El salón les recibió con una bocanada de aire caliente y pegajoso. Después del frescor del jardín, el contraste era tan fuerte que Bernard dio un paso atrás. Eso bastó para que Madeleine se soltara de su brazo y una sombra oscura y longilínea se interpusiera entre ellos.
—Mademoiselle, ¿me haríais el honor de acompañarme en el próximo baile? —El marqués de La Valette se inclinó sobre la muchacha con una sonrisa galante que dejaba al descubierto sus dientes de lobo. Era uno de los que habían participado en el ballet de las constelaciones y vestía un suntuoso jubón de placas negras y brillantes que imitaba la piel del Escorpión.
Madeleine parpadeó, sorprendida. Sin esperar respuesta, La Valette atrapó una de sus manos entre sus dedos huesudos e hizo ademán de arrastrarla al centro de la estancia. Ella giró la cabeza con expresión de alarma.
Bernard saludó al marqués. No había hablado con él desde su riña con Lessay, tras la partida de cartas:
—Quizá sería mejor si dejarais la danza para otro momento, monsieur. Mademoiselle de Campremy no se encuentra bien. Los aldeanos como nosotros no estamos acostumbrados a los licores tan traicioneros que se estilan en la Corte —concluyó con una risa conciliadora.
La Valette le escuchaba, atento, con sus ojos metálicos clavados en los suyos. Esbozó una sonrisa tibia:
—No os preocupéis. Si la damita no se encuentra bien no bailaremos. ¿Queréis que vaya a buscaros un refrigerio? —preguntó, girándose hacia ella.
Pero Madeleine alzó la barbilla, desdeñosa:
—Por supuesto que puedo bailar. No sé qué problemas tendrán los aldeanos con la bebida, monsieur de Serres —replicó, mirándole con aire injuriado—. A mí los licores que he probado esta noche me han parecido deliciosos.
Y, sin más, tomó el brazo de La Valette y se dio la vuelta.
Bernard se quedó allí plantado, boquiabierto. Menuda vanidosa desagradecida. ¿No se había ofendido porque la había llamado aldeana? Así se cayera redonda de la borrachera en medio del salón. La observó, resentido. Con la silueta angulosa del marqués encorvada sobre ella, parecía aún más joven e inocente. En un momento dado se le enganchó una manga en las ropas de su acompañante y éste la ayudó a desprenderla, solícito. Ella se lo agradeció con una sonrisa tan radiante como si acabara de salvarle la vida.
Les dio la espalda con un bufido y paseó su mirada borrosa por toda la estancia en busca de compañía mejor dispuesta. Lessay se encontraba en una esquina del salón, enzarzado en algún tipo de disputa jocosa con Bouteville, Montmorency y Chevreuse, tan relajado como si no hubiera ocurrido nada en el jardín. Se dirigió hacia allá.
El marido de Marie llevaba el jubón medio desabrochado y se tambaleaba un poco, agarrado al brazo de Montmorency. Unas gotas de sudor le corrían por las sienes:
—No es posible, no me lo creo. ¿Y aquélla? —Señaló a una gitana de caderas generosas que llevaba los largos cabellos rizados esparcidos sobre los hombros y circulaba entre los invitados echando la buenaventura.
Montmorency sacudió la cabeza:
—Tampoco. —Tenía los fornidos brazos cruzados sobre el pecho en un gesto obcecado, pero sonreía paciente.
—Daos por vencido, Chevreuse —intervino Bouteville—. Mi primo está enfermo. Y de gravedad.
—Por eso precisamente mañana me marcho a descansar a Chantilly, junto a mi esposa, antes de que el rey me mande de nuevo al mar —respondió Montmorency, paseando por el grupo su mirada estrábica mientras bebía de su copa con parsimonia. Bernard se fijó en que en la muñeca derecha llevaba un brazalete de diamantes del que colgaba el retrato de una mujer excepcionalmente fea.
