10

La verdad era que a Bernard siempre le había dado absolutamente igual heredar vestimenta que mandarla hacer nueva. Cada vez que necesitaba una prenda acudía al menguado arcón de ropa de su difunto padre antes que a casa del sastre, y si podía apañarse con algún trapo de hacía veinte años, mejor que mejor. Si tiraba una sisa o sobraba un poco de tela a la altura del estómago, se acostumbraba en dos días. Y lo que no daba de sí solo, se podía arreglar con un discreto tijeretazo aplicado por las hábiles manos de su madre. Pero sabía por experiencia que el calzado era otra cosa. Las botas que unos pies habían moldeado se resistían a su nuevo dueño de manera tanto más empecinada cuanto más viejas fueran. Costaba trabajo forzarlas a aceptar otras hechuras y se defendían apretando por los sitios más inesperados y molestos.

Contempló los zapatos resignado e introdujo los pies con intrépida decisión. Eran casi femeninos, con una enorme roseta de lazo y la puntera roma, y tenían al menos un par de pulgadas de tacón.

—Hoy cenáis pie de labriego —dijo en voz alta y se sonrió mientras caminaba hacia el ventanuco flexionando las rodillas para probar la elasticidad de las medias, que sí eran nuevas.

Preparado para la fiesta.

No sabía quién había sido el propietario del traje y el calzado que un criado le había subido a la carrera, hacía media hora. Habían contado con que podría heredar algo de Lessay para salir del paso aquel día, pero una simple prueba había bastado para confirmar que, aunque tenían más o menos la misma altura, ni sus brazos ni sus piernas habían salido de moldes parecidos.

El lacayo que le había traído la ropa le había pedido disculpas por cosas tan peregrinas como que los picos delanteros del jubón eran demasiado pronunciados, al estilo de hacía unos años, y el cordón con el que se cerraban los calzones, con unos remates dorados en espiral, también estaba pasado de moda.

Bernard se había reído a carcajadas sólo de pensar que el criado hubiera creído que él iba a ser capaz de apreciar algo así. Definitivamente, la gente de la Corte había perdido la cabeza con los trapos. A él aquellas ropas le parecían espléndidas.

Una pena que no tuviera un espejo para verse, con ese jubón de florecitas bordadas, ese cuello de encaje sobre los hombros y esos calzones atados con cintas bajo las rodillas, de un color pálido que nunca había llevado hasta entonces y una tela suave que seguro que no podía permitirse.

O a lo mejor ahora sí. El otro día, cuando habían acordado que se quedaba a su servicio, Lessay había vuelto a darle una bolsa de dinero. Pero no habían hablado de retribuciones concretas y no iba a preguntarle nada. No pensaba quedarse en París toda la vida, y en realidad la mejor recompensa que podía sacar de todo aquello era la amistad del conde, que podía acabar sirviéndole para regresar a su tierra sin represalias.

Apoyado en la estrecha ventana, se entretuvo unos minutos observando las idas y venidas de los criados, ocupados en encender las antorchas que habían colocado en la fachada. Le gustaba que su habitación estuviera en lo más alto de la casa y aún más que diera al jardín. Justo abajo había un pequeño laberinto de asperilla olorosa que la condesa había hecho plantar en memoria de no sabía qué héroe clásico. Mucho mejor que los nauseabundos efluvios de las calles de París.

Cerró la ventana, se prendió del sombrero el broche que le había regalado el hermano del rey y abandonó el cuarto silbando de buen humor. Con aquel pedazo de joya no desmerecería del resto de los invitados.

Casi de inmediato le sorprendió el ruido de unos pies a la carrera. Apenas tuvo tiempo de girar la cabeza antes de que el hombrecillo se arrojara sobre él. Bernard se le quedó mirando, impresionado por su aspecto. Habían pasado tres días desde la fantasmagórica aparición nocturna de maître Thomas y no había vuelto a cruzarse con él, aunque sabía que seguía refugiado en un cuarto recóndito, a salvo de ojos y oídos curiosos.

El desdichado tenía un aspecto aún más demacrado si cabía, con la piel traslúcida de un espectro y una mirada ardiente. Sin mediar palabra le agarró del brazo, clavó sus ojos amarillos en los suyos y le miró con una esperanza febril.

—¿Ocurre algo? —preguntó Bernard con suavidad para no soliviantarlo.

—Vos sois el amigo del conde. Sí. Sois amigo del conde —repitió maître Thomas con voz de sonámbulo, dándole unos golpecillos insistentes en el brazo—. Me podéis ayudar. Tenéis que convencerle de que todo lo que le he contado es verdad. A vos os escuchará. A vos os tiene que escuchar.

Bernard iba a contradecirle. Ni estaba tan cercano al conde, ni tenía ganas de escuchar sus delirios. Pero su interlocutor pegó un respingo inopinado y le asió de los hombros con fuerza:

—No me queda mucho tiempo —susurró, apremiante—. Ella viene a por mí. Encontró la mano de bronce y ahora sabe dónde estoy. Pero aún se pueden evitar males mayores. Sí. Aún podemos… Cuando conozcáis el alcance de su maldad, querréis ayudarme. Lo sé. Es muy urgente. Tomad. Aquí lo explico todo.

El loco rebuscó en su faltriquera, extrajo un pedazo de papel cien veces manoseado y se lo alargó como si fuera algo precioso. Para tranquilizarle, Bernard agarró el maltratado pliego con aire solemne y le echó un vistazo rápido. No había más que un par de párrafos escritos con una letra difícil de descifrar. Se concentró y leyó en voz baja una frase al azar, lentamente: «Y yo le dije citando al gran Pitágoras que hay un Principio Bueno, que ha creado el Orden, la Luz y el Hombre, y un principio Malo, que ha creado el Caos, las Tinieblas y la Mujer».

Más desatinos, igual que la primera vez. Levantó la vista. Maître Thomas le contemplaba ansioso, frotándose las manos:

—Esto persuadirá a monsieur de Lessay. No perdáis tiempo, ¡id, id! —le instó, agitando las manos como si aleteara para encaminar a unas invisibles gallinas.

