En un bar de cowboys en Roswell, Nuevo México, oí por casualidad:
PRIMER COWBOY: ¡Eh, Jed! ¿Qué tal? ¿Cómo te encuentras?
SEGUNDO COWBOY: Bien. Muy bien. Me encuentro tan bien, que esta mañana no he tenido que cascármela para ponerme el corazón en marcha.
—¡Carissimo! —gritó—. Eres precisamente lo que iba buscando. Compañía para almorzar. La Duquesa me ha dejado plantada.
—¿La blanca o la negra? —dije.
—La blanca —dijo, haciéndome cambiar de dirección en la acera.
La blanca es Wallis Windsor, mientras la Duquesa Negra es el mote que le han puesto sus amigos a Perla Appledorf, la esposa brasileña de un industrial sudafricano de los diamantes, célebre por su racismo. En cuanto a la dama que también conocía la distinción, era efectivamente una dama aristocrática, Lady Ina Coolbirth, una americana casada con un magnate británico de los productos químicos, y un pedazo de mujer en todos los sentidos. Alta, más alta que la mayoría de los hombres. Ina era una fulana grandota, animada y juerguista, nacida y criada en un rancho de Montana.
—Es la segunda vez que falta a una cita —prosiguió Ina Coolbirth—. Dice que tiene erisipela. O que la tiene el duque. Uno de los dos. De todas formas, sigo teniendo una mesa en el Côte Basque. De modo que, ¿vamos? ¡Necesito tanto a alguien con quién hablar! De verdad. Y, gracias a Dios, Jonesy, puedes ser tú.
El Côte Basque está en la calle Cincuenta y siete, justo en frente del St. Regis. Allí estuvo el antiguo Le Pavillon, fundado en 1940 por el honorable restaurateur Henri Soulé. Monsieur Soulé dejó ese local a causa de una riña con su propietario, el difunto presidente de Columbia Pictures, un gorrino criminal de Hollywood llamado Harry Cohn (el cual, al enterarse de que Sammy Davis Jr. se «citaba» con su rubia estrella Kim Novak, le ordenó a un matón que llamase a Davis y le dijera: «Oye, negro, por el momento ya te falta un ojo. ¿Te apetece perder el otro?». Al día siguiente, Davis se casó con una corista de Las Vegas, una chica de color). Al igual que el Côte Basque, el antiguo Le Pavillon consistía en una pequeña entrada, una barra a la izquierda y, al fondo, cruzando una arcada, un amplio comedor de terciopelo rojo. La barra y el salón principal constituían unas Hébridas, un Elba, donde Soulé desterraba a los clientes de segunda clase. A sus clientes preferidos, los que el propietario escogía con un snobisme infalible, se les instalaba en las banquetas que llenaban la entrada, práctica que siguieron todos los restaurantes de Nueva York con reputación de elegantes: Lafayette, The Colony, La Grenouille, La Caravelle. Estas mesas, siempre las más próximas a la puerta, tienen corrientes de aire y son las que proporcionan menos intimidad. Sin embargo, que a un ciudadano le sienten o no en una de ellas es una prueba definitiva en cuanto al reconocimiento de su prestigio. Harry Cohn nunca llegó a tanto en el Pavillon. El hecho de que en Hollywood fuese un hotentote de primera, o que fuese el propietario del establecimiento de Soulé, no tenía ninguna importancia. Soulé tenía a Cohn por el saltamostradores con hombreras que en realidad era y, en consecuencia, lo instalaba en una mesa de las regiones a varios grados bajo cero del último salón. Cohn echaba pestes, se ofendía, soltaba humo de la furia y se vengaba subiendo cada vez más el alquiler del restaurante. Soulé no hizo más que trasladarse a las zonas más regias de Ritz Tower. No obstante, mientras Soulé se estaba instalando todavía en ellas, Harry Cohn la palmó (cuando a Jerry Wald le preguntaron por qué había asistido a su funeral, respondió: «Sólo para asegurarme de que ese hijo de puta está muerto»), y Soulé, sintiendo nostalgia por su antigua guarida, volvió a tomar en alquiler el local y creó, como un segundo negocio, una especie de boutique, variación del Pavillon: La Côte Basque.
Lady Ina, por supuesto, tenía asignada una mesa impecable. Según se entra, la cuarta a la izquierda, hasta la cual la acompañó ni más ni menos que M. Soulé, distraído como siempre, rosado y satinado como un cerdo de mazapán.
—Lady Coolbirth… —murmuraba M. Soulé, haciendo girar sus ojos perfeccionistas en busca de rosas corrompidas y camareros desagradables—. Lady Coolbirth… hmmm… muy bien… hmmm… ¿Y Lord Coolbirth?… hmmm… hoy tenemos en el carrito una pierna de cordero que está muy bien…
Ina me consultó con una mirada, y dijo:
—Creo que no quiero nada del carrito. Lo traen demasiado pronto. Vamos a tomar algo que tarde mucho. Así nos podremos emborrachar y armar un buen escándalo. Digamos que un soufflé Furstenberg. ¿Nos podría dar eso, Monsieur Soulé?
Éste chasqueó la lengua por dos razones: porque le disgustan los clientes que amortiguan sus papilas gustativas con alcohol, y, en segundo lugar, porque el Furstenberg es un follón.
