9

Soñar con agua putrefacta significaba que la vida del durmiente estaría llena enfermedades y penurias, ya que el agua sucia era símbolo de corrupción y maldad latente. Sumergirse involuntariamente en aguas estancadas era por el contrario un excelente augurio, le había asegurado la gitana desdentada que había presenciado su caída al foso del Louvre.

Era tradición dar la bienvenida a los nuevos reclutas con una broma pesada, y el normando cejijunto que había propuesto empujarle tenía sin duda muy buena vista. Pocas cosas habrían podido humillar más a Charles que aquel chapuzón que había arruinado su impecable vestimenta y le había acarreado un catarro de padre y muy señor mío. A pesar de que hacía más de un año de aquello, no podía evitar acordarse de la deshonrosa novatada cada vez que cruzaba el puente del foso.

Las palabras de la gitana le consolaban algo, sin embargo, porque aunque él no creía en supercherías, los sueños y los presagios no eran cosas que debieran desdeñarse. Hasta el mismo Hipócrates se los tomaba muy en serio.

La cíngara también le había advertido de que se guardara de las aguas vivas, ríos y corrientes si quería vivir lo suficiente para engendrar y ver crecer a los siete hijos que llevaba escritos en la palma de la mano. Pero eso se lo había murmurado entre dos esputos de saliva airados, como una maldición, después de que se negara a pagarle ni un solo sueldo por sus predicciones, así que nunca se lo había tomado en muy serio.

De lo único de lo que Charles estaba seguro era de que, al menos de momento, la diosa Fortuna no le había abandonado. Si seguía vivo aquella mañana estaba claro que, después de todo, el guardián de Angélique no le había visto el rostro cuando se le había caído el embozo.

Aunque había pasado la noche en blanco, saltando al menor ruido, pensando que el calvo bigotudo iba acudir a despacharle acompañado de un par de esbirros armados con pistolones, al final no había aparecido nadie por su cuarto.

Bernard tampoco.

El alivio que había sentido al amanecer había quedado empañado del todo por la inquietud que sentía por la desaparición de su amigo. Porque Bernard tampoco se había presentado en el Louvre a la hora convenida. Había preguntado por él a todos los camaradas con la casaca del capitán Fourilles que se había encontrado por el Louvre y nadie le había visto. Aquello no tenía buena pinta. Capaz era de haberse metido en el sitio equivocado y haberse ganado un par de cuchilladas a lo tonto.

Se apoyó sobre los muslos de una de las gigantescas cariátides de la sala baja, tratando de decidir dónde buscar a continuación. Tenía una cita con el abad de Boisrobert en el jardín de las Tullerías pero aún faltaba una hora. Y había un sitio donde todo el mundo sabía que había que ir a mirar en estos casos. La morgue del Châtelet. Allí era donde los hombres del Preboste exponían los cadáveres que se encontraban tirados por las calles. Estaba armándose de valor cuando, de repente, reconoció a la figura que cruzaba la puerta de entrada con aire despreocupado. Se enderezó de un brinco.

Bernard estaba un poco pálido, como si no hubiera dormido mucho, pero entero en apariencia.

—¡Cabrón desgraciado! ¿Se puede saber dónde te habías metido? —Su amigo se acercó a saludarle, como si tal cosa, y él le apartó el brazo, mosqueado—. ¡Estaba a punto de ir a buscarte a la morgue!

A Bernard aquello pareció hacerle gracia, porque soltó una carcajada:

—¿A la morgue? Diablos con el pájaro de mal agüero.

Y, sin más, comenzó a relatarle una historia insólita acerca de sus andanzas de la noche anterior. Hablaba sin ton ni son. De un combate a muerte en una plaza oscura, de un gran señor al que había salvado la vida, de una partida de cartas con rivales de alta alcurnia y sobre todo de la duquesa de Chevreuse. Él digería la avalancha de información a marchas forzadas, irritado consigo mismo por haber pensado que le había ocurrido algo.

Bernard se disculpó con ligereza por no haberle avisado; no había tenido ocasión con tanto acontecimiento excepcional:

—Acabo de pasarme por tu casa. He ido a buscarte para contártelo todo, y como no estabas, he venido aquí a probar suerte.

—Bueno, pues ya me has encontrado.

