NOTA DEL EDITOR AMERICANO

El 5 de enero de 1966 Truman Capote firmó un contrato con Random House para un nuevo libro que se llamaría Plegarias atendidas. El adelanto por los derechos de autor era de 250 000 dólares, y la fecha de entrega era el 1 de enero de 1968. La novela, afirmaba Capote, sería un equivalente contemporáneo de la obra maestra de Proust, En busca del tiempo perdido, un análisis del pequeño universo de la sociedad acaudalada entre aristocrático y mundano de Europa y de la costa este de los Estados Unidos.

Para Capote, 1966 fue un año maravilloso. Dos semanas después de que firmara el contrato de Plegarias atendidas, se publicó A sangre fría como libro, con gran resonancia y una magnífica acogida. Durante la semana siguiente, la foto del autor apareció en la portada de varias revistas del país y la reseña principal en prácticamente todas las secciones de libros del domingo estuvo dedicada a su nueva obra. En el transcurso de ese año, A sangre fría vendió más de 300 000 ejemplares y estuvo en la lista de los best-sellers del New York Times durante treinta y siete semanas. (Finalmente, en 1966, se vendió más que cualquier otro libro no novelístico, excepción hecha de los libros de ayúdese-usted-mismo. Desde entonces ha sido publicado en unas dos docenas de ediciones extranjeras, y sólo en Estados Unidos el número de ejemplares vendidos ha ascendido a casi cinco millones).

Durante ese año, Capote se encontraba en todas partes al mismo tiempo, concedió montones de entrevistas, apareció en televisión en programas de charlas un buen número de veces, pasó las vacaciones en yates y en ilustres casas de campo, y gozó de su fama y fortuna. La culminación de este impetuoso período fue su «Baile en blanco y negro», que todavía se recuerda y que se celebró en noviembre de 1966 en el Plaza, en honor de Kazay Graham, el editor del Washington Post, una fiesta cuya cobertura en la prensa nacional fue similar a la de una cumbre entre el Este y el Oeste.

La impresión de Capote era que se merecía ese respiro, y la misma impresión tenían la mayoría de sus amigos. La investigación y composición de A sangre fría le había llevado casi seis años, y constituyó para él una experiencia traumatizante. No obstante, a pesar de sus distracciones, durante este intervalo de tiempo hablaba constantemente de Plegarías atendidas, pero, aunque escribió bastantes relatos cortos y textos para revistas en los años que siguieron inmediatamente, no se consagró a la novela. El resultado fue que, en mayo de 1969, el contrato original fue sustituido por un contrato de tres libros, trasladando la fecha de entrega a enero de 1973 y aumentando sustancialmente el adelanto. A mediados de 1973 se pospuso el plazo hasta enero de 1974 y, seis meses más tarde, volvió a modificarse hasta septiembre de 1977. (Más adelante, en la primavera de 1980, un nuevo reajuste ponía como fecha de entrega el 1 de marzo de 1981, subiendo el adelanto a un millón de dólares pagadero sólo a la entrega del libro).

En fin, durante esos años Capote publicó varios libros, pero el contenido de la mayoría de ellos había sido escrito en los años cuarenta y cincuenta. En 1966 Random House publicó Un recuerdo de Navidad, originalmente escrito en 1958. En 1968, El invitado del Día de Acción de Gracias, un cuento publicado en una revista en 1967. En 1969, una edición con una introducción graciosa y escrita para la ocasión de Otras voces, otros ámbitos, su primera novela, que ya había sacudido el establishment literario en 1948. En 1973, una colección llamada The Dogs Bark, cuyos textos, menos tres, habían sido escritos muchos años antes. Sólo Música para camaleones, que iba a ser editado en 1980, y del que algunas personas, tanto amigos como críticos, opinaban que no estaba a la altura de sus primeras obras, contenía material nuevo, de ficción y de no ficción.

Dejemos que el propio Capote hable de esta época. En el prólogo de Música para camaleones escribió:

«Durante cuatro años, aproximadamente desde 1968 hasta 1972, pasé casi todo mi tiempo leyendo y seleccionando, reescribiendo y haciendo un índice de mis propias cartas y las de otra gente, de mis diarios y cuadernos de notas (que contenían descripciones detalladas de cientos de situaciones y conversaciones) desde el año 1943 hasta 1965. Mi intención era utilizar gran parte de este material en un libro que llevaba planeando desde hacía mucho tiempo: una variación de la novela de no ficción. Al libro lo llamé Plegarias atendidas, que es una cita de Santa Teresa, quien dijo: “Se derraman más lágrimas por plegarias atendidas que por las no atendidas”. En 1972 me puse a trabajar en este libro, comenzando por el último capítulo (siempre es bueno saber a dónde vamos). Después escribí el primer capítulo “Monstruos perfectos”. Luego el quinto, “A Severe Insult to the Brain”. Después el séptimo, “La Cote Basque”. Y seguí de esta manera, escribiendo diferentes capítulos sin correlación. Esto sólo lo podía hacer porque el argumento, o, mejor dicho, los argumentos, eran reales, así como todos los personajes: no era difícil recordarlos, ya que yo no había inventado nada».

