8

–¡Os lo ruego, monsieur! ¡Escuchadme un momento! ¡Antes de que venga a buscarme!

El perturbado seguía agarrado a su pierna con saña y Bernard no conseguía soltarse. Tenía que estar confundiéndole con alguien. Se quitó el sombrero, que le dejaba el rostro en sombra, y el hombre se dio cuenta de su error.

Le soltó el estribo, se arrojó frenético sobre el caballo de Lessay, que se había abierto paso hasta él, y se prendió de la bota del conde, sin dejar de enlazar un desvarío tras otro.

—¡Perdonadme, monsieur, perdonadme por no haberos esperado! Soy un cobarde. Creía que nadie me seguía, pero los vi. Estaba escondido en una esquina, esperando… Y los vi. Qué iluso he sido, ¿cómo no iba a saberlo? Ella lo sabe todo… ¡Ayudadme, os lo suplico!

Lessay le agarró del brazo e intentó tranquilizarle:

—Está bien, maître Thomas, calmaos y vamos dentro. En mi gabinete hablaremos mejor que en la calle.

Aquellas palabras sumieron al personaje en un ataque de pánico desaforado:

—No puedo, no puedo… ¡Nadie puede verme, nadie puede saber que he venido a hablar con vos! ¡Por eso me marché, porque nadie debe verme! —Se volvió hacia Bernard de golpe con la mirada desorbitada, como si hubiera reconocido en él a un temible enemigo. Pero enseguida giró la cabeza y empezó a farfullar con voz opaca, mientras se estrujaba las manos—: Aunque en realidad qué más da, qué más da… Seguro que ella sabe dónde estoy. ¡Conoce todos mis pensamientos! Sabe lo que temo y lo que deseo antes que yo mismo…

Bernard se retorció sobre la montura, incómodo. El hombre no era más que un pobre demente, pero sus ojos enormes y húmedos suplicaban con una sinceridad sobrecogedora.

Al conde tampoco se le veía a gusto. Se diría que todo aquel galimatías febril le había impresionado a él también.

—Basta ya de tonterías. Embozaos si no queréis que los guardias os vean el rostro y entrad de una vez —dijo, y dirigió a su montura hacia el patio de entrada.

El hombre permaneció un momento inmóvil, en medio de la calle, una silueta encogida y temblorosa, con el rostro demacrado y una capa hasta los pies. Recogió del suelo un sombrero de ala muy ancha, se lo caló sobre la frente y echó a andar, sin despegarse de la pared, como buscando protección.

Al final el conde le agarró del cuello, obligándole a salir de las sombras, le empujó por todo el patio hasta el interior del edificio y lo llevó a rastras hasta una antecámara de la planta baja. El tal maître Thomas no paraba de temblar, así que Lessay pidió que encendieran el fuego y que le trajeran algo de beber para fortalecerle.

Bernard les había seguido los pasos, sin saber muy bien qué hacer. Se quedó parado en el umbral, indeciso.

El extraño sujeto se acurrucó en una silla frente a la chimenea y, después de lanzarle una mirada de desconfianza, se bajó el embozo. Vestía ropas sobrias y oscuras de gamuza, en las que sólo destacaba un cuello blanco algo sucio. En los pies llevaba unos borceguíes llenos de barro sobre las medias negras. Tenía todo el aspecto de un escribano al que hubiesen arrancado a la fuerza de sus papeles. Los ojos, sin embargo, le ardían con una intensidad insólita que podía ser producto de la fiebre o de la locura, y cada vez que la sombra de una llama más viva que las demás lamía su faz macilenta, el contraluz producía un efecto extraño en las órbitas profundas y las mejillas hundidas de su rostro, que a Bernard le recordaba a una calavera.

El conde se despojó de su ropa de abrigo y se quedó mirando a su invitado, en silencio, con los brazos cruzados sobre el pecho. También él tenía aspecto cansado y su traje mostraba una mancha oscura en la manga izquierda, a la altura de donde había recibido el pinchazo durante la refriega. Pero aquel tipejo acaparaba toda su atención. Se inclinó sobre él e intentó convencerle a base de buenas palabras para que bebiera algo, en vano. Al cabo de un momento se encogió de hombros y se acercó a él:

—Creedme que lo siento, Serres, pero tengo que pediros que nos dejéis a solas. Este hombre es un antiguo familiar de mi casa y no sé si está enfermo o si ha perdido la razón, pero debo ocuparme de él. —La preocupación del conde parecía genuina—. No se me ha olvidado que estoy en deuda con vos. Hablaremos mañana.

