–¡Por la sangre de Cristo y el fuego que nos alumbra, buena mujer! ¡Que no me voy a comer vivo a nadie!
La comadre agachó la cabeza cubierta con un pañuelo pardo y aceleró el paso, agarrada con tanta fuerza a su canasto como si contuviera el cochino que fuera a permitirle a su familia atravesar el invierno, en vez de unas miserables hogazas de pan. Bernard se quedó un rato mirándola con los brazos en jarras y le propinó una patada de frustración a una puerta.
Ya era la tercera persona a la que intentaba preguntarle cómo volver a casa de Charles y hacia dónde quedaba el río. Y la tercera que le miraba con ojos de alarma y se escabullía sin darle tiempo a acabar de saludar siquiera. Había sido llegar la noche y todos los parisinos se habían convertido en seres desconfiados, convencidos de que quería robarles la bolsa. Ya podían pudrirse en el infierno con sus putos recelos. Esa ciudad era un maldito laberinto. Y más aún a oscuras.
Se encontraba solo porque de repente, al final del almuerzo, a Charles le habían entrado las prisas. Se había levantado de la mesa de mala manera y le había dicho que no iba a poder pasar el resto del día con él. Al parecer tenía un compromiso ineludible con una dama, de la que no había querido decirle apenas nada. Aunque por lo que Bernard había entendido, ni le había puesto aún la mano encima, ni tenía perspectivas de ponérsela en mucho tiempo. Él sabría. Por lo visto, la simple compañía de aquella señora era una especie de privilegio inimaginable.
El caso era que, después de sugerirle que aprovechara la tarde para entregar las cartas de recomendación que había traído, le había dejado plantado y había salido corriendo, pero con sus indicaciones y a la luz del día, Bernard había llegado sin problemas hasta la residencia del destinatario de la primera carta, un marquesito de origen gascón con quien le unía un remotísimo parentesco.
Se lo había encontrado en el patio, más emplumado que un indio del Nuevo Mundo y con el pie en el estribo de la montura. A toda velocidad, le había echado un vistazo por encima a la misiva y luego le había dicho que tenía prisa, pero que si regresaba uno de aquellos días, procuraría serle de asistencia.
A Bernard le había parecido que le estaba dando largas para quitárselo de en medio y que no le iba a servir de nada volver. Pero si el marqués le había despachado en dos minutos y sin bajarse del caballo, la recepción en casa del segundo destinatario de sus cartas había sido aún peor.
El padre de Bernard había servido bajo el mando de aquel viejo militar en su juventud y él había crecido escuchando su nombre, así que había entrado en el patio de su residencia con una curiosidad expectante. Un sirviente mal encarado le había cortado el paso. Su señor se hallaba convaleciente, «como todo el mundo sabía», y no se encontraba en disposición de atender peticiones de nadie, le había dicho, mirándole de arriba abajo con condescendencia.
Al diablo con todos ellos. Lo único que él codiciaba era un bosque en el que perderse durante largas jornadas, un río de aguas frías donde pescar tumbado en la hierba, montañas azules en el horizonte y un guiso de jabalí bien aderezado con ajo esperándole en casa. Y nadie iba a devolverle nada de eso de momento, así que ya les podían dar por saco a todos los grandes señores de Francia, rezongó, plantado en un cruce de calles idénticas, con las dos cartas que traía de Pau aún en la faltriquera e intentando encontrar el camino de vuelta en una ciudad que se iba despoblando a medida que crecía la noche. Esperaba que Charles tuviera ganas de cogerse una buena cogorza. Y que invitara él. El almuerzo le había dejado el bolsillo agujereado. Y le daba lo mismo que su amigo se amoscara o no. No tenía intención de contarle nada de su pelea con Baliros.
Porque Bernard no tenía ningún problema con que todo el mundo en París presumiera de sus duelos, por muy prohibidos que estuvieran, pero se jugaba la mano derecha a que ninguno de esos bravucones que tanto gustaban de alardear de sus riñas había tenido que abandonar sus tierras por culpa de un grotesco perro de aguas, y a que tampoco habían protagonizado su primer hecho de armas frente a un septuagenario roído por la gota. Además, el fuerte de Charles nunca había sido la discreción. Lo único que le faltaba era que la historia llegara a oídos de sus compañeros de regimiento: Bernard de Serres, asesino de ancianos y perros de aguas, hazmerreír de los cadetes de Gascuña.
