El cardenal de Richelieu guiñó los ojos y siguió subiendo la escalera. Los últimos rayos de sol le habían sorprendido a traición al doblar un recodo, clavándosele sin piedad en el cráneo. Sentía como si un hierro al rojo le atravesara el cerebro. Aunque las migrañas le castigaban desde la infancia, su violencia había aumentado desde que sufriera un severo ataque de fiebres años atrás. Se encontraba débil y agotado. Pero el rey estaba esperando sus noticias.
Luis XIII llevaba desde primera hora de la tarde refugiado en la última planta de la Gran Galería que unía el palacio del Louvre con las Tullerías, en unas dependencias con grandes ventanales en las que había instalado sus talleres particulares. Allí se refugiaba cada vez que era presa del hastío que le provocaba la vida de la Corte.
El joven rey amaba las labores manuales. Podía pasar horas trabajando en su pequeña imprenta o acuñando moneda con sus propias manos. También elaboraba magníficas confituras y era un cocinero entusiasta. Disfrutaba acercándose a los muelles para comprar mercancía recién descargada a los pescadores y aprovechaba los viajes para elaborar platos improvisados con los ingredientes que iba encontrando a su paso. Quienes habían compartido uno de esos almuerzos decían que Su Majestad ni siquiera probaba la comida hasta que sus invitados no estaban saciados para poder servirlos él personalmente.
También era un pintor de cierto talento y, al atravesar la puerta entreabierta, Richelieu le encontró con un cuaderno sobre las rodillas, retratando a dos de sus perros de caza.
Había camarillas maledicentes en las que se murmuraba que Su Majestad Luis XIII tenía todas las virtudes deseables en un sirviente, pero ninguna de las propias de un amo. El cardenal lo sabía. Sin embargo, desde que se había convertido en el presidente del Consejo privado del rey, hacía año y medio, nadie había vuelto a expresarse así en su presencia.
—¿Sire?
El monarca alzó su rostro alargado de la tarea que tenía entre manos. Era imposible leerle la expresión impávida, pero Richelieu sabía que estaba preocupado. No quiso tenerle más en vilo:
—Ha llegado la contestación de Alemania. Johannes Kepler no ha conseguido ver nada en el horóscopo de vuestra majestad que pueda servirnos de guía.
Los ojos oscuros del soberano relampaguearon de frustración. Con la mano izquierda extrajo de entre los pliegues de su jubón el papel manuscrito con letra temblorosa que siempre llevaba consigo en los últimos tiempos, como si su cercanía pudiera ayudarle a encontrar una respuesta.
El cardenal conocía de memoria su enigmático contenido:
El león joven al viejo vencerá,
En campo bélico por duelo singular:
En jaula de oro atravesará los ojos
Dos choques uno, luego morir, muerte cruel.
Lo que ni hierro o llama han sabido conseguir
La dulce lengua logrará en el consejo,
Con el reposo, sueño, el rey contemplará
El enemigo sin fuego, sangre militar
Armas que luchan en el cielo largo tiempo
El árbol tumbado en mitad de la ciudad
Alimaña roñosa, una pica, enfrente del fuego
Entonces sucumbió el monarca de Hadria
Viejo cardenal por el joven embaucado,
Fuera de su cargo se verá desarmado,
Arlés no muestras que se perciba el doble;
Y liqueducto y el Príncipe embalsamado.
El rey habló con tono autoritario:
—¿Y el astrólogo del duque de Luxemburgo?
Richelieu sacudió la cabeza, pesaroso:
—Coincide con nuestra interpretación. Pero tampoco ha sabido descifrar la cuarta estrofa.
—¿Y eso es todo, monseigneur? ¿Para eso habéis venido? —El monarca tartamudeaba levemente. Era un defecto de infancia que no había logrado controlar nunca por completo—. ¿Para recordarme que estoy servido por incapaces?
Richelieu apretó los dientes y se esforzó por esbozar una sonrisa apaciguadora. Las sienes le ardían y las voces altas le perforaban los tímpanos.
