5

Charles llegó frente al portón de Angélique casi sin aliento. Hacía un buen rato que había oído las campanas de las cuatro. Parsangbleu. Recordando como un lelo historietas de su infancia frente a los platos vacíos que le había dejado Bernard, no había visto pasar el tiempo. Era increíble que se le hubiera hecho tan tarde. Y ya podía buscar su amigo alguna fuente de ingresos con que pagar su sustento cuando se le acabaran los pocos cuartos que había traído. Él estaba dispuesto a darle cobijo el tiempo que hiciera falta, pero no pensaba alimentar a semejante tragaldabas.

Sacudió los rizos rubios, se estiró los puños de la camisa y golpeó el aldabón con energía. Tenía que encontrar una forma persuasiva de disculparse por el retraso, o toda la buena voluntad que mostraba hacia él la insigne Leona se evaporaría más rápido que la espuma de Afrodita, con lo que le había costado ganársela.

Había cosas con las que su dama era inflexible y la virtud era una de ellas. La puntualidad, desgraciadamente, era otra. Y aquella tarde había prometido estar en su casa antes de las cuatro, para ensayar un nuevo aire de Corte que el músico Boyer y él habían compuesto para que Angélique lo cantara, acompañada al laúd, en la gran fiesta a la que estaba invitada en unos días. Hacía días que Charles apenas dormía de los nervios, al pensar en toda la gente de importancia que iba a escuchar sus versos.

Una criada tan fea que habría asustado al mismo demonio le condujo hasta la sala donde Angélique solía recibirle. Hacía ya un par de semanas que la mujer servía en la casa, pero a Charles no dejaba de sobresaltarle su apariencia ni una sola vez.

Había sustituido a una muchacha jovial, con la carita redonda y ojos risueños, que siempre le recibía con alguna broma picante. Pero un buen día había desaparecido. Su señora había descubierto que estaba embarazada y la había enviado sin pensárselo dos veces al convento de las Madelonettes a que expiara su pecado encerrada con otras arrepentidas.

La fea le introdujo en la estancia y lo primero que comprobó, con alivio, fue que Boyer no había llegado todavía. Al menos serían dos los que sufrirían las iras de la bella.

Angélique estaba inclinada frente al espejo, colocándose los rizos. Se dio la vuelta nada más oírle entrar. Iba vestida de terciopelo verde, su color favorito, que destacaba el tono dorado de su cabellera. Peinada con sencillez y apenas maquillada, su rostro desprendía un encanto plácido. A lo mejor no se había dado cuenta del retraso.

Dio dos pasos al frente, presuroso, y comenzó a disculparse, pero ella le puso una mano en el brazo, sin mirarle:

—No os apuréis, monsieur, he tenido que suspender el ensayo. Mi vieja tía se ha puesto enferma de pronto y he de acudir a su lado. Le mandé aviso a Boyer esta mañana, pero a vos no he conseguido localizaros en todo el día.

Charles no las tenía todas consigo:

—Sabéis que todo mi tiempo está a vuestra disposición. ¿No deseáis que os acompañe?

La horripilante sirvienta trajo del guardarropa una máscara y un abrigo con capucha y ayudó a su señora a abrigarse.

—Os lo agradezco pero no será necesario —replicó Angélique, en tono ausente—. Mi tía vive a apenas dos calles de aquí. No sé cuánto tiempo me quedaré, quizá incluso pase la noche junto a ella. Nuestra pequeña sesión de música tendrá que aguardar a mañana.

—Bien, me resignaré. Al fin y al cabo, la espera hace más dulces los reencuentros. Mientras no os haga olvidaros de mi existencia…

Angélique volvió al espejo para ajustarse el embozo de la capa:

—Monsieur, tenéis que desprenderos de esa coquetería que le convendría mejor a una damisela que a un resignado caballero.

Sonreía, mientras se calzaba un par de altos chapines para proteger su calzado del barro, pero su tono tenía una punta de impaciencia mal disimulada. Qué extraño. Normalmente le complacían sus florilegios galantes. Pero quizá estuviera preocupada por su tía.