Finalmente, pasado un período de unos pocos meses a finales de 1974 y principios de 1975, Capote me mostró cuatro capítulos de Plegarias atendidas, «Mojave»[1], «La Cote Basque», «Monstruos Perfectos» y «Kate McCloud», y me hizo saber que iba a publicarlos en Esquire. Yo me opuse a esa idea, ya que pensaba que Capote revelaba demasiadas cosas del libro demasiado pronto. Y así se lo dije, pero Capote, que se consideraba a sí mismo un publicista magistral, no dio su brazo a torcer. (Si Bennett Cerf, que era también amigo íntimo y confidente del autor, hubiese estado vivo —había muerto en 1971—, es posible que hubiésemos disuadido a Capote mediante una desaprobación conjunta, aunque lo dudo. Capote pensaba que sabía muy bien lo que se hacía).

Sin embargo, tal y como salieron las cosas, no sabía lo que estaba haciendo. «Mojave» fue el primer capítulo que apareció, y dio que hablar un poco, pero el siguiente, «La Cote Basque», produjo una explosión que conmovió a la pequeña sociedad que Capote se había propuesto describir. Prácticamente todos los amigos que tenía en este mundo le condenaron al ostracismo por contar, apenas disfrazadas, historias de colegiales, y muchos de esos amigos ni siquiera volvieron a dirigirle la palabra.

Capote declaró provocativamente que tal furor no le había consternado lo más mínimo («¿Qué se esperaban?», se le cita como habiendo dicho. «Soy un escritor y me sirvo de todo. ¿Es que esa gente se pensaba que me tenían para entretenerles?»), pero no cabe duda de que la reacción le afectó, y estoy convencido de que ésa fue una de las razones por las que, aparentemente, dejó de trabajar, al menos de forma momentánea, en Plegarias atendidas, tras la publicación de «Monstruos Perfectos» y «Kate McCloud» en Esquire en 1976.

Desde 1960, año en que nos conocimos, hasta 1977, Capote y yo nos veíamos con frecuencia dentro y fuera de la oficina, viajamos juntos a Kansas dos veces mientras trabajaba en A sangre fría, y en una ocasión pasamos una semana juntos en Santa Fe. Durante los inviernos iba a visitarle dos o tres veces a Palm Springs, donde tuvo una casa durante unos cuantos años. Además, casualmente, Capote poseía una casa en Sagaponak, una pequeña comunidad agrícola cerca del mar en el lado este de Long Island, donde yo había alquilado otra.

Desde el punto de vista profesional, los que llevaron a cabo la labor de edición de A sangre fría fueron prácticamente Mr. Shawn y otros del New York Times, donde apareció primero en cuatro entregas, en octubre y noviembre de 1965. Sin embargo, nuestra relación laboral era intensamente provechosa. Recuerdo con especial agrado cuando Capote me dio el capítulo «Monstruos Perfectos» para que lo leyera, una tarde de 1975. Lo leí durante esa noche y apenas le encontré defecto alguno, salvo una pequeña discordancia. Cuando a la mañana siguiente me llamó para saber mi opinión, me mostré muy entusiasta, pero le comenté mi objeción, una palabra que Miss Self utilizaba en un diálogo sólo media página después que el lector entra en contacto con ella por primera vez. «Miss Self no debería haber usado esa palabra —le dije a Capote—. Debería haber dicho…». (Ahora no recuerdo el substituto que le sugerí). Capote se rió encantado. «Anoche volví a leer el capítulo —dijo—. Sólo había un cambio que quería hacer, y te llamaba ahora para decirte que cambiases esa palabra justamente por la que tú me has sugerido». Fue uno de esos momentos demasiado poco frecuentes de felicitación mutua dentro de esa relación tan especial que hay entre autores y editores. No se trataba de una autofelicitación, digamos mejor que tanto él como yo estábamos encantados el uno con el otro.