Por encima de su cadáver.
Se decidió por un camino al azar y, al doblar una esquina iluminada por una lámpara, un chucho callejero con las lanas revueltas le saludó con un gruñido. Lo apartó de una patada. No quería volver a ver un perro como aquél en su vida.
Todo había sucedido del modo más necio, cuando regresaba de cazar acompañado por sus dos sabuesos. Se habían pasado media mañana persiguiendo conejos por los barbechos y estaban hambrientos y excitados. Al llegar a su casa se había encontrado con la carroza del barón de Baliros que venía de visita con su joven esposa, quien llevaba un perrillo de aguas blanco sobre las rodillas. Bernard se había acercado a saludar y al ver a sus dos perros, el animalejo había enloquecido y había empezado a ladrar y a babear como una novicia poseída por el maligno, hasta escapar por la ventana del coche.
Gargantúa y Pantagruel, exasperados, se habían arrojado sobre él, y antes de que Bernard pudiera reaccionar no quedaban más que unos guiñapos sanguinolentos del engendro enano.
Entonces la que había empezado a gritar había sido su dueña. Bernard se había disculpado de mil maneras, el marido había hecho lo imposible por calmarla, pero la buena señora había seguido aullando acusaciones a diestro y siniestro hasta que, sin saber cómo y fuera de quicio, Baliros y él habían terminado insultándose el uno al otro.
Bernard no se había batido nunca y no se consideraba un gran espadachín. Su padre le había enseñado los fundamentos de la esgrima de niño, pero ni el viejo Serres era un maestro consumado ni él un alumno demasiado atento. Siempre había sido más astuto que habilidoso con la espada en la mano. Lo más que había aprendido, a medida que su cuerpo se había ido desarrollando, había sido a suplir la falta de técnica a base de fuerza física y rudos mandobles.
En cualquier caso, Baliros no era rival para él. El pobre setentón no era más que un comerciante enriquecido que había comprado sus tierras, su título y hasta la mano de su esposa, descendiente ilegítima de una de las familias más poderosas de la región. No había cogido un arma hasta que sus aspiraciones de nobleza no le habían obligado a colgarse una del cinto, pasados los cincuenta. Y lo más probable era que nunca la hubiera blandido.
Bernard había descolgado de la pared la espada que había heredado de su padre sin hacer caso de los ruegos de su madre y de su hermana intentando tranquilizarlas. Su intención no era más que desarmar a su rival y propinarle unos buenos azotes en las posaderas. No tenía intención de hacerle daño más que en el orgullo.
Había dejado que el barón atacara primero, decidido a tirársele encima, agarrarle el arma y arrebatársela en cuanto le tuviera al alcance. Pero el viejo había cargado contra él como un toro enfurecido, sin atender a la menor prudencia, y todo había salido mal. Bernard había dado un paso atrás, para esquivar la estocada, y por instinto, al apartarse, se había aferrado con la mano libre al brazo de su atacante, tratando de desequilibrarle. No se esperaba que el hombre fuera tan frágil ni que tuviera tan pocas fuerzas. Con aquel simple gesto, le había hecho perder pie y le había arrastrado contra él y contra su brazo armado. Ni siquiera entendía bien lo que había pasado. Lo siguiente que recordaba eran los ojos desorbitados de Baliros, su cuerpo descarnado ensartado en su espada y a la baronesa otra vez chillando.
Una mujer sensata habría derramado cuatro lágrimas por el esposo muerto y luego se habría alegrado de verse viuda y rica. Pero no. La trastornada mujercita había clamado venganza y había reclutado a sus poderosos parientes, que no habían tenido más ocurrencia que exigir a las autoridades que apresaran al asesino y le condenaran sin demora.
Por más vueltas que le daba a la historia, Bernard estaba convencido de que lo que la mujer no le perdonaba era lo del perro de aguas.
En cualquier caso, si alguna lección había sacado de todo aquello era que el más nimio incidente podía acabar en desaguisado. Así que, de ahora en adelante, prudencia. Pensaba andar con cien ojos para no meterse en más líos.