Sin embargo, es delicioso: una espuma de queso y espinacas en cuyo interior se sumerge estratégicamente un surtido de huevos escalfados, de modo que cuando se mete el tenedor, el soufflé se empapa de ríos dorados de yema de huevo.
—Un follón —dijo Ina—, eso es exactamente lo que quiero. Y el propietario, pasándose un pañuelo por su frente moteada de sudor, asintió.
Después optó por no tomar cócteles, diciendo:
—¿Y por qué no organizamos una auténtica reunión?
Ina le pidió al encargado de los vinos una botella de Roederer Cristal. Incluso para los que no gustan del champán, entre los que yo me cuento, hay dos marcas de champán a las que uno no puede negarse: Dom Pérignon y el aún mejor Cristal, que viene embotellado en un vidrio de color natural que muestra su pálido resplandor, una llamarada helada de una sequedad tan punzante que, al tragárselo, no parece en absoluto que uno se lo haya tragado, sino al contrario, es como si se hubiera evaporado en la lengua y hubiera ardido en una única ceniza dulce y húmeda.
—Claro que —dijo Ina— el champán presenta un serio inconveniente: cuando se bebe a grandes tragos y regularmente, queda cierta acidez en el estómago y el resultado es un mal aliento permanente. Realmente incurable. Acuérdate del aliento de Arturo, ¡que Dios lo bendiga! Y Colé adoraba el champán. ¡Dios mío, cómo echo de menos a Cole, por muy chiflado que estuviera estos últimos años! ¿Te he contado alguna vez la historia de Cole y el camarero semental de los vinos? No me acuerdo bien de dónde trabajaba. Era italiano, de modo que no pudo ser ni aquí ni en el Pav. ¿En el Colony? Qué raro, puedo verlo con toda claridad, un hombre tostado como una nuez, hermosamente chato, con un pelo aceitoso y uno de los cortes de cara más sexys que he visto nunca, pero ahora no veo dónde lo vi. Era un italiano del sur y por eso lo llamaban Dixie[10], y Teddie Whitestone se quedó embarazada de él. Bill Whitestone la hizo abortar, creyendo que era él quien la había dejado embarazada. Y es posible que cumpliese con su deber, en otro contexto muy distinto, pero yo opino que es bastante chabacano y nada natural, si quieres, que un médico haga abortar a su propia mujer, Teddie Whitestone no fue la única. Había toda una cola de nenas lubricándole la mano a Dixie con cartas de amor. El modo en que Cole le abordó fue muy original: invitó a Dixie a su piso con el pretexto de pedirle consejo sobre la colocación de una nueva bodega. ¡Cole!, que sabe más de vinos de lo que pueda soñar ese espagueti. En fin, allí estaban los dos sentados en el sofá, el precioso sofá de ante que hizo Billy Baldwin para Cole, todo muy informal, y en esto que Cole le da un beso a Dixie en la mejilla, y Dixie sonríe burlonamente y le dice:
»“Esto le va a costar quinientos dólares, Mr. Porter”.
»Cole sólo se ríe y le aprieta la pierna a Dixie:
»“Y ahora, esto le va a costar mil dólares, Mr. Porter”.
»Entonces Cole se dio cuenta de que aquel pedazo de pizza hablaba en serio.
»De modo que le bajó la bragueta, se la sacó de un tirón, y mientras se la meneaba, dijo:
»“¿Y cuál va a ser el precio global por usar esto?”.
»Dixie le dijo que dos mil dólares. Cole se fue derecho a su escritorio, rellenó un cheque y se lo entregó. Y encima le dijo:
»“Miss Otis lamenta verse imposibilitada para almorzar hoy. Y ahora lárguese”.
Ya nos estaban sirviendo el Cristal. Ina lo probó.
—No está bastante frío, pero ¡ahhh! —Volvió a echar un trago—. De verdad que echo de menos a Cole. Y a Howard Sturgis. Incluso a papá. Después de todo escribió sobre mí en Las verdes colinas de África. Y al tío Willie. La semana pasada, en Londres, fui a una fiesta en el Drue Heinz, y tuve que soportar a la princesa Margarita. Su madre es un encanto, pero ¡el resto de la familia! Aunque el príncipe Carlos aún se salva un poco. Básicamente, la realeza piensa que sólo hay tres categorías: la gente de color, la gente blanca y la realeza. En fin, estaba a punto de quedarme dormida, la princesa es de una monotonía tal…, cuando de pronto nos anunció, sin venir a cuento, que había decidido que en realidad no le gustaban los «poufs»[11]. Una observación increíble, si consideramos el origen. ¿Te acuerdas de aquella broma sobre quién había cazado al primer marinero? Yo me limité a bajar los párpados, très Jane Austen, y dije: En ese caso, madame, me temo que va a pasar usted una vejez muy solitaria. ¡Qué cara puso! Yo pensé que iba a convertirme en una calabaza.
En la voz de Ina había una mordacidad y un quiebro anormales, como si fuera a toda velocidad y atropelladamente para evitar confiarme lo que quería, pero no quería, confiarme. Mis ojos y mis oídos andaban perdidos por otra parte. En una mesa situada en un disimulado rincón respecto a donde estábamos sentados, había dos personas a las que me había encontrado juntas el verano anterior en Southampton, aunque ahora no esperaba que me reconocieran dado que el encuentro no había tenido gran importancia: Gloria Vanderbilt de Cicco Stokowski Lumet Cooper, y su amiguita de la infancia Carol Marcus Saroyan Saroyan (con éste se casó dos veces). Matthau, mujeres con los treinta ya bien entrados, pero cuyo aspecto no difería mucho del que tuvieron en sus días de debutantes, cuando se apropiaban de los Globos de la Suerte del Stork Club.
