–Entonces, ¿os negáis a casaros?
—Absolutamente.
—¿Y si vuestra madre insiste?
—Ya os lo he dicho. Antes diablo que casado. —El mozo aspiró su pipa con ganas y miró a su interlocutor con la misma seriedad que si le fuese a revelar un secreto de Estado—. Además, ¿la habéis visto? Es gorda, fea, y más orgullosa que un dragón.
Atento a medias a la conversación, Bernard le pegó un mordisco al hojaldre que tenía en una mano y dio un trago largo a la copa de moscatel que sostenía en la otra. No sabía si era culpa del aroma del tabaco, del calor que hacía en los apartamentos de la duquesa de Chevreuse o de que cada vez que la copa se le iba agotando aparecía a su lado un criado que se la rellenaba, pero lo cierto era que ya se iba sintiendo más a gusto entre la ilustre compañía.
Apenas había abierto la boca desde la llegada de la dama y sus tres invitados y estaba convencido de que cualquiera con más experiencia que él se habría quedado igual de mudo al verse en una semejante. Había pasado de vagabundear por las calles de París, más perdido que una rata, a codearse con príncipes, duques y generales.
El jovenzuelo al que el conde de Lessay había saludado en primer lugar había resultado ser ni más ni menos que el príncipe Gastón, el hermano menor de Su Majestad Luis XIII. El tipo fornido era el duque de Montmorency, hermano de la bella indiferente que había hecho suspirar a Charles aquella mañana en la Sala Baja del Louvre y uno de los más grandes y poderosos señores del reino, almirante de Francia y gobernador del Languedoc. Acababa de regresar de la isla de Ré, donde había aplastado una revuelta hugonote al mando de la flota real.
El tercer invitado era el conde de Bouteville, primo del almirante. Él también había estado en la costa, combatiendo a los hugonotes, bajo las órdenes de su pariente, pero llevaba ya un par de semanas de vuelta en París y estaba al tanto de todo lo que el duque de Montmorency estaba descubriendo aquella noche. Apostilló con ganas:
—Su Alteza tiene razón. Yo he visto a la doncella que le proponen en matrimonio. Tendrá todos los millones del mundo, pero a mí me daría miedo meterle nada por ningún sitio.
Estaban esperando a un invitado más para jugar a las cartas y, al principio, se habían entretenido discutiendo los pormenores de una extravagante fiesta que Lessay iba a celebrar en su hôtel, pero pronto la conversación había ido derivando hacia asuntos políticos en los que Bernard se perdía.
Todo lo que él había entendido del asunto era que la reina madre, María de Médici, le había buscado una esposa riquísima a su hijo Gastón. Pero de algún modo la duquesa de Chevreuse había convencido no sólo al principito, sino a medio Louvre, para que se opusiera al plan. Al parecer, el único partido digno de tan alto señor era la reina Ana de Austria.
Lo que llevaba la cuestión a un callejón sin salida, dado que Ana de Austria estaba casada con el rey. Pero el duque de Montmorency parecía el único que se daba cuenta de lo descabellado que era todo. Se giró hacia la duquesa:
—Madame, admitidlo, ¿os estáis burlando de un pobre soldado que lleva meses alejado de la Corte?
El duque tendría unos treinta años, y el aspecto robusto y lozano de alguien acostumbrado a la vida al aire libre y a la actividad física. Su forma de hablar era desembarazada y directa, algo ruda, de hombre de armas. Tenía el pelo de color rojizo y, aunque era bisojo, poseía una risa cordial que a buen seguro las mujeres apreciaban. Se le notaba cansado, malhumorado incluso, como si hubiese sufrido alguna contrariedad, y aún no estaba recuperado de las fiebres que había atrapado durante los meses que había pasado en la playa, batallando. Pero estaba intentando ser buena compañía.
Marie de Rohan, duquesa de Chevreuse, le dio un sorbito a su bebida y le hizo un mohín de reproche:
—Qué mala opinión tenéis de mí. Yo creo que la postura de Su Alteza es perfectamente razonable. Un matrimonio es un asunto grave en el que no conviene comprometerse a tontas y a locas. ¿No estáis de acuerdo vos, monsieur de Serres?