Bernard le dio la espalda y comenzó a bajar la escalera con diligencia. Al llegar al primer piso alzó la vista. Maître Thomas seguía apostado junto a la barandilla, observándole con ojos vigilantes. Le hizo un signo de cabeza para tranquilizarle y asegurarle que cumpliría con su encargo, pero en cuanto le perdió de vista se metió el pliego de papel en el jubón y se sacudió de encima su recuerdo. No tenía ninguna intención de molestar al conde en mitad de la fiesta con los despropósitos de un pobre lunático.

Bajó la escalera de piedra, atravesó un par de salones y llegó a la luminosa galería que flanqueaba el jardín. Allí era donde se iba a celebrar la fiesta. Arropada por la luz dorada que entraba por una de las cristaleras, la condesa de Lessay recibía a los invitados.

La esposa de su nuevo patrón era una damita grácil, con un rostro delicado y ojos dulces de cervato, de un vivo color avellana. Tendría apenas un par de años más que él, pero a Bernard le intimidaba.

La había conocido al día siguiente de su llegada a aquella casa, cuando el conde le había introducido en sus apartamentos. La habían encontrado recostada en una silla, con los pies en alto y un montón de papeles manuscritos entre las manos. Las ropas ligeras que vestía a aquella hora de la mañana mostraban claramente que se encontraba en estado de buena esperanza, algo que a Bernard le había resultado incongruente con su aire de hada.

Lessay le había hecho aproximarse y le había narrado a su mujer una versión muy aguada de su encuentro nocturno y de su oportuna intervención. Ella se había mostrado cortés, pero distante. Era evidente que a una dama tan etérea las bravuconerías de espadachines le desagradaban. Durante todo el rato que había estado en su presencia, Bernard no había sabido dónde meterse, cohibido.

Y ahora tampoco se atrevía a acercarse porque no iba a saber qué decirle, así que la saludó a cierta distancia, pero aun así la escuchó disculparse ante unos huéspedes por la vulgaridad de los versos que iban a escuchar esa noche. Sonrió para sí. La condesa había tenido la ocurrencia de inspirarse en una obra romana titulada Astronomicón para crear un ballet al gusto de la Corte, con danzas y versos sobre los héroes mitológicos y los signos del zodíaco. Le había encargado el texto a un tal Théophile de Viau, un poeta protegido por el duque de Montmorency, que acababa de pasar dos años en prisión, por culpa de un proceso por sodomía, para mostrarle su apoyo.

Pero a Lessay la idea le había parecido demasiado pretenciosa y había convencido al autor, a espaldas de su mujer, para que aligerara el texto y sustituyera los recitados más solemnes por estrofas satíricas y bromas groseras. Y encima había contratado a una cofradía de estudiantes de la Sorbona para que acabasen de destrozar el conjunto a placer, añadiendo escenas de su propia cosecha y acrobacias. La dulce condesa estaba furiosa. Su precioso ballet había quedado convertido en una burda farsa, y aunque en principio se había reservado el papel de Urania, se había negado en redondo a interpretarlo.

Bernard deambuló un rato por la galería. El ambiente estaba cargado con el aroma a ámbar y agua de flores que perfumaba las ropas y las cabelleras, enmarcadas por majestuosas valonas almidonadas. Se husmeó el ala con disimulo; a él también le habían hecho untarse de arriba abajo. Los últimos rayos del atardecer penetraban por los ventanales, jugando con las sedas y arrancando destellos a las miles de perlas que adornaban los atuendos de los invitados. Muchos llevaban aderezos alusivos al tema de la noche. Había damas con estrellas pintadas en las mejillas o diademas con detalles celestiales en el pelo, jubones bordados con motivos zodiacales y cabellos teñidos con polvo de oro. Incluso los criados vestían capas cortas con recamados que representaban planetas.

Al fondo de la galería se alzaba un estrado de madera, decorado de tal modo que reproducía de manera sublime un cielo estrellado. El resto de la sala estaba ocupado por varias filas de bancos corridos en los que ya se acomodaban algunos invitados. Bernard distinguió a Monsieur Gastón, el hermano del rey, rodeado de gentilhombres en una esquina de la estancia. Saludó a un par de nuevos conocidos con la cabeza y siguió deambulando.

Sabía que entre los invitados se encontraba un afamado astrólogo llamado Jean Morinus que estaba al servicio del duque de Luxemburgo. La condesa lo había invitado personalmente aquella misma mañana, aprovechando su paso por París. Pero él sentía mucha más curiosidad por la colección de magos y adivinos callejeros que Lessay había contratado para que distrajeran a sus huéspedes después de la representación. Esperaba ansioso la aparición de la echadora de naipes española con un solo ojo, la gitana que leía la fortuna con un puñado de tabas y el prestidigitador mudo que hacía bailar objetos en el aire.

Justo entonces escuchó una voz que pronunciaba el nombre de Chevreuse y se giró como una centella, a tiempo de ver a un hombre que estaba sentado en una de las primeras filas alzar la mano y saludar. Así que ése era el marido de Marie. Tendría unos cincuenta años, una barba morena y afilada, el rostro enjuto y una mirada adormecida de hombre complaciente. La verdad era que por mucho rango de príncipe extranjero que poseyera, no tenía un aspecto demasiado impresionante. A su derecha y asida de su brazo estaba sentada una jovencita delgada, vestida de damasco rosa. Bernard no alcanzaba a verle el rostro pero por su silueta frágil parecía casi una niña.

Buscó con la mirada a Marie, pero no estaba a la vista. Lessay le había dicho que iba a interpretar el papel de una de las constelaciones durante el ballet. Quizá estaba preparándose.

Poco a poco los invitados iban sentándose y él busco un hueco en la última fila e hizo lo mismo. La representación debía de estar a punto de empezar. Entonces sintió una mano en el hombro y con un «Buenas noches, monsieur», el conde de Bouteville pasó por encima del banco y se instaló a su lado:

—Os esperaba en mi sala de armas esta mañana.

François de Bouteville vestía un rico jubón de damasco encarnado. Llevaba los cabellos rizados con pulcritud, las guías del bigote bien enhiestas y una gran flor de seda roja prendida del largo mechón de pelo que le caía sobre el hombro.

—Me han tenido todo el día probándome ropa —se lamentó Bernard.