—Pero ¿qué vas a decirle —le preguntó Mrs. Matthau a Mrs. Cooper— a alguien que ha perdido a un buen amante, que pesa cien kilos, y que ha llegado al fondo de un colapso nervioso? No creo que haya salido de la cama en un mes. O que haya cambiado las sábanas. «Maureen —esto es lo que de verdad le dije—, Maureen, yo me he visto en un estado peor que el tuyo. Me acuerdo de una vez en que anduve por ahí robando pastillas para dormir de los botiquines ajenos, y guardándomelas para suicidarme. Estaba hasta aquí de deudas, hasta mi último penique era prestado…».
—Querida —protestó Mrs. Cooper con un minúsculo balbuceo—, ¿por qué no recurriste a mí?
—Porque eres rica. Es mucho menos difícil pedir prestado a los pobres. De modo que —prosiguió Mrs. Matthau— le dije: «¿Sabes lo que hice, Maureen? Aun estando sin blanca, contraté a una doncella personal Mi fortuna creció, mi imagen cambió completamente, me sentía amada y mimada. De modo que, en tu lugar, Maureen, me empeñaría y contrataría a alguna criatura muy cara que me llenase el baño y me abriese la cama». A propósito, ¿fuiste a la fiesta de los Logan?
—Sólo estuve una hora.
—¿Y qué tal?
—Maravilloso, si nunca has ido a una fiesta.
—Yo quería ir, pero ya conoces a Walter. Nunca me habría imaginado que me casaría con un actor. Bueno, casarme, quizá. Pero no por amor. Sin embargo, aquí me ves, cargando con Walter durante todos estos años y aún me pongo a cien si veo que los ojos se le desvían un milímetro. ¿Has visto a ese nuevo cono sueco llamado Karen no sé qué?
—Exactamente. Una cara preciosa. Fotografiada desde las tetas para arriba es divina. En cambio, las piernas son, sin exagerarte, un bosque de secoyas. Exactamente igual que troncos de árbol. Bueno, el caso es que nos la encontramos en casa de los Widmark y estuvo poniendo los ojos en blanco y haciendo toda clase de ruiditos para llamar la atención de Walter. Yo aguanté mientras pude, pero cuando oí que Walter le decía «¿Karen qué edad tienes?», le dije: por el amor de Dios, Walter, ¿por qué no le cortas las piernas y cuentas los anillos?
—¡Carol! ¡Eso hiciste!
—Sabes que puedes confiar en mí.
—¿Y ella te oyó?
—Si no me hubiera oído, no habría tenido ningún interés.
Mrs. Matthau sacó un peine de su bolso y empezó a pasárselo por su largo cabello albino. Otro vestigio de sus noches de debutante durante la Segunda Guerra Mundial, época en que ella y todas sus compères, Gloria y Honeychile y Oona y Jinx se arrellanaban contra la tapicería de El Morocco desplegando constantemente sus rizos a lo Verónica Lake.
—Esta mañana he tenido carta de Oona —dijo Mrs. Matthau.
—Yo también —dijo Mrs. Cooper.
—Entonces, ya sabes que van a tener otro niño.
—Bueno, ya me lo suponía. Siempre me lo supongo.
—Ese Charlie es un hijo de puta con suerte —dijo Mrs. Matthau.
—Claro. Oona habría sido una gran esposa para cualquier hombre.
—¡Qué tontería! Tratándose de Oona, sólo los genios pueden aspirar a esa posición. Antes de conocer a Charlie quiso casarse con Orson Welles… y aún no tenía ni diecisiete años. Fue Orson el que le presentó a Charlie. Dijo: «Yo sé quién es tu chico. Un nombre rico, un genio. Y no hay nada que le guste más que una hija joven y sumisa».
Mrs. Cooper se quedó pensativa.
—Si Oona no se hubiese casado con Charlie, creo que yo no me hubiera casado con Leopold.
—Y si Oona no se hubiese casado con Charlie y tú no te hubieses casado con Leopold, yo no me hubiera casado con Bill Saroyan. Dos veces, de momento.
Las dos mujeres soltaron una carcajada al mismo tiempo, y su risa fue como un dúo escabroso, pero deliciosamente cantado. Aunque no se parecían en nada físicamente, Mrs. Matthau era más rubia que Jean Harlow y de una blancura tan exuberante como la de una gardenia, mientras que la otra tenía los ojos de color brandy y una brillantez en sus oscuros hoyuelos notablemente presente cuando sus labios negroides lanzaban una sonrisa, se tenía la sensación de que eran dos mujeres de la misma especie: aventureras encantadoramente incompetentes.
—¿Te acuerdas de lo de Salinger? —dijo Mrs. Matthau.
—¿Salinger?
—«Un día perfecto para el pez plátano». Ese Salinger.
—Franny y Zooey.
—Eso. ¿No te acuerdas de él?
Mrs. Cooper reflexionó, hizo pucheros. No, no se acordaba.
