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Se detuvo, pensativa, antes de abrir la puerta. El metal del pestillo estaba oxidado, y se veía viejo y frágil, como si pudiera quebrarse si lo levantaba demasiado fuerte. Madeleine tenía ya quince años y aquella época quedaba muy lejana, pero aún recordaba el tiempo en que aquel hierro era una sólida barra en las alturas, lejos de su alcance. En aquellos días tenía que golpear con su puñito y esperar a que la voz grave de su padre respondiera: «¿Eres tú, tesoro?». Entonces él abría la puerta y ella decía con un mohín: «¿Cómo sabes siempre que soy yo?». Y los dos reían, cómplices.

Entró. Todo estaba como cuando su padre vivía: la cama hecha, la chimenea con la leña lista para prender y la mesa de trabajo con la silla perfectamente alineada. Madeleine se acercó y se sentó con parsimonia casi ritual; había repetido este gesto muchas veces los últimos días.

Permaneció un rato inmóvil observando la pared blanca. Hacía ya casi un mes que había enterrado a su padre y a su hermano en el camposanto de la aldea. Los dos habían muerto víctimas de una extraña y violenta enfermedad que en apenas una semana les había consumido las entrañas.

La desesperación la había hecho enfermar y delirar a ella también durante días, pero ahora era la única Campremy que quedaba con vida. Toda la villa de Ansacq había desfilado por su casa para darle el pésame. Pero Madeleine no tenía ni inclinación ni fuerzas para ejercer de ama de su pequeña hacienda. Había pasado la infancia entregada a lecturas ociosas y canciones alegres, protegida del mundo en el caserón familiar. Su padre y en los últimos tiempos también su hermano habían tomado siempre todas las decisiones. Lo único que hasta entonces se había esperado de ella había sido que fuera encantadora y obedeciera a su vieja ama, que la adoraba, sin exigirle demasiado.

Se sentó en la silla. Echaba tanto de menos a su padre que tenía un vacío constante en el estómago. Había crecido sin madre y él había tratado de quererla por los dos. Le buscaba por todas las salas, se sentaba en su silla y acariciaba sus ropas cada día, como si todavía quedara algo de su calor en ellas. Bajó la vista. Sobre la mesa estaba abierto el libro que había estado leyendo antes de morir: el último tomo de El Mercurio Francés, la aburrida crónica que tanto le gustaba y que se hacía enviar desde París.

Lo abrió al azar y empezó a leer un pasaje sobre unos embajadores ingleses, los condes de Carlisle y Holland, que habían llegado a Francia el año anterior para negociar el matrimonio del heredero al trono británico con una de las hermanas de Luis XIII. Eran historias viejas, porque el matrimonio ya se había celebrado y los contrayentes se habían convertido en reyes de Inglaterra, pero Madeleine siguió leyendo, como habría hecho su padre.

Luis XIII había enviado una delegación de nobles encabezada por el duque de Chevreuse para recibir a los dos ingleses a su llegada a Francia. Aquel nombre le daba al texto un aire de agradable cercanía. Chevreuse era el marido de su madrina.

Leyó con avidez acerca de la magnífica recepción a los embajadores, fantaseando acerca de los palacios, carrozas y fiestas en su honor, como si ella también hubiera estado presente. Cerró los ojos y se vio haciendo una reverencia ante un gran señor vestido con sedas y perfumado hasta las cejas. Sonrió, olvidándose un momento de su pena.

Una voz agria interrumpió su breve desahogo:

—Mademoiselle, tenemos que hablar. A no ser que estéis demasiado ocupada hurgando en los papeles de un muerto.

Se volvió, asustada. Antoine, el mayoral de su padre, la observaba con gesto cruel, plantado en medio de la puerta.

No dijo nada y el hombre siguió hablando:

—Como no os habéis ocupado de decidir cuántas cabezas hemos de llevar para vender a la feria, lo he hecho yo. Ya está todo preparado.

