Abandonaron el Louvre casi a la carrera, intercambiando puyazos e insultos a voz en grito. Charles se había negado a contarle nada a Bernard sobre el grupo de damas, alegando que era «secreto de Estado» y que tenían que alejarse de allí y encontrar un lugar seguro. Su amigo le siguió el juego, entre risas, y le propuso buscar una buena fonda donde pudieran comer y beber a gusto. Él invitaba.
Charles le condujo hasta Le Mouton Blanc sin dudarlo un momento. Era una hostería situada entre el bullicioso mercado de Saint-Jean y el cementerio del mismo nombre, frecuentada por poetas y gente de la Corte. Sus potajes y asados tenían la reputación de ser de los mejores de París, pero no era un sitio barato y él no entraba mucho.
Lograron sentarse a una mesa un tanto apartada del resto y, en cuanto les sirvieron el vino, Bernard fue al grano:
—¡Deja de escabullirte y cuéntame! ¿Quiénes eran todas esas damas? ¿De verdad una de ellas era la reina?
Charles soltó una carcajada:
—¿Explicar yo? Pero si eres tú quien ha rozado el cielo con las manos. Arrimado de esa manera a una diosa del Olimpo. —Hizo un ademán obsceno—. Tú eres el que me tiene que aclarar cómo un mendrugo recién llegado de…
—Déjate de cielos y desembucha, que lo estás deseando. ¿Cuál era la reina? ¿La rubia?
—Esa misma. La rubia con la piel blanquísima que estaba justo a tu lado y no paraba de reírse. La que le puso la mano en el hombro a tu dama y le dijo que tenían que marcharse.
Bernard le escuchaba con la boca abierta.
—¿Y ella? —preguntó.
—Ah, «ella» —Charles suspiró, burlón—. Tu hermosa musa… Ella es Marie de Rohan, duquesa de Chevreuse y amiga íntima de Su Majestad la reina Ana de Austria. Casi nada.
La llegada de la moza les interrumpió para anunciarles que ese día tenían cocido de capón y pies de cerdo, y Charles pidió una ración generosa de cada. No era fácil saciar a un mulo como Bernard. Después se inclinó hacia delante y declamó:
Chevreuse tiene una mujer,
Tanto trisca por la villa,
Que la llaman cabritilla,
Y le hace cabrón a él.
Luego explotó en una carcajada, secundado por Bernard, que había tardado un poco en entender la gracia de la cuarteta.
—¿Eso es tuyo?
—Son unos versos que corren entre los guardias. Aunque el primero que le puso el remoquete de «cabritilla» a tu dama fue Richelieu. Eso sí, tendrías que oír lo que se canta sobre él. —Bernard negó con la cabeza—. Sí, hombre, el cardenal de Richelieu, el jefe del Consejo del rey.
—A mí no me líes con cardenales y consejos, que la política no me interesa. Vuelve a la duquesa y los cornudos.
Charles sonrió, malicioso:
—La cuarteta viene a cuento porque tu duquesa es conocida por no serle especialmente fiel a su marido.
—¿Y a él le da igual?
—Pues no sé, supongo que no. Pero debe de ser difícil controlar a una mujer como ésa, que sabe más que el diablo. Lleva toda la vida en la Corte. Su padre, Hercule de Rohan, era uno de los hombres más cercanos a Enrique IV. —Bajó la voz—. ¿No te ha llamado la atención la broma que te ha gastado sobre los amigos del rey?
—Sí. Pero no he entendido lo que quería decir. ¿Por qué ha dicho que daba el tipo?
Charles agachó un poco más la cabeza e hizo que Bernard le imitara:
—Bueno, digamos que el rey es propenso a entablar apasionadas y exclusivas amistades masculinas. —Hizo una pausa para estudiar la expresión de su amigo antes de continuar. Cualquiera con un poco de mundo habría interpretado sus palabras como lo que eran: una alusión a la práctica del vicio italiano. Una alusión no sólo malévola, sino también falaz. Los apegos de Luis XIII eran entusiastas pero castos y sus vivas amistades, siempre platónicas.
Bernard, ajeno a cualquier doble sentido, seguía escuchándole con la misma atención inocente:
—¿Qué pasa? Sigue contando.
Charles suspiró. Su paisano tenía tan poca sutileza que esperar que entendiera algunas bromas era como estrellar la cabeza contra un muro:
—Los favoritos reales suelen ser gentilhombres de origen modesto, que se lo deben todo. En unos meses los llena de honores, títulos y riquezas. Ahora mismo la estrella ascendente es un tal Baradas. Hace unos meses no era más que un paje; hoy es primer caballerizo y capitán, y mañana puede ser mariscal o haber caído en desgracia, quién sabe. —Hizo una pausa—. En los últimos tiempos los favoritos no son más que anécdotas, sin auténtico poder ni influencia en el Gobierno, pero antes las cosas eran distintas.