—Fue mientras aún estábamos en Brearley —dijo Mrs. Matthau—. Antes de que Oona conociese a Orson. Oona tenía un novio misterioso, un chico judío con una madre en Park Avenue, Jerry Salinger. Quería ser escritor, y le escribió a Oona cartas de diez páginas mientras estuvo en el ejército, en ultramar. Eran una especie de cartas de amor, muy tiernas, tiernísimas. Lo cual es demasiada ternura. Oona solía leérmela y cuando me preguntó qué pensaba, le dije que a mí me parecía que debía de ser un chico que lloraba con mucha facilidad. Pero lo que quería saber era si yo pensaba que era alguien brillante y con talento, o nada más que un imbécil. Y yo dije que las dos cosas, ese chico es las dos cosas, y unos años más tarde, cuando leí El guardián entre el centeno y me enteré de que el autor era el Jerry de Oona, seguí manteniendo la misma opinión.
—Yo nunca oí ninguna historia extraña acerca de Salinger —confió Mrs. Cooper.
—Y yo no he oído acerca de él nada que no sea extraño. Te aseguro que no es el típico chico judío de Park Avenue.
—Bueno, en realidad no es acerca de él, sino de un amigo suyo que fue a hacerle una visita en New Hampshire. Salinger vive allí, ¿no? ¿En una de esas granjas perdidas? Bueno, esto fue en febrero, y hacía un frío horrible. Una mañana echaron de menos al amigo de Salinger. No estaba en su dormitorio ni en ninguna parte alrededor de la casa. Al final lo encontraron perdido en las profundidades de un bosque nevado. Yacía en la nieve, envuelto en una manta y sujetando una botella de whisky vacía. Se había matado bebiendo whisky hasta quedarse dormido y morir congelado.
Al cabo de un rato, Mrs. Matthau dijo:
—Sí que es una historia rara. Pero tuvo que ser una delicia, a pesar de todo, bien caliente de whisky, dejándose arrastrar por el frío aire estrellado. ¿Por qué lo hizo?
—No sé más que lo que te he contado —dijo Mrs. Cooper.
Un cliente que salía, uno de esos atezados tipos pánfilos, con calvicie y michelines, se detuvo junto a la mesa de las dos damas. El tipo clavó su mirada en Mrs. Cooper, una mirada intrigada, divertida y… un poquito siniestra.
—Hola, Gloria —dijo.
—Hola, encanto —sonrió Gloria, pero sus párpados se contrajeron al tratar de identificarle. Entonces el tipo dijo:
—Hola, Carol. ¿Cómo te va muñeca? Y Carol supo perfectamente quién era:
—Hola, encanto. ¿Sigues viviendo en España?
Él asintió y sus ojos se volvieron hacia Mrs. Cooper:
—Gloria, estás igual de guapa que siempre. Aún más guapa. Hasta la vista…
—Hizo un saludo con la mano y se marchó.
Mrs. Cooper lo siguió con la mirada, el ceño fruncido.
Al final la Mrs. Matthau dijo:
—No lo has reconocido, ¿verdad?
—N-n-no.
—¡Ay, la vida! ¡Mira que es triste! ¿No te sonaba absolutamente de nada?
—A algo. Hace mucho tiempo. Un sueño.
—No fue ningún sueño.
—Carol. Ya basta. ¿Quién era?
—Hubo un tiempo en que lo tenías en gran estima. Le hacías la comida y le lavabas los calcetines. —A Mrs. Cooper se le dilataron los ojos y se le salieron del sitio—. Y cuando estuvo en el ejército lo seguiste de un campamento a otro, hospedándote en habitaciones con muebles tristísimos.
—¡No!
—¡Sí!
—No.
—Sí, Gloria. Tu primer marido.
—¿Ese… hombre… era… Pat di Cicco?
—¡Oh, querida! No empecemos a elucubrar. Después de todo, no lo has visto en casi veinte años. No eras más que una niña. ¿No es ésa —dijo Mrs. Matthau cambiando de tema Jackie Kennedy?
Y yo le oí comentar lo mismo a Lady Ina.
—Con estas gafas casi no veo, pero ésa que se acerca por allí, ¿no es Mrs. Kennedy con su hermana?
Lo era. Yo conocía a la hermana porque había sido compañera de Kate McCloud en el colegio, y cuando Kate y yo estuvimos en el yate de Abner Dustin, en la Feria de Sevilla, almorzó con nosotros. Después fuimos a hacer esquí acuático juntos, y a menudo me ha venido a la memoria lo perfecta que era, una chica de un resplandeciente moreno dorado, con su traje de baño blanco. Sus esquís blancos siseaban suavemente, y sus cabellos de un castaño dorado se zarandeaban al precipitarse y deslizarse entre las olas. De modo que para mí fue todo un placer cuando se detuvo para saludar a Lady Ina («¿Sabías que coincidí contigo en el avión de Londres? Pero ibas durmiendo tan apaciblemente que no me atreví a hablarte»), y al verme se acordó de mí:
—¡Eh, hola, Jonesy! —dijo vibrando ligeramente con su cálida voz susurrante y áspera—. ¿Qué tal tus quemaduras? Recuerda que te lo advertí, pero no me hiciste caso.
Su risa fue desvaneciéndose mientras se plegaba en una banqueta al lado de su hermana. En una conspiración de chismes a lo Bouvier, las dos tenían las cabezas inclinadas, una frente a otra. Era sorprendente cómo se parecían entre ellas sin compartir ningún rasgo común que no fuese sus idénticas voces, lo separados que tenían los ojos, y algunos gestos, en concreto, la costumbre que tenían de mirar a su interlocutor profundamente a los ojos, asintiendo con la cabeza al mismo tiempo, sin cesar, con una amabilidad hipnóticamente solemne.