Bernard le echó un último vistazo al hombre de negro. Aunque allí dentro hacía calor, los escalofríos le sacudían el cuerpo y tenía la cabeza hundida entre los hombros. Asintió con la cabeza. Lessay le acompañó hasta la escalera principal y le ordenó a un sirviente que le instalara para pasar la noche. Aún no había puesto el pie en el primer peldaño cuando escuchó unos pasos ágiles. Una criada joven y guapa bajaba las escaleras:

—Buenas noches, monsieur. Disculpadme que os interrumpa, pero a la condesa le gustaría que subierais a verla un momento.

El conde lanzó una mirada desganada hacia el piso superior:

—Es muy tarde. Dile que la veré mañana.

—No creo que la condesa quiera esperar —replicó la camarera—. Es sobre los cambios que le habéis encargado al poeta para la mascarada del jueves. Está muy disgustada.

Se le quedó mirando, con expresión acusadora y sin moverse de la escalera.

—Venga, Suzanne —suspiró Lessay—, hazme el favor, convéncela de que no son horas. Estoy reventado. Mañana la escucharé con más atención.

La criada sacudió la cabeza, pero se dio por vencida. Lessay regresó a la estancia donde aguardaba el hombre de negro, y él siguió al lacayo escaleras arriba, hasta un cuarto de la última planta, pequeño y abuhardillado. No tenía más mobiliario que una mesa de nogal, una silla tapizada de terciopelo verde y un candelabro de plata deslucida con tres velas de cera amarilla, pero el catre era amplio y parecía cómodo. Una alfombra vieja y tupida recubría el suelo, y hasta había una pequeña chimenea recién encendida que empezaba a caldear las paredes del cuartito.

Se quitó las botas y se dejó caer sobre la cama, sin desvestirse siquiera. Debía de ser cerca de medianoche y tenía la impresión de que llevaba toda la vida despierto. Los párpados le pesaban. Cerró los ojos y se olvidó de todo…

Hasta que despertó de golpe, envuelto en sudor y con la ropa pegada al cuerpo. Se había quedado dormido sobre el cobertor, derrotado por el cansancio, y había tenido un sueño extraño, denso y angustioso que le había dejado el pecho palpitando. No conseguía recordar nada. Lo primero que se le vino a la cabeza, antes de comprender siquiera dónde estaba, fue la tétrica aparición del escribano agarrado a su pierna en mitad de la noche. Aquel hombre le había dejado una sensación profunda de desasosiego. Cuerdo o loco, Bernard no había visto a nadie tan aterrorizado en su vida…

No sabía si había dormido un minuto o varias horas. Se incorporó y abrió la ventana. Ya no había luna o, si la había, no se veía por ningún sitio. El cielo estaba cubierto por unas nubes oscuras, atormentadas, y aunque intuía que la habitación daba a un jardín, éste no era más que negrura.

Comenzó a desvestirse, despacio. Todas las sensaciones de aquel día largo y extraño iban regresando a su cabeza, desordenadas. Los labios carnosos de la duquesa de Chevreuse, el silbido de un acero abandonando su funda en una calle solitaria, unos ojos espantados en mitad de la noche, y unas palabras: «Perdonadme, estaba escondido, esperando, y los vi…».

¿De qué hablaba el pobre orate? El conde daba la impresión de haber descifrado sin problemas el galimatías.

Y ahora que él tenía las ideas menos nubladas por el vino y el agotamiento, empezaba a tener una sospecha… «A Dios gracias, estáis con vida». El loco había dicho que se alegraba de que no hubieran matado al conde… ¿Cuándo? ¿Esa misma noche?

Se sentó en la cama. Ese tal maître Thomas tenía toda la pinta de tener algo que ver con lo que había pasado bajo los muros del hospicio de los Quinze-Vingts. O al menos algo sabía.