Seguía enfadado, pero no quería pasar por un blandengue aprensivo. Echó a andar. Bernard le siguió como un perrillo y, como él no tenía ganas de hablar, deambularon sin decir nada hasta que sus pasos les llevaron a la Gran Galería que bordeaba el Sena y unía el Louvre con el palacio de las Tullerías.

No se podía decir que fuera parte de las dependencias nobles, ya que albergaba multitud de talleres de artesanos que se alojaban allí con sus familias, y hasta parte de las caballerizas reales, pero era uno de sus lugares favoritos. Charles apreciaba la sensación de espacio que proporcionaba su alta bóveda y la luz que entraba por las decenas de ventanales que miraban al río.

Bernard observaba interesado a la muchedumbre de obreros afanados en sus diversas tareas. El arquitecto a cargo de la reforma del Louvre, Jacques Lemercier, se había instalado allí para estar cerca de sus trabajadores. Y la enorme obra requería todo tipo de artífices: orfebres, canteros, escultores, herreros y pintores venidos de los cuatro costados de Francia para darle al rey un palacio digno de su magnificencia.

Charles seguía sin tener ganas de hablar con su amigo, pero la curiosidad le podía:

—Por cierto, ¿tú no tenías que presentarte hoy ante el brigadier?

Bernard contemplaba estupefacto la labor de dos escultores, que a golpe de cincel moldeaban un amorcillo de carnes abundantes:

—Ya no. Al final no voy a servir en los Guardias.

Charles le miró, atónito, aguardando el resto de la explicación. Pero Bernard había vuelto a quedarse ensimismado con el trabajo de los artesanos. Que se lo llevaran los demonios, su amigo nunca había sido hablador, pero no se le ocurriría pensar que podía dejar la cosa ahí. Le agarró del brazo:

—¿De qué estás hablando? Ya estabas admitido.

Bernard se encogió de hombros como si todo fuera cosa del destino y él no tuviera nada que decir en el asunto:

—Monsieur de Lessay me ha ofrecido quedarme a su servicio y le he dicho que sí.

Se estaba riendo de él con toda su cachaza:

—Me estás tomando el pelo. Ayer me hiciste presentarte a monsieur de Fourilles personalmente. ¿Y hoy ni asomas el hocico? ¿Cómo me deja eso a mí?

Bernard le pasó un brazo por los hombros, sin alterarse:

—No tienes que preocuparte. Al capitán no le ha parecido mal. He ido a verle a su residencia hace un rato y se lo he explicado todo. Resulta que es un viejo camarada de armas de monsieur de Lessay.

—¿Y ya está?

—Ya está. Así que ya no tienes que prestarme más tu catre.

Ahora sí que le había dejado sin palabras. No merecía la pena ni decirle que al capitán no le había parecido mal su decisión porque Bernard era un gentilhombre, igual que él, y se iba a servir a casa de un amigo. Pero habría que ver cómo le miraba a él, el guardia Montargis, la próxima vez que fuera a pedirle un favor.

Maldito fuera, ¿cómo se podía tener tanta suerte? Bernard no llevaba ni dos días en París y ya estaba codeándose con los grandes señores. Seguro que le tocaba saludarle a su paso, cualquier día, mientras estaba plantado al lado de una puerta con la pica en la mano.

Por lo menos no se lo restregaba por las narices. Aunque a lo mejor era que no se daba cuenta de la oportunidad de oro que le había ofrecido el destino.

Conociendo al dedillo como conocía a todos los personajes que frecuentaban el Louvre, Charles podría haberle contado muchas cosas sobre su nuevo patrón, si Bernard se molestara en mostrar un mínimo de interés.

Henri de Rohan, conde de Lessay, barón de Calhanel y señor de Gyé y Kergadou, era primo hermano de la dichosa madame de Chevreuse y compartía con ella el mismo talante seductor. Aunque seguramente era tan codicioso como el resto de los grandes cortesanos, sabía disimularlo, y era más dado a engatusar con palabras y hábiles rodeos a quien quería poner de su parte que a exigir privilegios a voces. Su mayor virtud había sido saber aprovechar la época de gran favor de la duquesa y su primer marido para obtener todo tipo de beneficios a través de ellos: el nombramiento como caballero de las Órdenes del rey, el cargo de primer gentilhombre de la reina Ana de Austria y el gobierno de un par de plazas de importancia, entre otros.

