Le despertaron las voces destempladas de dos criados que discutían en el jardín.
Con los ojos aún cerrados, aspiró el olor a sudor y carne caliente que bañaba la cama y enterró el rostro en el hueco del hombro de Marie. Agarró uno de sus pechos desnudos. Los dedos se le cerraron solos y sus labios se abrieron para chupar la piel húmeda de su cuello. Tenía un sabor intenso, acre y salado al mismo tiempo.
A medida que su cuerpo iba recordando todo lo que había ocurrido entre aquellas sábanas, la felicidad se fue convirtiendo en una urgencia aguda. Por la noche, la embriaguez les había hecho perder la sensatez a ambos, pero en cuanto Marie saliera del letargo y se diera cuenta de quién era el patán que la estaba manoseando, a saber si no se arrepentía de inmediato. No podía dejar escapar ni un momento. Se colocó sobre ella y la acarició entre las piernas para despertarla. La duquesa entreabrió los ojos, esbozó una sonrisa adormilada y le rodeó con los brazos en un gesto lánguido.
De un manotazo, Bernard se deshizo de las mantas. Se incorporó sobre las rodillas para contemplarla y la acarició con una mano ruda e incrédula mientras ella se desperezaba. Incapaz de contenerse por más tiempo, se abalanzó sobre ella y la besó con fuerza.
Marie tenía los labios resecos. Se los mordió en un arrebato y la sintió reír dentro de su boca. El pulso le corría vertiginoso por todo el cuerpo, de la cabeza al vientre y la punta de los dedos. Se estrechó contra ella y se acomodó entre sus muslos con ansia, sin dejar de besarla. Pero ella giró la cabeza hacia un lado e intentó escabullirse de su abrazo. Bernard la persiguió, porfiado, y ella le colocó una mano en el pecho e hizo fuerza para apartarle. Su alegría franca se había convertido en una risita inquieta y tenía la vista fija en algún punto a su espalda.
A regañadientes, Bernard se apartó por fin y se dio la vuelta. Plantado a los pies de la cama, con la puerta aún entreabierta a sus espaldas, el conde de Lessay los contemplaba a ambos con las cejas enarcadas. Tenía una expresión rígida en los labios, pero su mirada líquida resbalaba con toda la calma del mundo por el cuerpo de la duquesa.
Bernard agarró la sábana como un rayo, la envolvió bien con ella y se cubrió con un pico la propia entrepierna. Luego se sentó en el borde de la cama y miró de reojo al conde, resentido. A juzgar por la luz que entraba, debía de estar ya avanzada la mañana. Lessay iba vestido con un traje sencillo de paño verde oscuro y botas de montar, y daba la impresión de llevar un buen rato despierto. Mucho estaba tardando en disculparse y dejarlos a solas. ¿Acaso no se daba cuenta de que le tenía allí plantado, cogiendo frío con la verga tiesa y un trozo de trapo por todo abrigo?
Bien era verdad que aquélla no dejaba de ser su casa, la zagala que había desnuda bajo las sábanas su pariente, y él un huésped de tres días que quizá se había tomado demasiadas confianzas. Mejor tener paciencia.
La duquesa se atusó el peinado y saludó con desparpajo. Lessay parecía indeciso, pero finalmente arrimó la silla y se sentó junto a ella:
—Así que aquí es donde estabais. Anoche os estuve buscando por todas partes. Dejasteis abandonada a vuestra ahijada.
Marie se llevó una mano a los labios:
—¡Mademoiselle de Campremy! Me olvidé completamente de ella…
—No os preocupéis, vuestro marido se encargó de llevarla a casa. Muy bonita, por cierto —añadió Lessay, mirándola de reojo.
Las palabras no tenían nada de deshonesto, pero el tono en el que las había pronunciado puso en guardia a Bernard. ¿No habían quedado anoche en que Madeleine estaba a medio hacer y no merecía ni un vistazo?
Marie le devolvió la mirada, sorprendida:
—¿De verdad?
