con ahogarla. Desasió sus manos de las de él con brusquedad y las llevó instintivamente al corazón. Tan leída, tan elocuente y no sabía qué decir ni qué hacer.

—En un carruaje…

El conde se reclinó de nuevo en su asiento con un suspiro. Madeleine no quería que creyera que la había disgustado, pero no sabía qué hacer. Al final fue él quien habló:

—Tenéis razón. Éste no es lugar. No tengáis miedo de mí, Madeleine. —Le miró a los ojos perdida en una nube de aturdimiento—. Dejadme que os demuestre lo que siento.

Se calló, expectante. Madeleine estaba aturullada:

—Sí —dijo, simplemente.

El coche iba cada vez más lento. Estaban cerca.

Lessay habló rápido:

—Escuchadme bien. Esta noche a las nueve un carruaje os aguardará tras el muro del jardín. Tendréis que escabulliros de vuestra habitación y usar la puerta que hay oculta detrás del invernadero. Tengo una casita con jardín y rodeada de huertos en Auteuil. El cochero os llevará junto a mí. Allí nadie nos interrumpirá. Os doy mi palabra de que no ocurrirá nada que vos no queráis que ocurra. —Volvió a tomarla de las manos y las arropó entre las suyas con infinita dulzura—. ¿Habéis comprendido?

Ella asintió de nuevo. Todo saldría bien.

—Tenemos mucho de qué hablar —le dijo, con entusiasmo.

El carruaje se detuvo del todo y el conde la ayudó a descender y, mientras la depositaba en el suelo, murmuró cerca de su oído:

—Mucho, mi bien.

Había tanta esperanza en su voz… El contacto acariciante de su mano en el antebrazo volvió a provocarle un escalofrío que era temor y placer a partes iguales. Le habría gustado que sus gestos supieran igualar la bravura de su corazón, pero no era más que una muchachita temblorosa, incapaz de expresar nada.

Avanzaron del brazo, en completo silencio. Entonces vio que su ama les contemplaba con suspicacia, apostada junto a la puerta de entrada:

—Querida niña, estaba preocupada. Es muy tarde. —Su voz sonaba alarmada—. ¿Y madame de Chevreuse?

Madeleine se sintió extraña al oír a su vieja Anne llamarla niña, igual que lo había hecho él hacía unos minutos.

Los dos se equivocaban. Ella era una mujer.

Anne la tomó de un brazo y la atrajo hacia sí como si el conde fuera un lobo hambriento del que estuviera deseando apartarla. Ama y galanteador se contemplaron un minuto, midiéndose como dos perros de pelea.

Madeleine sabía que Anne era orgullosa. Con cierta satisfacción, la vio apretar los dientes, tragarse el amor propio y bajar la vista.

Pero en cuanto el conde se despidió, su vieja ama se encaró con ella:

—¿Por qué estás tan agitada? Apenas cabes en el vestido.

Madeleine bajó los ojos. Sabía que tenía la mirada brillante y los labios temblorosos; suficiente para delatarla. Lo mejor que podía hacer era enfilar las escaleras para encerrarse en su cuarto y evitar un interrogatorio:

—No estoy agitada, sólo cansada. Ha sido un día muy largo, me voy a retirar.

Se dio la vuelta, pero Anne la cogió del brazo y la obligó a detenerse:

—Ese hombre y tú os miráis de un modo muy poco apropiado. No es la primera vez que me doy cuenta. ¿Te crees que un galanteo así es un juego?

Madeleine decidió disimular:

—El conde de Lessay es el primo de madame de Chevreuse. Por eso es amable conmigo. No hay nada más.

Comenzó a subir las escaleras, tratando de fingir tranquilidad. Anne la seguía de cerca, resoplando:

—Tontita, tengo casi sesenta años. Sé reconocer a un halcón de caza cuando lo veo. Y tú eres un polluelo que apenas ha salido del huevo.