No podía tener más ganas de pisar aquella sala de armas, sobre todo desde que Bouteville le había propuesto darle unas cuantas lecciones él mismo. Era imposible aspirar a mejor maestro. Su habilidad con la espada era de dominio público, así como su afición a los duelos. Había ganado más de veinte y Lessay le había dicho que le bastaba con escuchar rumores de que un recién llegado era ducho con la espada para ir a buscarle y proponerle un encuentro.

También le había contado que el año anterior había tenido la osadía de celebrar su enésimo duelo en pleno Domingo de Resurrección con unos cuchillos que él y su rival, que andaban sin armas, habían pedido prestados en una taberna de la puerta de Saint-Antoine. Y Luis XIII, exasperado por su impiedad y hastiado de la insolencia con la que ignoraba sus edictos, había decidido dar un escarmiento y mandarlos detener.

Bouteville y sus compinches habían tenido que escapar a Bruselas, donde habían permanecido hasta que el rey se había ablandado y les había permitido regresar.

—No importa. Si venís a Chantilly la semana que viene, ya encontraremos rato para practicar. A ver si es verdad que os hacen tanta falta las lecciones como dice Lessay.

—¿A Chantilly?

—¿No os han dicho nada? Montmorency nos ha invitado a cazar. —Bouteville sacudió la mano dando a entender que era un olvido sin importancia—. ¿Vendréis, no? Un mocetón de vuestra talla tiene que alancear jabalíes como otros atrapan conejos.

—Sí, claro —respondió Bernard, con la misma cachaza que si fuera un experto en caza mayor. Lo cierto era que había acorralado más de un jabalí, a pie y con la ayuda de los criados, cuando alguno de aquellos bichos bajaba de la espesura a destrozar los sembrados. Pero eso no tenía nada que ver con el tipo de ejercicio del que hablaba Bouteville. Su familia jamás había poseído bosques, caballos de raza, ni rehala de perros, y las monterías de los grandes señores sólo las había visto pasar de lejos. Pero no pensaba confesarlo y arriesgarse a que le retiraran la invitación. Cambió de tema:

—¿Cómo es que no participáis en el ballet?

Bouteville resopló:

—Porque estos cabrones me habían guardado el papel de cabra, o de carnero, no sé muy bien. —Estiró las piernas y cruzó las botas calzadas de espuelas, tal y como mandaba otra de esas absurdas modas de la Corte, aunque no se fuese a montar a caballo—. Y yo me niego a hacer de animal con cuernos. Bastantes de ésos hay ya dando vueltas por el Louvre.

Bernard rió con ganas, pero su compañero de banco le interrumpió con un codazo y un susurro ansioso:

—Por todas las almas del purgatorio, ¿sabíais que iba a venir? —Tenía el cuerpo retorcido y la mirada clavada en la entrada de la galería.

—¿Que iba a venir quién?

Bouteville se había erguido en su asiento y no despegaba la vista de la puerta. Bernard se giró a su vez y por fin descubrió al objeto de tanta alharaca.

Era la italiana que había interrumpido los juegos de madame de Chevreuse en el Louvre y que le había mirado a él con tanto rigor: la baronesa de Cellai. Se quedó también observándola, fascinado. Seguía vestida de luto y el corte de su ropa era discreto y severo, pero ni el más modesto de los atuendos habría podido hacerla pasar desapercibida. Las sedas suntuosas que envolvían su piel blanca invitaban a mondarla como una naranja bien jugosa, y sus cabellos oscuros, tocados por un velo negro, brillaban con un lustre profundo que daba ganas de esparcírselos sobre los hombros.

Nom de Dieu, lo que daría por quitarle de una vez esas faldas negras —murmuró Bouteville, contemplándola con expresión de gula—. No me puedo creer que haya salido de su casa y menos aún para venir a una fiesta. Normalmente sólo va del servicio de la reina a la capilla y de la capilla al servicio de la reina.

—Sí que es hermosa, la verdad.

Aunque para su gusto, a la italiana le faltaban picante y frescura. Tanta solemnidad le retraía. Pero era innegable que era bella. Y estaba claro que el decoro de su comportamiento le había añadido el embrujo de lo prohibido. No le extrañaba que trajera de cabeza a toda la Corte.

En aquel momento, como por azar, la baronesa de Cellai alzo la vista y clavó sus soberbios ojos verdes y rasgados en ellos. Bernard la saludó con una inclinación rígida de cabeza. Bouteville tragó saliva:

—Que digan lo que quieran, pero yo no conozco a ninguna beata que mire así. De esta noche no pasa. Esa mujer está pidiendo guerra.

Bernard asintió, convencido:

—Entonces, ¿es verdad eso de que no se le conocen aventuras galantes?

—Nada. Ni ahora ni cuando estaba casada. Y eso que con un vejestorio como La Roche no debía de tener ni para empezar. Así le duró lo que le duró. Al primer envite se le descompondrían las asaduras.

—¿De qué murió?

Bouteville se encogió de hombros:

—A saber. Las últimas semanas se las pasó en la cama hecho un vegetal, sin habla ni entendimiento. Yo creo que no aguantó tener una mujer como ésa entre las sábanas todos los días.

—¿Y de dónde sacó un viejo una moza así? Me imagino que debía de tratarse de un gran señor.

—Nada de eso. La nobleza de La Roche era antigua pero modesta. Lessay le conocía bien. Llevaba al servicio de su familia toda la vida. Fue su ayo, casi un segundo padre, y en los últimos tiempos, su tesorero. Y él tampoco se explicaba cómo la había conquistado. El carcamal se marchó a Roma de peregrinación hará cosa de un año y cuando regresó, a los pocos meses, en vez de una bendición papal se había traído a la mismísima Venus. Que además ya era viuda de un primer matrimonio y bastante rica, así que no creo que nadie decidiera por ella. —Bouteville hizo una pausa y se frotó las manos—. La cuestión es que el viejo no le duró ni un suspiro. Está claro que lo que madame de Cellai necesita es un hombre joven y fuerte.