Bernard estaba chupándose los dedos, que se le habían quedado pegajosos, con toda tranquilidad. Ni conocía a los personajes que eran objeto de aquellos comadreos, ni la alta política se le daba una higa, de modo que se había limitado a escuchar la charla como un murmullo de fondo, sin dejar de zampar a dos carrillos. Dio un respingo.
En el tiempo que llevaba allí, la duquesa no le había dirigido la palabra más que para dedicarle cuatro cortesías. Tampoco había dado muestra de reconocerle cuando el conde de Lessay le había presentado y les había contado a sus amigos su aventura con los matones.
Todos habían escuchado la historia con interés y Bouteville, el primo del duque de Montmorency, había mostrado auténtico entusiasmo. Le había felicitado efusivamente y había interrogado con todo detalle a Lessay para que le describiera cada estocada. Luego se había girado hacia él, le había explicado que tenía una sala de armas propia y le había invitado a que se pasara por allí a entrenar cuando desease.
A Bernard le había caído bien desde el primer momento. El tal Bouteville tenía un inconfundible aire de familia con su pariente, con los mismos párpados rasgados, la misma barbilla afilada y el mismo cuerpo robusto que el duque de Montmorency, pero era algo más joven, tenía una expresión más alegre y, sobre todo, sus dos ojos apuntaban al mismo sitio. Lo que más le llamaba la atención de su apariencia era su poblada melena, cortada hasta la barbilla, ahuecada y rizada como una escarola, de la que colgaba un único mechón, mucho más largo e igual de frondoso que la cola de zorro, que le caía sobre el hombro izquierdo hasta medio pecho.
A la duquesa casi no se había atrevido a mirarla durante todo aquel tiempo. Porque cada vez que lo hacía le venía de nuevo a la mente la escena de aquella mañana y se le vaciaba de sangre la cabeza. Como ella no le había hecho mucho caso, no había sido difícil. No podía creerse que, ahora que por fin le hablaba, lo hiciera para pedirle opinión sobre el proyecto de matrimonio del hermano del rey.
Delante del interesado.
Estaba devanándose los sesos en busca de una respuesta de compromiso, cuando gracias al cielo las puertas de la estancia volvieron a abrirse y un hombre alto y flaco entró disculpándose por el retraso y distrayendo la atención general. Un asunto de familia le había retenido inesperadamente, explicó. Saludó al príncipe y a la anfitriona, se acercó a cumplimentar a Montmorency, y sólo después se giró hacia él con una mueca de curiosidad.
Bernard le correspondió con una inclinación de cabeza. Lessay hizo las presentaciones y le informó de que aquel hombre enteco y con nariz de águila, que andaría por los treinta y pocos años, ostentaba el título de marqués de La Valette y era hijo del anciano duque de Épernon, un insigne nombre gascón que incluso él conocía desde niño.
Entonces se escucharon unas palmadas y la voz alegre del conde de Bouteville:
—Bueno, messieurs, ¿se juega o no?
Los criados dispusieron una mesa en el centro de la estancia y los jugadores se fueron acomodando en torno. El conde de Lessay le puso una mano en el hombro:
—¿Jugáis al lansquenete?
Y antes de que tuviera tiempo de recordarle que estaba sin blanca, le colocó una bolsa repleta de monedas en la mano izquierda y se alejó de él con una palmada en la espalda. Bernard estaba aún considerando aquella pequeña fortuna caída del cielo, cuando escuchó la voz incitante de la duquesa:
—Vamos, monsieur, animaos y tentad a la suerte. Si lo perdéis todo, por lo menos sabremos que lo vuestro son los amores.
Levantó la cabeza como un rayo. Marie de Rohan le miraba con los ojos chispeantes y la sonrisa más radiante que uno se pudiera imaginar. La viva imagen de la inocencia. Le devolvió la sonrisa, asintió con un gesto decidido de cabeza, se plantó junto a la mesa y tomó asiento entre los jugadores.
