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Gloria Patri, et Filio, et Spiritui Sancto. Sicut erat in principio, et nunc et semper, et in sæcula sæculorum. Amen.

Una carcajada diabólica irrumpió estridente en su cuarto, arruinando la paz que tanto le había costado conseguir. Postrado de rodillas, maître Thomas dejó caer el rosario y las losas del suelo lo recibieron con un tintinear ominoso. De los pisos de abajo venía un ruido de gritos y más risas, y una música alegre de fondo. ¿Qué había dicho el viejo criado? Una fiesta. De esas con bailes, escándalo y extravagancias sin fin. Sacudió la rala cabellera para ahuyentar los ruidos y recogió el rosario con dedos temblorosos:

Ave Maria, gratia plena, Dominus tecum. Benedicta tu in mulieribus…

Un tumulto proveniente de la planta baja volvió a sobresaltarle. Apretó los labios y subió la voz para aislarse del mundo y sumergirse en la plegaria:

…Benedicta tu in mulieribus…

Pero era imposible concentrarse. Ni la única mujer de veras bendita, la Virgen María, podía protegerle ya. Posó el rosario con cuidado sobre el jergón. Lo habría arrojado contra la pared de pura impotencia si no hubiera sido una impiedad. Se santiguó, precavido, se levantó y se puso a caminar arriba y abajo por todo el cuarto, exaltado de nuevo a su pesar.

Porque todo había empezado con el rosario. Cuando su señor había vuelto de Roma, en mayo, ya no traía su rosario de modestas cuentas de madera. Lo había cambiado por uno de marfil y coral, impío en su ostentación. Rojo como los labios de su nueva esposa y blanco como sus dientes. Ella era quien se lo había regalado por sus bodas. Ella. Aquello tenía que haberle alertado. Quizá si hubiera actuado a tiempo, su señor aún estaría vivo.

Pero no, no, qué insensato. Habría dado lo mismo. Habían sido como dos corderos recién nacidos, tanteando ciegos entre lobos de fauces sangrientas. Y sólo Dios sabía si no había condenado también al conde de Lessay al venir a alojarse a su casa. Porque ella no pararía hasta encontrarle. Había dado con la mano de bronce y pronto llegaría también hasta allí. Una risa histérica de mujer le distrajo y se tapó los oídos con fuerza.

Pero no, no era ella. Ella no cloqueaba de aquella manera. Todo lo más dibujaba una sonrisa misteriosa en su rostro de estatua y le miraba sin pestañear, retándole a que dijera algo. Pero él callaba siempre. Siempre. Para que ella se olvidara de su existencia. Caminaba por la casa tratando de no ver lo que hacía en su cuarto, ni oír los cánticos que le helaban la sangre.

Y no dejaba de soñar con ella. Se le aparecía por las noches ocupada en maldades, destocada, sudorosa, con las manos crispadas en torno a un extraño instrumento. Y cuando le preguntaba a su señor si sabía lo que era, él se reía y decía que era un huso. Pero su rostro permanecía rígido al articular las palabras, como si no las pronunciara él mismo.

Una vez los criados habían encontrado una serpiente que vivía bajo el umbral de la casa. Habían echado agua bendita y la habían quemado y su señor les había interpelado con ira. Pero algo habría, porque le había ordenado ir a comprar polvo de cuerno de unicornio al campamento de los gitanos. Y allí las viejas desdentadas se habían reído de él, y las jóvenes, con sus turgentes senos y los vestidos abiertos, se habían frotado contra su cuerpo animándole a probar la mercancía in situ. Pecado. Pecado y condenación.

Pero a su señor no le había servido de nada; con polvo o sin polvo, la savia se le había ido agotando al poco del desposorio. Y todo el mundo sabía que las fuerzas se iban por el miembro viril. Si éste no podía alzarse era el principio del fin, cantarella de por medio o no. «Que tenga tantas fuerzas como los muertos enterrados, y que no pueda alcanzar sus fines, ni de palabra ni de acción».

Aquel pensamiento le sobresaltó y su razón se despejó un momento. Se dio cuenta de que el billete que le había entregado al muchacho no estaba suficientemente claro. Era vital preguntarle a Lessay si se había vuelto impotente, o si acaso había desaparecido su miembro.