Justo entonces sonaron los tres golpes que anunciaban el inicio de la pieza y Bernard se enderezó, atento. El espectáculo narraba la historia de la creación del orbe celestial, y aunque los papeles principales estaban interpretados por grandes señores disfrazados, también había cómicos y bailarines de oficio contratados por los condes. Los versos eran una mezcla de complicadas estrofas y pícaras cuartetas llenas de desvergüenza que le hacían reír a mandíbula batiente, y un coro de estudiantes jocosos comentaba los hechos que acaecían en el escenario con música y bulliciosos cánticos. Gracias a ellos Bernard disfrutó hasta de los trozos más aburridos, con dioses antiguos declamando y personajes con túnica que se transformaban en constelaciones estelares por los motivos más peregrinos. Estaba convencido de que el sabotaje de Lessay había salvado la obra.

Terminada la representación, los criados comenzaron a despejar la sala para dejar espacio para el baile y Bernard se puso en pie, resignado, mientras los músicos se acomodaban en el estrado. Con aquellos zapatos, se habría quedado sentado con gusto toda la noche. Se hizo con una copa de licor y mientras daba una vuelta por la galería se fijó en un nutrido grupo que se había formado junto a un ventanal, así que se acercó a ver qué era lo que tanta atención despertaba.

Asomó la cabeza y descubrió al astrólogo Jean Morinus y a la baronesa de Cellai en el centro del corro. Los demás invitados los contemplaban expectantes, como si asistieran a una riña a puñetazos.

El sabio era un hombre enjuto de unos cuarenta años, vestido con una modesta toga. Tenía la nariz afilada y una mirada penetrante y llena de inteligencia que desmentía la humildad de su atuendo. Igual que la tensión rapaz de sus manos y el gesto de cazador con el que contemplaba a su interlocutora. Un milano frente a una liebre. Hablaba en el tono de un maestro paciente:

—Madame, eso es porque os habéis topado con algún charlatán. Los malos astrólogos hacen más daño que beneficio. Si me explicáis lo que os predijo ese individuo, podré despejar vuestras dudas y ofreceros una interpretación más razonable.

—¿Un mal astrólogo? ¿Acaso los hay buenos? Os aseguro que yo no he conocido nada más que charlatanes. Todos interesados en alimentar la vanidad de sus patronos para luego amedrentarlos con predicciones que hagan necesarias nuevas consultas.

Los dedos de la dama acariciaban el crucifijo que pendía de su cuello. Bernard se sorprendió de la dureza de sus palabras, por muy devota que fuera. En su experiencia, casi todo el mundo se guardaba de Dios y del diablo al mismo tiempo. Que ser un buen creyente no quitaba para meter pan negro bajo el cuello de la ropa de un niño el día de su bautizo a fin de alejar los malos espíritus y evitar el mal de ojo.

Morinus no parecía demasiado ofendido. Tal vez pensara que la belleza de su interlocutora bien valía tragarse algún insulto. Su voz seguía siendo meliflua:

—Entonces ¿no os interesa saber cuál es vuestro destino?

La italiana rió con sorprendente ligereza:

—¿Mi destino? Eso sólo Dios lo conoce. A no ser que también pretendáis saber descifrar sus designios…

El astrólogo levantó el dedo índice. Se le veía contento de haber pillado a la baronesa en falta:

—Ah, pero no negareis que los astros también son obra divina, y que nada impide en principio que Dios haya escrito en ellos lo que ha de acaecernos a los hombres.

—Lo que ha de acaecernos, monsieur Morinus, no está escrito desde el principio de los tiempos. Cada hombre tiene la libertad de actuar bien o mal y Dios otorga su gracia a todos. Digan lo que digan los protestantes o vuestros hugonotes franceses.

Las palabras de la baronesa despertaron un murmullo inquieto entre el público. A Bernard también le parecieron una imprudencia. Las heridas de las guerras de religión todavía no estaban cicatrizadas.

Él tenía un ejemplo en su misma familia. Su padre había sido hugonote, como la mayoría de la gente en su región, hasta el día en que se había enamorado como un becerro de su madre, que era una ferviente católica, y se había convertido para poder casarse con ella. Habían celebrado la boda a escondidas de la familia y hasta el último día habían tenido dificultades con parientes y vecinos.

Que una extranjera se pronunciara con esa contundencia sobre temas de religión era cuando menos inoportuno.

Pero el sabio comenzaba a ponerse nervioso por otras razones. Aquella presa no iba a ser suya. Hizo otro intento de conciliación:

—Por supuesto, madame, los astros no lo determinan todo, sólo rasgos de carácter y algunos acontecimientos importantes. Los astrólogos mostramos el paisaje, pero no elegimos el camino.

—¿Y por qué los astros precisamente? ¿Es que no hay nada más que marque los posibles caminos de un ser humano? Tal que haber nacido noble o villano, hombre o mujer, francés o indio de las Américas. —La baronesa de Cellai frunció el ceño—. Yo pienso igual que Cicerón. Es una necedad que se le otorgue tanta importancia a unos puntos de luz en el cielo y no, por ejemplo, al tiempo que hacía cuando nacimos, que es una ocurrencia igual de trivial.

El astrólogo parecía desconcertado. Sin duda no esperaba que una mujer tan bella leyera a los clásicos.

De divinatione… —murmuró, con un tono de superioridad—. Una obra menor. No tiene la altura de otras discusiones filosóficas sobre la materia, sin duda menos conocidas.

—Pero no exenta de sabiduría. Sed nescio quo modo nihil tam absurde dici potest quod non dicatur ab aliquo philosophorum.

Algo muy grave debía de haberle dicho, porque los ojos de Morinus relampaguearon ofendidos. A uno de los espectadores se le escapó una risita divertida. Bernard no había entendido la cita ni el alcance del agravio, pero estaba fascinado por la calma gélida de la italiana. Alguien le puso la mano en el hombro y se dio la vuelta.

El conde de Lessay se había abierto paso entre los espectadores y escuchaba la controversia con expresión impaciente. Había tomado parte en el ballet disfrazado de Orión y, aunque se había despojado del casco y las armas, aún vestía el traje inspirado en la antigüedad romana que había lucido en escena.

—Ignoradlos, Serres. Éstos tienen para rato. —Abandonó el círculo con un resoplido y Bernard le siguió. Parecía aún más contrariado que el astrólogo—. La baronesa es de la misma ralea que mi mujer. Malditos sean los latinajos y las mujeres sabihondas. Se le quitan a uno las ganas de todo.