Si era así, no le parecía bien que el conde le hubiera despedido para hablar con él a solas. Desde luego, él no tenía derecho a exigirle explicaciones a nadie sobre sus negocios privados, y menos a una persona de tanta calidad. Pero después de haberse jugado el cuello por él, cuando ni siquiera le conocía, tampoco estaba en razón que le despachara del modo en que lo había hecho.

Se puso de pie, volvió a colocarse los calzones y abrió la puerta del cuarto. No sabía dónde iba ni qué iba a hacer si se encontraba con alguien. Sólo sentía una irritación vaga y la convicción de que se merecía enterarse de lo que tenía que contar ese maître Thomas. Se asomó al hueco de la escalera, pero el edificio estaba oscuro y silencioso.

Deambuló un poco por el piso, a tientas, y finalmente decidió regresar a la cama, un tanto abochornado. La indiscreción era un vicio de criadas y comadres, no de un hombre hecho y derecho. ¿Acaso se había mostrado el conde ingrato con él? No. Entonces qué más le daba cuáles fueran sus asuntos con aquel pobre chiflado. Además, ni siquiera estaba seguro de que su aparición tuviera que ver de verdad con lo que había sucedido esa noche. A lo mejor era otro negocio lo que se traía con Lessay y estaba metiendo la pata. Lo más juicioso era echarse a dormir y dejarse de comeduras de mollera.

Tenía ya el tirador en la mano cuando escuchó el rumor de una voz masculina que procedía de su derecha. Sonaba tensa y apremiante, y contrastaba con el quejido lloroso de la que le respondía. Guiñando los ojos, a Bernard le pareció distinguir un leve resplandor dorado. Sin pensárselo dos veces entró en su cuarto, arrancó una vela del candelabro, la encendió en la chimenea y se encaminó hacia el punto de donde procedían los sonidos, protegiendo la luz con una mano que iba entreabriendo lo justo para no tropezar con ningún mueble.

Avanzó hasta la esquina donde el pabellón central se unía con una de las alas laterales. La zona tenía todas las trazas de estar deshabitada y, por los muebles amontonados en desorden, cubiertos por sábanas y telarañas, parecía servir sólo de almacén. Sin embargo, detrás de una de las puertas palpitaba una luz tímida. Sopló sobre su vela. Ahora que conocía el camino, podía regresar a su habitación a tientas. Se acercó a pasos quedos y escuchó. Tal y como imaginaba, eran el conde de Lessay y su extraño invitado los que estaban allí dentro:

—Desvariáis, maître Thomas. Los físicos no encontraron nada.

—Eso es porque la cantarella no deja rastros. Todos los médicos lo saben. Estoy seguro de que vuestra excelencia también lo ha oído.

Una corriente de aire frío cruzó desde una ventana mal cerrada y Bernard se frotó los pies descalzos el uno contra el otro. Sí que debía de haber insistido maître Thomas en la necesidad de secreto si era en aquel rincón medio abandonado de la casa donde le había instalado el conde, ya fuera para conversar o para pasar la noche. El hombrecillo hablaba en susurros rápidos, con una voz ansiosa y rota por los temblores, y trataba afanosamente de convencer a Lessay. Éste se mostraba impaciente y desconfiado:

—Sí, y también sé que la cantarella no ataca al habla ni a la inteligencia. No de esa manera.

Hubo un momento de silencio, un rumor de ropas y luego Bernard escuchó otra vez al hombre de negro:

—Lo encontré en una bolsita cosida dentro de su almohada, horas antes de que muriera. Leed. —Parecía que había sacado algún papel de un bolsillo.

La voz del conde sonó malhumorada:

—Esto está en griego, sang de Dieu. Decidme vos lo que pone.

Durante unos segundos sólo se oyó un ruido de botas, paseando arriba y abajo por la estancia, hasta que maître Thomas empezó a leer:

—«Yo te ato, Michel, ato tus palabras y tus acciones, así como tu lengua, junto a aquellas que murieron incompletas. Que del mismo modo que los muertos que habitan junto a Hades y Perséfone no pueden hablar ni conversar, que Michel sea como ellos y ni hablar ni conversar pueda. Que tenga tantas fuerzas como los muertos enterrados y que no pueda alcanzar sus fines, ni de palabra ni de acción». —El huésped del conde hizo una pausa larga. Le temblaba la voz—. Es su letra, monsieur.