Dobló otro recodo. En el cielo lucía un cuarto de luna finísimo y la calleja era tan estrecha que a dos palmos de sus narices no había más que negrura. Y había escuchado demasiadas historias sobre los peligros nocturnos de la capital como para sentirse del todo tranquilo. Así que dio media vuelta y regresó al cruce. Entonces sintió que algo tironeaba de su pie izquierdo. Bajó la vista.
Lo primero que vio fueron sus botas húmedas sumergidas en el riachuelo lleno de mierda que bajaba por el centro de la calle. Lo segundo, al mismo chucho de antes, con los dientes clavados en el cuero de su calzado y una mirada amarilla llena de resentimiento.
Se lo sacudió con rabia, pero el perro se quedó parado a corta distancia, enseñándole los dientes. Por todas las almas del purgatorio. Empezaba a dudar de si aquel bicho andrajoso no sería el espectro del perrucho de la malnacida baronesa. Buscó a su alrededor cualquier cosa que arrojarle y su vista tropezó con la cuña de madera que sostenía una carreta encadenada a una ventana. Se agachó a cogerla e hizo amago de arrojársela al perro, pero éste se escabulló por una de las bocacalles. Enrabietado, Bernard se lanzó tras de él. Estaba tan perdido que le daba lo mismo un camino que otro. De golpe, se encontró en una vía más ancha. El animalejo había desaparecido.
Miró arriba y abajo, y al otro lado de la calle vislumbró a un hombre embozado y con la espada al cinto. Quiso dar una voz para llamar su atención y pedirle señas para llegar a casa de Charles, pero el tipo dobló la esquina de una iglesia y desapareció de su vista.
Corrió detrás de él para que no se le escapase y entonces, procedente del otro lado del templo, escuchó un ruido sibilante y acerado, seguido de una blasfemia. El vello de la espalda se le puso de punta. Casi sin pausa escuchó un jaleo de pasos precipitados y un breve entrechocar de hierros. En dos zancadas, sin tiempo de comprender lo que estaba haciendo, rodeó la iglesia y se encontró en una plazuela embarrada y cercada por edificios negros.
El tipo que había visto en la calle se encontraba en el centro de la plaza, con la ropera desenvainada en la diestra y la capa enrollada en torno al brazo izquierdo, tratando de contener a dos individuos vestidos de oscuro, con gruesos coletos de cuero y armados de daga y espada. Un farol triste refulgía en un rincón.
De una ojeada, Bernard evaluó la situación. Aquello tenía toda la pinta de una encerrona. Olía a que la primera acometida por sorpresa había fallado y ahora los dos atacantes se movían con calma, como alimañas acosando a una presa acorralada. Seguros del desenlace, se limitaban a azuzar a su contrincante, aguardando el momento inevitable en que éste abriera un punto la guardia para acabar con él sin arriesgarse a recibir herida alguna. Su víctima se revolvía con determinación desesperada, tratando de que no le rodeasen y amagando rápidas estocadas, a sabiendas de que no tenía nada que perder y con la intención evidente de que al menos uno de sus enemigos le acompañase al otro barrio.
Bernard sintió hacia él una solidaridad instintiva y, antes de saber lo que estaba haciendo, su brazo derecho describió una curva en el aire y la cuña de madera que había destinado a la cabeza del chucho fue a estrellarse contra la frente de uno de los asaltantes. Luego, todo ocurrió demasiado rápido.
Apenas alcanzó a ver con el rabillo del ojo cómo el tipo acorralado aprovechaba el momento de confusión para arrojarse contra uno de sus enemigos. No pudo observar más. Porque el espadachín al que había golpeado en la cabeza se le tiró encima y ni siquiera había tenido tiempo de sacar la espada.
Desenvainó como pudo, arrepentido de su temeridad idiota. Por las trazas, aquellos dos eran profesionales de los que alquilaban su destreza a tanto el muerto, esgrimidores avezados y curtidos en escaramuzas callejeras. Interpuso el estoque entre él y su contrincante y comenzó a repartir cuchilladas a diestro y siniestro, mientras retrocedía, intentando mantenerlo apartado como fuera. En la oscuridad, ni siquiera se distinguían las hojas de las espadas. Su propio acero no era más que una serie de destellos intermitentes.