Otro que tenía esperanzas de seducir a la dama enlutada… Bernard no sabía nada de mujeres latiniparlas. Y tampoco tenía ninguna posibilidad de llevarse a la baronesa al catre, así que bien que se habría quedado otro rato allí mirándola. Pero, desde luego, no era muy cortés acudir a casa ajena para atacar de manera pública a los demás invitados poniendo en tela de juicio sus conocimientos. Las dos veces que la había visto, la italiana no había hecho más que aguarle la fiesta a todo el mundo a base de advertencias solemnes y recriminaciones. Recordó una sabia frase que siempre había escuchado a los viejos de su tierra:

—«A la mujer y a la mula, por el pico se les va la hermosura» —sentenció.

—No sabéis cuánta razón tenéis —suspiró Lessay teatralmente, acompañando su respuesta con un gesto de cabeza resignado en dirección al otro extremo de la sala, donde su esposa departía con una dama de cabellera leonina y un atildado caballerete que las escuchaba en silencio.

El conde llevaba rehuyendo a la condesa desde que ésta había descubierto lo que había hecho con los elegantes versos que ella había encargado con tanto mimo para aquella noche. Pero más le valía afrontarla de una vez, le dijo, en el mismo tono que si se aprestase a cargar contra una tropa enemiga.

Bernard se quedó observándole a cierta distancia, divertido con la aprensión de su patrón. Y cuando el pisaverde que escoltaba a las damas se apartó a un lado para hacer sitio, se quedó seco de la sorpresa.

Era Charles.

Estaba impecable, con un jubón reluciente de color azul, un sombrero nuevo con una doble pluma y una camisa de un blanco tan inmaculado que sólo podía ser de estreno. Bernard no tenía ni idea de cómo había conseguido que le invitaran a la fiesta.

Cierto era que el día anterior habían ido a jugar a la pelota y su amigo se había pasado más tiempo haciéndose lenguas de toda la gente importante que conocía en París que corriendo detrás de la bola. Él no le había hecho mucho caso porque sabía que era un fantasioso que siempre tenía alguna idea vana en la cabeza, y había aprovechado su distracción para propinarle una soberana paliza al juego. Pero algo de verdad debía de haber esta vez en sus presunciones cuando allí estaba, tratando con madame de Lessay con desenvoltura y hecho todo un figurín.

Le hizo un gesto amistoso, pero en vez de devolverle el saludo, Charles se le quedó mirando con los ojos muy abiertos. Seguro que le había impresionado verle vestido igual que un gran señor.

No sabía si acercarse, pero no tuvo tiempo de tomar una decisión. Las notas de música empezaron a sonar y alguien le dio un empujón para apartarle de en medio. Retrocedió unos pasos y de repente escuchó un grito de dolor a su espalda. Tenía que pasar. Le había clavado el maldito tacón a alguien. Se dio la vuelta, pero el tobillo se le dobló, perdió el equilibrio y vio, impotente, cómo el contenido de su copa se derramaba sobre la pechera de un vestido bordado.

Levantó la cabeza, medroso. Una jovencita de unos quince años, con el cabello rubio oscuro, ojos dorados y las mejillas llenas, le miraba indignada. Tenía pecas encima de la nariz como las campesinas, pero su figura y su cuello esbeltos le daban el porte airoso de las damas de la Corte.

Bernard masculló una disculpa e intentó enjugarle la mancha húmeda con la manga de su traje. La chiquilla lanzó una exclamación y retrocedió un paso, intimidada:

—¿Se puede saber qué estáis haciendo?

—Estoy intentando limpiaros.

—¿Y no podíais pedirle a un criado un aguamanil y un paño, en lugar de arrojaros sobre mí como un bruto? —El tono de la mocita quería ser firme, pero la voz le temblaba.

—Lo siento —insistió Bernard—, son estos malditos zapatos que no me dejan moverme. Me están pequeños y…

Pero ella le interrumpió. Estaba claro que sus disculpas no la consolaban:

—¡Mirad cómo me habéis dejado el vestido! —No paraba de acariciarse la mancha y sus ojos tenían una expresión desolada.

Cuánta congoja por un trozo de tela:

—Es sólo un vestido, madame, seguro que tenéis cientos más bonitos que éste.

—¿Vos qué sabréis? —La muchacha se dejó caer en una banqueta, resignada, y le miró a los ojos—. Éste es el único que me gustaba. Con los demás parece que acabo de salir del convento.

Bernard suspiró. A él le tenía que tocar serenar los remilgos de una niña presumida. Se acercó a una mesa, agarró dos copas de licor a la desesperada y le tendió una a la chiquilla. Ella le miró desconfiada, pero aceptó la bebida:

—Ahora os la tendría que tirar yo encima —dijo, con un mohín.

Bernard se encogió de hombros.

—Si os quedáis más contenta, adelante. Pero que sepáis que éste es el único traje que yo tengo. Y ni siquiera es de primera mano. —Se sentó junto a ella y la empujó con el codo—. Hacedme un hueco. No sabéis cómo me duelen los pies.

La jovencita le miró con suspicacia y Bernard se dio cuenta de que acababa de atisbar al aldeano que se escondía debajo de su jubón recamado. O sea, que le había estado confundiendo con un gran señor. Se echó a reír con ganas. Aquella damita tenía aún menos mundo que él.

Se presentó, y ella sonrió por fin y le dijo que se llamaba Madeleine de Campremy. Procedía de un lugar llamado Ansacq, a unas veinticinco o treinta leguas al norte de la capital, y había llegado a París esa misma mañana:

—Aún no tenemos casa propia, pero en cuanto supo que estábamos aquí, mi madrina nos ofreció alojamiento en su hôtel. —La adolescente hablaba con un tonillo relamido, pero en su mirada brillaba la misma ilusión que en la de una niña al descubrir sus regalos el día de Año Nuevo—. Es muy buena y muy generosa. Y la mujer más bella de toda la Corte.

Bernard cayó entonces en la cuenta. Claro. Madeleine era la muchachita que había visto sentada junto al duque de Chevreuse, al principio de la noche.

—¿Madame de Chevreuse es vuestra madrina? —preguntó.

Ella asintió, orgullosa:

—Mi padre sirvió al suyo durante más de veinte años y siempre le tuvieron en la mayor consideración. Pero cuando mi madre murió, al poco de mi nacimiento, nos trasladamos al campo. Por eso no conozco la Corte —concluyó, con un suspiro.