Lady Ina hizo esta observación:
—Como ves, estas chicas han movido líos gordos en su época. Conozco a gente que no puede soportar a ninguna de las dos, y por lo general son mujeres. Lo comprendo muy bien, ya que no les gustan las mujeres y casi nunca tienen nada bueno que contar acerca de ninguna mujer. Pero con los hombres son perfectas, un par de geishas del oeste. Saben cómo guardar los secretos de un hombre y cómo hacer que se sienta importante. Si fuera un hombre, hasta yo misma me enamoraría de Lee. Está hecha maravillosamente, como una estatuilla de Tanagra. Es femenina sin ser afeminada y es una de las pocas personas que he conocido que sea sincera y simpática. Normalmente una cosa excluye la otra. Jackie no, al menos no en el mismo plano. Es muy fotogénica, por supuesto, pero el efecto resulta un poco… basto, exagerado.
Me vino a la mente una tarde que fui con Kate McCloud y un grupo de amigos a un concurso de travestis que se celebraba en un salón de baile de Harlem: había cientos de mariquitas jóvenes luciendo las bandas, al graznido gangoso de los saxofones, con vestidos cosidos a mano: dependientes de supermercados de Brooklyn, mensajeros de Wall Street, fregaplatos negros y camareros puertorriqueños sueltos entre sedas y dibujos de fantasía, chicos de conjunto y cajeros de bancos y ascensoristas irlandeses disfrazados de Marilyn Monroe, de Audrey Hepburn, de Jackie Kennedy. La verdad es que Mrs. Kennedy era el motivo de inspiración con más éxito: una docena de chicos, entre ellos el ganador, llevaba su peinado empinado, las cejas aladas y su boca mohína pintada de un color pálido. Y en la vida real, ése era el efecto que esa señora me producía. No el de una auténtica mujer, sino el de una astuta imitadora de mujeres imitando a Mrs. Kennedy.
Le expliqué a Ina lo que pensaba y dijo:
—Eso es lo que yo quería decir con… exagerado. —Acto seguido añadió—: ¿Has llegado a conocer a Rosita Winston? Una mujer muy agradable. Mitad cherokee, creo. Hace unos años tuvo una apoplejía, y ahora no puede hablar. O, mejor dicho, sólo puede decir una palabra. Es algo que sucede muy a menudo después de una apoplejía, de entre todas las palabras que uno ha sabido, te quedas con una única palabra. La palabra de Rosita es «bello». Una palabra muy apropiada, ya que a Rosita le han encantado siempre las cosas bellas. Y eso me recordó al viejo Joe Kennedy. También él se quedó con una única palabra, y esa palabra era: «Maldita sea». —Ina le indicó al camarero que sirviera champán—. ¿Te he hablado alguna vez de cuando me asaltó? Me invitó a su casa cuando yo tenía dieciocho años, era amiga de su hija Kek…
Mi mirada volvió a deslizarse por toda la sala y atrapé, en passant, a un comerciante de sostenes barbaazulado de la Séptima Avenida intentando timar a un redactor jefe, marica reprimido, del New York Times. Y a Diana Vreeland, la maquillada directora del Vogue, irisada como un pavo, que compartía una mesa con un hombre mayor que hacía pensar en un objeto precioso de una discreta extravagance, quizá una fina perla gris, Mainbocher. Y a la esposa de William S. Paley, que estaba almorzando con su hermana, la esposa de John Hay Whitney. Cerca de ellas había sentada una pareja que yo no conocía: una mujer de cuarenta o cuarenta y cinco años, no hermosa pero metida con mucha elegancia dentro de un vestido marrón de Balenciaga, con un broche de diamantes de color canela sujeto a la solapa. Su compañero era mucho más joven, de veinte o veintidós años, una estatua vigorosa y bronceada con un aspecto de haberse pasado el verano navegando solo a través del Atlántico. ¿Hijo suyo? No, porque… el joven encendió un cigarrillo, se lo pasó a su compañera y los dedos de ambos se rozaron significativamente. Más tarde, se cogieron de la mano.
—… el viejo degenerado se coló en mi habitación. Eran alrededor de las seis de la mañana, la hora ideal si quieres coger a alguien totalmente fuera de combate, totalmente por sorpresa, y cuando me desperté ya estaba liado en las sábanas con una mano en mi boca y la otra por todas partes. El muy descarado, hay que tener cojones, en su mismísima casa y con toda la familia durmiendo a nuestro alrededor. Pero todos esos Kennedy son iguales. Son como perros, tienen que mear en todas las bocas de incendios. En fin, hay que reconocerle su valor, y cuando vio que yo no pensaba gritar, se mostró tan agradecido. Pero la mujer mayor y el joven marinero no estaban conversando. Tenían las manos cogidas; entonces él sonrió y al momento también sonrió ella.
—Después, ¿te lo imaginas?, hizo como si no hubiera pasado nada, nunca me hizo un guiño o un saludo, no era más que el buen papi de mi amiguita del colegio. La situación resultaba siniestra y un tanto cruel. Después de todo, ya me había conseguido y yo hasta había fingido pasármela bien: debería haber tenido alguna recompensa sentimental, una chuchería, un paquete de cigarrillos… —Ina se percató de mis otros intereses, y sus ojos vagaron hacia los improbables amantes. Entonces dijo—: ¿Conoces la historia?