Acompañó a dama y criada hasta la puerta de la calle, se despidió respetuosamente, y se alejó en dirección contraria a la que llevaban las dos mujeres. Pero en cuanto dio la vuelta a la esquina se detuvo. Contó hasta diez y volvió sobre sus pasos, justo a tiempo de ver cómo las faldas de Angélique desaparecían por una bocacalle de su izquierda.

¿Por qué no había querido que la escoltara? Suspiró. Mucho se temía que aquélla iba a ser otra más de las tardes que, desde hacía un mes, se pasaba siguiéndola a escondidas o aguardándola en algún rincón discreto mientras ella se ocupaba de sus asuntos. Y siempre para nada. Todavía no la había pillado en ninguna mentira.

Echó a andar tras las dos mujeres, resignado, cuidando de mantener las distancias para que no le vieran, y apenas había avanzado veinte toesas cuando las vio desaparecer en el interior de una vivienda. Sonrió. Angélique era hija de un influyente secretario de la cámara del difunto Enrique IV, pero su madre había sido una mujer de muy mediana extracción. Y una de sus hermanas, ya mayor y con pocos recursos, residía en aquel edificio. Su dama había dicho la verdad. Podía dejar de espiarla por las calles como un enamorado celoso e irse a casa tranquilo.

Todo el mundo sabía que la vida galante de la Leona había sido intensa. Una de sus primeras víctimas había sido el mismísimo Enrique IV. El viejo sátiro había decidido hacerla suya cuando Angélique tenía sólo dieciocho años, desde el mismo momento en que la había visto vestida con gasas y cabalgando un delfín en un ballet organizado por su esposa. Y al rey le habían seguido la mitad de los duques y pares de Francia: Chevreuse, Guise, Montmorency… Del primero se decía que la había llenado de joyas; del segundo, que iba repitiendo sin recato, a quien quisiera escucharle, que no lograba apartar de su mente la imagen del pubis dorado de la Leona; y del tercero, que, después de que Angélique le rechazara, se disfrazaba y viajaba de incógnito tras ella para intentar que le recibiera. Sólo una vez había estado la bella a punto de casarse con un próspero pretendiente de Burdeos, pero otro de los grandes señores de la Corte, enamorado, le había hecho apalear para ahuyentarle.

Con el tiempo, sin embargo, la renombrada Leona se había arrepentido de su vida galante, y hacía años que había lavado su reputación de modo tan completo que podía recibir a cualquier hombre a solas sin que nadie murmurara.

Charles creía haberla calado desde el principio: una vanidosa a la que con la edad le habían entrado los remilgos pero que a buen seguro no ofrecería mucha resistencia en cuanto un galán bien plantado le encendiera otra vez los ardores. Si le había dado por la castidad era sólo porque los hombres ya no la requebraban como antaño. Un joven poeta, apuesto y con modales tan exquisitos como los suyos podía ganarlo todo consiguiendo su amistad.

Pero se había equivocado de cabo a rabo. Angélique le había dejado bien claro que el tiempo de la ligereza había pasado para ella. Si alguna vez se planteaba volver a tomar un amante, antes se aseguraría de que fuera un caballero atento, constante, y que le hubiera demostrado con creces que se conformaba con saberse objeto de su predilección sin llegar a tocarle nunca ni el dobladillo de la falda. «Si los hombres fuerais como las mujeres, no sería necesario tanto rigor —le había dicho—. Pero ¿quién de entre vuestro sexo no está dispuesto a fingir los sentimientos más elevados y las intenciones más puras, si cree que así logrará satisfacer sus instintos? Quitadle la esperanza de obtener una recompensa y desterraréis la duplicidad del corazón del hombre».

Así que Charles se había aplicado, con todo su ahínco, en convertirse en ese pazguato que Angélique anhelaba y en llevar el platonismo hasta sus últimas consecuencias. Y poco a poco su estrategia estaba dando frutos.

Seguía plantado en la misma esquina como un pasmarote, cuando el portón de la casa se abrió de golpe y la criada contrahecha salió otra vez a la calle. Pegó un respingo. Maldita la gracia que tendría que le sorprendiera allí. Se metió en el callejón de su izquierda. El barro le llegaba hasta los tobillos y las paredes apestaban a orín, pero aun así decidió que lo más prudente era recorrerlo hasta el fondo y salir por el otro extremo.