—¿Y qué ha decidido a vuestro padre a traeros de vuelta? Si habéis venido a buscar marido, sabed que yo no firmo ningún contrato si no hay por medio una buena dote. —Rió. Aquello no era más que una chanza un poco grosera. A Madeleine aún le faltaba alguna primavera para estar madura. No se esperaba que le devolviera una mirada tan dolida.

—Mi padre y mi hermano murieron hace un mes. Estoy sola. Ha sido mi ama la que ha decidido que viniéramos a París.

Por mil diablos. Sólo le faltaba hacerla llorar. Estaba claro que no eran sólo las mujeres y las mulas las que estaban mejor con el pico cerrado:

—Vamos, vamos, sola no estáis. Tenéis a la duquesa de Chevreuse, que os ha acogido tan bien. Y a esa ama que seguro que se preocupa por vos.

La chiquilla sacudió la cabeza y sonrió también:

—Todavía no me creo que mi ama me haya dejado venir esta noche. Me quiere mucho pero es muy estricta. Y esto ha sido tan repentino… ¡Mirad! Ahí está mi madrina. —Bernard giró la cabeza de inmediato, hacia donde la moza señalaba. Marie había aparecido un par de minutos apenas sobre el escenario, durante el ballet, vestida de diosa antigua, y luego la había perdido de vista—. Yo creo que es la más hermosa de la fiesta. ¿Sabéis?, me ha dicho que si me quedo en París, podré tener cuantos galanteadores quiera. Aunque la verdad es que no sabría qué hacer con ellos. Yo creo que es mejor tener un solo amante, pero fiel y dedicado, igual que en las novelas de caballerías. ¿Vos qué pensáis?

Bernard no sabía qué decir. Con el rabillo del ojo espiaba a la duquesa, que bailaba una zarabanda llena de gracia con un rubiasco con la mandíbula como una quijada de asno. Y al mismo tiempo intentaba asimilar el atolondrado monólogo de Madeleine, que se había lanzado a hablar de amantes y galanteadores con el mismo desparpajo que si estuviera discutiendo si ese año convenía sembrar trigo o cebada.

La miró con más atención mientras ella le daba toda una lección sobre novelas de caballerías. Tenía el aire desgarbado de un cervatillo con las patas demasiado largas, sus pechos pequeños ni siquiera se adivinaban bajo el corte del escote y tenía el talle casi recto. Pero en cuanto se le ensancharan las ancas iba a tentar a más de uno. Y si no, al tiempo.

—¿Y cómo es que los duques os han dejado sola? —preguntó, para que se callara—. ¿Queréis que os acompañe junto a ellos cuando termine esta danza?

—¡No, no hace falta! En realidad, antes de que me tiraseis la bebida encima, estaba buscando al astrólogo. —Sonrió y, cayendo en la cuenta de que su copa estaba vacía, le hizo una seña a un sirviente para que se la llenara otra vez.

—¿Al astrólogo? Está más solicitado que un gallo en un corral. Y me da que la cosa no le desagrada. Os va a costar que os preste atención entre tanta gente principal.

—Vaya… Me hubiera gustado hablar con él. No creáis que soy una ignorante. Ya sé que no se puede trazar el horóscopo exacto de una persona en unos minutos y que la astrología es una ciencia que requiere muchas horas de estudio y trabajo. —Madeleine hablaba con la seriedad de una alumna aplicada—. Pero me gustaría saber si nos vamos a quedar en la Corte. No quiero volver a Ansacq por nada del mundo.

A Bernard le pareció que la voz de la muchacha perdía ligereza y se teñía de una cierta aprensión, pero no le hizo mucho caso. Tenía que escabullirse. No quería pasarse el resto de la noche persiguiendo feriantes con aquella niña colgada del brazo. Afortunadamente, la zarabanda había terminado y, cuando los músicos entonaron las primeras notas de una volta, el duque de Chevreuse se acercó a ellos:

—¿No os importa que os robe a mademoiselle de Campremy?

Madeleine dudó y Bernard adivinó el motivo. Seguro que la damita no había tenido más instructor de danza que su vieja ama y temía no estar a la altura. Él tampoco se atrevía a bailar. Estaba acostumbrado a las fiestas de verano en su comarca. No había mejor ocasión para echarles mano a las mozas y tentarlas entre las faldas sin que protestaran. Pero en la Corte se bailaba de forma muy diferente. Todo eran piruetas y pasos complicados.

Chevreuse repitió una vez más la invitación y le tendió la mano con confianza. Ella se decidió al final, se puso de pie, apuró su copa de un trago y cruzó hacia el centro del salón con paso ligero y determinado. Bernard aprovechó para quitarse de en medio y buscar a Charles.

Lo encontró en una esquina, solo y con los ojos fijos en las faldas de la dama de cabellera flamígera junto a la que le había visto antes. Ella giraba entre los brazos de un gentilhombre vestido de blanco, entre los demás bailarines, y Charles los contemplaba con una expresión impávida, dándole sorbos a un vaso de vino.

Bernard se sonrió. A otros podía dársela de indiferente, pero él sabía muy bien cuándo su amigo estaba malhumorado. Otro que tampoco sabía bailar al modo de la Corte. Cruzó los brazos y se quedó a su lado, en silencio, contemplando a los bailarines.

La música de la volta era rápida, enérgica, y la danza requería que los hombres hicieran girar a sus acompañantes por los aires violentamente una y otra vez. Para conseguirlo, se estrujaban contra el cuerpo de las damas, las sujetaban con una mano por la parte baja del corsé y, sin la menor reserva, introducían un muslo por entre sus piernas para ayudarse a levantarlas. Ellas reían, agarradas al cuello de sus parejas con una mano y sujetándose las faldas con la otra. Con cada giro quedaban a la vista las medias de colores de una, el borde de la camisa de la otra, o incluso un pedazo de piel blanca y mórbida. Charles y Bernard intercambiaron una mirada satisfecha y siguieron allí, uno junto al otro, atentos y mudos.

Madeleine había lanzado un gritito de alarma la primera vez que el duque la había levantado en el aire. Pero enseguida se había acostumbrado a aquellos giros fogosos y ahora reía con las mejillas encendidas como manzanas y la boca entreabierta.