Al menos, por lo que decían, había demostrado saber servirse de las armas en campaña y tenía un par de duelos a sus espaldas que habían hecho ruido. Era bien parecido, rico y, según se contaba, espléndido con los suyos. Por desgracia, no tenía fama de patrón destacado de las artes ni de las letras, o él también habría podido sacar algún beneficio de la fortuna de su amigo.

Se fijó en la luz pálida que entraba por los ventanales. La mañana estaba avanzada y se le estaba haciendo tarde. Boisrobert le esperaba. Pero quería conocer más pormenores de la historia de Bernard. Le pegó un codazo:

—Anda, cuéntame por lo menos. ¿Volviste a jugar a la gallina ciega con la cabritilla?

Aquella pregunta funcionó como un ensalmo. A Bernard se le fue toda la mudez. Pero ya no hubo forma de reconducir la conversación. Daba igual que intentara preguntarle por otros asuntos de la noche. El muy cabezón siempre acababa volviendo a la duquesa de Chevreuse. Lo que ella le había dicho, lo que había insinuado y lo que él había tocado o estado a punto de tocar.

Aunque juraba que no se hacía ilusiones. Estaba convencido de que todo era una burla, de que la duquesa no había podido resistir la tentación de provocar a un mozo tan verde como él. Y de que si enloqueciera y osara ponerle la mano en la horcajadura, ella no sólo le rechazaría con frialdad de princesa ultrajada sino que sus nobles parientes le cortarían en rodajas sin dudar un instante.

—Pues ese tipo de mujeres en Pau tienen un nombre —le dijo, para provocarle—. Y no es halagador.

Rieron.

—Calla, bestia. Se supone que eres poeta. —Bernard se quedó callado un instante, contemplando el trabajo de un pintor—. Oye, ¿tú sabes lo que es la cantarella?

—Un veneno italiano. Dicen que era el favorito de los Borgia. ¿De eso estuvisteis charlando anoche? ¿De envenenamientos? Vaya un tema de conversación sórdido para esa compañía tan ilustre.

—No, no —contestó Bernard con rapidez—. De lo único que hablaba todo el mundo era del matrimonio del hermano del rey. La reina madre quiere casarle y él se niega o algo así. No entendí mucho.

Charles frunció el ceño. El matrimonio de Gastón. Por supuesto. De qué otra cosa iban a hablar estando madame de Chevreuse presente. En la Corte no había otro tema de conversación desde hacía semanas.

Ana de Austria había acogido con desesperación el propósito de María de Médici de casar a su hijo menor. Después de diez años de matrimonio estéril, su posición en la Corte era muy difícil y su aventura galante con Buckingham no había hecho más que empeorarla. Lo último que necesitaba era la humillación de ver a una cuñada paseando una barriga con un heredero al trono dentro por el Louvre.

Pero las primeras semanas después de que empezaran a correr los rumores, aquel verano, había tenido que vivir sola su angustia. La duquesa de Chevreuse se encontraba en Inglaterra, como parte de la embajada que había acompañado a la princesa Henriette tras su boda con el rey británico. Eso sí, en cuanto la cabritilla había regresado a Francia, lo había revolucionado todo.

De momento ya había conseguido que el joven príncipe se opusiera a su madre, aferrándose con desesperación a la soltería.

—¿Y lo de la cantarella, entonces? —preguntó—. ¿De dónde lo has sacado?

Bernard se le quedó mirando, boquiabierto y con las cejas arqueadas, como si a él mismo se le hubiese olvidado. O como si no quisiera contárselo y no supiera cómo escabullirse. Tardó bastante en hablar y cuando lo hizo su voz sonó remisa:

—Se lo escuché a Gastón. Que preferiría beberse una garrafa de cantarella antes que pasar por el altar. Pero no me gusta andar repitiendo chismes.

Charles se encogió de hombros:

—Bueno, alguien tiene que darle un heredero a Francia si el rey no lo hace.

—Supongo. —Bernard bajó la voz—. Por lo que decían anoche, parece que tiene algún problema de hombría, ya sabes, que le hace incapaz de dejar embarazada a la reina.

Charles soltó un bufido:

—Ja. Lo que le impide dejar embarazada a la reina es que no se acerca a su cama ni aunque lo arrastren. Como no intervenga el Espíritu Santo…

Bernard le contemplaba con una expresión vacua. Como si aquello escapara a su comprensión:

—¿Y eso por qué? La reina es una mujer hermosa.