Una vez en la otra punta, asomó la cabeza. Frente a él se alzaba el claustro de la iglesia de Saint-Merry. El gran mercado central estaba allí al lado y la calle bullía de transeúntes ocupados en liquidar sus negocios antes de que acabara de caer la noche. Justo a la salida del pasadizo, una moza vendía pasas cocidas con azúcar. Se acordó del hambre con la que le había dejado Bernard y echó mano a la bolsa para sacar unas monedas. Pero en ese momento una puerta se abrió al lado de donde estaba la muchacha y Charles volvió a meterse de un salto en la calleja.

Angélique.

La vio cerrar tras de sí y detenerse un instante en el umbral. No se había quitado la máscara y seguía envuelta en el discreto manto pardo. Aquélla debía de ser la salida trasera de la casa de su vieja tía.

Entonces, un hombre que aguardaba apoyado en el muro del claustro se incorporó, dio un par de pasos en su dirección y le hizo una inclinación de cabeza. Charles le reconoció de inmediato. Era un tipo alto y robusto, con la cabeza completamente calva y un mostacho frondoso que no pasaba fácilmente desapercibido. No era de los que más frecuentaban la Corte pero lo había visto más de una vez en el Louvre, aunque en aquel momento no recordaba al servicio de quién estaba.

Angélique echó a andar y el gentilhombre calvo hizo lo mismo, manteniéndose a pocos pasos de distancia. ¿Qué diablos significaba aquello? Charles se embozó con cuidado y comenzó a seguirles. La dama caminaba rápido, sin mirar atrás. Su escolta la acompañaba a una distancia discreta. Y más lejos, sorteando gente, carretillas y sillas de manos, sin atreverse a acercarse mucho para que no le descubrieran, él intentaba no perderles de vista.

Se daba cuenta de que los viandantes le lanzaban miradas de reojo al pasar a su lado. A aquella hora en la que crecía la penumbra, la visión de un individuo con el embozo sobre la nariz, el sombrero calado hasta las cejas y la punta de la espada asomando entre los pliegues de la capa no debía de resultar muy tranquilizadora.

Se concentró en no perderla de vista. Tanto ella como el hombre que la protegía habían caminado hasta el final de la calle Saint-Martin sin volver la cabeza. Cruzaron la plaza de Grève y llegaron al muelle del Heno, junto al Sena. Las últimas barcazas descargaban su mercancía y los mozos arrojaban los sacos sobre las carretas. Angélique avanzó un poco más por la orilla, se adentró en una calle estrecha y finalmente se detuvo frente a una fonda con la fachada iluminada y un caballo blanco por enseña. Charles conocía el lugar. Era una hospedería limpia, bien amueblada, con una cocina decente y buena reputación entre los viajeros.

¿Sería posible que, después de todo, su dama tuviera un amante secreto? La había notado tensa y distraída en su casa. Pero le costaba creerlo. La Leona Angélique, que había tenido comiendo de su mano a príncipes y duques, ¿con aquel tipo rudo y basto?

Dejó que entrara en la fonda y esperó a ver si el calvo bigotudo la seguía. Tal y como esperaba, se quedó apostado junto a la puerta. Al menos, si el asunto era amoroso, estaba claro que él no era más que un simple escolta.

De pronto, los cascos de un caballo se hundieron en el fango de un charco, justo a su lado, y un agua untuosa y de color negro le bañó todo el costado izquierdo, interrumpiendo sus especulaciones. Antes de que le diera tiempo a protestar, el jinete descendió del caballo, intercambió un saludo mudo con el hombre de guardia y penetró en el interior.

Charles apenas tuvo tiempo de verle la cara de refilón, pero aquel perfil aquilino era inconfundible. ¡El marqués de La Valette!

¡Ésa era su cita!

El marqués de La Valette era un hombre de poco más de treinta años, la misma edad que Angélique, y pertenecía a una de las familias más poderosas de Francia. Era hijo del anciano duque de Épernon, que había sido el favorito del rey Enrique III, y tenía fortuna y prestigio militar.

Por supuesto. Ahora recordaba. Al calvo mostachudo siempre le había visto junto a La Valette en el Louvre. El guardián de Angélique era un gentilhombre a su servicio.