Charles le miró de reojo, sin apartar la vista de los bailarines:

—Muy bonito eso que llevas. —Bernard le echó un vistazo rápido a su atuendo, desconcertado, y reparó en el broche de perlas y esmeraldas que se había colocado en el sombrero cuando se vestía—. Y grande. ¿De dónde lo has sacado?

Bernard no le había contado nada de la borrachera del príncipe, ni de cómo había acabado en posesión de la joya. Y lo había hecho a propósito. Hacía dos días, en el Louvre, se había quedado con la impresión de que a Charles le escocía su buena fortuna. No sabía si porque le dolía que ya no le necesitase o porque tenía celos de su fantástico golpe de suerte. La envidia era su gran pecado desde siempre. Así que había intentado no alimentarla callándose algunos detalles de sus aventuras nocturnas. Ya le había restregado bastantes cosas por las narices.

—¿Esto? —Se quitó el sombrero, para mostrárselo—. Me lo regaló el otro día el hermano del rey.

—Que me lleven los demonios… ¿Qué servicios has podido hacerle para que te haga esos regalos de odalisca?

Bernard no sabía lo que era una odalisca. Pero no sonaba a nada bueno. Y el tono no había sido de broma. O Charles le explicaba mejor lo que quería decir o alguien se iba a ganar un buen puñetazo en las narices. Justo en ese momento la música se detuvo. La volta había terminado. Madeleine se agarró del brazo de Chevreuse, mareada, y el duque se acercó a ellos para devolverle a su pareja de baile. No le dio tiempo a preguntar.

La moza tenía una sonrisa radiante, aunque venía lívida y se tambaleaba un poco. De pronto su expresión alegre se convirtió en confusión:

—No sé qué me ocurre… Me da vueltas la cabeza y tengo vértigo —gimió, con la mirada borrosa.

Bernard rió por lo bajini. Lo que le pasaba era que no había parado de trasegar en toda la noche y luego se había puesto a dar vueltas como una peonza.

—Venid, sujetaos de mi brazo. Vamos a tomar un poco el aire —respondió. Ya tendría tiempo de hablar con Charles.

Guió a Madeleine hasta el jardín. El resplandor de las luces doradas de la galería se filtraba a través de los ventanales hasta los primeros parterres, pero los bancos quedaban a oscuras. Se dirigió a tientas hacia uno. Ella suspiró. La música se oía amortiguada y el aire fresco de la noche despejaba sus sentidos hartos de licor, luces temblorosas y olores exóticos.

Se quitó los zapatos, que le estaban matando, y una vez que la vista se le acostumbró a la penumbra de la noche sin luna se entretuvo en escrutar el perfil suave de Madeleine, que tenía los ojos cerrados y luchaba contra el mareo. Tenía que haberla advertido de las consecuencias cuando la había visto vaciar copas con tanta alegría. Recordó su primera borrachera. Con trece años, Charles le había desafiado a robarle el vino al pastor de su iglesia y los dos se habían cogido toda una señora curda. Menudo escándalo que se había organizado.

Del salón llegó de repente una voz femenina que cantaba. Era lo más bonito que había escuchado nunca y se le ocurrió que, ya que estaba allí a solas con Madeleine, podía probar a cogerle la mano, a ver qué pasaba. Pero entonces escuchó un ruido de pasos sobre la gravilla y dos sombras se recortaron nítidamente en el sendero, cortándole la intención. Un hombre y una mujer.

—Seguro que son dos amantes —susurró Madeleine.

Él la hizo callar con un siseo.

No parecían amantes en absoluto. Las dos figuras caminaban con rigidez y mantenían una distancia tensa. Por suerte, no llegaron hasta su banco, sino que lo rodearon y se sentaron a su espalda. Sólo les separaba un seto de tejo.

Le sobrevino un miedo irracional e injustificado a ser descubierto. Y Madeleine debía de sentir lo mismo porque casi no podía oír su respiración. Esperaron lo que le pareció una eternidad y por fin el hombre habló, casi en un susurro:

—Maître Thomas vino a pedirme ayuda, muy trastornado, hace unos días. Está convencido de que buscáis su desgracia.

El conde de Lessay. Y hablaba del pobre escribano loco. Bernard se revolvió, incómodo.

—Pobre hombre. Desde la muerte de mi marido ha perdido totalmente el juicio.

El inconfundible acento de la baronesa de Cellai, duro y acariciante a un tiempo, llenó a Bernard de perplejidad. Desde su llegada a París se había hartado de escuchar que aquella mujer era inaccesible. ¿Qué le habría dicho Lessay para que se aviniera a salir a solas con él al jardín?

—Pues os aseguro que los asesinos a sueldo que intentaron dar cuenta de él no eran ninguna alucinación —replicó el conde—. Los maté yo mismo, y eran de carne y hueso.

—¿Asesinos? Disculpadme pero no comprendo, ¿os atacó alguien? Qué horror. París es una ciudad muy peligrosa.

—Por supuesto. Ya me imaginaba que no sabríais nada —respondió el conde con acento irónico—. Ahora me diréis que vuestro marido también perdió la razón antes de morir. Eso es lo único que explicaría las cosas que me escribía sobre vos.

Bernard pensó en lo que le había contado Bouteville. Lessay había sido educado por el difunto esposo de la baronesa de Cellai. Sólo por eso debería tratarla con respeto. No le parecía bien que la hablara con esa brusquedad cuando ella se mostraba solícita y preocupada.

La réplica de la italiana tardó un poco más esta vez:

—¿No esperaréis que sepa lo que decían unas cartas privadas? No tengo por costumbre espiar la correspondencia de los demás. Pero muy importantes no podían ser. Más de una vez le oí quejarse de que no contestabais.

—¿Queréis saber lo que decían las cartas? ¿En serio? —El conde casi escupía las palabras—. Porque me hablaba de vuestra falsedad. Me aseguraba que buscabais su muerte. Y Dios sabe lo repentina y extraña que fue la enfermedad que se lo llevó.

Silencio. Bernard intentaba recordar las palabras que le había escuchado a maître Thomas tras la puerta de su cuarto la noche que se lo habían encontrado, pero la memoria se le nublaba, como si fuera él y no Madeleine quien estuviera embriagado. Había dicho algo de un hombre muerto y de una mujer que le perseguía.