Aquello la hirió profundamente. Su ama se burlaba de ella. Quizá estaba celosa de que pudiera querer a otra persona. ¿Acaso ella no se había enamorado nunca?

Miró sus ojos sin brillo, medio ocultos tras unos párpados caídos que amenazaban con sepultarlos, las mejillas huecas y la boca fina como una brizna de hierba. Resultaba difícil imaginar que un hombre la hubiera amado alguna vez.

Y sin embargo aquel rostro gastado era para ella sinónimo de cariño y lealtad sin límites. Lo escrutó, esperanzada, pero sólo encontró una dureza que hasta entonces había estado reservada a los que amenazaban la paz de la familia Campremy. Su ama la miraba igual que a una enemiga y sacudía la cabeza con desdén. Madeleine se quejó:

—¿Cómo puedes decir eso? Sólo has visto a monsieur de Lessay dos veces…

Anne se interpuso en su camino y siseó:

—Suficiente para calarle. Como fruta podrida. Ni se te ocurra volver a verle.

Si no le hubiera insultado, a lo mejor la habría escuchado. Pero en vez de hablar de modo razonable, Anne la trataba con desprecio. Algo duro y feo creció en su interior. La necesidad de defenderse golpeando:

—Eres mi ama, pero eso no te da derecho a mandarme. Más bien al revés. Haré lo que me plazca, con quien me plazca.

Le temblaba la voz. Nunca antes había dicho algo así. Habían tenido desacuerdos, pero ella siempre se había sometido, aceptando la guía de la única madre que había conocido.

Se encontraban frente a la puerta de su habitación. Madeleine intentó entrar y encerrarse, pero Anne se coló tras ella:

—¡Lo que le plazca a él, necia! ¿Qué crees que busca un hombre de su posición en una mocosa como tú? Un poco de diversión sin compromisos y a por la siguiente. ¡Despierta! No sólo es un hombre casado, es un gran señor acostumbrado a hacer lo que le viene en gana. Y tú no eres nadie. Una insignificante damisela de provincias que ha entrado en la Corte por la puerta de atrás.

Qué manera tan sórdida de describir el interés del conde. No tenía ni idea del vínculo tan hermoso que habían establecido ya. No pensaba dejarla ensuciar algo tan precioso con aquellas palabras horribles.

—Se acabó la conversación. No quiero oír tus insultos.

Anne la cogió del brazo:

—Pues me vas a oír. Te he guardado todos estos años. Te he protegido del mundo y ahora que eres casi una mujer no te perderé de esta manera indigna.

Madeleine estaba asustada:

—¡Indigna! No hay nada más digno que el amor verdadero.

—Su amor verdadero se llama fornicación y si te he visto no me acuerdo. Eres la doncella más tonta de toda la cristiandad.

Parpadeó con fuerza. Tenía que despertar de aquella pesadilla. Su ama se había vuelto loca.

Pero le quedaba el amor propio, y la necesidad acuciante de vengarse. Buscó enfebrecida una réplica que pudiera herir a Anne tanto como ella lo estaba, aunque no fuera verdad:

—Bueno, doncella ya no se me puede llamar. Parece que tu vigilancia ha sido en vano.

Anne la miró como si tuviera delante a una extraña y, sin previo aviso, le propinó un bofetón que la derribó al suelo. El golpe había sido fuerte, pero fue más bien la sorpresa lo que hizo que perdiera el equilibrio. Nunca antes la habían pegado.

Apenas tuvo tiempo de protegerse la cara. Su ama se lanzó sobre ella, gritando como una loca e insultándola. La llamaba toda clase de cosas infames: puta, desgraciada, ramera… A pesar de que Madeleine le rogaba, ahogada por los sollozos, que por favor parara. Que no la hiciera más daño. Anne tenía los ojos fuera de las órbitas. La agarró del pelo para levantarla y le arrancó varios mechones. Madeleine gritó de dolor con la esperanza de que alguien acudiera. Pero nadie las interrumpió.