Un revuelo de gente en el extremo de la galería le libró de tener que encontrar respuesta a aquella pregunta imposible. Dos guardias cachazudos apartaban a artesanos y ociosos a la orden de «¡Abrid paso al rey!». Bernard giró la cabeza, paralizado al comprender que estaba a punto de tener al soberano a dos palmos de sus narices.

Tres perros juguetones precedían al monarca y a su madre, María de Médici, que avanzaban con majestuosa calma sin prestar demasiada atención a la nutrida concurrencia de artesanos y curiosos. A aquella hora, seguramente acababan de dar por concluida la reunión del Consejo. Charles se fijó, con una sonrisa, en el brillo reverente con el que su amigo contemplaba al rey.

Cuando pasaron por delante de ellos, tendió el oído y les escuchó mencionar al arquitecto jefe, Lemercier. Luis XIII estaba pálido. Tenía aspecto cansado, como siempre en los últimos tiempos, y hablaba en voz queda con su madre, que por el contrario se veía sana y lustrosa. Quizá la florentina le estuviera ofreciendo consejo sobre el arte de edificar palacios, en el que ella tenía más experiencia.

Charles sacudió la cabeza, riéndose de sí mismo y de su manía de fantasear sobre lo que se decían los poderosos, para estar preparado si algún día llegaba a verse en conversación con ellos. Sacudió del brazo a Bernard, que se había quedado sobrecogido.

Su amigo se había olvidado ya de la conversación que habían dejado a medias y le pidió que le indicara cómo se salía del Louvre:

—He prometido volver al hôtel de Lessay a dar noticia de mi entrevista con Fourilles, y llevo dos horas dando vueltas.

Charles le guió hasta la salida más cercana. Se despidieron, quedando en verse con más calma al día siguiente, y él siguió hasta el final de la galería y el palacio de las Tullerías.

El abad de Boisrobert le había dicho que le esperaría en el jardín, en la avenida de las moreras. La arboleda que Enrique IV había hecho plantar para criar gusanos de seda corría paralela a una galería cubierta, donde se apiñaban los paseantes en días de lluvia. Charles conocía bien aquel lugar discreto y sombreado, perfecto para concertar una cita galante.

No tardó en divisar la figura un punto rolliza del abad, que discutía animadamente con dos jardineros. Estaba de espaldas, con la mano derecha plantada en la cintura, y vestía con jubón y calzones. Boisrobert opinaba, con buen criterio, que una sotana no era vestimenta para andar arrastrando por fondas, garitos de juego ni calles enlodadas, y la verdad era que, desde que le conocía, Charles le había visto más veces en calzones que con las faldas eclesiales.

En cuanto se acercó al grupo, el abad despidió a los jardineros y le sonrió. Era un hombre de unos treinta y cinco años, con la mirada afable, los mofletes colorados y el pelo siempre revuelto para camuflar una calva incipiente. Charles estaba tan impaciente que no le devolvió ni siquiera el saludo:

—Tengo noticias.

El abad percibió un tinte de victoria en su voz e inquirió, excitado:

—¿Mademoiselle Paulet? —Charles asintió—. ¿Qué habéis averiguado?

Le contó todo lo que había ocurrido el día anterior, de carrerilla, incluyendo la persecución por París y los disparos. Eso sí, hizo una pausa dramática antes de revelar el nombre de la persona que se había reunido con la Leona en la posada:

—El marqués de La Valette.

Boisrobert alzó las cejas:

—Vaya… ¿Será posible que la Leona tenga engañado a todo el mundo y lleve una vida galante a escondidas?

—Todo puede ser. Pero la verdad, me extrañaría. La Valette no estuvo en la fonda más de un cuarto de hora. No le dio tiempo ni a quitarse la ropa. Además, ¿por qué iban a esconderse? Ninguno de los dos tiene nada de lo que avergonzarse.

—Muy cierto. Si yo fuera el marqués de La Valette, no sería precisamente una amistad con mademoiselle Paulet lo que escondería con tanto cuidado…

El abad le lanzó una mirada al bies tan cargada de doble sentido que Charles comprendió que no iba a encontrar una oportunidad mejor de confirmar los chismes que había oído más de una vez:

—¿Es verdad lo que se dice de que compra crías a sus familias para desflorarlas?

El abad se encogió de hombros:

—A cada cual sus gustos. Dios me libre de criticar la viga en el ojo ajeno.

