La mano de bronce colgaba inmóvil de una gruesa cadena de hierro. Una pátina verdosa le había roído el color y le faltaban dos falanges del dedo índice y otra del anular, pero ahí estaba, señalando ominosa la puerta de entrada de la hostería. La prueba de que quizá, y sólo quizá, se repitió a sí mismo Bernard, maître Thomas no estaba tan loco como había pensado.
En cuanto Lessay le había dado licencia aquella mañana, había cruzado París, ensayando en voz baja la historia que iba a contar. Había atravesado la puerta de Nesle y el foso enlodado que rodeaba las viejas murallas, y se había adentrado entre los muros de piedra de las residencias señoriales que bordeaban la calle del Sena hasta plantarse ante las puertas del pequeño hôtel de monsieur de La Roche, en el que aún residía su viuda.
El criado que le había atendido en el zaguán le había mirado de arriba abajo con los labios pinzados y una expresión de disgusto que no se había molestado en disimular:
—¿Maître Thomas? ¿Y para qué le buscáis?
Bernard se había vestido con la ropa de la fiesta para causar mejor impresión. Se inventó un nombre falso y le dijo que acababa de llegar a París. Un pariente de maître Thomas estaba al servicio de su padre y traía noticias importantes para él:
—Supongo que sigue al servicio de monsieur de La Roche…
—Suponéis mal —respondió, hosco, el lacayo—. Hace ya un mes que maître Thomas dejó esta casa.
—Vaya. —Bernard trató de parecer decepcionado—. ¿Dónde podría encontrarle?
Su interlocutor lanzó un resoplido burlón y giró la cabeza. El zaguán se abría a un pequeño patio. Frente a ellos, sentado en los escalones que conducían a la puerta del hôtel, un individuo moreno y narigudo, con un marcado aire chulesco, se entretenía en afilar una espada con movimientos lentos y deliberados:
—¿Habéis escuchado? —preguntó el lacayo—. Monsieur quiere saber dónde puede encontrar a maître Thomas.
—Decidle que le busque en el noveno círculo del infierno —respondió el tipo, torciendo la boca en una mueca desagradable. Tenía un acento italiano muy pronunciado—. Con los que traicionan a sus amigos y a sus benefactores.
—No queremos volver a saber nada de él —confirmó el criado.
Una mujer muy rubia y con las mejillas coloradas que estaba baldeando el patio se detuvo a escuchar, curiosa.
Bernard insistió:
—¿Quizá monsieur de La Roche pueda ayudarme?
—Monsieur de La Roche le entregó el alma a Dios hace cinco semanas.
—La misma noche en que vuestro amigo abandonó esta casa —intervino la mujer, encantada de encontrar una excusa para meter baza—. A pesar de lo que monsieur de La Roche le había favorecido. Confiaba en él como en un hermano. Y así se lo pagó. Desapareció antes siquiera de que el cuerpo estuviera frío.
—Y eso que madame le había rogado que se quedara a su lado para ayudarla con la administración —añadió el lacayo.
—¡Una dama tan buena y tan generosa! —continuó la mujer—. Al poco de llegar a París pagó la dote de mi hija para que pudiera entrar en las Ursulinas. Aunque no la había visto nunca y a mí acababa de conocerme.
El italiano detuvo el movimiento de la piedra de afilar:
—A saber lo que se traería entre manos ese gusano. La signora me dijo que se había llevado muchos de los papeles de su marido. Como vuelva por aquí… —Se pasó el canto de la mano por el gaznate en un gesto significativo.
—¿Podría hablar al menos con vuestra señora? —preguntó Bernard con tono inocente.
—La signora está muy enferma y no recibe a nadie —replicó el italiano, seco—. Pero podéis rezar por ella si queréis hacer algún bien.
Se santiguó, solemne, y Bernard le imitó. Estaba visto que todos los que rodeaban a la baronesa de Cellai eran tan alegres como ella.
Hizo una pregunta más, con voz cortés:
—¿Y nadie tiene noticia del paradero de maître Thomas?