Respiró hondo. Sabía de sobra que su fuerte carácter podía ser su peor enemigo. A menudo le costaba dominarse. Sus ataques de cólera eran bien conocidos y no era raro que fuera más allá del puñetazo sobre la mesa. Como aquella vez en que había amenazado con unas tenazas ardientes al superintendente de Finanzas, que se negaba a firmar un papel. Sin intención de utilizarlas, por supuesto. Pero la historia se había extendido como la pólvora.
Sus enemigos decían que corría una vena de locura en su familia y el cardenal no podía negar que entre sus parientes se contaban algunos de dudoso equilibrio mental, como su hermana Nicole, quien se negaba a sentarse, convencida de que tenía el culo de cristal y corría el riesgo de rompérselo. O su hermano Alphonse, que vivía en un monasterio cartujo y a quien en ocasiones le daba por creerse que era el mismo Dios.
—Nadie lamenta más que yo no haber podido ser de utilidad hasta el momento. Pero os traigo una noticia que quizá mitigue en algo el justo enfado de vuestra majestad. —El gesto del rey se relajó de manera casi imperceptible y el cardenal inclinó la cabeza, aliviado.
Aquel mozo moreno de veinticuatro años que le contemplaba con actitud seria e impaciente, conocido como Luis el Justo, era un inseguro al que no convenía contrariar abiertamente. Buscaba con desesperación un guía y un hombro en el que descansar de sus responsabilidades, pero al mismo tiempo no toleraba que nadie le disputara su autoridad. Ya había tenido que reinar a la sombra durante demasiado tiempo.
Primero había sido su madre, María de Médici, quien se había resistido a entregarle el poder cuando el Parlamento le había proclamado mayor de edad a los trece años. El joven Luis se había apoyado en un hombre de confianza, un noblecillo provenzal llamado Albert de Luynes, para rebelarse contra ella y hacerse con el Gobierno. Pero aún era inexperto y manejable, y el favorito no había tardado en usar su influencia con descaro y arrogancia.
En la Corte se rumoreaba que la arrojada ambición de Luynes y sus pasiones compartidas con el rey no habían sido lo único que le había aupado hasta lo más alto. Según todas las apariencias, el avispado gentilhombre se había servido de poderosos talismanes para alcanzar el favor del monarca. Había quien contaba que había recurrido incluso a magos de renombre para conseguir hierbas que colocar en los zapatos del soberano y polvos que esconder entre sus ropas con los que fortalecer su influjo.
En cualquier caso, Luis XIII había tenido que esperar años a que una oleada de peste se llevara a Luynes a la tumba y le liberara del yugo del hombre que decía servirle, y no quería repetir la experiencia. Así que el camino que había tenido que ascender el cardenal para empezar a ganarse su confianza había sido mucho más empinado. Aunque también esperaba que le permitiera mantenerse en la cumbre por más tiempo.
Richelieu había llegado a la Corte hacía más de una década, cuando no era más que un joven obispo, como servidor de la reina madre, María de Médici, que le había nombrado secretario de Estado. El adolescente Luis XIII le detestaba, como a todos los favoritos de su madre, y cuando se había enfrentado a ella por el poder y la había enviado al exilio, le había hecho compartir su destino.
Había tenido que esperar varios años a que María de Médici y Luis XIII se reconciliaran para poder regresar a la Corte. Y sólo gracias a la insistencia de la reina madre, el rey había accedido a concederle el capelo cardenalicio y un asiento en su Consejo privado.
Desde ese día, su brillantez y su eficacia habían ido persuadiendo al joven monarca de su valía. Luis XIII le otorgaba cada vez más confianza. Pero el favor real podía ser tan cambiante como un día de principios de otoño, y era imprescindible conservar la cautela. Los cuatro pies cuadrados del gabinete del rey eran más difíciles de conquistar que todos los campos de batalla de Europa. Y cualquier paso en falso podía arrebatarle lo que tanto trabajo le había costado conseguir.
—Una noticia, ¿decís? —preguntó por fin el rey. Su voz tenía un deje de esperanza— ¿De Inglaterra?
De Inglaterra era de donde habían llegado las cuatro estrofas que Luis XIII guardaba tan celosamente en su jubón.