El hermano del rey alzó la mirada:
—Madame, ¿no os unís a nosotros?
—Me temo que no, Monsieur, estoy cansada. Prefiero observar y desearos suerte. —Dos hoyuelos deliciosos se marcaron en sus mejillas y a Bernard le pareció que el príncipe tragaba saliva y se sonrojaba.
La duquesa se acomodó en su cama, recostada sobre un par de gruesos almohadones de terciopelo rojo e hilo de oro, y los jugadores echaron a suertes quién repartía los naipes.
El marqués de La Valette abrió una cajita de tabaco en polvo y tomó una pizca entre los dedos para aspirarla, antes de llamar la atención de Lessay:
—Así que monsieur os ha tenido que sacar esta noche de una encerrona de medio pelo —dijo, señalándole a él con la cabeza—. Supongo que ahora tendréis que poner en su sitio al marido. ¿Tenéis a quién encargarle la tarea?
—No os preocupéis. Eso es asunto mío —respondió el conde, pasándole las cartas para que las barajara.
La Valette sonrió, dejando al descubierto unos dientes separados y blancos. Sus manos huesudas manejaban los naipes con una agilidad magnética.
—La cuestión es que, al final, con la mujer nada de nada, ¿no? ¿Cuánto hace que no se la hincáis a alguna que no tenga que entrar en el Louvre a la hora de las lavanderas, Lessay?
Bernard inició la carcajada. No tenía intención de quedar como un aldeano huraño que no se enteraba de las bromas. Pero nadie la coreó. Las palabras de La Valette habían creado un silencio incómodo y expectante en torno a la mesa.
—Repartid los naipes, monsieur —replicó Lessay—. Hoy ya he tenido bastante jarana.
La Valette le pasó la baraja al duque de Montmorency para que la cortara y aspiró otra pizca de tabaco antes de distribuirle un naipe a cada jugador. Cuando llegó a la altura de Lessay se detuvo un momento:
—De cualquier modo, lo de esta noche no es la primera vez que os ocurre. Cualquiera diría que obtenéis más placer en alborotar a los maridos que en encamaros con sus mujeres. —Su tono tenía la cantidad justa de ligereza como para que las palabras se quedaran colgando en un lugar impreciso entre la chanza y el insulto—. Por supuesto, hay gustos para todo.
Los otros seguían callados, mirando a Lessay de reojo.
—No me toquéis los cojones —replicó, y dispuso su apuesta sobre la carta, sin levantar la mirada.
—Basta de cháchara, messieurs —interrumpió Gastón, frotándose las manos—. Esta vez vuestro príncipe está dispuesto a tomarse la revancha. Preparaos.
El resto de los jugadores sonrieron, y la tirantez que había provocado el marqués de La Valette empezó a disolverse. Fueron depositando sus apuestas y concentrándose en sus naipes.
Bernard derramó su bolsa sobre la mesa y escogió con cuidado las dos primeras monedas a arriesgar. Tenía el ojo rápido y la mano segura, y estaba convencido no sólo de que podía hacer durar su pequeña fortuna unas cuantas rondas sino de que iba a salir de allí con una segunda bolsa igual de llena. Sin embargo, al cabo de un rato, de lo único de lo que seguía persuadido era de que en aquel círculo había más tahúres que en todos los ejércitos cristianos, y de que aquellos gentilhombres rizados y perfumados eran más peligrosos con los naipes en la mano que los granujas que regentaban los garitos clandestinos. Porque ya le habían pillado de primeras cinco veces y con la baceta casi sin empezar. En aquel juego diabólico en el que sólo el azar contaba, las monedas de oro y plata cambiaban de manos a una velocidad vertiginosa. Y fuera cual fuese el pleito que los oponía, cada vez que Lessay o La Valette ejercían de tallador, los envites que cruzaban subían de tal modo que para igualarlos habría tenido que arrojar toda su bolsa a una jugada. Antes de que las monedas se quedaran cortas y las promesas de pago empezaran a entrar en juego, ya le habían dejado sin blanca.