—¡Basta, basta! ¡Me haces daño!

Intentó cubrirse el rostro con las manos. Aun así recibió otro par de dolorosos bofetones. Era incomprensible. Una locura. El mundo se había vuelto del revés. Desde que era una niña, Anne le había secado las lágrimas y la había consolado. Y ahora ese mismo llanto no merecía su clemencia. Se había transformado en una ménade inmisericorde:

—¡Todo echado a perder, tendría que matarte!

La cogió del cuello con los ojos extraviados. Madeleine temió que quisiera estrangularla y no fuera sólo una forma de hablar. Sin apenas resuello alcanzó a decir:

—Anne, por piedad…

El ama la soltó. Sus ojos tenían una expresión de horror. Parecía haberse dado cuenta de pronto de lo que estaba haciendo. A Madeleine aquello le dio todavía más miedo. Se arrastró por el suelo hasta que tanteó el borde de la cama. Quería esconderse bajo las mantas, quitarse de su vista. Anne se acercó de nuevo a ella y la cogió del mentón. Tenía los ojos bañados en lágrimas y su voz temblaba llena de pesar, ya sin violencia:

—¿Estás segura de lo que me has dicho? Porque sería mi muerte…

Madeleine tuvo el impulso de retractarse y confesar la verdad. No reconocía a la mujer que tenía delante de sí. Pero el dolor alimentó su maltrecho orgullo y asintió obstinada apretando los labios, que le sabían a sangre.

Algo debió de ver el ama en sus ojos, porque le acarició el pelo maltratado y le dijo con suavidad:

—Espera aquí. Voy a hacerte una tisana para que te calmes. Luego iré a buscar a una mujer de confianza que podrá confirmar lo que has dicho. Es posible que te equivoques. Es extremadamente importante que sigas siendo virgen. ¿Lo comprendes?

Madeleine no entendía nada, pero le dio la razón para que la dejara en paz. Su súbita dulzura le producía pavor. ¿Cómo podía acariciarla después de aquella paliza? La habían poseído los diablos.

El ama tardó muy poco en llevarle la infusión y enseguida volvió a dejarla a solas para que se calmara. Madeleine olisqueó la taza y reconoció la bebida dulzona con la que Anne la había adormecido la última noche que habían pasado en Ansacq. Entonces aún confiaba en ella, pero ahora ya no. Se levantó y arrojó el líquido por la ventana. Luego volvió a echarse sobre la cama y cerró los ojos. Se concentró en respirar hondo y calmar la agitación de su pecho.

Al cabo de un rato, Anne entreabrió la puerta de la habitación. La sintió acercarse en silencio y posar una mano fría sobre su frente. Convencida de que dormía, su ama dio media vuelta, salió de la estancia y sus pasos se alejaron escaleras abajo.

Madeleine se incorporó en la cama. No quería verla nunca más. No pensaba esperar a que volviera con alguna comadrona a humillarla de nuevo. Tenía que escapar.

Se despejó el rostro con agua fría de la palangana. Con manos temblorosas rehízo como pudo su peinado y buscó una capa que echarse sobre el vestido. Luego se apostó en la ventana. Desde allí se veía la entrada principal de la casa. En cuanto vio a Anne salir a la calle, bajó las escaleras corriendo e hizo llamar al cochero de la duquesa. Tuvo suerte. El hombre sabía dónde estaba el refugio de Auteuil del que le había hablado el conde. Iría allí a esperarle. Y él la salvaría.

Cruzó París acurrucada en el fondo del carruaje. Sólo de vez en cuando se atrevía a abrir las cortinas y echar un vistazo a su alrededor. El toque de queda, que todas las noches, a las ocho, anunciaba a los parisinos de vida honesta que era hora de recogerse en sus casas, resonó desde los campanarios de Notre-Dame. No había apenas luna y todas las casas le parecían igual de negras y feas. Le había dicho al cochero que fuera tan rápido como pudiera. Se sentía sola y asustada y necesitaba que alguien la consolara con urgencia.