Lessay se inclinó para murmurarle algo al oído. Su bigote rozó las mejillas de la duquesa y los rizos castaños vibraron con su aliento. Bernard le miró a los ojos, desafiante. Pero él le ignoró y de un empellón le desalojó de la cama:
—Vestíos de una vez. Tengo que hablar con vos en privado.
En cuanto tuvo las ropas puestas, salió de la habitación detrás del conde y cerró la puerta. Lessay le miraba con cara de pocos amigos. Ese cambio de humor tan brusco no auguraba nada bueno.
Tragó saliva y se vio regresando al cuarto de Charles con las orejas gachas. Pero entonces recordó que la noche anterior habían estado a punto de llegar a las manos y volvió a sentir el sabor acerbo de los insultos que le había aguantado. Ni hablar de ir a pedirle ayuda con el rabo entre las piernas. ¿Cuánto sería oportuno esperar para solicitar audiencia con el capitán de los Guardias por tercera vez y decirle que ahora sí quería entrar en su compañía? Otra solución no se le ocurría. Y todo por no haber sabido cerrar la bragueta a tiempo.
—Ya me hago cargo de que anoche no estabais para prestar atención a nada de lo que pasara fuera de vuestro cuarto, pero esto es importante. —El conde seguía igual de serio—. ¿Escuchasteis algún ruido aquí fuera? ¿Gritos? ¿Os cruzasteis con alguien?
Aunque lo que era una sandez era resignarse a perderlo todo sin intentar siquiera ablandar a Lessay. Seguro que de haber estado en sus calzones, él tampoco habría mantenido la templanza. Bernard cogió aliento:
—Monsieur, he abusado de vuestra confianza y si me expulsáis de vuestro servicio, lo comprenderé. Pero os juro que si he usado de libertades que… con… A mí nunca se me habría ocurrido, pero anoche, la duquesa… Yo sabía que no… —Se estaba enredando en sus propias palabras, sangdiu. ¿Es que no había forma de disculparse sin acusarla a ella de impudicia?
—No me jodáis, Serres. Si a Chevreuse le da igual tener que agacharse para pasar por las puertas, no voy a andar yo vigilando la virtud de su mujer. Enhorabuena y disfrutad lo que os dure. ¿Habéis escuchado algo de lo que os he dicho? ¿Oísteis jaleo anoche, sí o no?
Bernard parpadeó, confuso. Lessay estaba disgustado y no poco. Pero no era con él. Sacudió la cabeza:
—No, nada.
El conde cogió una palmatoria encendida que reposaba sobre un baúl roñoso y, haciéndole una seña para que le siguiera, echó a andar hacia el ala donde estaba el cuarto de maître Thomas.
Atravesaron las dos o tres salas llenas de tapices y muebles viejos que Bernard ya conocía. Las contraventanas estaban cerradas. No había más luz que el resplandor de la llama y la claridad que se colaba entre las rendijas de la madera, creando contornos en penumbra y rincones negros. Finalmente, Lessay se detuvo frente a la misma puerta tras la que le había escuchado discutir con el hombrecillo de negro tres noches atrás. Sobre sus botas se deslizaba un hilo de luz blanca que se escapaba del interior de la habitación. Pero el conde mantenía la candela baja y su rostro permanecía en sombras:
—Vos sois el único que sabía que maître Thomas se escondía en mi casa —dijo, con voz grave—. Necesito vuestra promesa de que seguiréis guardando silencio cuando veáis lo que os voy a enseñar.
Bernard asintió, algo impresionado por el tono solemne, y en cuanto Lessay abrió la puerta, asomó la cabeza con impaciencia.
La estancia era aún más pequeña que la que él ocupaba. Tenía el techo bajo, las paredes y el suelo desnudos y no había chimenea. Las ventanas estaban abiertas de par en par y una luz lechosa bañaba los escasos enseres: una palangana de loza, la bacinilla volcada, el recado de escribir sobre un taburete de madera y, en el suelo, un colchón de borra y un brasero de cobre que contenía restos de carbón aún ardientes. Había más brasas y pavesas esparcidas por el cuarto, formando un rastro que llegaba hasta el cuerpo retorcido de maître Thomas.