Se levantó, tambaleándose un poco por el efecto del vino dulce, y buscó a Marie con la mirada. Ella le invitó a acercarse y a instalarse a su lado. No en una silla, sino en la misma cama, le indicó con una palmadita. Bernard obedeció, confuso, y tomó asiento en el borde del lecho con la espalda recta y los pies sobre el escabel. Ella seguía acurrucada en la cabecera, envuelta en una penumbra que suavizaba sus facciones. Un par de mechones sueltos le acariciaban las mejillas y su pecho subía y bajaba despacio, al ritmo de su respiración:
—No les habéis durado ni un suspiro. Eso es que yo tenía razón y que es en el amor donde tenéis suerte.
Bernard era consciente de que aquellas palabras reclamaban una galantería como respuesta. Pero no se le ocurría nada que resultara apropiado fuera de un cuartel o de una taberna. Algo que tuviera que ver con los ojos de la duquesa, quizá. Con eso no podía fallar. Cualquier cosa antes que uno de los dislates que se le pasaban por la cabeza cada vez que se giraba, la miraba, y recordaba sus manos acariciándole aquella mañana, primero sobre el pecho y luego más abajo, casi en los calzones:
—Pues en mi provincia —dijo por fin—, ganar unos cuartos con el juego no viene mal para tener más posibilidades de echarles mano a las mozas.
Ella se echó a reír, sin remilgos.
—No creáis que las cosas son muy diferentes en la Corte, monsieur. Ya os iréis dando cuenta.
—También me habría gustado poder devolverle su dinero a monsieur de Lessay —mintió. La bolsa se la había tomado como un regalo y en ningún momento había pensado en restituir ni un solo sueldo. Pero el desprendimiento siempre hacía buena figura.
Marie sacudió una mano, para quitarle importancia a aquello:
—Ahora mismo ni se acuerda… Ni del dinero ni de vos. Le conozco bien y os garantizo que no se levanta de esa mesa hasta que La Valette no se quede sin camisa o le deje en camisa a él. —Había bajado tanto la voz que Bernard tuvo que inclinarse para escucharla. Su piel olía a frutas rojas, maduras, de las que se deshacían en la boca—. Y yo apostaría por mi primo. Es un magnífico jugador de ventaja y con un par de cartas es capaz de cualquier fullería. ¿Sabéis que me enseñó a hacer trucos de manos cuando éramos niños? Si queréis, os puedo mostrar alguno.
Bernard sintió una oleada de calor por todo el cuerpo. Una mezcla violenta de excitación, celos y vergüenza. Estaba seguro de que tenía las orejas más rojas que la cresta de un gallo. Abochornado por las turbias ideas que habían despertado aquellas palabras inocentes, miró a la duquesa de reojo. Entonces vio danzar en sus labios una sonrisa canalla, y ya no supo si la intención del comentario había sido de verdad ingenua.
—Pero ¿qué es lo que hay entre ellos? —preguntó—. Creía que el marqués de La Valette estaba de broma y casi meto la pata. Vaya mal humor que trae para pasar una noche entre amigos…
—Yo tampoco entiendo por qué ha venido tan destemplado. Parecía que estuviera buscando gresca —replicó ella—. Mi primo no es pendenciero. Nada que ver con su amigo Bouteville, que sale a duelo diario. Pero si le buscan, le encuentran. Por un momento creí que íbamos a tener baile otra vez.
—¿Baile?
Marie asintió:
—Casi se matan el uno al otro hace tres años.
—¿En un duelo?
—Así es. Como un par de bobos. —Marie se apartó un rizo de la cara y bajó la voz, igual que una niña que le confiara una travesura a una compañera de convento—. Todo empezó porque Luis XIII le había dado a entender a mi primo que iba a concederle la mano de una de sus hermanas naturales. Sin embargo, no hacía más que remolonear. Nunca le parecía buen momento para hablar de las condiciones. Hasta que una buena mañana Lessay se enteró por sorpresa de que ya podía irse olvidando de emparentar con la familia real: su dama acababa de firmar contrato de matrimonio con el marqués de La Valette.