Lessay le cogió del hombro y le explicó:
—Montmorency sigue empeñado en que no hay ninguna mujer que le interese más allá de su esposa. Ni en serio ni para pasar el rato. El hombre más faldero de la cristiandad. Ya nos enteraremos de dónde está el misterio.
Pero Chevreuse no se rendía fácilmente. Una amplia sonrisa le llenó de arrugas el rostro:
—¿Y esa otra?
Señalaba a Madeleine, que bailaba una gavota entre risas y tropezones. La Valette la guiaba con suavidad, envolviéndola con la mirada y atento a cada uno de sus movimientos.
—¿La de rosa? Dejad de beber, Chevreuse —resopló Lessay—. Esa niña aún está a medio hacer.
—Eso sin tener en cuenta que es la ahijada de vuestra esposa y lo que deberíais hacer es protegerla, no arrojarla a los brazos del primero que pase —añadió Montmorency con una carcajada.
—Es más, yo que vos la apartaría de La Valette lo antes posible —advirtió Bouteville—. Me da que está deseando clavarle el aguijón.
—No me extraña nada. Una cosita tan tierna y tan inexperta… Exactamente como le gustan a él —intervino Lessay, despectivo.
—¿Os preocupa la virtud de las inocentes doncellas? —Bouteville le guiñó un ojo a la asamblea, con expresión maliciosa—. No cuela. Lo que os pasa es que todavía os escuecen los puyazos que os tragasteis la otra noche. ¿Habéis engatusado a alguna nueva lavandera?
Bernard estuvo a punto de soltar la carcajada pero se aguantó las ganas. Ya se había quedado una vez riéndose solo y no iba a meter otra vez la pata del mismo modo. Que lo que había dicho Bouteville era una broma, estaba claro. Pero que Lessay tuviera ganas de tomárselo como tal, no tanto. No dejaba de escamarle que estuviera de tan buen humor después de lo que había pasado en el jardín.
—Al menos a mí no me ha rechazado tres veces la misma mujer en una sola noche —replicó el conde, burlón—. ¿Pensáis volver a intentarlo con la baronesa de Cellai, Bouteville, o ya habéis tenido bastante humillación por hoy?
Rieron todos y Bernard se le quedó mirando sin disimulo. ¿Cómo podía bromear con tal relajo sobre la italiana? Hacía un momento estaba tan furioso con ella que incluso la había amenazado con entregarla a la justicia. Empezaba a pensar que lo había soñado todo.
Pero el grupo se había ido enfrascando en una nueva disputa beoda. Ya no era cuestión de buscar una mujer que tentara a Montmorency. Ahora hablaban de Madeleine como si fuera una presa deseable que Lessay le envidiara a La Valette. El conde se defendía, picado, pero los demás no parecían dispuestos a abandonar rápido el acoso.
Bernard se quedó mirando a la damita, sin intervenir. Menuda perra que les había entrado a todos esos grandes señores con ella. Como si no hubiera más mozas donde escoger en la fiesta. Además, no daba la impresión de que la sangre fuera a llegar al río, pero nunca se sabía. La facilidad con la que se encendían las trifulcas en la Corte era una de las cosas a las que le iba a costar acostumbrarse. Sobre todo porque no había manera de saber de dónde iba a venir el insulto que encendiera la mecha.
Hablando de afrentas, ahí estaba Charles, tan impecable como al principio de la velada, rondando en torno a un nutrido grupo de invitados arracimado junto a una ventana. Bernard estaba seguro de que había querido ofenderle de alguna manera con eso que le había dicho antes de salir al jardín. Era hora de aclarar las cosas.
Se aproximó. El centro del círculo de curiosos estaba constituido otra vez por el astrólogo Morinus, pero ahora le acompañaba el príncipe Gastón. El sabio sostenía unas hojas de papel y leía con voz sugestiva. Todos escuchaban interesados, incluido el hermano del rey, aunque Bernard creyó detectar un pliegue incrédulo en la expresión de sus labios.