Madeleine temía al mayoral, que desde la muerte de su padre no se molestaba en esconder el odio que le tenía. Asintió para que se marchase, pero él siguió allí plantado, como si su falta de respuesta le indignara:

—Están empezando a correr rumores, mademoiselle —escupió, como un insulto—. En el pueblo se dice que vuestro padre y vuestro hermano fueron envenenados.

Madeleine le miró boquiabierta, sin comprender:

—¿Envenenados? Pero ¿quién? ¿Cómo?

—Ya, no entendéis nada. Y supongo que tampoco sabéis que alguien ha andado trasteando en sus tumbas.

Sintió arcadas al imaginarse lo que describía el mayoral. Le habló con la autoridad que infundía la repulsión más profunda:

—Explícate, Antoine. No consiento ese tipo de insinuaciones macabras, ¿es que no tienes respeto por los muertos?

—¡Respeto! No os preocupéis, que precisamente por respeto a los muertos se va a descubrir todo. Yo mismo me encargaré de ello.

Madeleine estaba perpleja:

—¿A qué te refieres?

—Vos los envenenasteis. A saber con qué métodos herejes y por qué motivos. No se ve que aprovechéis mucho la herencia. Vos lo sabéis, yo lo sé y muy pronto lo sabrán todos.

Con esas palabras, el hombre se dio media vuelta y se marchó.

El corazón de Madeleine palpitaba alocado. Abandonó la sala a la carrera y se refugió en la habitación de su ama, que cosía tranquilamente en su cuarto. Se echó en sus brazos sollozando y tardó un buen rato en calmarse y poder darle una explicación coherente sobre lo que había ocurrido.

A pesar de su angustia, en el fondo esperaba que el ama la regañase con la dulzura de siempre por tomarse las cosas tan a pecho y le dijera que todo aquello no eran más que tontunas a las que no había que darle importancia. Sin embargo, esta vez, el rostro casi siempre plácido de la vieja Anne adoptó una expresión concentrada. Sombría, la mujer apartó su labor con actitud solemne, como si nunca más fuese a retomarla, y la acunó en sus brazos.

Durante un rato Madeleine siguió llorando en sus faldas, mientras ella le acariciaba la cabeza con un gesto mecánico. Finalmente, Anne le dijo que se sentara en su silla mientras iba a la cocina a hacerle una tisana y la muchacha obedeció con docilidad.

Se bebió la infusión casi de un trago. Tenía un sabor dulzón y acaramelado que no había probado nunca.

Aún no había terminado de beber cuando notó que los párpados se le cerraban. Casi inconsciente, balbuceó que no quería volver a su cuarto. Tenía miedo de pasar la noche a solas. Escuchó la voz de su vieja Anne tranquilizándola y diciéndole que podía quedarse con ella, y sintió sobre su cuerpo sus manos sarmentosas que la desvestían cariñosamente y la arropaban con delicadeza.

Cayó en un sueño hondo y sin pesadillas. Sólo un par de veces se agitó en la cama. La primera vez se despertó y se asustó al no reconocer su cuarto. Anne estaba de pie, con los brazos cruzados, mirando por la ventana. Cuando se dio cuenta de que se había desvelado, se acercó a ella, hablándole con voz acariciadora, y le dio a beber otro par de sorbos de la tisana.

La segunda vez fue más extraña. En medio de un duermevela confuso volvió a ver a su ama, esta vez sentada a la mesa, con actitud concentrada. Amasaba algo entre los dedos y, guiñando los ojos, a Madeleine le pareció que era una muñequita. A la luz de los rescoldos, le dio la impresión de que Anne inscribía algo sobre el pecho de la figurita con un punzón y luego anudaba algo en torno a ella, mientras murmuraba un cántico entre dientes. Finalmente la vio levantarse y guardar el extraño objeto en una caja de color rojo oscuro que ocultó detrás del manto de la chimenea.