Se escuchó un movimiento violento al otro lado del seto y Madeleine le miró temerosa, a punto de decir algo. Le apretó la mano:

—Callad…

—¿Os estáis riendo? —siseó Lessay—. Mort de Dieu, tomáoslo en serio o…

—¿O qué? ¿Osaríais atacar a una mujer indefensa? —La voz de la italiana sonaba de lo más burlona—. Soltadme ahora mismo el brazo.

Bernard estaba atónito. Le daban ganas de intervenir para evitar una desgracia.

—Madame, un cuello como el vuestro no está hecho para ser entregado al verdugo. —La respuesta de Lessay fue apenas un murmullo. Una veta de deseo atravesaba la hostilidad de la amenaza.

Bernard miró de soslayo a Madeleine, que seguía inmóvil, con la cara enterrada entre las manos. Escuchó una respiración honda y, al cabo de un momento, la voz de la baronesa de Cellai, muy calmada:

—Pensadlo bien, monsieur. ¿Por qué iba a querer matar yo a mi marido? Un hombre bueno, generoso, enamorado. Tenía influencia, amigos poderosos y me garantizaba una posición privilegiada en la Corte. Ahora me he quedado sola, sin nada más que mi fe.

—Ahorraos la falsa devoción. No me convence vuestro disfraz de beata.

Ella rió de un modo muy poco piadoso.

—Pues la oración es un gran consuelo. Deberíais practicarla en esta hora difícil. Perder a un viejo amigo es muy doloroso.

Lessay ya no intentaba contener la ira:

—Si no me dais una explicación que me satisfaga, puedo haceros mucho daño. Estoy dispuesto a acusaros de haberle envenenado y llevaros ante la justicia.

—Vamos, monsieur, sed razonable. ¿Qué tenéis contra mí? ¿Las cartas delirantes de un moribundo? Deben de ser poco creíbles, si ni vos mismo hicisteis caso cuando las recibisteis. ¿La palabra de un loco? —La baronesa hizo una pausa, y cuando volvió a hablar su voz sonó del modo más convincente que Bernard hubiera oído jamás—. Dadme una oportunidad, Lessay. El beneficio de la duda. Si nos reunimos vos y yo con maître Thomas veréis que todo es un malentendido.

Otro silencio. Bernard sentía unas insólitas ganas de levantarse y decirle a la baronesa que sí, que él mismo la llevaría hasta el escribano. Pero el sopor que sentía era todavía más fuerte y le anclaba los miembros al banco.

—No —contestó por fin el conde. Parecía que le costara pronunciar las palabras y oponerse a los razonamientos de la dama—. Además, ya no está en París.

Ella continuó hablando en un tono comprensivo y preocupado:

—Entonces deberíais hacer por traerle a vuestra casa. En su estado podría ocurrirle cualquier cosa. Si se cruzase con la gente equivocada…

Unos pies removieron la gravilla con violencia. El conde se había levantado.

—¿Eso es una amenaza? Madame, yo no soy ningún viejo que tengáis comiendo de la palma de la mano. No vais a engatusarme. —Sonaba medio aturdido, atacado también por el sopor—. No sé qué os traéis entre manos. Pero sé que mentís. Y si no confesáis voluntariamente, me encargaré de que otros os arranquen la verdad.

Sin esperar respuesta, pasó junto a ellos, sin verlos, y regresó a la casa. Bernard sintió que ella también se levantaba. Giró la cabeza con mucho cuidado y la vio acariciar el seto de tejo y extender la palma de la mano, soplando hacia la figura que se alejaba. Entonces la oyó entonar en un murmullo hermosísimo:

Sacro Tasso, che io evochi in lui una dolce memoria

Divina Luna, che lui difendere me voglia

Las antorchas de la pared iluminaban a Lessay, que se alejaba por el camino. Cuando la italiana terminó de recitar, el conde se detuvo y se mesó los cabellos; se los sacudió, como si acabara de atravesar una tela de araña en un desván polvoriento, y siguió caminando sin mirar atrás.

La voz que cantaba se calló y se oyó una salva de aplausos. La baronesa esperó hasta que Lessay hubo abandonado el jardín. Luego suspiró y echó a andar ella también por el sendero con paso lento.

A Bernard la cabeza le daba vueltas. Se sentía muy confuso y apenas podía con la modorra. A lo mejor había bebido mucho más de lo que creía. Introdujo la mano en el bolsillo. Aún tenía el papel que le había entregado maître Thomas al principio de la noche. Quizá se había equivocado esperando para dárselo al conde. Pero un sollozo ahogado de Madeleine le distrajo.

La niña seguía inmóvil y encogida. A saber qué habría entendido de todo aquello. Se levantó y le dijo con suavidad:

—¿Vamos dentro? —La ayudó a alzarse y empezaron a caminar. Sólo cuando llegaron cerca de las ventanas se fijó en que tenía los ojos llenos de lágrimas—. ¿Qué os ocurre? ¿Estáis indispuesta?

—No, no, sólo me duele la cabeza. Me encuentro rara. —Hizo una pausa—. ¿Quiénes eran esas personas?

—No lo sé —mintió.

—Qué hombre tan malvado. Acusar a la dama de esa manera. ¿Cómo iba a envenenar a quien más quería? Qué injusticia.

Parecía que iba a llorar de nuevo.

—Olvidadlo, mademoiselle, regresemos a la fiesta.

Pero Madeleine se aferró a su brazo:

—¿Creéis que si ese hombre la denuncia pueden condenarla sin pruebas? Qué horrible.

Bernard no entendía por qué le angustiaba tanto aquel asunto. Pero quería volver de una vez a la fiesta. La mejor estrategia era quitarle hierro:

—No, no. Eso es imposible. No se puede condenar a la gente así como así.

—Y esa plegaria que ha recitado la señora al final… ¿Sería a la Virgen pidiendo protección? Parecía italiano.

—No lo he oído bien. Seguramente.

—Era muy bonito.

Bernard no dijo nada. A él le había resultado igualmente hermoso al escucharlo. Sin embargo, ahora que estaban solos de nuevo en el jardín, sentía un frío extraño en el estómago. Como si los dedos largos y blancos de la baronesa de Cellai le hubiesen rozado las entrañas en una caricia indeseada.