Estaba muerto.
Bernard avanzó unos pasos, espantado. El cadáver tenía los ojos abiertos, la boca desencajada y el jubón desgarrado. Se hallaba retorcido sobre sí mismo en una actitud agónica, con las manos aferradas al cuello, que se veía cubierto de arañazos, como si hubiera intentado escarbar un agujero para dejar pasar el aire.
Un crujido a sus espaldas le sobresaltó. El conde había entrado en el cuarto tras él y había cerrado la puerta. Bernard tuvo que dominarse para no pedirle que volviera a abrirla. No le hacía ni pizca de gracia quedarse encerrado entre cuatro paredes con aquel muerto tan espeluznante:
—No lo entiendo. ¿Qué ha sucedido?
—Fijaos en su boca. —El conde tenía el dorso pegado a la pared y los brazos cruzados sobre el pecho. Le miraba a él, no al muerto, como si esperara algún tipo de explicación.
Bernard se inclinó sobre maître Thomas y comprobó que tenía los labios quemados y la lengua y el paladar totalmente negros. Le introdujo un dedo en la boca con cuidado.
—Ceniza. Alguien le ha metido brasas ardientes en la boca. —Miró el brasero medio vacío, imaginando la muerte horrible que había sufrido el desgraciado. Los carbones destrozándole la lengua, arrasándole la garganta, ahogándole… El dolor insoportable de la carne quemada.
Se levantó de golpe. Lessay cabeceaba, impotente:
—El fuego le ha devorado las entrañas.
—Vos conocíais a sus enemigos, monsieur. Sin duda sabéis quién ha podido hacer esto, porque a mí me parece obra del diablo.
Los ojos del conde desprendían un enfado frío, como si el cuerpo torturado que yacía sobre el jergón fuera una afrenta personal. Se acercó al lecho, se agachó al lado del cadáver y se quedó mirándolo, con la cabeza ladeada, igual que si estuviera intentando descifrar una inscripción en latín. Entonces reparó en algo, agarró la mano derecha de maître Thomas y masculló un juramento entre dientes:
—Serres, acercaos.
Bernard obedeció. Las palmas de las manos del cadáver estaban también quemadas.
—O ha metido las manos en el fuego durante la lucha, o él mismo ha agarrado las brasas para…
Se quedó callado. Era un disparate. ¿Cómo iba a haberse hecho eso él mismo? Era impensable que nadie fuera capaz de arrostrar el dolor atroz de irse metiendo brasa tras brasa en la boca…
Lessay volvió a ponerse en pie y masculló:
—Tenía que haber subido anoche.
Bernard carraspeó, incómodo, e introdujo la mano entre los pliegues de su jubón. Con el fin de fiesta que había tenido, no había vuelto a acordarse del trozo de papel emborronado que maître Thomas le había entregado. Ni de su insistencia en que le ayudara a convencer al conde de quién sabía qué. ¿Qué era lo que le había dicho el pobre orate en la escalera? «No me queda mucho tiempo. Ella viene a por mí».
Sintió un mordisco de remordimiento. Desde siempre, los locos y los inocentes veían cosas que estaban ocultas para quienes tenían sano el juicio. Un tío de su madre, sin ir más lejos, había tenido siempre la sesera seca. Y predecía sin equivocarse ni una hora las lluvias, los vientos y los partos de las vacas. Hasta que un cirujano ambulante le había extraído la piedra de la locura.