—¿No es la mota?

Boisrobert respondió, sarcástico:

—No. En este caso, mon ami, es una viga. —Hizo un gesto desdeñoso con la mano—. La verdad es que no lo sé de cierto, pero cuando los rumores son plausibles, me gusta creérmelos. De todos modos, hay algo más raro aún en su cita con mademoiselle Paulet. Pensad un poco, ¿tanto afán tenía de proteger su secreto ese guardia de corps como para arrojarse a disparos contra el primero que le mira de seguido? Reconoceréis que es un comportamiento un tanto exagerado…

—¿Creéis que al cardenal le interesará lo que os he contado?

—Sin duda. No tengo ni idea de si tiene algo que ver con el asunto que nos importa, pero es lo bastante singular como para llamar su atención. ¿Estáis totalmente seguro de que no os han reconocido?

—Seguro —respondió tajante. No pensaba contarle que se le había escurrido el embozo. No había necesidad de darle todos los detalles. Si no habían venido a por él esa noche, estaba claro que no sabían quién era.

—Bien. Porque una sola sospecha, por mínima que fuera, haría que ella os expulsase de su círculo íntimo. Y no hace falta que os diga que entonces habríamos fracasado por completo.

Es decir, que él habría fracasado por completo.

—Lo sé. Podéis confiar en mí.

Boisrobert bajó la voz:

—Y no sólo eso. Recordad que os podría costar la vida. —Le dio unos golpecitos tan suaves en la mejilla que casi eran caricias—. Y eso sí que no lo queremos.

El abad no dejaba nunca de recomendarle prudencia en la tarea de espiar a Angélique, pues él mismo había comprobado de primera mano lo peligrosa que podía llegar a ser.

La razón por la que la Leona les interesaba tanto al cardenal de Richelieu y al rey era de lo más misteriosa.

El pasado mes de marzo, días antes de morir, Jacobo I de Inglaterra había enviado un correo a París con una carta privada para Su Majestad Luis XIII. Nada fuera de lo normal, si no fuera porque en su misiva el rey británico mencionaba el envío de otros dos emisarios más, cada uno de los cuales portaba un mensaje igualmente secreto. Y ninguno de ellos había llegado a París.

El correo que había traído el primer mensaje aseguraba que el rey inglés se lo había entregado en mano y que la única persona que les acompañaba en la habitación era un paje llamado Percy Wilson, un jovencito rubicundo y afeminado que formaba parte del círculo más estrecho del rey difunto. Nadie desconocía la afición de éste por la belleza masculina, ni las ventajas que una presencia atractiva ofrecía en la Corte de Jacobo I a quienes, como el duque de Buckingham, habían sabido satisfacer dicha afición tragándose los escrúpulos.

Richelieu se había puesto en contacto con el paje para tratar de averiguar algo de las dos misivas desaparecidas. Pero Percy Wilson le había asegurado que, hasta donde él sabía, Jacobo sólo había escrito una carta. Ignoraba que hubiera más mensajes.

No había razón alguna para pensar que el paje mintiera. Jacobo I estaba agonizando cuando había decidido ponerse en contacto con Luis XIII. Quizá la muerte le había sorprendido antes de que pudiera enviar las otras dos cartas previstas.

Pero días después habían llegado noticias de la aparición en una posada de Beauval del cadáver de un soldado inglés que se dirigía a París en misión oficial. Le habían robado todas sus pertenencias y el primer correo de Jacobo les había confirmado que se trataba de un camarada de su regimiento.

Así que el cardenal había empezado a desconfiar de la historia de Percy Wilson.

Pero no había tenido oportunidad de indagar más hasta finales de mayo, cuando el duque de Buckingham había llegado a París para asistir a la boda por poderes entre la hermana de Luis XIII y Carlos I, el nuevo rey de Inglaterra, y se había traído al pajecillo en su séquito.

Desde el primer momento, Richelieu había dispuesto que Percy Wilson estuviese vigilado día y noche. Había comprado al criado que le atendía y a Boisrobert le había encargado que se procurase su amistad y su confianza, costara lo que costase. Incluso había puesto su bolsa a su disposición para ayudarle en la tarea.