Volveré a citar el prólogo de Capote en Música para camaleones, unas líneas más adelante:

»… Sí, dejé de trabajar en Plegarias atendidas en septiembre de 1977, un hecho que no tenía nada que ver con las reacciones que algunas partes del libro ya publicadas suscitaron en el público. El alto se produjo porque me encontraba con no pocos problemas: sufría una crisis creativa y personal al mismo tiempo. Como esta última no tenía ninguna relación, o muy poca relación, con la primera, sólo será necesario hacer alusión al caos creativo.

»Ahora bien, aunque fuese un tormento, me alegro de que sucediera. Después de todo, alteró toda mi concepción del acto de escribir, mi actitud hacia el arte y la vida, y el equilibrio entre ambos, y mi concepción de la diferencia entre lo que es verdad y lo que realmente es verdad.

»Para empezar, creo que la mayoría de los escritores, incluso los mejores, escriben de forma excesivamente elaborada. Yo prefiero quedarme corto. La sencillez y la claridad de un riachuelo del campo. Sin embargo, mi impresión era que mi estilo se estaba haciendo demasiado denso, que necesitaba tres páginas para lograr efectos que debería ser capaz de conseguir en un solo párrafo. Volví a leer una y otra vez todo lo que ya estaba escrito de Plegarías atendidas, y empecé a tener dudas, no acerca del material o del enfoque, sino acerca de la misma textura de lo escrito. Releí A sangre fría y reaccioné del mismo modo: había demasiadas partes en las que no había escrito todo lo bien que podía hacerlo, en las que no me había entregado por completo. Lentamente, pero con una alarma cada vez más intensa, leí palabra por palabra todo lo que había publicado, y llegué a la conclusión de que nunca, ni siquiera una sola vez en toda mi vida de escritor, había explotado totalmente toda la energía y las emociones estéticas que albergaba aquel material. Hasta cuando aquello era bueno, veía que en ningún momento había trabajado con más de la mitad, a veces sólo una tercera parte, de mis facultades. ¿Por qué?

»La respuesta, que descubrí tras meses de meditación, era simple pero no muy satisfactoria. Lo cierto es que no disminuyó mi depresión; en realidad, la aumentó. Ya que la respuesta originaba un problema aparentemente irresoluble, y, si no era capaz de resolverlo, más valía que dejara de escribir. El problema era: ¿cómo puede un escritor aunar con éxito, en una única forma, digamos el relato corto, todos sus conocimientos acerca de otras formas de escribir? Ya que ése era el motivo por el cual mi obra resultaba a menudo insuficientemente iluminada. No me faltaba la energía, pero al limitarme yo mismo a las técnicas de la forma en la que estaba trabajando, no utilizaba todos mis conocimientos del acto de escribir, todo lo que había aprendido en guiones de cine, obras de teatro, reportajes, poesía, cuentos, novelas corta, novela. Un escritor debería tener a su disposición todos los colores y todas sus habilidades en la misma paleta, y ser capaz de mezclarlos (y en los casos convenientes, aplicarlos simultáneamente). Pero ¿cómo?

»Volví a Plegarias atendidas, suprimí un capítulo[2] y reescribí otros dos[3]. Una mejora, definitivamente, una mejora. Pero la verdad era que tenía que regresar al jardín de infancia. ¡Y ya me tenían a mí embarcado de nuevo en una oscura empresa! Pero me resultaba excitante. Sentía que un sol invisible brillaba sobre mí. Sin embargo, mis primeros experimentos fueron torpes. De verdad que me sentía como un niño con una caja de lápices de colores».

Por desgracia, pocas cosas de las que escribe Capote en los dos extractos arriba citados pueden tomarse tal cual. Por ejemplo, a pesar de que Alan Schwartz, su abogado y albacea literario; Gerald Clarke, su biógrafo, y yo, llevamos a cabo un minucioso examen de todos los efectos personales del autor tras su muerte, no encontramos[4] casi ninguna de las cartas o cuadernos de notas que Capote menciona, lo cual era especialmente fastidioso ya que sabemos que era un conservador nato de papeles. Lo guardaba todo prácticamente y no había razón alguna para destruir tales documentos. Y lo que es más, no había ninguna evidencia de «A Several Insult to the Brain» o de ese último capítulo que en su prólogo afirmaba haber escrito en primer lugar. (Iba a llamarse «El Café La Reina Negra del Padre Flanagan»). Otros capítulos que mencionó en algunas conversaciones conmigo y con otras personas de vez en cuando eran «Yachts and Things» y «And Audrey Wilder Sang», un capítulo acerca de Hollywood.