Extrajo el papel del bolsillo y le confesó al conde su olvido. Lessay no se disgustó, sólo le pidió que se lo leyera. Bernard titubeó. Nunca había sido muy hábil con las letras y solía trastabillar. Además, el billete de maître Thomas estaba escrito con una caligrafía deforme y temblorosa. Las líneas estaban torcidas y algunas palabras desaparecían debajo de los borrones de tinta. Respiró hondo:
—«Yo le dije no os caséis con ella que no es trigo limpio y yo le dije que sólo le iba a traer penas. No la muerte eso no se veía al principio pero yo veía que una mujer como ésa no se casa con un viejo con buenas intenciones y yo le dije como el gran Pitágoras que hay un Principio Bueno, que ha creado el Orden, la Luz y el Hombre, y un Principio Malo que ha creado el Caos, las Tinieblas y la Mujer. Yo le dije con los años que os he servido fielmente como secretario y con lo bien que habéis estado solo yo le dije que no eran horas de apareamientos crepusculares que yo le dije que sería estéril la unión yo le dije».
Se detuvo a tomar aliento. Lessay caminaba arriba y abajo por el minúsculo cuarto ensimismado en sus pensamientos. Bernard dio un paso atrás para dejarle espacio y a punto estuvo de quedarse sentado junto al pobre maître Thomas. Con él allí presente, los despropósitos que había sobre el papel resultaban aún más siniestros. Pobre loco. ¿Cómo podía causarle a nadie tanto disgusto que su señor antepusiera las ganas de tener mujer a sus consejos? Ésas no eran las palabras de un hombre sano.
Como el conde no decía nada, arrastró el taburete hasta el rincón más alejado de la cama, se sentó y se resignó a seguir leyendo. Pero un recuerdo extraño se abrió paso en su cabeza y se quedó callado, con el papel en la mano. Él le había escuchado palabras parecidas a alguien que no era maître Thomas. Algo sobre un viejo muerto por culpa de una mujer. ¿Había sido en la fiesta? Tenía la impresión vaga de haber escuchado una conversación que no debía. Cerró los ojos intentando ordenar su memoria. Los sonidos y las sensaciones de la noche pasada le llegaban turbios y vibrantes igual que el reflejo de un rostro en el azogue gastado de un espejo.
Se concentró en el texto. Le costaba leer y pensar al mismo tiempo:
—«Y ella sabía todo lo que yo le decía y le había dicho y le diría y me miraba con ojos de gato y se reía y se le veían un poco los dientes blancos como un lobo y con lengua de serpiente suave me llamaba: "querido secretario podéis ayudarme con unas cartas". Yo le dije a él: no quiero trato Que La Mujer Aprenda En Silencio Con Toda Sujeción Porque Dios No Permite A La Mujer Enseñar Ni Ejercer Dominio Sobre El Hombre Sino Estar En Silencio. Pero ella nunca está en silencio yo le dije aunque no se oiga me habla en la cabeza y a él también y dice puedes hacer esto puedes hacer lo otro y yo le dije ella es quien habla; ella, y se llama Valeria como la valeriana que duerme adormece y entontece y así estábamos los dos».
Levantó la vista, muy despacio. Aún tenía restos de licor en las venas. Seguramente ésa era la razón por la que sus recuerdos de la fiesta seguían confusos. Pero no creía que hubiera muchas damas con aquel nombre extranjero en la Corte. Valeria de Cellai. Era de la italiana y de su marido, monsieur de La Roche, de quien maître Thomas hablaba.
Lessay no decía nada, así que al cabo de un rato Bernard preguntó:
—¿Queréis que me encargue de dar parte de lo sucedido?
El conde le pidió el papel y se pasó una mano por los ojos:
—¿Dar parte? ¿A quién?
—No lo sé muy bien. Nunca me he visto envuelto en semejantes menesteres. Al médico, supongo. A la justicia. ¿A la familia de maître Thomas?
El conde se acariciaba la perilla con los ojos clavados en el muerto:
—No. Mandaré que lo amortajen y se lo lleven al cementerio de los Inocentes esta noche de manera discreta. Si se ha quitado la vida… Mejor que no se sepa para poder enterrarlo en sagrado.
Bernard se rascó su propia barba, áspera y rasposa después de la noche:
—Tal vez deberíais hablar con madame de Cellai.
—¿Con madame de Cellai? —Lessay le miró con suspicacia.
—En la carta pone… Me ha parecido entender que maître Thomas era el secretario de su marido. ¿No es ella esa Valeria que menciona?