Rápidamente intentó hacer memoria. El marqués de La Valette y Angélique… ¿Los había visto juntos alguna vez? No. Ni siquiera había oído nunca a la Leona mencionarle. Pero eso no tenía por qué significar nada. A lo mejor nunca le nombraba precisamente para que nadie sospechara de su relación.

Sacudió la cabeza. No tenía sentido. Angélique había demostrado con creces, desde hacía años, que ya no tenía nada de frívola. Nadie iba a señalarla con el dedo porque después de tanto tiempo de virtud hubiese decidido favorecer por fin a un galanteador. ¿Por qué iba a tomar tantísimas precauciones para ocultar una cita con un hombre de la categoría del marqués?

No sabía qué hacer. No podía quedarse plantado en la esquina, a tan pocos pasos de la hostería, sin llamar la atención. Ya era de noche, pero aquella maldita calle estaba llena de fondas y tabernas. Había más faroles encendidos que en una feria patronal. Si permanecía con el rostro tapado, el vigilante sospecharía, y si se desembozaba, corría el riesgo de que ella le reconociera desde una ventana. Tampoco se atrevía a entrar. Lo más probable era que Angélique se encontrara en alguno de los cuartos privados de los pisos superiores, pero no podía correr el riesgo de encontrarse con ella en la sala común.

Alzó la vista, tratando de vislumbrar algún movimiento detrás de los cristales. Nada.

Decidió dar un breve paseo para quitarse de la vista un rato, y para darle vueltas a las circunstancias de aquella extraña cita. ¿Se le estaría escapando algo importante? Él era incapaz de adivinarlo.

Tendría que ser el abad de Boisrobert quien decidiera. Al fin y al cabo, él era quien le había puesto en la comprometida situación de tener que vigilar a la dama estrechamente y darle parte de cualquier gesto fuera de lo común que realizara.

Ésa era la única razón por la que Charles acababa de cruzar medio París, pegado a los talones de la Leona, arriesgándose a que le viera y le retirara su amistad. A él le daba lo mismo que tuviera un amante, diez o doscientos.

No tardó ni un cuarto de hora en regresar al mesón, temeroso de que la presa se le escabullera. Justo a tiempo de ver a La Valette abandonar el establecimiento, poner el pie en el estribo y marcharse de allí sin decir palabra.

Que se le llevaran los demonios. Desde luego, si aquello había sido un encuentro galante y había terminado a aquella velocidad, el marqués tenía serios problemas.

Estaba riéndose de su propia ocurrencia cuando se fijó en los ojos del tipo bigotudo, clavados con determinación en los suyos. Tenía una mano en la empuñadura de la espada y la otra perdida en el interior de las ropas. ¿En torno a una daga o una pistola? Se dio cuenta de repente de que se le había escurrido el embozo y tenía la mitad del rostro al descubierto. Se lo subió precipitadamente.

Fue un error fatal. Si el otro dudaba, en ese momento dejó de hacerlo. Charles no esperó a ver cómo reaccionaba. A toda velocidad se escurrió entre dos paredes, agachó la cabeza y echó a correr, escabulléndose en la noche como una culebra. No se giró ni una sola vez. Ni cuando escuchó los gritos del gentilhombre calvo, ni cuando retumbó un fogonazo a su espalda; ni siquiera cuando dejó de oír el galope de su perseguidor detrás de él.

Sólo se detuvo cuando se quedó sin resuello. Se dejó caer en una pared, se deshizo de la capa embarrada, se la enrolló bajo del brazo y se limpió el sudor de la frente. Estaba casi seguro de que su perseguidor no había llegado a verle el rostro. Casi seguro. Fuera como fuese, no tardaría mucho en averiguarlo.

Cuando le había encargado que no le quitara ojo a la Leona, Boisrobert le había puesto sobre aviso. Él mismo había sido testigo de cómo Angélique Paulet había asesinado a un primer incauto que había intentado jugar con ella y se había confiado demasiado. Estaba seguro de que no tendría reparos en deshacerse de otro.

Así que, si llegaba vivo a la mañana siguiente, sabría a qué atenerse.