Hacía seis meses, a finales de marzo, había arribado al Louvre un correo de Londres con un mensaje personal del rey Jacobo I de Inglaterra para el rey de Francia. La carta estaba redactada con la letra titubeante de un hombre enfermo; nada extraño, ya que por entonces el monarca inglés se hallaba postrado en la cama, agonizante, víctima de la disentería. No había sobrevivido más de un par de días. Aun así, antes de morir, había reunido sus últimas fuerzas para garabatear de su propia mano aquellas cuatro estrofas, a las que había añadido un breve mensaje: «El contenido de este billete debe ser interpretado junto con el de los otros dos que envío por separado para mayor seguridad».
Los versos venían escritos en una cuartilla gris y basta, de papel vulgar, muy diferente de los pliegos blancos de grano finísimo que utilizaba Jacobo I para su correspondencia habitual, pero el soldado que la había traído aseguraba que se lo había entregado en mano el mismo monarca. Quizá, vistas las prevenciones que había tomado para comunicarse con ellos, la elección de aquel papel rústico fuera una precaución más, para que la carta pasara desapercibida si tropezaban con ella ojos ajenos.
Richelieu había reconocido los dieciséis versos al primer vistazo. El estilo ominoso de las cuartetas que había publicado, hacía ya setenta y cinco años, el profeta Michel de Nostredame, era inconfundible. No sin esfuerzo había logrado también desentrañar el significado de las tres primeras estrofas y adivinar cuál era la amenaza contra la que el rey Jacobo quería ponerles en guardia con aquel envío. Pero si no lograban descifrar las cuatro últimas líneas, no había nada que pudieran hacer para combatirla.
Y las otras dos misivas que había anunciado el inglés para ayudarles en su interpretación no habían llegado nunca a su destino.
Al ver que no recibían más mensajes, Luis XIII había mandado rastrear la ruta de Calais en busca de cualquier señal de los otros dos emisarios. Y al cabo de unos días habían tenido noticia del asesinato de un solitario viajero inglés, un soldado al que habían degollado para robarle sus pertenencias en una posada de las afueras de Beauval. Los mesoneros sospechaban de un misterioso huésped que había desaparecido a la mañana siguiente. Pero por más que Richelieu lo había intentado, había sido imposible localizarlo. Y del tercer correo de Jacobo ni siquiera habían encontrado rastro.
El rey le miraba expectante, aguardando la noticia que le había anunciado.
—El abad de los capuchinos de Beauval ha averiguado la identidad del hombre que mató al viajero inglés —declaró.
Los ojos de Luis XIII brillaron, anhelantes:
—¿Quién es? Decidme.
—Se trata de un campesino. Un simple siervo de una familia de pequeños gentilhombres de una aldea de Picardía.
—¿Le habéis mandado detener?
—Ojalá fuera posible. Hace meses que está en paradero desconocido. Nadie ha sabido de él desde marzo.
—¿No habéis interrogado a sus señores? —La voz del rey quería ser firme, pero un leve temblor traicionaba la emoción que le había producido la noticia.
—Aún no. Estamos indagando un poco en su entorno, antes. No sabemos si el hombre actuó por su cuenta o a las órdenes de alguien. Queremos proceder con discreción.
El rey asintió con la actitud de un niño que se dejara convencer a regañadientes y Richelieu se alegró de que no insistiera más de momento. Aún no tenía claro del todo cómo convenía proceder con aquel asunto.
Su primer impulso, cuando el monarca le había mostrado el mensaje del rey Jacobo, hacía seis meses, había sido aconsejarle que lo ignorara, tal y como merecía el desvarío de un moribundo. El difunto rey de Inglaterra había sido un hombre erudito, un estudioso de la naturaleza y las leyes de los hombres, autor de sesudos comentarios sobre las Sagradas Escrituras y capaz de discutir sobre los más profundos argumentos filosóficos en un perfecto latín. Pero también un extravagante, interesado por las artes oscuras y la demonología. Un riguroso perseguidor de brujas. Además, estaba ya muy enfermo, quizá incluso deliraba, cuando había escrito aquella carta, y las precauciones que había tomado para enviarla rayaban en lo disparatado.
Sin embargo, la aparición del cadáver de aquel segundo correo le había puesto en guardia. Si algo tenía por cierto el cardenal era que el mundo estaba lleno de cosas extrañas de las que el hombre veía los efectos pero ignoraba la causa. La trayectoria vital de los reyes y los grandes de la tierra estaba a menudo marcada por signos extraordinarios. ¿Acaso era imposible que Dios les concediera una advertencia cuando les acechaba un peligro para que pudieran prepararse a afrontarlo?