—No —dije yo—, pero me imagino que alguna habrá.
—No es lo que piensas. El tío Willie podría haber sacado de esa historia algo divino. Igual que Henry James, mejor aún que el tío Willie, ya que el tío Willie habría hecho trampas y por vender la novela al cine, habría convertido en amantes a Delphine y a Bobby.
Delphine Austin de Detroit: algo había leído sobre ella en las columnas de un periódico, una heredera casada con un pilar marmóreo del mundo de los casinos neoyorkinos. Bobby, su compañero, era judío, hijo del potentado de la hostelería S. L. L. Semenenko, y primer marido de una joven y misteriosa monada del cine, que se divorció de él para casarse con su padre (y de la cual se divorció el padre al cogerla in fraganti con un perro… pastor alemán. Y no bromeo).
Según Lady Ina, el año anterior, Delphine Austin y Bobby Semenenko habían sido inseparables. Almorzaban todos los días en el Côte Basque, en Lutèce y en L’Aiglon, en invierno iban a Gstaad y a Lyford Cay. Esquiaban, nadaban, bien vivían con todas sus energías, si tenemos en cuenta que el vínculo que los unía no eran las frivolidades sino, en realidad, una base ideal para una variación a tres pañuelos, con doble apellido y cartel doble de una vieja película lacrimógena de Bette Davis como Dark Victory: los dos estaban muriendo de leucemia.
—Me explico, una mujer mundana y un joven guapo que viajan juntos con la muerte por compañera y amante compartido. ¿No crees que Henry James habría sacado algo de ahí? ¿O el tío Willie?
—No, es una historia demasiado ñoña para James, y no lo bastante ñoña para Maugham.
—Bueno, pero tienes que reconocer que Mrs. Hopkins habría sacado un cuento magnífico.
—¿Quién? —dije yo.
—Ahí la tienes —dijo Ina Coolbirth.
La tal Mrs. Hopkins era una pelirroja vestida de negro, un sombrero negro con velo, un vestido negro de Mainbocher, bolso de cocodrilo negro, zapatos de cocodrilo. M. Soulé aguzaba el oído mientras ella le cuchicheaba algo, y de repente todo el mundo se puso a cuchichear. Mrs. Kennedy y su hermana no habían logrado levantar ni un solo murmullo. Tampoco la aparición en escena de Lauren Bacall, Katharine Cornell y Clare Boothe Luce. Sin embargo Mrs. Hopkins era une autre chose: una sensación que perturbaba a la clientela más fina del Côte Basque. No hubo nada subrepticio en la atención que se le prestó a Mrs. Hopkins cuando se dirigía con la cabeza inclinada hacia una mesa donde ya la estaba esperando un acompañante, un cura católico, uno de esos eclesiásticos del Padre D’Arcy, malnutridos y eruditos, que parecen siempre encontrarse más a gusto cuando se ausentan de los claustros y alternan con los más importantes y los más ricos en una estratosfera de vino y rosas.
—Sólo —dijo Lady Ina— a Ann Hopkins se le ocurriría algo semejante; hacer propaganda de la búsqueda de «consejo» espiritual de la forma más pública posible. La que ha sido lagarta, es siempre lagarta.
—¿No crees que fue un accidente? —dije.
—Sal de las trincheras, muchacho. La guerra ya terminó. Pues claro que no fue un accidente. Mató a David con premeditación y alevosía. Es una asesina. La policía lo sabe.
—Entonces, ¿cómo logró librarse de la cárcel?
—Porque la familia quería que se librara de la cárcel. La familia de David. Y como todo ocurrió en Newport, la vieja Mrs. Hopkins tuvo el poder para imponerse. ¿Te has cruzado alguna vez con la madre de David? ¿Hilda Hopkins?
—La vi una vez el verano pasado en Southampton. Estaba comprándose un par de zapatillas de tenis. Me pregunté qué haría una mujer de su edad, tendrá unos ochenta, con unas zapatillas de tenis. Su aspecto era el de… una especie de diosa muy vieja.
—Y lo es. Por eso Ann Hopkins se libró de la cárcel tras cometer un asesinato a sangre fría. Su suegra es una diosa de Rhode Island. Y una santa.
Ann Hopkins se había levantado el velo y le estaba hablando al oído al cura, el cual, sumisamente extasiado, se estaba pasando un Gibson por sus famélicos labios azules.
—Pero podría haber sido un accidente. Si nos atenemos a los periódicos. Que yo recuerde, acababan de llegar a casa después de una cena en Watch Hill, y se fueron a la cama, en habitaciones separadas. ¿No fue por entonces cuando se habló de una serie de robos por aquella zona? Ann guardaba al lado de su cama una escopeta, y de repente, en la oscuridad, se abrió la puerta de su habitación, agarró la escopeta y disparó contra lo que pensó que era un ladrón. Sólo que era su marido. David Hopkins. Con un agujero que le traspasaba la cabeza.