Su enemigo avanzaba sin prisas, obligándole a retroceder contra la pared, sin mover apenas el acero, con una actitud de suficiencia que mostraba a las claras que ni siquiera le consideraba un rival. No había duda. Le iba a rebanar el gaznate de un momento a otro y él era incapaz de hacer nada por evitarlo. Masculló un pater noster entre dientes y respiró hondo, aguardando lo que tuviera que venir, sin dejar de sacudir la espada con violencia, a dos manos.
Entonces, cuando parecía que por fin iba a lanzarse contra él y sacarle las asaduras, su contrincante detuvo su calmoso avance. Se quedó inmóvil, agachó la cabeza, y los brazos se le encogieron como si fuera una marioneta a la que le hubieran cortado los hilos. Un palmo de acero le asomaba entre las costillas. Detrás de él, una sombra con sombrero y una capa a rastras le mantenía ensartado.
Giró la cabeza. El otro matón yacía inmóvil un poco más allá, en una postura deslavazada. Podía dar gracias al cielo de que aquel desconocido hubiera corrido a devolverle el favor que le había hecho salvándole el bigote a su vez.
Por los pelos.
Bernard se apartó el sudor de los ojos con una mano temblorosa e intentó sonreír en agradecimiento, pero no lo consiguió. El otro extrajo la espada de cuerpo del matachín, que cayó de rodillas entre lastimosas bocanadas. De una patada, lo arrojó al suelo y lo remató con un gesto de rabia. Luego limpió el acero en la ropa del muerto, antes de volver a enfundarlo con la actitud de quien da por terminado un trámite engorroso.
La plazuela estaba envuelta en un silencio espeso y lo único que se escuchaba eran sus resuellos agitados. Bernard se fijó por primera vez en el rico atuendo del tipo y en su aspecto distinguido. Y se vio a sí mismo, con el estoque en la mano y dos muertos a sus pies. Nada de problemas, se había prometido apenas un minuto antes. Y allí estaba, bailando otra vez pasacalle con la muerte.
La voz del elegante le espabiló de golpe:
—¿Pensáis quedaros aquí a rezar toda la noche? —Tenía la voz tensa, a pesar de la tranquilidad de sus maneras. Antes de que Bernard pudiera reaccionar, le agarró del brazo sin más contemplaciones, le arrastró a paso raudo fuera de allí y le guió por una calle lateral hasta un muro cerrado por una verja que daba a un jardín—. Saltad.
Bernard le vio encaramarse a la valla con la agilidad de un volatinero, y no tuvo más remedio que imitarle con mucha menos gracia. Apenas habían aterrizado del otro lado cuando escuchó un ruido de carreras y voces. Varios fanales de luz se acercaban hacia ellos arrancando destellos a por lo menos media docena de aceros desnudos. ¿Dónde diantre se habían metido?
Pero su acompañante parecía tranquilo. La tropilla armada le reconoció en cuanto llegó a su altura. Las espadas volvieron a las fundas, los gritos se acallaron y Bernard se vio escoltado por el pequeño destacamento de criados, o guardas, o lo que quisiera que fueran aquellos hombres vestidos con una librea plateada decorada con leones azules, hasta un magnífico hôtel que se alzaba al fondo del parque.
—¿Está la duquesa? —preguntó su guía.
—No, monsieur, aún no ha llegado —respondió uno de los sirvientes.
—La esperaremos arriba. Súbenos vino.
Bernard le siguió por las escaleras hasta el salón más lujoso que había pisado en su vida, con las paredes tapizadas de ricas telas de color rojo, magníficos suelos de roble y una chimenea de piedra tallada en la que ardían unas ascuas. El tipo se desprendió de la capa y la arrojó sobre una silla, dejando a la vista un jubón de brocado azul pasado de plata y el trabajado encaje de la valona y los puños de la camisa. El criado trajo una jarra de clarete y otra de agua, las sumergió en un recipiente lleno de hielo picado y depositó dos copas de cristal finísimo sobre la mesa. Su acompañante le pidió que les dejara a solas, sirvió la bebida y apuró dos vinos de un trago, sin apenas pausa y sin catar el agua, más para ahogar los nervios que la sed. Luego volvió a llenar su copa y le ofreció una silla.