—¿Y qué tiene que ver todo eso con ella?
—Enseguida lo vas a entender. Ten paciencia. —Estaba saboreando cada segundo de aquella conversación, a sus anchas en el papel de cronista privilegiado de la Corte—. Hace siete u ocho años, cuando Luis XIII era aún un adolescente, sucumbió a la influencia de un tal Albert de Luynes, un pájaro provenzal que empezó ocupándose de los halcones cetreros de Su Majestad y acabó volando más alto que ellos. Por aquel entonces el rey no se ocupaba aún personalmente del Gobierno, que estaba en manos de su madre María de Médici.
—Mucho tarda en aparecer mi duquesa —protestó Bernard.
—Cállate y espera. Luynes fue quien animó a Luis XIII a que apartara a su madre de una vez y tomara personalmente las riendas del poder. Y en pago a sus buenos oficios Su Majestad le hizo duque, par del reino, condestable, le colmó de joyas, castillos, tierras…, y le buscó una esposa con un bonito árbol genealógico.
—La cabritilla.
—En efecto. Ella no tendría entonces más de diecisiete años, porque ahora anda por los veinticinco. La nombraron superintendente de la casa de la reina, que tendría la misma edad. Y claro, ya la has visto, no hacía más que organizar juegos, bailes, galanterías y lecturas desvergonzadas. Para disgusto del rey. Aunque hay quien dice que la pretendió sin éxito. Pero yo no lo creo. Luis XIII es tan pudoroso que llegó a decirle que las mujeres sólo le interesaban de la cintura a la cabellera. A lo que, por cierto, tu dama respondió sin pestañear que con frases como aquélla sólo iba a lograr que las mujeres de la Corte empezaran a ceñirse por las rodillas.
Rieron de nuevo.
—Estás enterado de todo —dijo Bernard con admiración—. Metido hasta en la sopa.
Charles no le desmintió y bajó la voz para continuar su historia:
—Escucha, que ahora viene lo interesante. Al cabo de cuatro o cinco años, el pájaro con el que estaba casada nuestra dama murió de peste durante una campaña militar. No creo que a ella le doliera mucho, porque ya hacía tiempo que su puesto en la cama lo ocupaba otro: ni más ni menos que el duque de Chevreuse, uno de los más grandes señores de la Corte. Pero el rey llevaba tiempo cansado de la nociva influencia de nuestra amiga. Buscaba una excusa para deshacerse de ella y la diosa Fortuna quiso ofrecérsela. —Esperó un momento para comprobar el efecto que causaban sus palabras antes de seguir hablando—. Una noche, la duquesa retó a Ana de Austria a una carrera por el Louvre y la reina tropezó y se cayó. Y esto es lo grave: según los rumores que circulan, la reina estaba embarazada y el incidente la hizo abortar.
Bernard frunció el ceño. Hasta él debía saber que después de diez años de matrimonio, Ana de Austria aún no había logrado proporcionar un heredero al trono de Francia.
—¿Es verdad eso?
—Algo de verdad habrá, porque el rey expulsó a tu dama del Louvre. Y ahora viene lo mejor. ¿Sabes qué hizo ella? Pedirle a su amante, el duque de Chevreuse, que la desposara. Parece que el buen señor era reacio a la idea, pero que ella encontró la manera de convencerle, una vez en privado. —Guiñó un ojo—. Fue una solución brillante. Chevreuse es un personaje de un altísimo nacimiento. Está emparentado con la Casa de Lorena y con los reyes de Inglaterra, y tiene rango de príncipe extranjero. Además siempre ha sido fiel al rey. Así que, para no hacerle un desprecio, a Su Majestad no le quedó más remedio que aceptar los hechos y nuestra pequeña Marie pudo volver a la Corte por la puerta grande.
—¿Y no se ha reformado, después de todo eso?
La moza regresó con la comida y Charles aprovechó para advertirle a Bernard, como si nada, que aquélla era una de las hosterías más caras de la ciudad. Ahora se sentía un poco culpable por hacerle gastar así sus pocos ahorros. Pero su amigo hizo un gesto de indiferencia con la mano, instándole a continuar con la historia. Hasta que no llegara la hora de pagar no iba a comprender que los precios de París no eran los de Pau.
—¿Reformarse? —Rió—. No hace más que cometer una imprudencia tras otra.
—No puede ser para tanto.