—Las casas dominantes son pues las angulares —explicaba el astrólogo—, que rigen los destinos que se salen de lo corriente, y en el caso de vuestra alteza están representadas con una fuerza inusual. Una dinámica que, unida a vuestra claridad de espíritu, augura un éxito cierto. Todo ello, claro está, si lográis controlar el impulso soñador que determina la importancia de la Luna en vuestro tema.
Una carta astral. La baronesa de Cellai podía sermonearles cuanto quisiera, si todavía andaba por allí. A nadie iba a convencer de que el movimiento de los planetas no influyera en la vida de los hombres. Charles le había explicado que hasta los médicos lo tenían en cuenta para decidir cómo y cuándo tratar a los enfermos. Pero Gastón no parecía muy impresionado:
—Vamos, Morinus. No tiene ningún mérito decir que un príncipe tiene un destino que se sale de lo corriente. Es casi una tautología.
Algunos de los presentes sonrieron, pero no Charles, que observaba al hermano del rey con expresión concentrada.
—Por supuesto, monseigneur. Pero fijaos en este gráfico. La influencia de Marte indica que sois un hombre de acción que no se deja abatir ni por las tareas más inmensas. Y la de Venus que tenéis la capacidad de seducir a quien os propongáis. A todo un pueblo si fuera necesario.
Ahora el príncipe estaba visiblemente más interesado, pero aún le quedaban reticencias:
—Entonces, si encontramos otro francés nacido el mismo día y a la misma hora que yo, ¿podremos decir lo mismo de su destino?
—Nunca, monseigneur. La astrología no es un libro de aforismos. Mi teoría de las determinaciones astrológicas demuestra que las influencias de los astros manifiestan un lado universal y general válido para todos, y una determinación accidental y personal que sólo puede aplicarse a un individuo. Mi método combina la ciencia más estricta con la interpretación más cuidadosa.
La mención de la palabra «ciencia» iluminó la mirada del príncipe, que tomó al astrólogo del brazo, invitándole a acompañarle para discutir aquellos temas con mayor tranquilidad. El círculo de curiosos se disolvió entre comentarios excitados.
Bernard aprovechó para llegarse hasta Charles y darle una sonora palmada en la espalda, quizá un poco más fuerte de lo que hubiera debido:
—¿Tú crees que el astrólogo le estaba prometiendo a Gastón que va a reinar? ¿Qué te parece a ti que también sabes de los planetas?
Charles le miró como si fuera un simple de espíritu:
—Me parece que las cosas no son tan sencillas. El mismo Morinus lo ha dicho. Pero, por supuesto, no deja de ser una posibilidad. Mientras el rey siga sin engendrar herederos… —Bajó la voz—. A Gastón desde luego le ha encantado escucharlo.
Otra vez ese tono agrio. Cada vez que nombraba al hermano del rey parecía que a Charles se lo llevaban los demonios. Mejor cambiar de tema:
—Oye, ¿y tú qué haces aquí? ¿Quién te ha invitado?
—Mademoiselle Paulet, por supuesto. —Bernard sumó dos más dos. La dama con la que le había visto charlando al principio de la noche. De modo que ésa era la conquista imposible de la que le había hablado tanto aquellos días. A Charles se le puso un tonito relamido—. Lo siento, pero no puedo dedicarte mucho tiempo, tengo que volver junto a ella.
—Espera, hombre. —Le pegó un codazo amistoso y le guiñó un ojo—. No me digas que al final te las has pasado por la piedra…
—Estás loco —murmuró Charles con los dientes apretados—. ¿Quieres que te oiga alguien? Por supuesto que no.
—¿Y entonces?
—Me ha hecho el honor de presentarme ante madame de Lessay. Como el autor del aire de Corte que ha cantado esta noche. —Le clavó una mirada intensa, como si esperara algo de él—. La condesa me ha felicitado.
Bernard se quedó desconcertado.