El criado negó con la cabeza y entró en la casa, dando la conversación por terminada. Pero el hombre de la espada se levantó y se acercó a él:
—Escuchad. Yo sí sé dónde está el maldito escribano. Hice por averiguarlo y le ofrecí a la baronesa traérselo del pescuezo. Pero ella me pidió que lo dejara estar; dijo que hablaría con él cuando se recuperara un poco de su dolor y se sintiera con fuerzas. —Achicó los ojos—. Os daré las señas con una condición.
—Vos diréis.
—Que le digáis que yo no soy tan generoso como la signora. Y que aunque ella perdone sus ofensas, yo no me olvido. Más le vale que no me lo encuentre en ningún sitio.
Sus dedos acariciaban el acero, muy despacio, mientras hablaba. Aquél debía de ser el escudero de la baronesa. Seguramente había venido con ella desde Italia. Tenía pinta de ser uno de esos hombres fieles como perros de presa e igual de difíciles de aplacar si alguien dañaba a sus amos.
—Está bien.
—A saber si la rata sigue en el mismo sitio —gruñó el italiano—, pero hace un mes se alojaba en una fonda que hay en un callejón pegado a la puerta del Temple. La enseña es una gran mano de bronce que cuelga de una cadena.
Bernard le dio las gracias y se despidió, decepcionado. Los sirvientes de la baronesa, italianos o franceses, habían resultado ser extraordinariamente fieles. Ni una mala palabra sobre su señora, ni una insinuación. No había averiguado nada en absoluto. Lo mejor que podía hacer era obedecer a Lessay y olvidarse de todo el asunto.
Entonces recordó algo y se detuvo en seco, con los pies clavados en la tierra blanda de la ribera del Sena.
Una mano de bronce colgada de una cadena. Po’ cap de Diu.
Cuando maître Thomas se le había arrojado encima en las escaleras del hôtel de Lessay, le había dicho algo sobre una mano de bronce. Que alguien la había encontrado. Que ahora sabían dónde estaba. Algo parecido. Desatinos, había pensado. Como eso del caos y las tinieblas, o lo de la mujer misteriosa que le perseguía.
Pero si la mano de bronce era simplemente una fonda, quién sabía cuántas cosas más de las que había dicho el pobre secretario tenían una explicación sensata. Ahora tenía todavía más remordimientos por haber ignorado la petición de socorro del hombrecillo.
Así que allí estaba. Con la espalda apoyada en un muro al sol y los brazos cruzados sobre el pecho, contemplando aquella mano gigante arrancada de alguna escultura que le daba nombre a la posada donde había estado escondido maître Thomas desde su huida de casa de la italiana hasta su aparición en el hôtel de Lessay. A la mano de bronce sólo le faltaba darle una bofetada por necio. No podía ser más real.
Bajó la vista al suelo. Sin darse cuenta había escarbado un agujero en el barro con el tacón de la bota. Se apoyó en la otra pierna y comenzó a cubrir el hoyo en un gesto igual de inconsciente.
—Manda huevos… —gruñó entre dientes.
Cruzó la puerta de la fonda con determinación. La fachada era estrecha y la sala principal tenía unas dimensiones escuetas y el techo bajo, pero a la derecha unas escaleras conducían a otro piso, donde estaban los comedores privados y los dormitorios, y al fondo, una bóveda daba acceso al resto del establecimiento: un laberinto de cavas subterráneas, bodegas enrejadas y tramos de escaleras que subían y bajaban. En los rincones más cercanos a la entrada, las mesas estaban ocupadas por comerciantes de paso y parroquianos de aspecto respetable. Pero bajo los huecos de las escaleras y en los sótanos más profundos, personajes más torvos despachaban negocios en voz baja.
Bernard dio una vuelta por todo el establecimiento y finalmente se acomodó en una mesa en penumbra y pidió de comer.
El patrón era un hombre de unos cuarenta años, calvo y ataviado con un mandil hasta los pies, que dirigía a los mozos del mesón a voz en grito. Cuando se acercó a preguntarle si todo estaba a su gusto, Bernard le pidió que se sentara con él. Había estado pensando qué contarle exactamente y al final se inventó que maître Thomas había aparecido acuchillado en una calle de París y que había venido a pagarle cuanto éste le hubiera dejado a deber y a recoger sus pertenencias.