Los pasos se detuvieron en seco:

—¡Dadme eso! —El tono de Lessay desprendía una agresividad defensiva, como si luchara por no dejarse arrastrar por los delirios de su interlocutor. Guardó silencio un momento, releyendo quizá el texto, antes de volver a espetar—: Si de verdad encontrasteis esto en su almohada, ¿por qué habéis tardado tanto en acudir a mí?

—¿De verdad tengo que explicároslo, monsieur? Quise hacerlo desde el primer momento, quise hacerlo… Pero no me atreví. Tengo miedo —replicó maître Thomas, trémulo—. Sé que al acudir a vos he sellado mi suerte. Pero era mi deber, tenía que hacerlo… Antes de que se me terminara de escapar la cordura…

—Aquí estáis seguro, por todos los diablos, tranquilizaos ya. Nadie os va a hacer nada mientras estéis en mi casa.

—Yo ya no estoy seguro en ningún sitio, monsieur. Sé que sabe dónde estoy. Siento que escucha todos mis pensamientos, a veces incluso tengo la impresión de que es ella quien me ordena qué es lo que debo hacer. De que controla mi voluntad. Creedme cuando os digo que no es sólo a la muerte a lo que le tengo miedo, sino a algo más…

Bernard sintió un estremecimiento que le recorrió desde la raíz del cabello a la punta de los pies. El hombre había pronunciado las últimas frases con una lucidez resignada, muy distinta del enajenamiento frenético con que se había expresado hasta entonces. Pero llevaba allí escuchando demasiado tiempo. En cualquier momento la conversación podía tocar a su fin. No podía dejar que Lessay le sorprendiera a medio vestir y deambulando por aquellas estancias clausuradas.

Regresó a su cuarto tan rápido como pudo y se metió en la cama, dispuesto a dormirse otra vez. Andar escuchando detrás de las puertas los secretos de un pobre demente no era algo de lo que pudiera enorgullecerse. Si no había entendido nada de aquella conversación, eso era porque nada tenía que ver con él. Lo más honesto que podía hacer era intentar olvidarla y dejar de meter la nariz en cuestiones que nada le importaban.

Empezaba a amodorrarse cuando alguien golpeó suavemente su puerta. Apenas le dio tiempo a incorporarse antes de que el conde entrara en la estancia sin esperar respuesta, con un candelabro en la mano.

—Me alegro de que estéis despierto. Quiero pediros un favor.

Bernard parpadeó, desconcertado:

—Lo que necesitéis.

—Sólo vuestra discreción. —Al resplandor de aquella luz escasa la mirada del conde resultaba inaprensible, pero su voz tenía una inflexión serena, muy distinta de la de hacía un rato—. El tipo que se nos ha aparecido en la calle ha formado parte de mi casa durante mucho tiempo. Se trata de un hombre de letras, cultivado y leído. Desgraciadamente, ha perdido la razón. En su delirio ha cometido algunas imprudencias que le han granjeado enemigos. Vos mismo lo habéis comprobado hace un rato, acero en mano. Lo de esta noche no ha sido un asunto de faldas, como le he contado a todo el mundo. A quien esperaban los matones de los Quinze-Vingts era a maître Thomas, que me había citado para pedirme ayuda. Voy a alojarle aquí, a resguardo de quienes le buscan. Sólo lo sabréis vos y un criado de mi total confianza. Ni siquiera la condesa está enterada. Tampoco necesita saber nadie que el desgraciado ha perdido la mollera. Es un buen hombre que no se merece esa deshonra. Confío en vos.

Se acercó hasta él, le estrechó la mano y, sin más, cerró la puerta y se marchó.

Bernard se dejó caer sobre la almohada. Ahora sí que se sentía abochornado por su comportamiento husmeador y por haber desconfiado de la buena fe del conde. Cerró los ojos y, por tercera vez aquella noche, se dispuso a dormir. Fuera, el viento golpeaba las contraventanas, acunándole como las ventiscas que envolvían los pies de los Pirineos, allá en su hogar. En algún punto entre el sueño y la vigilia comprendió que no faltaba mucho para la hora a la que debía presentarse en el Louvre y se preguntó si sería capaz de despertarse a tiempo. Su último pensamiento, apenas consciente, fue para Charles. Se había olvidado por completo de avisarle de que no debía esperarle esa noche.