El conde le cortó en seco:
—Tonterías. No vamos a molestarla porque su nombre aparezca en los escritos de un demente.
Dobló la carta en cuatro, la hizo pedazos y se guardó los restos en un bolsillo. Bernard estuvo a punto de agarrarle la mano y detenerle. ¿Qué estaba haciendo? Maître Thomas le había dicho que el papel era importante. ¿Por qué lo destruía? Él no estaba nada convencido de que el hombrecillo se hubiera dado muerte a sí mismo:
—Quizá los criados vieran a alguien rondar por aquí arriba —sugirió—. Esto no lo ha hecho él por iniciativa propia. Alguien tuvo que sujetarle, obligarle…
Lessay entreabrió la puerta y Bernard se puso en pie de inmediato. La posibilidad de quedarse allí a solas con el cadáver le provocaba una aprensión inconfesable. Hasta le parecía escuchar los crujidos y los chisporroteos de la carne quemada.
—Dejadlo estar, Serres. El pobre hombre había perdido la sesera. —Le hizo un gesto con la mano, para que saliera del cuarto—. Tuvo que hacerlo solo, no hay otra explicación razonable. Y me esperan hace rato en el Picadero Real. ¿Me acompañáis?
Bernard le siguió, caviloso. ¿Cómo podía quedarse tan tranquilo? Él en su lugar habría puesto patas arriba toda la casa hasta encontrar a alguien que supiera algo. Se encogió de hombros, sin comprender nada. Antes de que la puerta se cerrase del todo le echó un último vistazo al cuerpo del secretario. Se acordó del gesto confiado con el que le había entregado la carta en las escaleras. Quién sabía si no había esperado hasta el último momento que Lessay o él mismo apareciesen en su auxilio.
Cruzó cabizbajo las estancias que le separaban de su cuarto y entró a coger la capa y a despedirse de Marie.
Se la encontró sentada en el borde de la cama, a medio vestir, ajustándose una media de seda de color rojo vivo. Su belleza chispeante resultaba casi incongruente después del cuadro macabro que había presenciado. Se acercó a ella, la enlazó por la cintura y la recostó sobre las mantas, buscando algo de calor que le borrase de la mente los ojos desorbitados de maître Thomas.
Pero Marie se escabulló con una risita y le dijo que tenía prisa.
Se incorporó, resignado, y se quedó mirándola. No tenía cuerpo para insistir. Ella agarró las faldas que yacían sobre el respaldo de la silla y continuó vistiéndose. Bernard quería preguntarle cuándo volverían a verse, pero los ojos de Marie bailaban por toda la estancia sin encontrarse con los suyos, y su voz ligera se afanaba por llenar cada instante con cháchara intrascendente, sin darle ocasión.
Convencido de que no tenía nada que hacer, abandonó el cuarto y bajó las escaleras para reunirse con Lessay.
Media docena de gentilhombres a caballo rodeaban al conde para acompañarle hasta el Louvre. Éste bromeaba con ellos, igual que si no hubiese pasado nada, mientras acariciaba el cuello de su montura, un semental español castaño oscuro, de grupa redonda y miembros nerviosos que hacía brillar de envidia los ojos de los entendidos. Había conseguido que se lo trajeran desde Andalucía gracias a la mediación de la reina Ana de Austria y del marqués de Mirabel, el embajador del rey de España, y era una de sus posesiones más preciadas.
Dos hombres se acercaron al conde con gesto tímido. Uno tenía pinta de clérigo pobre, el otro de escribano. Lessay se los quitó de encima con un par de palmaditas amables y subió a caballo. Por las mañanas el pabellón principal del hôtel pululaba de pedigüeños y solicitantes: poetas con cartapacios llenos de versos de circunstancias, padres de familia que no podían pagar la dote de sus niñas casaderas o religiosos que solicitaban dinero para una fundación.
Bernard también había visto cruzar el patio a algún que otro gentilhombre provinciano con el jubón pasado de moda y vagas cartas de recomendación en la faltriquera. Y había sido testigo de cómo Lessay lo despachaba con la misma ligereza que otros habían usado con él su primer día en la Corte.