El mesonero se limpió las manos en el delantal, las apoyó sobre las rodillas y echó hacia atrás la cabeza para observarle mejor:
—Así que al final le cazaron —masculló, con una media sonrisa torcida—. Ya me olía algo así.
Bernard se olvidó de inmediato del papel de indiferente que tenía pensado interpretar. Casi saltó de su silla:
—¿Sabéis quién iba tras él?
El posadero hizo un gesto con la mano para que moderara su apremio:
—Tranquilo, muchacho, tranquilo. Lo primero es lo primero. Vuestro Thomas no ha dejado nada a deber y sus pertenencias consisten en una Biblia y una muda. Podéis llevároslas cuando queráis. Ahora bien, vos no habéis venido a pagar las cuentas de nadie. —La voz sonora del hombre se convirtió en un susurro—. Habéis venido a hacer preguntas. Y yo no sé si me juego el cuello si os contesto.
Bernard captó la insinuación y blasfemó entre dientes. Maldita la hora en la que había decidido ponerse el traje de la fiesta para impresionar a los criados de la baronesa de Cellai. Nadie era tan tonto como para vender información barata a un tipo vestido de tafetán de arriba abajo.
A regañadientes sacó una moneda de plata de su bolsa y la depositó encima de la mesa. Miró al mesonero a los ojos. Éste le contemplaba como si le estuviera gastando una broma. Resignado, extrajo una moneda más. Su interlocutor resopló, volvió a enjugarse las manos en el delantal e hizo ademán de ponerse en pie.
Bernard le agarró del brazo:
—Está bien, ¿cuánto queréis? —masculló, a la desesperada.
El posadero echó un vistazo goloso a su bolsa y sonrió con condescendencia. Bernard se mordió la lengua. Ahora aquel hombre pensaba no sólo que era rico, sino que además era un pardillo de tomo y lomo. Ya no había nada que impidiera que le desplumase.
—Diez libras.
—¿Diez libras? —exclamó. Eso era mucho más de lo que llevaba en la bolsa.
El mesonero debió de hacerse cargo de su alarma, porque volvió a sentarse:
—Escuchadme bien. Yo soy un hombre honrado. Podría haberos dicho que la persona que buscáis me debía dinero. Pero no lo he hecho. Podría haberle vendido a quienes vinieron a buscarle. Pero tampoco lo hice. Vos queréis información. Yo os la ofrezco. Pero no voy correr el riesgo de enojar a algún poderoso por cuatro sueldos.
El mesonero había hablado sin despegar los ojos de los suyos. Tenía una mirada intensa y firme, de hombre vivido. Bernard se fijó en su brazo derecho. Llevaba la camisa remangada por encima del codo y una cicatriz larga y retorcida le atravesaba todo el antebrazo. Sobre el cráneo rapado tenía una marca similar. Antes de regentar la hostería aquel hombre había sido soldado. O algo parecido. En cualquier caso daba la impresión de que tenía las ideas muy claras y no hablaba por hablar. Si el trato no le parecía justo era perfectamente capaz de rechazarlo.
Bernard le arrojó el resto de su dinero, resignado:
—Esto es todo lo que tengo —suspiró.
El hombre agarró la bolsa al vuelo, la sopesó en la mano y se levantó de la mesa. Bernard dejó caer la frente sobre el tablero y le propinó varios cabezazos de ira. ¿Cómo había podido ser tan zote? Aquélla era la segunda bolsa que le había proporcionado Lessay y la segunda que se le escurría de las manos antes de haberle dado ningún uso. Otra vez sin blanca. Si a maître Thomas no le parecía suficiente lo que estaba haciendo por aclarar su muerte, por él podía aparecérsele todas las noches que quedaban hasta el día del Juicio. Porque no pensaba gastarse ni un sueldo más.
Con el rabillo del ojo vio al mesonero regresar con otra jarra de vino. El muy ladrón sonreía de oreja a oreja mientras le servía:
—El mejor de mi bodega —dijo.
—Ya puede serlo —gruñó Bernard.