A Bernard le costaba concentrare en la historia, incapaz de apartar la vista de aquellos labios gordezuelos, que estaban pidiendo a gritos que alguien los mordiera:
—¿Por eso se batieron?
—En cierto modo… La cuestión es que por aquel entonces ella no estaba ni mucho menos tan entrada en carnes como está ahora. Y mi primo, ya veis la buena planta que tiene… Así que después de un tiempo haciéndose ojitos el uno al otro y aguardando la firma del contrato, hacía varias semanas que habían decidido dejarse de esperas. —Marie hizo un mohín malicioso—. Ya que iban a casarse, ¿qué más daba catar las uvas un poco antes?
—¿Y La Valette se enteró?
—Porque mi primo fue directo a contárselo, en cuanto descubrió que le había birlado la esposa. Y en público, por supuesto, para que no tuviera más remedio que darle réplica. —Marie suspiró, y la tela de su vestido se tensó de tal modo que a Bernard casi se le cayeron los ojos dentro—. Si queréis mi opinión, se comportaron como dos majaderos. Se cosieron a cuchilladas, y si salieron ambos con vida fue porque les faltaron las fuerzas para rematarse el uno al otro. Incluso sus segundos salieron mal parados. Cuando toda la culpa era del rey, por no haber mantenido su palabra. Pero a Su Majestad le encantan las sorpresas; que sus víctimas no se den cuenta de nada hasta que no tienen el puñal clavado en la espalda.
La duquesa hablaba de Luis XIII en un tono de franca animadversión. Bernard recordó lo que le había contado Charles aquella mañana: hacía unos años el rey había expulsado a Marie de la Corte, y sólo su matrimonio con el duque de Chevreuse la había permitido regresar. Estaba visto que aún le guardaba rencor.
—¿Y vuestro esposo? —se atrevió a preguntar—. ¿No se encuentra en París?
—El duque está de cuartel —respondió ella. Bernard se la quedó mirando, sin comprender, algo abochornado por lo transparente que debía leerse su interés tras aquella pregunta. Marie se explicó—. Monsieur de Chevreuse es el primer gentilhombre de cámara del rey. Este trimestre duerme en el Louvre. Así que estoy sola…
Sangre de Cristo. ¿Era posible que todas y cada una de las frases que pronunciaba aquella mujer encerraran una insinuación? Volvió la vista hacia la mesa de juego, porque era pensar en otra cosa o cometer una imprudencia irreparable. Lessay y La Valette mantenían un silencio obstinado que a Bernard le pareció el colmo de la urbanidad. En su aldea, por mucho menos, dos paisanos se habrían matado a garrotazos.
—¿Se reconciliaron después del duelo?
La duquesa se encogió de hombros:
—Más o menos. No iban a sacarse las tripas otra vez… —Marie se había arrodillado a su lado, tan cerca que su aliento le erizaba la piel. Cerró los ojos. En aquel momento, las disputas que tuvieran sin resolver aquellos dos señores le importaban un ardite—. Mi primo se resignó a quedarse sin esposa de sangre real y se casó con una pariente de los Montmorency. Aunque la veréis poco en el Louvre. Es de esas que se pasan el día leyendo latinajos y poemas relamidos en casa de la marquesa de Rambouillet, y que meterían antes a la momia de Petrarca entre sus sábanas que a un hombre de carne y hueso.
Alzó las cejas para expresar su incomprensión, y Bernard tragó saliva. La duquesa hablaba con la misma desvergüenza que las comadres que voceaban su mercancía en la plaza del mercado de Pau, y eso le desasosegaba de una manera extraña. Por muy cercana que le pareciera en aquel momento, las palabras de Charles repitiéndole que una mujer como aquélla era inalcanzable le martilleaban el cerebro.
—Ya veo —respondió, por no quedarse callado, aunque hacía rato que no veía nada.