Subió al pequeño berberisco que había montado los últimos días y se puso a la cola del grupo para que le dejaran tranquilo. Lo último que le apetecía aquella mañana era darle conversación a nadie. Tenía mucho que pensar y su cabeza no acababa de despejarse.
Apenas conseguía sacarse de las mientes la imagen del hombrecillo comiendo carbón ardiente. Y cuando por fin lo lograba, eran las curvas suaves de la duquesa las que se dibujaban en su recuerdo, borrando todo lo demás y consumiendo todas sus energías.
Bonita colección de muertos había acumulado en los últimos tiempos a su alrededor: Baliros, los dos matones y ahora maître Thomas… Pero el secretario era el único que le provocaba pesadumbre. El único cuyo fantasma temía encontrarse en sus sueños recriminándole sus faltas. Y la desidia del conde hacía más amarga su desazón.
La mañana fue extraña, larga y triste. Al principio atribuyó el dolor de cabeza y la pesadez que sentía en brazos y piernas a una resaca especialmente cruel, pero a mediodía se dio cuenta de que tenía la frente ardiendo. Unos retortijones salvajes le retorcían las tripas sin parar. No le quedó otra que regresar a enterrarse en la cama a sudar la enfermedad que hubiera cogido.
Cayó en un sopor profundo como si no hubiese descansado en siglos, sin desvestirse siquiera, y se sumergió en un sueño espeso y lascivo, del que se despertó con un sobresalto, desvelado por el ruido de unos nudillos que golpeaban insistentes en su puerta. No sabía cuánto había dormido pero el cielo estaba negro.
Se levantó, febril y desconcertado, y al abrir se encontró con el viejo criado que había compartido con él y con Lessay el secreto de la presencia de maître Thomas en la casa. El hombre le hizo una seña para que le siguiera y le condujo de nuevo hasta el cuarto del desgraciado secretario. Su cuerpo estaba ya amortajado. Dos mozos y unos frailes aguardaban en la calle con una carreta para transportarlo a los Inocentes, pero el criado necesitaba ayuda para cargarlo escaleras abajo y sacarlo de la casa por una puerta trasera.
Terminada la tarea, le sobrevino un vahído violento y se dobló para vomitar todo lo que llevaba en el estómago en una esquina del patio. Regresó a su cuarto con las piernas temblorosas. El esfuerzo le había arrancado las pocas fuerzas que le quedaban y se derrumbó de nuevo en la cama, mareado y exhausto.
Aunque le sangraron dos veces, a la jornada siguiente empeoró la calentura. El médico decía que no había que preocuparse, que muchos provincianos sufrían ataques parecidos hasta que se acostumbraban a las aguas y las miasmas de la capital. Pero él se pasó el día tiritando, yendo de la cama al orinal y del orinal a la cama, enfermo como un perro. Torturado por sueños que alternaban entre la lujuria y el terror, los deleites de la carne y las brasas ardientes.
Sólo al amanecer del tercer día la cabeza empezó a despejársele y la necesidad de hacer de vientre a cada poco desapareció. Se moría por salir de aquel cuarto fétido y sofocante y respirar algo de aire fresco.
Bajó al jardín. No hacía apenas frío. Caminó un poco al azar y acabó sentándose en el mismo banco que había ocupado con Madeleine la noche de la fiesta. Cerró los ojos y, sin que tuviera que esforzarse, los recuerdos comenzaron por fin a perfilarse con claridad en su mente.
¿Cómo había podido írsele así de la cabeza? Claro que sabía a quién había escuchado pronunciar palabras parecidas a las que había leído en la nota de maître Thomas. Allí mismo, sentado justo a sus espaldas, Lessay había acusado a la baronesa de Cellai de envenenar a su marido y perseguir a su secretario. Incluso había insinuado que ella era quien había preparado la encerrona fallida tras la iglesia de los Quinze-Vingts. Recordó la calma de la italiana, su tono de voz. Y pensó, extrañado, en que él había estado a punto de salir en su defensa sin saber por qué. La agresividad del conde le había parecido injusta y desproporcionada. Ahora, en cambio, las sedosas palabras de la italiana adquirían en su memoria el matiz de una broma macabra. O de una amenaza.