Inspirado, se prendió el rosario a la cintura y entreabrió la puerta con cuidado. Abajo se sentía hormigueo de gente, criados e invitados, pero no había rastro de su mensajero. Retrocedió de nuevo y se arrastró con la espalda pegada a la pared hasta encontrar una escalera de servicio. Estaba en penumbra. Respiró hondo, se santiguó tres veces y comenzó a bajar.

Caminaba con precaución, tanteando cada peldaño con el pie antes de posarlo del todo, con la mirada fija al frente y la boca entreabierta para escuchar mejor. Acarició el rosario con la mano izquierda, recabando fuerzas. Estuvo a punto de pisar una cucaracha que corría despistada de lado a lado, y maniobró despacio para evitarlo. Era un mal augurio acabar con una vida cuando estaba en juego la salvación de su alma.

Subían dos criadas cuchicheando. Tragó saliva y se pegó a la pared. Ave Maria, gratia plena. Apenas le dedicaron una mirada y pasaron de largo con cuidado de no rozarle, como si fuera un apestado. Mejor. Había que evitar el contacto con mujeres a toda costa. En la planta baja, otros criados transitaban de acá para allá con bandejas de licores, fuentes de comida, abrigos y otros objetos. Nadie le prestó atención. Empezaba a creer que se había vuelto invisible.

Entonces reparó en que los criados llevaban sobre las libreas unas capas blasfemas bordadas con astros y titubeó un instante. Vociferaban y reían como poseídos. Parecía que toda la servidumbre había sido sustituida por demonios con muecas grotescas pintadas en la cara. Se apresuró en la dirección de donde provenían los sonidos de gritos y carcajadas, rezando para encontrar cuanto antes al conde o al joven gascón. Pero había demasiada gente, demasiados cuerpos moviéndose con un vaivén lento e imparable como las olas del mar. Observó a los asistentes uno por uno, con atención, y lo que vio le provocó un vahído de terror.

Todos habían sido transformados por arte de magia. No había allí hombres ni mujeres, sino duendes con cabelleras doradas, ropas brillantes que ofendían a la vista y caras llenas de lujuria, como las de las rameras a las que los demonios castigaban hincándoles sus trancas descomunales en las portadas de piedra de las iglesias. Se acurrucó tras una puerta y se llevó la mano al pecho, que le retumbaba de espanto. ¿Habrían capturado ya al conde? Él no era un hombre valiente ni mucho menos, pero le debía lealtad. Al menos tenía que avisarle.

Un trasgo disfrazado de gentilhombre bigotudo le señaló con una mano cargada de anillos y le dijo a un nigromante que estaba junto a él:

—¿Y ése de qué va disfrazado? ¿De memento mori?

Los dos engendros prorrumpieron en una risa horripilante e hicieron ademán de acercarse, extendiendo hacia él sus copas llenas de un brebaje del color de la sangre.

Gritó con todas sus fuerzas y comenzó a correr tropezándose con los invitados, sin saber lo que hacía. Las risotadas arreciaron. Estaba rodeado de torsos brillantes, brazos amenazadores y melenas que ondeaban como serpientes. Tenía que salir de allí, volver a la escalera, a su refugio. Se detuvo desorientado.

Un monstruo de dos cabezas y un solo cuerpo hablaba con una mujer que llevaba los tobillos a la vista, un vestido de gasa y una balanza en la mano. Ella le miró y sacudió su cabellera rojiza con expresión de burla. Maître Thomas cerró los ojos y se revolvió con desesperación. Entonces divisó una puerta abierta al fondo y se decidió a huir. No le quedaba más remedio que abandonar aquella casa maldita. Ya no podía hacer nada por Lessay.

Respiró hondo, se deshizo del abrazo inoportuno de una cortina y avanzó con paso brusco.

La puerta quedó un instante bloqueada por alguien que entraba desde del jardín. Una mujer con la cabeza gacha, atenta a no pisarse unas suntuosas faldas negras. Tenía el pelo azabache adornado con perlas y un velo negro. A diferencia de los demás, no llevaba ningún disfraz.

Maître Thomas sabía por qué. Lo supo aun antes de que ella alzara el rostro y le mirara con una mezcla de sorpresa y satisfacción. La Reina de la Noche no necesitaba máscaras. A ella era sin duda a quien servían todos aquellos espectros.

Su némesis abrió la boca para hablarle pero no quiso escucharla. Se dio la vuelta, despavorido, y huyó de nuevo en busca de la escalera. Regresó a su cuarto, cogió otra vez su rosario, cerró los ojos e intentó rezar.