A medida que avanzaban, los edificios se iban dispersando y los muros de los conventos sustituían a las construcciones de varios pisos. Dejaron atrás la ciudad. Al rato oyó que cruzaban sobre un puente de madera y poco después el carruaje se detuvo. Levantó de nuevo la cortina. Se encontraban en el campo, frente a una casita de dos alturas con la fachada cubierta de hiedra y un establo pequeño adosado a una de las paredes. Un muro bajo rodeaba el pequeño jardín. Se escuchaba el rumor del río y el silbido del viento entre los árboles medio desnudos. Igual que en su casa. Por primera vez desde su llegada a París, se dio cuenta de que la echaba de menos.

Vio a un criado doblar la esquina del edificio cargado con una brazada de leña, empujar de una patada la puerta, que batió con fuerza a sus espaldas, y desaparecer en el interior. Una de las ventanas del piso superior estaba iluminada y de la chimenea salía humo. El corazón le latió más fuerte.

Aunque se había adelantado a su cita, él la estaba aguardando.

El cochero tuvo que ayudarla a bajar. A medida que los golpes se enfriaban le dolía más el cuerpo y le costaba moverse. Le pidió que la esperara, por si había algún contratiempo, y avanzó hacia la luz. Alzó la mirada. En el piso de arriba había un rumor sordo de conversación y le pareció escuchar risas. A lo mejor el conde no había llegado y lo que se oía era la charla de los criados preparando la estancia.

Avanzó hasta la puerta. Aunque estaba congelada, sintió que las mejillas le ardían. Respiró hondo tratando de contener la emoción. Aún estaba aturdida y asustada. Anhelaba encontrar amparo entre unos brazos que la protegieran, pero también le daba miedo lo que pudiera ocurrir aquella noche, cuando se encontraran a solas.

Agarró la aldaba con dedos temblorosos, pero la puerta estaba sólo entornada. Entró. Las voces del primer piso llegaron hasta ella más claras que antes. Eran varios hombres que gritaban y reían. Distinguió con claridad la voz alegre de Lessay:

—Vamos, messieurs, a comer, que quiero a todo el mundo fuera de aquí en una hora.

Alguien le respondió con la boca llena:

—Yo sigo sin estar convencido. Por mucho que veamos a la niña llegar desde el establo, ¿cómo sabremos qué pasa luego? Quiero que quede claro: si no se la metéis no hay apuesta que valga.

Madeleine contuvo el aliento y avanzó dos pasos quedos en dirección a las escaleras:

—Bouteville, no me insultéis. —La voz del conde desbordaba suficiencia—. Después de esta noche la voy a dejar tan bien picada que mañana por la mañana os podrá dar todas las lecciones que necesitéis, si aún os queda alguna duda.

Una horripilante carcajada coreó la respuesta de Lessay:

—Qué cabrón. En tres días. —Madeleine sintió un escalofrío al reconocer la voz del duque de Chevreuse, el marido de su madrina y el hombre que la había acogido en su hogar—. Y luego me tocará escuchar los llantos en mi casa. Podríais guardarla como amante una temporada.

—No, gracias. Esta niña tiene pinta de ser de las que se pegan al cuerpo como una camisa mojada. Demasiado trabajo para tan pocas carnes. Yo en un par de días me marcho a Chantilly y se acabó lo que se daba. ¿No podéis encontrarle un marido en algún sitio, mientras estoy fuera?

Madeleine retrocedió hasta la puerta, tambaleándose, y buscó a tientas el cerrojo. Apenas veía y le daba la impresión de que nunca más sería capaz de respirar. De que iba a caerse muerta de dolor y de vergüenza allí mismo.