—Pero… ¿ha cantado para toda la concurrencia?
—Por supuesto. Tiene la voz más espléndida de París. Todo el mundo la ha aplaudido. ¿No la has escuchado?
Entonces se iluminó:
—¡Ha sido mientras estaba en el jardín con la ahijada de madame de Chevreuse! ¡La he escuchado desde allí! Podías haber salido a buscarme…
—Claro, no tenía otra cosa que hacer mientras ella cantaba. —Charles se encogió de hombros—. Da igual. De cualquier forma no lo habrías apreciado.
Pero qué grosero que estaba. Se había picado sólo porque no había corrido a felicitarle por una tonada que ni siquiera había escuchado. Que se fastidiara.
—Oye, que no se me ha olvidado lo que me has dicho antes. —Le pegó un codazo—. Lo de la obelisca.
—Odalisca, patán, odalisca. Son las mujeres de placer que tienen los turcos.
Bernard resopló. Le dolían mucho los pies. Y el humor raro de su amigo se le estaba contagiando. Él aguantaba cualquier broma. Pero habría tenido que estar sordo para no darse cuenta del tono de desprecio con el que Charles le había hablado. Si quería ofenderle, estaba a punto de conseguirlo.
—¿Me has llamado puto? Mira que no le aguanto insultos a nadie, ni siquiera a ti.
Charles alzó las cejas:
—Nadie te ha insultado. Tú sabrás por qué te ofendes.
—Pero ¿a ti qué más te da que me hayan regalado esta cosa? —Se arrancó el sombrero de la cabeza para enseñarle la joya que tanto le molestaba que luciera—. ¿Qué diablos te ha hecho el hermano del rey para que le tengas tanta manía?
—¿Que qué me ha hecho? Te lo voy a decir —gruñó Charles—. Resulta que esa puta piedra era mía. Hasta que tu príncipe me arrancó la capa donde la llevaba prendida una noche, mientras cruzaba un puente. Su Alteza Real iba a todo galope y yo no pude ni reaccionar.
—¿El hermano del rey te la robó?
—Como un vulgar ladrón. A él y a sus amigos les divierte hacer escapadas nocturnas para asaltar a la gente honesta. ¿No te contó la cara de imbécil que se le quedó al primo al que le quitó el sombrero?
A Bernard se le escapó una risita involuntaria que hizo que Charles frunciera aún más el ceño. Procuró dominarse:
—¿En serio era tuya? ¿Cómo la conseguiste?
Si aquello era verdad, lo más justo era vender el broche y compartir los beneficios.
—Eso a ti te da lo mismo —respondió Charles, hosco.
—¿Y cómo sé que no te lo estás inventando? Esto tiene que valer un potosí y tú no has visto tanto dinero junto ni en sueños.
No creía que Charles le estuviera mintiendo. Pero ni loco iba a repartir con él algo tan valioso así por las buenas. Y menos si le hablaba con esos modos.
—No tengo por qué darte explicaciones. Devuélvemela y estamos en paz.
—Tú estás borracho.
Eso era. Seguro. Charles era un borracho muy desagradable porque la mayoría de las veces no se le notaba el vino más que en la mala uva. Hasta que de repente se caía redondo sobre la mesa, sin previo aviso.
—Y tú me has acusado de mentir para quedarte lo que no es tuyo.
Se estaba pasando de la raya. Si hubiera sido cualquier otro ya le habría partido la cabeza. Se cruzó de brazos:
—Si quieres que te crea, dime de dónde sacaste la joya. —Estaba dispuesto a ser razonable, pero Charles iba a tener que pasar por el aro.
Su paisano le miró, encorajado:
—Pero ¿quién te has creído que eres para exigirme nada, muerto de hambre? ¡Ni me has contado aún lo que te pasó con el barón de Baliros! ¿Y yo tengo que confesártelo todo? Mucho se te han subido a ti los humos en tres días.