El posadero respondió con una risotada y empezó a relatar:
—Vuestro amigo llegó aquí hará más o menos un mes. Un tipo callado, extraño, pero buen pagador. Enseguida me di cuenta de que no andaba bien de la mollera. Pero no molestaba. No salía nunca de su cuarto, más que alguna vez, ya cerrada la noche, para respirar aire fresco. No hacía más que rezar y leer la Biblia. Y no dejaba a ninguna de las mozas acercarse a él, ni para subirle la comida ni para adecentar su estancia. Estaba emperrado en que las mujeres eran todas instrumentos del maligno. Sólo se dejaba atender por un mozo de las cocinas. —Bajó la voz—. Hará cosa de una semana, vuestro hombre pidió recado de escribir y despachó al zagal con una carta. Con alguien que no debía tuvo que tratar el mozalbete por el camino. Porque esa misma tarde se presentaron aquí dos hombres preguntando por un tal Thomas. Dos españoles. Vestidos de negro y más arrogantes que Felipe IV y su valido.
—Italianos, queréis decir.
—He dicho españoles.
—Los italianos pueden confundirse con los españoles. El idioma es muy parecido —insistió Bernard.
—¿Creéis que no sé distinguir a un español de un italiano? Eran españoles, os digo.
—Pues yo apuesto a que uno de ellos era un tipo alto y flaco, muy moreno y con una nariz de un palmo —replicó, describiendo al escudero de la baronesa de Cellai.
El mesonero resopló, hastiado:
—Uno era rubio, fuerte, con el pelo rizado y los ojos muy claros; y el otro calvo, de estatura media, muy nervudo. Callados y secos. Dos matarifes de libro.
Bernard se quedó mudo. Él había visto dos tipos como ésos. Hacía sólo unos días. Al caer la noche, detrás de la iglesia de los Quinze-Vingts, acero en mano. El rubio era el que se había arrojado sobre él. El calvo, el primero que había despachado Lessay. Ahora se daba cuenta de que ninguno de los dos había abierto la boca. Probó una vez más:
—¿Y estáis absolutamente seguro de que ninguno de ellos era italiano?
El posadero alzó mirada y manos al cielo, en un gesto de desesperación:
—Sí, estoy seguro. Comieron pierna de cordero. Y me pagaron con esto. —Se agachó un instante, introdujo la mano en el interior de la media y depositó una moneda sobre la mesa, con un golpe seco. Un doblón de oro—. No hacía falta ser doctor de la Sorbona para comprender que algo querían.
—¿Y qué era lo que querían? —Bernard examinó la moneda con el ceño fruncido. Era un doblón de los que sólo acuñaban los españoles, con la efigie de su rey en una de las caras. Aunque eso no quería decir nada. Mucha gente en Francia manejaba moneda española. Pero el mesonero no era ningún tonto. Si estaba tan convencido de que eran españoles, debían de serlo. Por mucho que aquello contradijese todas sus sospechas.
—No me lo dijeron. Venían como vos, preguntando. Pero estaba claro cuáles eran sus intenciones —concluyó con una mueca.
—¿Cómo…?
El mesonero le interrumpió:
—Yo también practiqué su oficio. Durante demasiados años. A mí no me va a engañar ningún matachín de tres al cuarto. Les dije que el hombre que buscaban había estado aquí, pero que se había marchado. Imaginaba que no me creerían y que se quedarían rondando. Así que por la noche le hice salir a escondidas por la trampilla de una de las bodegas. Y no me equivoqué. A la mañana siguiente, la ventana de su habitación estaba abierta y sus pertenencias revueltas. Si había algo de valor, se lo habían llevado. Al mozo que le vendió, le pegué una buena paliza y lo eché a la calle de una patada. De vuestro hombre, no he vuelto a saber.
Bernard salió de La Mano de Bronce con el estómago lleno, los bolsillos ligeros y aún más perdido de lo que había entrado. Se encaminó hacia el hôtel de Lessay, preguntándose si debía confesarle al conde que no había estado ocupado en un asunto personal y contarle todo aquello.
Nada de lo que había averiguado le ayudaba a saber si maître Thomas se había dado muerte solo o si, amparado en el jaleo de la fiesta, alguien le había obligado a quitarse la vida de aquella forma horrible.