Bernard le observó con admiración. Aunque se le notaba aún la excitación del combate, el tipo conservaba una compostura que él, por su parte, debía de haber dejado tirada en algún rincón detrás de la iglesia. Tendría unos veinticinco o veintiséis años, perilla y bigote castaños muy cuidados y una melena corta de la que pendían varias guedejas largas y rizadas a la moda de los elegantes que había visto aquella mañana en el Louvre. Tenía buen talle, el rostro anguloso, unos ojos marrones un tanto brumosos, y una nariz recta y marcada.
Se había quedado de pie para quitarse el jubón, y con sus gestos mesurados y su mirada enigmática a Bernard le recordaba a un felino, calmo, pero capaz de saltar con ímpetu si era necesario. Le observó girarse para examinar con desdén un puntazo que había recibido en el brazo durante la riña:
—Es cosa de poco. ¿Y vos? ¿Estáis herido? —Rasgó la tela de un tirón, vertió un chorro generoso de vino sobre el paño de manos y se lo aplicó sobre la herida. Le miraba de medio lado, con el cuerpo en actitud relajada pero atenta.
—No —respondió él, aturdido todavía.
El otro terminó de atarse el trapo al brazo y se recostó en la silla con parsimonia:
—Hijos de la gran puta —dijo por fin, con una media sonrisa—. Si no llegáis a aparecer, esos cabrones me sacan las tripas.
—Vos también habéis estado rápido. Si tardáis un poco más en echarme una mano, yo tampoco lo cuento.
Tenía el gañote seco y necesitaba un trago antes de seguir hablando. Pero cuando agarró la copa para llevársela a los labios descubrió con sonrojo que la mano le temblaba. La retiró con disimulo y dejó el vino donde estaba. Tarde. Por la expresión risueña de los ojos de su compañero de mesa, estaba claro que a éste no se le había escapado el ademán.
—¿Vuestro nombre? —El fulano le miraba como si estuviera examinando una vaca de premio en una feria de ganado. Bernard enderezó el torso y echó los hombros atrás, a la defensiva.
—Bernard de Serres.
—¿Gascón? —Era más una afirmación que una pregunta.
—Sí.
—¿Por qué os habéis metido en la pelea?
—No sé. —Era la pura verdad—. Pasaba por allí. No me lo pensé.
—No sois muy diestro con una espada en la mano. —Los ojos del tipo seguían siendo impenetrables pero las comisuras de los labios le temblaban como si aquello fuera cosa de risa.
—No.
—¿Y cuánto lleváis en París? ¿Una semana? ¿Dos?
—Llegué anoche —gruñó Bernard, incómodo.
El otro seguía observándole, despacio, sin molestarse siquiera en corresponder con su propio nombre. Allá él. Que se lo llevara a la tumba si así le placía. Bernard estaba cansado de tanto misterio y no tenía ganas de aguantar choteos. Ahí se podía quedar con sus criados, sus tapices y el vino que él aún no había conseguido siquiera probar. Se marchaba.
Iba a incorporarse sin más ceremonia cuando el tipo soltó una carcajada tan contagiosa que, sin saber cómo, él también se encontró riendo. De repente se veía a sí mismo a través de los ojos de aquel hombre, con su aire de gañan recién llegado a la capital, irrumpiendo a golpazos y cuchilladas ciegas en una trifulca a vida o muerte que ni le iba ni le venía, y de la que al final había necesitado que le rescataran a él. A lo mejor era porque aún tenía los nervios de punta, pero a medida que se iba haciendo cargo del desatino de su acción, más le costaba dejar de reír.
Por fin, su anfitrión recuperó el habla:
—Estoy en deuda con vos, monsieur de Serres. En adelante, sabed que contáis con la protección del conde de Lessay. —Guardaba un resto de hilaridad en la mirada, pero parecía sincero, y cuando le tendió la mano y se la apretó con la camaradería franca y ruda de un compañero de armas, a Bernard le pareció lo más natural del mundo—. ¿Tenéis hambre? Yo me comería un ternero.