A Dios gracias, la duquesa se apartó de su lado e hizo ademán de bajar de la cama, no sin antes detenerse un momento a mirarle. En sus ojos danzaba una chispa juguetona:
—No estéis tan serio, monsieur de Serres. Los naipes no son lo vuestro, desde luego. Pero seguro que sabéis jugar a algo más que a la gallina ciega… —Y, sin más, dio su conversación por acabada y se acercó a la mesa de juego.
Bernard se quedó de piedra. ¡Por todas las almas del purgatorio! ¡Se acordaba! ¡Vaya que si se acordaba! Había estado jugando con él toda la noche, pero se acordaba. Se echó a reír. La sangre le corría por las venas a tal velocidad que tuvo que ponerse en pie de un salto. No sabía qué hacer con toda la energía que sentía por dentro.
Se dio cuenta entonces de que la partida había terminado. Los jugadores ajustaban cuentas. Eso significaba que aquella noche extraña había llegado a su fin y no le quedaba sino regresar al cuarto estrecho en el que vivía Charles, y a la cama compartida.
Lessay y Bouteville parecían haberse embolsado la mayor parte de las ganancias. Gastón, el hermano del rey, se incorporó trabajosamente, apoyado en el hombro del marqués de La Valette. Aunque el que más y el que menos estaba un tanto achispado, Su Alteza Real arrastraba una curda de padre y muy señor mío. Había perdido hasta el último escudo que llevaba encima, pero no parecía importarle mucho. Sus ojos se cruzaron y el príncipe le hizo un gesto para que se acercara:
—Monsieur de Serres —dijo, arrastrando las vocales y dejando caer una mano de plomo sobre su hombro—, a vos también os han dejado sin blanca estos tunantes. No, no digáis nada, no está bien desplumar de esa manera a un gentilhombre como vos, recto, honrado y recién llegado a París.
—Os agradezco vuestra preocupación, monseigneur, pero el dinero…
—Callad, callad, dejad que vuestro príncipe os compense. —Gastón de Francia se quitó el sombrero, desprendió un broche de perlas y esmeraldas con el que lo adornaba y procedió a prenderlo del suyo—. La Valette, vamos, echadme una mano para cerrar esta cosa.
El marqués ayudó al príncipe a colocarle el broche y aprovechó para lanzarle a él una mirada que le decía a las claras que guardara silencio y aprovechara su suerte. Cuando terminó con la labor, le dio una palmada en el hombro y abrió su cajita de tabaco con sus dedos secos. Estaba casi vacía.
Lessay, que le había estado vigilando con el rabillo del ojo, se puso en pie y le ofreció la suya. Su mirada tenía una chispa chulesca que no auguraba nada bueno:
—Tomad del mío, monsieur; al fin y al cabo, no será ésta la primera vez que os quedéis con mis sobras.
Todo fue tan rápido que Bernard apenas tuvo tiempo de comprender la insultante alusión de Lessay a la esposa del marqués. La Valette se revolvió como un animal de presa, volcó la mesa de un empujón violento y se arrojó sobre el conde. Éste dio un paso atrás con una sonrisa insolente en la cara y su enemigo echó mano a la espada, escupiendo blasfemias.
Los otros se interpusieron a toda velocidad. Montmorency y Gastón sujetaron a La Valette, mientras Bouteville terciaba para hacer entrar en razón a Lessay, aunque sin demasiado empeño, le pareció a Bernard, que le escuchó ofrecerse como segundo si no llegaban a un arreglo. Él mismo se encontraba en medio del guirigay, entre el uno que voceaba toda suerte de barbaridades intentando librarse de los que le retenían, y el otro que escuchaba en actitud de mofa con los brazos cruzados, azuzando así al marqués aún más que si se le encarara. Bernard se temía que si aquello iba a más, no le iba a quedar otro remedio que meter mano al acero de nuevo. Y dos veces en una sola noche era ya mucho tentar a la suerte. Pero con la duquesa mirando no tenía otra opción.