Lo que ya no estaba nada claro era que los matones de la otra noche los hubiera mandado la baronesa de Cellai. A lo mejor era verdad que no tenía nada que ver con su muerte. Su escudero le había dicho que sabía que maître Thomas estaba allí escondido desde el principio y le había dejado estar. Además, ¿por qué iba a contratar a dos españoles? Podía haber enviado a su perro guardián. Era un compatriota devoto que no pedía más que echarle la mano encima al secretario. Y si no quería utilizar a un hombre de su casa para hacer el trabajo sucio, seguro que París estaba lleno de franceses dispuestos a liquidar a un hombre indefenso por un pequeño precio. Era extraño que hubiera recurrido a unos españoles. Que además manejaban doblones de oro de su país con semejante alegría.
Se relajó cuando le dijeron que Lessay no estaba en casa. Eso le daba más tiempo para pensar qué iba a contarle. Pero cuando le informaron de que había ido al teatro del hôtel de Bourgogne con la duquesa de Chevreuse, agarró la capa otra vez y salió corriendo para allá. Era la primera oportunidad de verla que se le presentaba desde la fiesta.
Lo primero que escuchó, antes incluso de cruzar la puerta de la sala, fue el escándalo de una carcajada colectiva. Nunca en su vida había visto tanta humanidad junta y apretada.
El establecimiento era un espacio alargado, exactamente igual que las salas de pelota. Tenía una galería en lo alto para el público de más calidad y un graderío al fondo donde se sentaban medio centenar de espectadores con pinta de artesanos y burgueses modestos. Por delante de las gradas, arrimado al escenario, se apiñaba el público de a pie.
Bernard intentó acercarse. El escenario casi no se veía desde donde estaba, con tanta cabeza de por medio. Pero un vistazo rápido a la catadura del público le convenció de que no era buena idea intentar abrirse paso de cualquier modo. De pronto la congregación estalló en aplausos y silbidos, y estirando el cuello consiguió verle medio cuerpo a una rubia tetona que iba disfrazada de princesa.
Alzó la mirada hacia la galería buscando al conde y a Marie, y no tardó mucho en localizarlos en uno de los balcones. Lessay estaba sentado casi de espaldas a las tablas, con un codo apoyado sobre la barandilla, inclinado sobre una dama que Bernard no reconocía. De pronto la identificó, sorprendido. Era Madeleine de Campremy. Junto a ellos, la duquesa de Chevreuse paseaba una mirada aburrida entre los espectadores mientras se abanicaba displicente.
Cruzó el patio, decidido, pero a medida que subía los escalones que conducían a la galería sentía que se iba poniendo más colorado. Se abrió paso hasta el balcón y saludó con toda la deferencia de que fue capaz.
Las dos damas estaban muy guapas. Él no entendía de abalorios ni de afeites, pero estaba claro que alguien se había encargado de acicalar a Madeleine a la moda de la Corte. Llevaba el cabello rizado, sus labios tenían un color de coral que no les había dado la naturaleza y el jubón que llevaba tenía un corte en pico, más escotado que el que había lucido en la fiesta. Se la veía luminosa, refinada y a sus anchas, alternando con su madrina y con Lessay como si lo hubiera hecho toda la vida.
A Marie, ahora que estaba tan cerca, apenas se atrevía a mirarla más que de reojo por miedo a cometer una inconveniencia.
Se acercó a Lessay y le pidió un momento para hablar con él en privado. El conde le siguió hasta la escalera y Bernard tomó aire. No se le ocurría otra forma de contar cómo había llegado a La Mano de Bronce más que decir la verdad. Que había estado en casa de la baronesa de Cellai.
El conde le miró con enfado:
—¿Ése era el asunto que teníais que resolver esta mañana? —murmuró de malos modos—. ¿No os dije que lo dejarais estar? ¿Estáis sordo acaso?
—Lo sé, pero… —Lo mejor era ir al grano, a ver si evitaba que el descontento fuera a más—. He averiguado algo que os va a interesar. Los dos matones que os atacaron en los Quinze-Vingts… Eran españoles. ¿No os parece curioso?