El cometido no era ingrato y el abad se había entregado a él con gusto, convirtiéndose en un par de días en el escolta del muchacho, al que había sufragado todo tipo de gustos más extravagantes que los de un príncipe. Al principio, nada en su comportamiento parecía justificar la vigilancia. Sin embargo, al cabo de unos días, el joven paje empezó a comportarse de manera errática. Tenía pesadillas terribles, de las que se despertaba envuelto en sudor, con la mandíbula desencajada y los ojos ciegos. Una tarde, al salir de una taberna, muy borracho, le confesó al abad que guardaba un secreto valiosísimo sobre el difunto rey Jacobo, y que estaba dispuesto a vendérselo al cardenal. Esa noche las pesadillas fueron peores que nunca. Pero por la mañana, Percy juró y perjuró que no tenía secreto alguno y que no se acordaba de nada.

Lo más sospechoso era que el paje aseguraba que aquélla era la primera vez que ponía el pie en París y que no conocía a nadie en la ciudad. Sin embargo, el criado que tenían sobornado les contó que le había enviado tres veces a casa de Angélique Paulet para tratar de concertar un encuentro con ella y que, finalmente, la Leona le había dado cita el 31 de mayo, pasada la medianoche, en el muelle de La Tournelle.

Aquella noche, Percy se despidió de Boisrobert después de la cena, alegando una excusa vaga. El abad le vio alejarse desde una ventana, se acostó e intentó dormir, pero una desazón extraña se lo impedía. Al final, se envolvió en la capa, caminó hasta la orilla del Sena y se apostó junto a los hombres del cardenal en una barcaza cubierta por una lona para observarle.

Pocos minutos después de la medianoche, un coche de caballos se detuvo junto al muchacho. A la luz de la luna, Boisrobert vio a Percy descubrirse y saludar con deferencia a la persona que lo ocupaba. Tras una breve conversación, el pajecillo subió al carruaje, pero éste permaneció inmóvil.

Pasaron cinco minutos, diez, un cuarto de hora interminable. Por fin la portezuela volvió a abrirse y un bulto oscuro cayó al suelo, inmóvil. El vehículo se alejó de allí al trote, y el abad y los dos hombres que le acompañaban se acercaron corriendo.

Percy Wilson yacía sobre el fango con la mirada congelada. Tenía un tajo largo en el cuello por el que brotaba la sangre burbujeante.

Charles recordaba bien cómo le había sobrecogido aquel relato cuando lo había escuchado por primera vez de boca del abad, con una jarra de vino de por medio, hacía cosa de un mes. Boisrobert acababa de regresar de Inglaterra, donde había pasado el verano junto a la princesa Henriette y los duques de Chevreuse, tratando de averiguar algo sobre las conexiones del paje con Francia, sin éxito: quería que se pegara a Angélique más que nunca, que vigilara todos sus movimientos y que le tuviera al tanto de cualquier gesto extraño, aunque se había negado a contarle qué decía que fuera tan importante esa carta que Luis XIII había recibido de Jacobo.

A Charles todavía le costaba creer que la dama que cantaba sus versos y discutía con él de amor y de galantería fuera capaz de matar a un hombre a sangre fría. Quizá no era ella quien estaba en el coche. Pero no había que descartarlo.

Impaciente de pronto por llevarle las noticias a Richelieu, Boisrobert le felicitó por su éxito y se despidió con rapidez. Charles se alegró. Al menos esta vez se libraría de sus habituales insinuaciones lúbricas. El abad tenía la odiosa costumbre de aderezar sus encuentros de alusiones eróticas y roces que pretendía hacer pasar por casuales. Por eso no le gustaba que le viera nadie conocido cuando estaba a solas con él. Había una cierta reputación que no quería asociada a su nombre.

Caminó con indolencia hasta la salida del jardín y dobló hacia la ribera del Sena. Dos chalanas cargadas de mercancías habían chocado una contra la otra y los barqueros se insultaban a voz en grito. A medio camino de la Puerta Nueva creyó distinguir la figura robusta de la gitana que le había pronosticado el futuro su primer día en el regimiento, asomada al interior de un coche y leyéndole la buenaventura a una dama. Cuando pasó a su lado, la mujer giró la cabeza y Charles reconoció sin lugar a dudas su rostro cetrino, envuelto en el mismo pañuelo de colores que llevaba entonces. La cíngara le sonrió, y un escalofrío le recorrió de arriba abajo. Aunque él quisiera dejarlo atrás, su cuerpo no había olvidado el repugnante contacto con el agua putrefacta.