Bernard sintió que sus buenas intenciones se esfumaban de un plumazo:
—Yo tendré pocos méritos, pero la otra noche me jugué el cuello y le salvé la vida a monsieur de Lessay. Ésta es mi recompensa. No es culpa mía si en dos años que llevas lamiendo culos en la Corte sólo has conseguido que te aplaudan cuatro versitos.
Mantuvo los brazos cruzados, cerril y desafiante. Sabía que había dado donde más dolía.
A Charles le temblaban las manos de pura indignación, y la derecha se le había ido al lugar donde normalmente le colgaba la espada que aquella noche no llevaba. Se miraron a los ojos, en silencio. Apretó los labios. No pensaba dar marcha atrás.
Afortunadamente, una voz dulce de mujer se interpuso entre ellos. La condesa de Lessay y su grupo de amigas se habían acercado a su rincón en algún momento y reclamaban la atención de Charles:
—Monsieur Montargis, ¿podríais ayudarnos? No nos ponemos de acuerdo sobre una cuestión y seguro que vos podéis deshacer el empate.
Charles se sobresaltó y con un murmullo torpe se puso al servicio de la condesa. Al pasar junto a él, casi rozándole, le echó una ojeada de rencor y susurró con voz ronca:
—Por mí te puedes comer el broche de los cojones, necio.
Bernard tuvo que contenerse para no agarrarle por el pescuezo allí mismo y molerle a golpes delante de la condesa. Aquello no iba a quedar así. Ya le pillaría en un sitio menos inoportuno.
Se alejó en busca de un trago. El apogeo de la fiesta había pasado y los invitados que quedaban estaban poco preocupados por ofrecer un aspecto distinguido a esas alturas. Estuvo un rato observando los jubones desabrochados y los gestos descarriados. Los grandes señores de la Corte se comportaban igual que sus paisanos en las fiestas de la cosecha cuando el cura se había ido a dormir.
Alguien tiró unas cuantas copas al suelo en un descuido y varias risas agudas corearon el estallido del cristal. Casi al mismo tiempo, en otro rincón, se organizó un revuelo porque un borracho había empujado al mariscal de Bassompierre y éste le había tumbado al suelo de un puñetazo. Eso era lo que tenía que haber hecho él con Charles para quedarse tranquilo.
Le sorprendió ver a Lessay sentado junto a Madeleine al lado de una ventana entreabierta y quiso acercarse, pero la expresión de embeleso con la que la niña escuchaba al conde le cohibió. Allí también sobraba su presencia.
Con la tajada que llevaba, irse a la cama era lo único razonable que se le ocurría. Abandonó la galería dando tumbos. Apenas había dado unos pasos cuando se tropezó con una cortina, el tobillo se le dobló y cayó de bruces. Derrumbado en el suelo, miró con odio los zapatos que le habían fastidiado toda la noche y con un movimiento brusco se los arrancó y los tiró lo más lejos que pudo. Uno golpeó un tapiz con violencia y el otro desapareció por el hueco de una puerta. No quería verlos nunca más.
—¡Malditos zapatos hijos del demonio! —rugió. Los dedos de sus pies se estiraron satisfechos, por fin libres. Se tocó varias ampollas. Si no estuviera tan cansado no habría estado de más sumergirlas en un barreño de agua fría antes de acostarse. Pero ahora sólo quería pasar la borrachera.
Una voz cantarina interrumpió sus elucubraciones:
—Pero si es el agreste gentilhombre de mi primo… ¿Qué hacéis en el suelo, monsieur?
La duquesa de Chevreuse le sonreía desde la penumbra. Estaba sola. Se preguntó si habría visto la caída y su arrebato posterior. Las pataletas no hacían buena figura con las damas. Intentó levantarse:
—Creo que me he torcido el tobillo.