El conde pidió que les sirvieran algo de cena y al poco les subieron una mesa de viandas frías que a Bernard le supieron a gloria. Mientras comían, Lessay le contó que el lugar donde se habían batido, el patio del hospicio de los Quinze-Vingts, pertenecía a un asilo que acogía a los ciegos de la capital. Había acudido allí aquella noche, confiado y sin escolta, citado por la mujer del maestre de la institución, a la que hacía días galanteaba. Pero, visto el modo en que los dos matones se le habían tirado encima nada más doblar la esquina de la iglesia, había que empezar a pensar que el marido sabía algo, concluyó, socarrón. En cuanto a la casa en la que se encontraban, y de cuya despensa y habitaciones con tanta alegría se habían apropiado, la dueña era una pariente suya. Su jardín trasero estaba tan cerca que había pensado en él de inmediato como lugar de refugio. Además, aquella noche había citado a varios amigos para jugar a las cartas, así que, ya que estaban allí, bien podían quedarse.
Despachado entre humoradas, risas y carnes ahumadas, el asunto que tan grave le había parecido a Bernard con una punta de hierro a pocas pulgadas del pecho adquiría un tinte burlesco, y sus propios infortunios se le empezaban a presentar bajo una luz igual de cómica. Sin saber cómo, se encontró hablándole al conde de su encuentro con Baliros y de las represalias de la familia de la viuda, del modo en que le habían robado el caballo a una jornada de París y hasta de cómo había perseguido al chucho callejero madero en mano.
Lessay se rió con ganas de sus desventuras, y él acabó haciendo lo mismo.
—¿De modo que no estáis al servicio de nadie? —preguntó el conde con una indiferencia calculada, mientras pinchaba un trozo de faisán con un gesto preciso del cuchillo.
—Estaré al servicio de Su Majestad el rey a partir de mañana —respondió Bernard inflando el pecho—. Voy a entrar en la compañía de Guardias de monsieur de Fourilles.
El conde de Lessay sacudió con desdén una mano de dedos largos y perezosos. Algo iba a replicar pero en el patio se escucharon las ruedas y el golpeteo de cascos de un coche de caballos:
—Aquí están —dijo. Alcanzó el jubón brocado y se abrochó cuidadosamente los botones—. Una cosa es invitarse a cenar a casa de una dama sin prevenirla y otra muy distinta que nos encuentre a medio vestir. Todo a su tiempo, que la impaciencia es mala cosa en cuestión de faldas. Creo que eso nos ha quedado claro esta noche.
Con un guiño, le pasó el brazo por los hombros y le guió escaleras abajo. Bernard se sentía como si fueran dos viejos conocidos. Una de dos: o arriesgar la vida junto a alguien acercaba mucho, o el vino dorado que bebían los ricos tenía más fuerza de lo que él había pensado.
Una dama y tres gentilhombres atravesaron la puerta del vestíbulo. El conde saludó con deferencia al más joven de los recién llegados, un mozo moreno y mofletudo, con los labios gruesos y un bigotito incipiente, que no llegaría a los dieciocho años, e intercambió un abrazo caluroso con otro de los hombres, un individuo fornido, de aspecto atlético y cabellera leonina. Luego depositó un beso en la mejilla de la mujer y le ofreció el brazo para subir al primer piso.
Bernard se quedó mirándola fijamente, con una mano apoyada en la barandilla de piedra, pero ella no le dirigió ni siquiera un vistazo. Pasó junto a él y subió los peldaños riendo y charlando con todos a la vez, como si ni siquiera hubiera visto al pasmarote que la contemplaba con la boca abierta a los pies de la escalera.
Al darse cuenta de que no les seguía, Lessay se detuvo y volvió la cabeza, buscándole:
—Monsieur de Serres, ¿no venís con nosotros?
Ella se giró a su vez. Ahora tenía que reconocerle. Bernard la miró a los ojos con intención.
Nada.
Defraudado, buscó dentro de su bolsillo el pañuelo que había recogido del suelo aquella mañana en la Sala de la Guardia del Louvre. Era normal que no se acordara. Todo había sido un juego de damas aburridas. Pero a él no se le iba a olvidar tan fácilmente.
Apretó con fuerza el trozo de tela y subió la escalera en dos zancadas.