A duras penas, lograron acomodarlos. Montmorency consiguió incluso que se estrecharan la mano. La Valette accedió, con el pecho todavía agitado, mientras Lessay le ofrecía unas disculpas que sonaban sinceras pero no engañaban a nadie.
Aun después de hechas las paces, el hermano del rey seguía colgado del brazo del marqués, más para sostenerse que para seguir reteniéndolo. El duque de Montmorency aprovechó para sugerirle a La Valette que acompañara al príncipe al Louvre, Marie ordenó preparar un par de caballos para los que habían llegado a pie, y bajaron al patio.
A aquellas horas hacía un frío húmedo y penetrante. Bernard se envolvió en su manto de lana y le pidió instrucciones a Lessay para llegar a casa de Charles. Al día siguiente tenía que presentarse temprano ante el brigadier. El conde le miró otra vez como si aquello fuera un sinsentido. Había dado por descontado que le iba a escoltar hasta su casa, le dijo, y que al menos esa noche aceptaría su hospitalidad.
Encantado de no verse arrojado otra vez a solas por esas calles de Dios, Bernard subió a un tordo vigoroso, con las crines largas y espesas, y siguió a Lessay, sin darle más vueltas al asunto. En lugar de despejarle, la bofetada de aire helado que había recibido en el patio le había dejado aturdido. Tenía la cabeza caliente y los pies fríos, y toda la fatiga de aquel día interminable le había caído encima de los hombros de repente.
Se encogió bajo la capa y dejó que el paso ligero y elástico de su bestia le adormeciera, mientras escuchaba de fondo al duque de Montmorency, que hablaba de marcharse a descansar a su castillo de Chantilly, donde su mujer le estaba aguardando, y a Bouteville y a Lessay que se reían de sus sensatos proyectos, asegurando que en un par de días las damas de la Corte tenían tiempo sobrado de hacer cambiar de opinión a un mujeriego como él.
Luego la conversación derivó de nuevo hacía la victoriosa batalla naval contra los hugonotes. Montmorency y Bouteville rivalizaban contando historias de bravura insensata y acciones temerarias, mientras Lessay reía y maldecía a la vez, arrepentido de no haberles acompañado.
Finalmente, después de un buen trecho, ambos se despidieron. En buena hora. Bernard no veía el momento de llegar a donde fuera y dejarse caer en la primera cama que le pusieran por delante. Pero el conde tenía más ganas de charla y ahora que estaban solos se vio obligado a prestar atención. Como si con aquel cansancio encima le importara a él mucho que Montmorency estuviera disgustado por la frialdad con la que Luis XIII le había recibido tras su triunfo militar, o porque no le hubiera querido conceder el gobierno de la plaza conquistada.
Lo que más le llamaba la atención de todo aquello era el acento de desprecio con el que el conde se refería al rey en todo momento, tan parecido al de su prima.
—Hemos llegado —anunció Lessay, finalmente.
Bernard levantó la cabeza. Al otro lado de la calle, haciendo esquina, se alzaba una magnífica construcción de piedra y ladrillo, con dos pabellones laterales coronados por tejados grises y un portón central iluminado con dos faroles, que daba acceso a un patio empedrado.
Avanzó hasta la entrada en pos del conde, soñando ya con un colchón de plumas, cuando de pronto una mano surgida de la oscuridad de la pared se aferró a su pierna con violencia.
Gritó, sobresaltado, y su caballo hizo un quiebro.
Pero quien fuera el dueño de aquel brazo tenía clavados los dedos con fuerza en su muslo y la otra mano asida con solidez al estribo. En lugar de obligarle a soltarse, el brusco movimiento sólo arrastró a su atacante bajo los fanales del hôtel de Lessay.
Un hombrecillo escuálido, con ojos desesperados y los cabellos escasos y pegados a la frente, balbuceó:
—¡A Dios gracias, estáis con vida! Creía que os había matado también a vos. ¡Os lo ruego, por lo más sagrado, monsieur, tenéis que escucharme!