—¿No? ¿No has oído hablar del asunto del duque de Buckingham? —Por sus gestos estaba claro que Bernard no tenía ni idea—. Pues ésa sí que es una buena historia, ya verás. Hace cosa de pocos meses, en mayo, se celebró en la catedral de Notre-Dame el desposorio por poderes de la princesa Henriette, la hermana de Luis XIII, con el rey de Inglaterra…
—Ni siquiera sabía que el rey tuviera una hermana casadera, Charles. ¿Cómo voy a saber quién es el Buquincán ese que dices?
—Bueno, pues ya te informo yo. El duque de Buckingham es el favorito del rey Carlos de Inglaterra, y vino a París, después de la boda, a buscar a la nueva esposa de su rey y acompañarla hasta Londres. Pero resulta que, en vez de atenerse a su misión de buen ministro, le dio también por cortejar a la reina Ana de Austria de manera bastante desvergonzada.
Bernard le miró incrédulo y preguntó, con la boca llena:
—¿Y qué tiene que ver la duquesa de Chevreuse con eso?
—Se dice que ella fue quien alentó los amores de Ana de Austria y el inglés. Que incluso favoreció alguna entrevista privada. Y que como a la reina no le resultaba indiferente en absoluto su pretendiente, el rey ha tenido que prohibirle a Buckingham que vuelva a poner el pie en Francia. Desde entonces Luis XIII le tiene más ojeriza que nunca a la duquesa. —Los dos bebieron, silenciosos, y Charles añadió, por si no había quedado claro—: Para que veas lo peligroso que es tu unicornio.
Bernard pareció darse por satisfecho con la información recibida y se concentró en el cocido como si llevara años sin probar bocado. Pero de repente levantó la cabeza:
—¿Por eso ha dicho esa otra dama que no era buen momento para irritar al rey? ¿Sabes cuál te digo? La morena con el semblante serio y acento extranjero. La que iba vestida de negro, con esos labios, y esa piel tan blanca, y…
Charles se echó a reír:
—Que sí, que sí, que ya sé quién dices… La que ha interrumpido el juego, ¿no? —Bernard asintió, sin parar de comer—. Cálmate un poco, que no das abasto con tanta dama. Ésa es la baronesa Valeria de Cellai, una italiana. Menuda mujer, ¿eh? No sé mucho de ella, llegó a París hace sólo unos meses. Estaba casada con un gentilhombre francés, un bretón tan serio como ella. Pero el marido era un hombre mayor; murió hace poco. Es muy reservada y devota a más no poder. Que yo sepa, nadie ha logrado sus favores, y, como comprenderás, no son pocos los que lo han intentado. Aunque ahora que se ha quedado viuda quizá acabe bajando la guardia, con el tiempo. Se ha hecho buena amiga de la reina y parece un contrapeso razonable a la otra.
Vaya, pensó, mordiéndose la lengua: ya volvía a mentar a la duquesa, cuando lo mejor era no mencionarla más para que Bernard no alimentara ideas absurdas. Pero su empecinado amigo no dejó pasar la oportunidad de hacer retornar la conversación a la mujer que le interesaba:
—Pues qué quieres que te diga. Por muy apetitosas que tenga las carnes la italiana, yo ni me atrevería a acercarme a una mujer con una pinta tan severa y tan triste. Cuando me ha mirado creía que me iba a convertir de verdad en estatua de sal. A mí las mozas me gustan alegres, como mi unicornio.
—¿Las mozas? ¿Acabas de llamar moza a la duquesa de Chevreuse? Bernard, olvídala ahora mismo. No tienes ninguna posibilidad. Lo único que vas a conseguir, si te empecinas, es meterte en algún lío.
—Marie… —murmuró éste, dubitativo y sonriente, ensayando una intimidad que no le correspondía.
Charles dio un suspiro resignado y enterró el rostro en las manos, entre risas. Cómo había echado de menos a ese cabezón…
Estuvieron bromeando y recordando viejos tiempos un buen rato, y volvió a plantearse si debía hablarle a su amigo o no de sus negocios secretos con el disoluto abad de Boisrobert.
La verdad era que se moría de ganas. Además, Bernard siempre había sido una tumba para las confidencias ajenas. Estaba seguro de que no le traicionaría.
Todo había empezado hacía cosa de un año, cuando, en un momento de estrechez económica, Charles había sucumbido a la tentación de meterse en la cama de una burguesa viuda que todavía conservaba ciertos encantos y mejores rentas. En un arranque de pasión, la mujer le había regalado una esmeralda engarzada en un broche de perlas que había heredado de su padre, y él se la había colocado en el cierre de la capa esa misma noche, al despedirse. Atravesaba el Pont Neuf de vuelta a casa cuando había escuchado unos cascos de caballo a su espalda y había sentido un tirón en el cuello. Apenas le había dado tiempo a girarse a tiempo de vislumbrar a tres jinetes que se alejaban entre voces de triunfo, agitando su manto como un trofeo y, con él, la piedra preciosa y las perlas.