Aquello hacía todavía más inexplicable la actitud de Lessay frente al cadáver. A Bernard le había parecido más preocupado por proteger de toda sospecha a la baronesa de Cellai que por averiguar la verdad. Recordó la sombra de la italiana, de pie, al otro lado del seto que les ocultaba a Madeleine y a él, con la palma extendida, recitando en su idioma mientras el conde se alejaba hacia la casa, y se estremeció.
Al este, el cielo empezaba a clarear. Se puso en pie y se dirigió hacia las cocinas. No había probado bocado desde la fiesta y no recordaba haber estado tan hambriento en su vida. Lo que necesitaba era un buen desayuno que le asentara el estómago y le devolviera las fuerzas que le había quitado la fiebre.
A aquellas horas, los criados llevaban ya un buen rato atareados. Pidió que le sirvieran un tazón de caldo de carne humeante y una hogaza de pan, y se sentó a la mesa a mojar las migas mientras contemplaba las idas y venidas de la servidumbre. Su parloteo incesante le vivificaba, después de dos días alejado del mundo.
En cuanto vio que se había acabado el caldo, la cocinera le sirvió un segundo tazón. Se quedó delante de él con los brazos en jarras, contemplándole satisfecha mientras engullía:
—Muy bien, monsieur, eso es lo que tenéis que hacer para reponer fuerzas.
Una moza rubia y lozana que estaba limpiando verduras asintió convencida:
—Yo no sé qué tendría el vino que se bebió en esa fiesta la otra noche, monsieur. Pero no sois el único invitado indispuesto. —Se giró hacia la cocinera—. Ayer me encontré a mi prima Paquette en el mercado, comprando pan de Gonesse, y me dijo que su señora está muy enferma. Que lleva dos días en la cama con fiebres altísimas y sin parar de delirar. Y no ha mejorado. Tiene miedo de que haya atrapado la misma enfermedad que se llevó a su difunto marido.
Se santiguó.
—Dios no lo quiera. —La cocinera hizo también la señal de la cruz—. Monsieur de La Roche sufrió una agonía terrible. Aunque no me extrañaría que la baronesa hubiera cogido lo mismo. Durante su enfermedad le estuvo velando día y noche, sin apartarse de su lado ni un momento.
Bernard las escuchaba sin perder palabra. Estaban hablando de la baronesa de Cellai.
—Pues si es algo contagioso, lo mejor que podría hacer mi prima es dejar a su señora, por muy buena que sea, y buscar otra posición —explicaba la moza—. Una vez que la enfermedad entra en una casa…
De repente se le ocurrió una idea brillante. Apuró el desayuno y en cuanto le pareció que era una hora razonable fue a buscar a Lessay a sus habitaciones.
El conde parecía singularmente preocupado por su apariencia aquella mañana. El barbero estaba recortándole el bigote y tenía la cabellera recién rizada y las piernas sumergidas en un barreño de agua con nieve para comprimir el jarrete y poder calzar botas de caña estrecha. Se alegró de verle ya en pie, y cuando le dijo que necesitaba ausentarse para cumplir con un par de recados no le puso ningún impedimento; al contrario, le recomendó que se lo tomase con tranquilidad e hiciera por recuperarse.
El plan de Bernard era sencillo. Aprovechando la enfermedad de madame de Cellai, pensaba acercarse a su casa, dar un nombre falso y preguntar por maître Thomas como si no supiera nada de lo que había pasado en las últimas semanas. La baronesa no llevaba ni seis meses en Francia. Para sus criados tenía que ser aún casi una extraña. Si las acusaciones del secretario tenían alguna sustancia, seguro que desconfiaban también de ella. Con un par de monedas podría convencer a alguno para que hablara y le ayudara a comprender aquel misterio.