Lessay achicó los ojos, interesado:
—¿Cómo sabéis eso?
Se lo contó todo, dejando caer de pasada que se había gastado todo su capital a su servicio. El conde enarcó las cejas, dándole a entender que estaba estirando la cuerda, y Bernard recogió velas rápidamente y concluyó su relato.
Lessay parecía satisfecho, como si la historia de los españoles no le resultara extraña. Le dio una palmada en el hombro, sin más, y regresó a su asiento, junto a Madeleine. Bernard no habría sabido decir si la información que le había dado significaba algo para él o si le había producido alguna emoción. Se rascó la barba, frustrado.
No sabía qué hacer. No le habían invitado a quedarse, pero tampoco le habían despedido claramente. Y había una silla libre junto a la duquesa.
Se acomodó a su lado y ella le sonrió:
—¿Cómo os encontráis? Mi primo me ha dicho que habéis estado enfermo.
—Mucho mejor, madame. En plena forma.
La miró intensamente, sin saber qué más decir, encantado de que hubiera estado hablando de él con Lessay. Marie asintió, complacida, pero no añadió nada más. Se giró hacia el escenario y le dio la espalda.
Bernard empezó a ponerse nervioso. ¿Y ahora qué? Sobre las tablas, una princesa con pinta de criada disfrazada le estaba anunciando a un príncipe que estaba enamorada de otro. Pero la historia no le interesaba en absoluto. No sabía qué hacer. Marie no le daba ninguna señal.
Pasó un rato largo. Tanto que al príncipe del escenario le dio tiempo a estrangular a la criada disfrazada y arrojarla por una ventana, y él seguía encogido, esperando un guiño cómplice, o uno de los comentarios con doble sentido de Marie, especiados como el gusto de su piel sudorosa.
No se le iba de las mientes la manera en la que había domado sus bruscos impulsos la noche de la fiesta. Tenía los recuerdos tan a flor de piel que ni siquiera necesitaba cerrar los ojos para revivirlo todo.
Marie le había dejado hacer durante el primer asalto, bronco y urgente, entre tropezones y capas de faldas. Pero luego le había pedido que la desvistiera despacio.
Tampoco habría podido hacerlo de otra manera. Los vestidos de las damas estaban confeccionados a propósito para burlarse de los dedazos zafios e impacientes como los suyos. No sabía cuánto tiempo había estado luchando contra aquellos malditos ojales. Pero había merecido la pena.
Él en su aldea no había pasado de toquetear bajo las sayas a alguna moza montaraz y aliviarse a ciegas y en estampida. No había visto nunca una mujer desnuda. Cuando Marie se había sacado la camisa, se había quedado mirándola, incrédulo y boquiabierto. Había tantos sitios donde agarrar que se había quedado petrificado contemplando todas aquellas formas cálidas y redondeadas, muerto de sed y de hambre, e incapaz de decidirse. Igual que el asno de la fábula.
Pero ella le había asido de ambas manos, le había hecho que la sujetara de la cintura y se había sentado a horcajadas sobre él, estrujándole la tranca arriba y abajo de un modo tan delicioso que resultaba insoportable. Había cerrado los ojos, otra vez paralizado, pero ahora de gusto, hasta que había dejado que su cuerpo se acoplara al vaivén rítmico de las caderas de la duquesa. Entonces ella había vuelto a tomarle de las manos, las había posado sobre sus nalgas y le había hecho que le agarrara el culo con fuerza.
«Mírame», la había oído susurrar, entre dos gemidos.
Él había obedecido. Había visto aquellos ojos grises, enturbiados por el placer, clavados en los suyos, y ahí había acabado todo.
Ella se había derrumbado sobre su pecho, riendo.
«Ya os pueden quedar fuerzas hasta la madrugada. Porque esto no va a quedar así», le había dicho, propinándole un lametón en la oreja.
Bernard no había entendido lo que quería decir. Pero fuerzas tenía, desde luego.