Ni los más doctos habían sido capaces de ayudarles a averiguarlo. El más grande matemático de la cristiandad, Johannes Kepler, astrólogo del emperador de Alemania, se declaraba incapaz de ofrecerles guía alguna. Y aunque la visita a París de Jean Morinus, el prestigioso astrólogo del duque de Luxemburgo, les había hecho alimentar esperanzas, también había sido en vano. Richelieu se había entrevistado con él aquella mañana, con la mayor discreción, pero el erudito no había sabido dar ninguna respuesta. Nadie parecía capaz de entender cuál era el trance concreto sobre el que había querido ponerles en guardia el rey inglés con aquellos cuatro últimos versos que cada día que pasaba iban ensombreciendo más y más el carácter de Luis XIII.
Richelieu era consciente de que el soberano no acababa de estar a gusto compartiendo con él unos desvelos que tenían mucho de superstición. Pero tampoco tenía muchas más opciones. A pesar de vivir rodeado de cortesanos, Luis XIII estaba terriblemente solo. Por eso se acercaba más a él poco a poco, buscando de modo titubeante un padre y un guía espiritual. Además, siempre había reconocido su inteligencia, incluso en los tiempos en los que le mantenía a distancia.
Y en la última de las cuatro estrofas que había enviado Jacobo, la que no habían conseguido descifrar, se hacía mención a un cardenal. No sabían lo que aquello significaba, ni si el verso se refería a él o no, pero no era imposible que su suerte estuviese unida a la de Luis XIII de algún modo.
Richelieu observó al rey, dubitativo. No era fácil adivinar si en verdad estaba conforme con cómo estaba llevando el asunto o si rumiaba su desaprobación en silencio. Su enfermiza timidez le había convertido en un ser lleno de dobleces y maestro del disimulo, incapaz de afrontar una verdad difícil cara a cara o de atajar de frente un malentendido.
No sabía si alentaba en vano las esperanzas del rey, pero no quería ocultarle nada. Y a los vecinos del inaprensible asesino del inglés de Beauval no era a los únicos a los que tenía vigilados. Había otra persona que estaba implicada en el misterio:
—También ha venido a verme el abad de Boisrobert.
—¿Ese poeta vicioso?
—Es un hombre leal, que nunca me ha fallado. Me ha pedido que tengamos paciencia. Está convencido de que su confidente averiguará pronto algo sobre la Leona.
El monarca le acarició la cabeza a uno de sus perros, le dio la espalda y se acodó en una de las ventanas. Por un momento Richelieu temió que le invitara a unirse a él, para «aburrirse juntos» contemplando los tejados de la capital, como hacía de vez en cuando. Pero, en lugar de eso, suspiró con tanta melancolía y soledad que el cardenal se sintió culpable de sus pensamientos.
—Haced lo que queráis, Richelieu. Confío en vuestro criterio.
El cardenal se inclinó ante él, agradecido de que le permitiera retirarse. Cuando el rey estaba de mal humor, su trato requería un ejercicio demasiado preciso de la diplomacia, y mientras continuara sufriendo aquellas terribles punzadas en las sienes a él le sería imposible concentrarse.
Abandonó la estancia, apoyó la espalda contra una pared en penumbra y extrajo de entre sus ropas el colgante que llevaba sujeto con un cordón en torno al cuello. Era un amuleto compuesto de huesos secos extraídos de las vísceras de una cabra, un bezoar, que el general de la orden de los cartujos le había regalado como protección veinte años atrás. Por algún motivo, de un tiempo a esta parte notaba más que nunca la necesidad de sentirlo cerca. Apretó los dedos en torno al colgante y volvió a guardarlo entre sus ropas. Necesitaba descansar. Su quebrantada salud parecía más la de un anciano que la del hombre de cuarenta años que era. Pero aún tenía demasiadas horas de trabajo por delante. Y ni siquiera la caída de la noche le traería reposo.
Era el precio a pagar por el poder. Alguien tenía que mantenerse despierto y vigilante aunque toda Francia durmiera.