—Eso es lo que ella dijo. Eso es lo que dijo su abogado. Eso es lo que dijo la policía. Y eso es lo que dijeron los periódicos…, hasta el Times. Pero no es eso lo que sucedió. —E Ina, tomando aire como un submarinista, empezó—: Érase una vez una asesina con cabeza de zanahoria y vestida de mil colores que llegó rodando a esta ciudad desde Wheeling o Logan, de algún lugar de Virginia Oeste. Tenía dieciocho años, la habían educado a lo barrio bajo de pueblo, ya se había casado y divorciado, o decía que había estado casada con un marine durante un mes o dos y se había divorciado al desaparecer éste (acuérdate de esto: es una pista importante). Se llamaba Ann Cutler y se parecía bastante a una Betty Grable malévola. Trabajaba de prostituta para un chulo que era jefe del servicio de botones en el Waldorf. Estuvo ahorrando dinero y tomó clases de dicción y de baile, y terminó como el ligue favorito de uno de los abogados tramposos de Frankie Costello, el cual la llevaba siempre a El Morocco. Fue durante la guerra, en 1943, y el Elmer estaba siempre lleno de gangsters y de militares. Pero una noche apareció allí un joven marine normal y corriente, sólo que no era normal y corriente: su padre era uno de los hombres más arrogantes del este y el más rico. David era dulce y bien parecido, pero en realidad era idéntico al viejo Mr. Hopkins, un episcopaliano de tendencias anales. Un tacaño. Sobrio. En absoluto del mundo de los cafés. Pero allí estaba David, en el Elmer, un soldado de permiso, salido y un poco colocado. Uno de los secuaces de Winchell rondaba por allí y reconoció al pequeño Hopkins. Invitó a David a tomar algo y le dijo que podía conseguirle a cualquiera de las chicas presentes, no tenía más que elegir una, y David, el pobre desgraciado, dijo que la pelirroja con la nariz chata y las tetas gordas le valía. Entonces el secuaz de Winchell le envió una nota a la chica y, al amanecer, el pequeño David se encuentra retorciéndose, presa de las garras de una experta Cleopatra. Estoy segura de que fue la primera experiencia sexual de David con algo menos primitivo que frotarse contra el vientre de su compañero de colegio. Se volvió majareta, pero no es que se le pueda echar la culpa. Conozco a algunos pichas frías que se han vuelto majaretas por Ann Hopkins. Con David fue muy hábil. Sabía que tenía en el anzuelo a un pez gordo, aunque no fuese más que un alevín, de modo que dejó lo que estaba haciendo y consiguió un empleo en la sección de prendas íntimas de Saks. No exigía nunca nada y rechazaba cualquier regalo de más lujo que un bolso, y todo el tiempo que él estuvo en el ejército le escribió diariamente, cartitas simpáticas e inocentes como el ajuar de un bebé. En realidad ella estaba encinta y el hijo era de él, pero no le dijo una palabra hasta que volvió a casa de permiso y se encontró con su chica embarazada de cuatro meses. Ahora bien, ahí fue cuando ella mostró un cierto élan venenoso que constituye la diferencia entre las serpientes verdaderamente peligrosas y las simples culebras: le dijo que no quería casarse con él. Y que no se casaría con él bajo ningún concepto ya que no sentía ningún deseo de llevar una vida hopkiniana. No tenía ni la educación ni la habilidad innata para sobrellevar tal situación, y estaba segura de que ni la familia ni los amigos de él la aceptarían jamás. Dijo que todo lo que le iba a pedir sería una pequeña pensión para el niño. David protestó, pero, evidentemente, se sintió aliviado, aunque todavía tuviese que presentarse ante su padre con la historia. David no tenía dinero propio.
»Fue entonces cuando Ann se mostró más ladina. Había estado estudiando a la familia del chico y sabía todo lo que había que saber sobre los padres de David, de modo que le dijo: “David, sólo hay una cosa que me gustaría hacer. Quiero conocer a tu familia. Yo nunca he tenido familia propia, y me gustaría que mi hijo tuviera algún contacto de vez en cuando con sus abuelos. Puede que a ellos también les guste la idea”. C’est très joli, très diabolique, non? Y funcionó. Aunque no consiguió engañar a Mr. Hopkins. Este dijo desde el primer momento que la chica era una lagarta que no iba a ver nunca un sólo centavo suyo. En cambio, Hilda Hopkins picó el anzuelo. Creyó en aquel prodigioso cabello y aquellos ojos azules de malaquita, y en todo el asunto de la pobre niñita que Ann le iba soltando. Y como David era el hijo mayor y ella tenía prisa por tener un nieto, hizo exactamente lo que Ann esperaba que hiciese: convenció a David para que se casara con ella y convenció a su marido, si no para que fuese indulgente, al menos para que no lo prohibiera. Y durante un tiempo pareció que Mrs. Hopkins hubiese acertado. Cada año se la recompensaba con un nieto, hasta que tuvo tres, dos chicas y un chico. Y el ascenso social de Ann fue increíblemente rápido. Se abrió camino de un modo vertiginoso, sin molestarse en respetar los límites de velocidad. Ni que decir tiene que captó lo esencial del asunto, eso se lo reconozco. Aprendió a montar a caballo y se convirtió en la bruja amazona más aficionada a los caballos de Newport. Aprendió francés y tuvo un mayordomo francés, y compitió por la Lista de las Mejor Vestidas, almorzando con Eleanor Lambert e invitándola los fines de semana. Se instruyó en muebles y tejidos por medio de Sister Parish y Billy Baldwin. Y para el pequeño Henry Geldzahler era un placer ir a tomar el té a su casa (¡el té con Ann Cutler!, ¡Dios mío!), y hablar con ella de pintura moderna.