Así que se había dejado guiar. Y vaya adiestramiento que había sido. Había descubierto que labios y manos podían hacer cosas que nunca se le habían pasado por las mientes; y jugar a otras que había oído contar eran coto privado de las meretrices de alcurnia, pero jamás había terminado de creerse. No tenía ni idea de que las mujeres pudieran disfrutar de aquella manera. Ni de que pudieran obtener el mismo placer que los hombres. Pero no se había atrevido a preguntarle a Marie si era algo normal o si sólo le ocurría a ella.
La verdad era que para esas cosas echaba de menos a Charles. Pero, de momento, no tenía ganas hablar con él. El recuerdo de las palabras que habían cruzado al final de la fiesta aún le hacía hervir la sangre.
En el escenario, el cruel príncipe había caído víctima de una añagaza y se arrastraba de un lado al otro de las tablas, gritando los nombres de sus envenenadores. Marie suspiró, aburrida, y le miró por encima del hombro:
—Si no se decide a morirse de una vez, bajad a rematarle, por favor.
Qué ojos tan preciosos tenía. Y qué labios. No quería ni pensar en lo que le había hecho con esos labios la noche de la fiesta…
Inclinó la cabeza, para poder hablarle muy bajito:
—La otra noche fue la mejor de mi vida.
Marie sonrió y le acarició brevemente la mejilla, pero no dijo nada. Parecía que se le había comido la lengua el gato. A lo mejor era que estaba harta de ser ella la que le guiase y quería que tomara él la iniciativa.
Aguardó a que girara otra vez la cabeza hacia el escenario, respiró hondo, le puso una mano en el muslo y apretó. El abanicazo seco que recibió en la punta de los dedos hizo que se le escapara un gemido de dolor. Lessay y Madeleine volvieron la cabeza, pero la duquesa continuó con la vista fija en las tablas, como si no hubiera pasado nada. Que se la llevaran los demonios si había alguien capaz de entenderla.
Cruzó los brazos, desairado, y fijó la vista en el patio. Había estallado una pequeña gresca entre dos espectadores de a pie, y vio a un raterillo que se escabullía entre las gradas del fondo con una bolsa que le había robado a uno de ellos en la distracción.
Afortunadamente, el príncipe envenenado acabó por fin de morirse, y no le dio tiempo a volver a meter la pata con Marie. Se pusieron todos en pie, el conde le ofreció el brazo a Madeleine, y él le ofreció el suyo a la duquesa, que lo tomó como si no hubiera pasado nada. Eso era que el error que había cometido no debía de ser muy grave. A lo mejor era simplemente que no quería familiaridades en público.
Atardecía y en la calle soplaba un viento helado y desapacible. Se envolvió en el manto, preguntándose si las damas les invitarían a compartir su carruaje.
Marie se arrimó a Lessay y se lo llevó aparte, cuchicheando en voz baja, así que él aprovechó para acercarse a Madeleine. Apenas había intercambiado palabra con ella. Intentó saber cómo le estaba yendo la vida en París y si estaba contenta en casa de madame de Chevreuse, pero la moza estaba más pendiente de observar al conde con el rabillo del ojo que de contestarle. Tanto embeleso ya era enojoso. ¿Qué le había pasado a la muchachita pizpireta y medio campesina de la fiesta? Parecía que le había dado un pasmo.
En un momento dado, Lessay alzó la mirada y se la quedó mirando, pensativo. Madeleine dio un respingo nervioso y se puso a parlotear a lo loco, interesada de pronto en reírse con él de los despropósitos que habían visto sobre las tablas del teatro. Que el diablo se lo llevara si entendía las reglas del trato con las mujeres.
Por fin, Lessay y Marie pusieron término a su conciliábulo y el conde ayudó a las dos mujeres a subir al coche:
—Voy a acompañar a madame de Chevreuse y a mademoiselle de Campremy a su casa, Serres —le dijo—. Gracias por todo.
Y sin más, desapareció tras ellas en el interior del coche, sin que nadie le insinuara que les acompañara.
Bernard se quedó allí un momento, observando el carruaje mientras se alejaba. Uno de los porteros del hôtel de Bourgogne le pidió que se apartara para poder encender las antorchas de la fachada. La luz repentina del fuego hizo que su silueta temblara, confusa, contra la pared del edificio, igual de insegura que su espíritu.