Al día siguiente, dormitaba malhumorado, pica en mano, frente a una puerta del Louvre, cuando de repente había visto el maldito broche danzando ante sus narices, prendido de un sombrero. Sombrero que reposaba sobre la cabellera rizada del mismísimo Gastón de Francia, el hermano pequeño del rey y heredero del trono.
Había tenido que hacer un esfuerzo para no dejar caer el arma al suelo. Claro que había escuchado los rumores que decían que el joven Gastón y sus amigos se dedicaban por las noches a todo tipo de fechorías propias de pillastres de medio pelo, entre ellas a robarles las capas a quienes cruzaban por el Pont Neuf. Pero de ahí a imaginarse que podía convertirse en su víctima, como cualquier pardillo pueblerino, mediaba un buen trecho. Lo peor era que no le quedaba otra que tragarse la rabia mientras aquel principito aburrido se pavoneaba delante de sus narices. ¿Cómo iba a acusar de robo a tan altísimo señor?
Pero sus desventuras no habían llegado a su fin. Esa misma noche habían acudido a buscarle los dos hijos de la viuda. Habían descubierto que su madre, ofuscada por la lujuria, le había regalado la joya más valiosa de la familia y exigían que la devolviera. Si no lo hacía, le acusarían de robo ante la justicia.
¿Devolver la joya? Claro, inmediatamente. En cuanto se la arrancara de la cabeza al hermano del rey, a pleno día y en mitad del Louvre.
Desesperado, a Charles sólo se le había ocurrido una persona a la que acudir: el libertino abad de Boisrobert.
No sólo contaba con influencias en las más altas instancias sino que procedía de una familia de juristas. Él mismo había ejercido como abogado durante un tiempo. Y su debilidad por la belleza masculina podía ser una ventaja a la hora de convencerle para que le prestara su ayuda.
No se había equivocado. El abad se había reído un rato de sus males y luego había accedido a echarle una mano. Visto y no visto, los tribunales habían declarado que las pretensiones de los dos hermanos no tenían fundamento y que la joya en disputa le pertenecía a él. Lo que no dejaba de ser irónico, teniendo en cuenta que era otro quien la lucía sin que nadie se atreviera a reprochárselo.
Pero entonces Boisrobert le había convocado al mesón del Petit Maure, al otro lado de la puerta de Nesle, y le había hecho seguirle hasta un reservado discreto para hablarle del precio de sus servicios. Charles se había asustado, pero para su alivio el abad había empezado a hablarle de política.
Había estado un rato quejándose del comportamiento de la alta nobleza. De todos esos gentilhombres, inconstantes y rapaces, que en lugar de contribuir a la grandeza de la nación malgastaban sus fuerzas en rivalidades absurdas, duelos fratricidas y rencillas descabelladas. Disponer de ojos y oídos cerca de ellos era un servicio impagable a la corona. Y el puesto que Charles ocupaba en los Guardias Franceses le permitía escuchar a diario las conversaciones de cuantos circulaban por el Louvre. Además, a diferencia de la mayoría de sus compañeros de armas, él era un hombre inteligente, con recursos, capaz de distinguir el grano de la paja. El tipo de hombre con el que le gustaba contar al cardenal de Richelieu. Sólo tenía que estar atento a las conversaciones de los grandes señores, tomar nota de quiénes se mostraban descontentos, quiénes hablaban mal de quién…
Charles mordisqueó una corteza de pan. ¿Podía contarle algo de aquello a Bernard? No. Aún no. Tenía que ser prudente. Llevaban demasiado tiempo sin verse.
Y ahora se daba cuenta de que se había pasado toda la mañana hablando por los codos, mientras que su amigo no había soltado prenda sobre nada de nada.
—Oye, después de todo lo que te he contado, creo que te toca corresponder.
—¿A mí? Si yo no sé nada. Como no te cuente quién le ha robado las vacas a quién.
—Me refiero a lo de Baliros. ¿Qué pasó para que lo mataras?
Bernard continuó contemplando el plato, testarudo:
—Que no te lo voy a contar, Charles. No insistas más.
—Pero ¿por qué? Yo estoy de tu parte, haya pasado lo que haya pasado.
Su paisano le miró, determinado:
—Nones.
Y siguió comiendo sin más.
Charles estaba ofendido. Estaba claro que Bernard venía más cerrado aún de lo que le había dejado, igual que un mejillón podrido. Si le tenía tan poca confianza que no pensaba contarle nada, él ya sabía a qué atenerse.
Si quería podía comerse su precioso duelo y no dejar nada en el plato. Como los pies de cerdo. Su amigo había devorado aquella exquisitez sin darle tiempo a probar bocado.