Después de 1976, la relación entre Truman y yo se fue deteriorando lentamente. A mí me parece que todo empezó cuando se dio cuenta de que yo había tenido razón respecto a la publicación de las entregas en Esquire, aunque, por supuesto, nunca le eché las culpas. Quizá también se diera cuenta de que sus facultades literarias iban decayendo y temía que yo fuese un juez muy rígido. Además, debió de sentirse culpable y terriblemente asustado por la ausencia de progreso en su obra Plegarías atendidas. Durante los últimos años parece que trataba de engañarnos acerca de su trabajo, no sólo a mí y a sus más íntimos amigos, sino a todo el público en general. Dos veces al menos anunció a sus entrevistadores que acababa de finalizar su libro, que lo había entregado a Random House y que aparecería publicado al cabo de seis meses. Después, nuestro departamento de publicidad y yo mismo nos veíamos abrumados por infinidad de llamadas a las que sólo podíamos responder diciendo que no habíamos visto el manuscrito. Está claro que Capote tuvo que haber estado desesperado.

Un último factor en la erosión de nuestra relación fue la dependencia creciente de Capote del alcohol y los fármacos desde 1977 en adelante. Ahora me doy cuenta de que no fui todo lo comprensivo que debería haber sido con su situación. En lugar de eso me concentré en el desperdicio de su talento, en sus autoengaños, en sus incesantes divagaciones, en lo incomprensible de sus llamadas a la una de la madrugada, y sobre todo en la pérdida de mi encantador, ingenioso y travieso compañero de aquellos primeros dieciséis años al que egoístamente lloraba, más de lo que lloré su creciente dolor.

Hay tres teorías acerca de la pérdida de los capítulos de Plegarias atendidas. La primera sostiene que el manuscrito fue terminado y o bien se encuentra oculto en una caja fuerte en alguna parte, o se adueñó de él algún examante con mala intención o por sacarle provecho, o, incluso, lo último que se rumorea es que Capote lo guardó en una consigna de la estación de autobuses Greyhound de Los Ángeles. Pero cada día que pasa estas suposiciones parecen las menos plausibles.

La segunda teoría es que tras la publicación de «Kate McCloud» en 1976, Capote no escribió ninguna línea más del libro, en parte quizá porque se sentía asolado por la reacción pública, y particular, frente a estos capítulos, y en parte quizá porque llegó a comprender que nunca alcanzaría los niveles proustianos que él mismo se había puesto como meta. Esta teoría se impone al menos por una razón: Jack Dunphy, el más íntimo amigo de Capote y compañero suyo durante más de treinta años, lo cree así. Sin embargo, Capote no hablaba nunca de su obra con Jack, y durante los últimos años estuvieron más tiempo separados que juntos.

Una tercera teoría, que yo suscribo con vacilación, es que Capote sí escribió al menos algunos de los capítulos arriba mencionados (probablemente «A Severe Insult to the Brain» y «El Café La Reina Negra del Padre Flanagan»), pero que en un momento determinado a principios de los ochenta, los destruyó deliberadamente. A favor de esta teoría, al menos cuatro amigos de Capote afirman haber leído (o haberle oído leer al autor en voz alta) uno o dos capítulos además de los tres que aquí aparecen. Cierto es que me convenció de que existía gran parte del manuscrito. Repetidas veces, almorzando, durante los seis últimos años de su vida, a menudo casi de un modo incoherente a causa de los fármacos y el alcohol, o ambas cosas a la vez, hablaba conmigo de los cuatro capítulos titulados restantes con todo detalle, hasta el punto de llegar a citar fragmentos de diálogos que eran siempre idénticos, incluso cuando los recitaba con un intervalo de meses o años. El ciclo era siempre el mismo: cuando le pedía que me enseñara el capítulo en cuestión, me prometía enviármelo al día siguiente. Al final de ese día le llamaba, y Capote decía que se lo estaban mecanografiando y que me lo enviaría el lunes. El lunes por la tarde su teléfono no respondía y él desaparecía durante una semana o más.

Yo suscribo esta tercera teoría, no tanto por no estar dispuesto a admitir mi culpabilidad, como por la convicción con la que Capote hacía la descripción de estos capítulos. No dudo que sea posible que estas líneas existieran sólo en su cabeza, pero cuesta creer que en algún momento no las plasmara en un papel. Estaba muy orgulloso de su obra, pero mostraba una objetividad poco corriente respecto a ella, y mi sospecha es que en algún momento destruyó todo vestigio de cualquier capítulo que hubiese escrito, excepto los tres de este volumen.

Sólo hay alguien que conoce la verdad, y ese alguien está muerto. Que Dios le bendiga.

JOSEPH M. FOX