—Pues apoyaos en mí. No, no, no protestéis. —La duquesa le ayudó a levantarse. Enlazado a su cintura, sintió el calor que emanaba de su cuerpo mórbido. Era bastante más alto que ella, así que no había forma de que le pasara desapercibida la ondulación magnífica de sus senos, que se alzaron brevemente cuando suspiró—. Estáis enojado. ¿Ha sido un lance de amor o de los otros?
No había visto la rabieta de los zapatos. Bernard se irguió con dignidad:
—Nada de lances, madame. Yo no soy de lances.
La risa cristalina de la dama le envolvió, acariciante. Y a lo mejor porque estaba acostumbrada a que la miraran ojos de galanteadores rechazados, se equivocó al interpretar su expresión amarga:
—No vale la pena afligirse por un desaire. Cualquier dama se sentiría halagada de contaros entre sus admiradores.
Pues sí que iba desencaminada. Pero decidió no contradecirla. En su corta experiencia, no había nada que les gustara más a las mujeres que llevar siempre la razón. Bajó los ojos dando a entender que había acertado de pleno y ella le sonrió, comprensiva.
Olía muy bien. Era un aroma mezcla de flores y almizcle, como si la fragancia natural de la mujer luchara por imponerse a la de la dama. La asió a su vez de la cintura. Con la mano sobre la seda de su vestido podía sentir el movimiento de sus caderas cada vez que daba un paso. Le recorrió un ligero escalofrío; no había estado en una situación así en mucho tiempo y las mozas de su pueblo no podían compararse ni en sueños con la duquesa.
Volvió a invadirle el temor: aquello no podía ser más que una burla. Ella pertenecía a la más alta nobleza y él era un insignificante gentilhombre que no entendía los juegos de las damas de la Corte. Todavía resonaban en su cabeza los insultos de Charles. No quería que la duquesa también se riera de él.
Se apartó de ella con brusquedad para evitar mayores tentaciones. Habían llegado al pie de la escalera de servicio y le preocupaba que algún criado pudiera verlos en aquella actitud sospechosa.
—Muchas gracias, ya me encuentro mejor. No me duele nada.
La duquesa le miró, maliciosa:
—No me lo creo. Lo que ocurre es que os da vergüenza que os ayude una mujer.
—No, no, de verdad que estoy bien. He recuperado las fuerzas.
—¿Ah, sí? Pues demostrádmelo. —Y sin más se dejó caer sobre él, entre risas. Bernard no tuvo más remedio que tomarla entre sus brazos. Los pechos de la duquesa se apretaron contra su torso y el cuerpo le respondió de inmediato, traicionando todo propósito de castidad. Y lo peor era que ella no podía dejar de percibirlo estando tan cerca como estaban.
—Madame, que soy un hombre —acertó a decir, congestionado.
—Eso también lo vais a tener que demostrar —susurró Marie sin apartarse ni una pizca.
Bernard parpadeó. De pronto se sentía completamente sobrio. Todo su ser estaba pendiente del delicioso peso que tenía entre los brazos. Y, definitivamente, aquello no tenía pinta de broma, decidió, buscando con los suyos los labios tiernos de la duquesa. Agarró con brusquedad los suculentos pechos y los estrujó con fuerza, luchando contra la rigidez del jubón. Marie suspiró de nuevo y le acarició la entrepierna con una rodilla mientras le tentaba las nalgas con una mano. Bernard las tensó involuntariamente y echó su cuerpo hacia delante, perdido ya todo el pudor.
—Ya veo que vuestro vigor no deja nada que desear —murmuró la duquesa en su oído—. Es un buen comienzo, pero se merece un escenario más acorde. Si es que se os ocurre a dónde podemos ir…
—Será un honor escoltaros —respondió, sin dejar de besarle el cuello e intentando levantarle las faldas a manotazos. Tenía razón. Lo mejor sería llegar a su cuarto cuanto antes, no fuera a sorprenderlos alguien.
La arrastró casi en volandas, escaleras arriba, y ella rió de nuevo:
—Sois un diamante en bruto. Ésta va a ser una noche inolvidable.