»Pero el elemento decisivo en su éxito, dejando a un lado el hecho de que se casara con un gran nombre de Newport, fue la duquesa. Ann se dio cuenta de algo que sólo saben los arribistas más astutos. Si quieres ascender velozmente y sin peligro desde las profundidades hasta la superficie, el modo más seguro es seleccionar a un tiburón y pegarte a él como un pez piloto. Igual de cierto es en Keokuk, donde se le da coba, digámoslo así, al representante local de Mrs. Ford, que en Detroit, donde se le da coba a la propia Mrs. Ford, o en París o en Roma. Pero ¿por qué necesitaría Ann Hopkins, siendo por matrimonio una Hopkins y nuera de la Hilda Hopkins, a la duquesa? Porque necesitaba la bendición de alguien con unos valores morales presumiblemente elevados, alguien de un impacto internacional que al aceptarla a ella, hiciese callar a las hienas reidoras. ¿Y quién mejor que la duquesa? En cuanto a la duquesa, es sumamente indulgente ante las lisonjas de sus acaudaladas demás de honor, el tipo de mujeres que siempre tiran del talonario. Me pregunto si la duquesa ha tirado alguna vez del talonario. Aunque no es que tenga importancia. La duquesa las compensa de sobra. Pertenece a una de esas castas de hembras poco habituales, capaces de tener una auténtica amistad con otra mujer. No cabe duda de que era una amiga maravillosa de Ann Hopkins. Evidentemente, Ann no pudo embaucarla; después de todo, la duquesa conoce demasiado bien el arte del timo como para no descubrir a otra artista. Pero le divertía la idea de pasear a esta jugadora de ojos fríos y barnizarla con un poco de auténtico estilo, introduciéndola en el circuito, y la joven Mrs. Hopkins se hizo bastante célebre, a pesar de carecer de estilo. El padre de la segunda Hopkins era Fon Portago, o eso es lo que dice todo el mundo, y bien sabe Dios el aspecto de espagnole que tiene. Como quiera que sea, estaba claro que Ann Hopkins estaba acelerando su motor a la manera del Grand Prix.
»Un verano, ella y David alquilaron una casa en Cap Ferrat (Ann intentaba abrirse camino hasta el tío Willie, incluso aprendió a jugar al bridge excelentemente, pero el tío Willie decía que era una persona acerca de la que disfrutaría escribiendo, pero en la que no confiaba lo suficiente como para sentarla a su mesa de juego), y desde Niza hasta Montecarlo todo macho que hubiera pasado la pubertad la conocía como Madame Marmelade, ya que su petit déjeuner favorito era una polla caliente untada con la mejor mantequilla de Dundee. Aunque me han dicho que lo que en realidad prefiere es la mermelada de fresa. No creo que David se imaginara la verdadera magnitud de estos escándalos, pero no cabía duda de que se sentía desgraciado y, pasado un tiempo, se enamoró de la chica con la que se debería haber casado en un principio, su prima segunda, Mary Kendall; sin ser una belleza, era una chica atractiva y sensata que había estado siempre enamorada de él. Mary era la prometida de Tommy Bedfort, pero rompió con él cuando David le pidió que se casara con él. Si podía conseguir el divorcio. Y David pudo. Sólo le iba a costar, según Ann, cinco millones de dólares libres de impuestos. David seguía sin tener su propia pasta, y cuando se presentó ante su padre con el problema Mr. Hopkins dijo ¡nunca!, y dijo que siempre le había avisado de que Ann era lo que era, una mujerzuela, pero que David nunca le había escuchado, de modo que ahora la carga era suya y, mientras el padre viviera, Ann no le sacaría ni un billete de metro. Tras este episodio, David contrató un detective, y en seis meses consiguió pruebas suficientes incluyendo unas polaroids de un par de jockeys de Saratoga atornillando a Ann por delante y por detrás, para meterla en la cárcel y, algo menos grave, divorciarse de ella. Pero cuando David se encaró con Ann, ésta se rió y le dijo que su padre nunca le permitiría llevar tal basura ante los tribunales. Y tenía toda la razón. Fue muy interesante, porque cuando discutieron el asunto, Mr. Hopkins le dijo a David que, dadas las circunstancias, no se opondría a que el hijo matase a la esposa y después cerrara el pico; pero lo cierto era que David no podía divorciarse de ella y proporcionar a la prensa esa clase de estiércol.
»Entonces le vino la inspiración al detective de David, una inspiración funesta, ya que si no se le hubiese pasado por la cabeza, David aún podría estar vivo. En fin, el detective tuvo una idea: se fue a hacer investigaciones al hogar de los Cutler en Virginia Oeste, ¿o era en Kentucky? Entrevistó a los familiares de Ann, que no habían vuelto a saber nada de ella desde que se había ido a Nueva York, y nunca la habían conocido bajo su distinguida encarnación de esposa de David Hopkins, sino simplemente como esposa de Billy Joe Barnes, un beodo de las montañas. El detective consiguió en el juzgado local una copia del certificado de matrimonio y, tras esto, desentrañó el paradero del tal Billy Joe Barnes. Le encontró en San Diego, trabajando como mecánico de aviones, y le convenció para que firmara una declaración jurada indicando que se había casado con una tal Ann Cutler, no se había divorciado nunca de ella ni se había vuelto a casar, que había regresado a Okinawa y se había encontrado con que Ann había desaparecido, pero, que él supiera, ella seguía siendo la esposa de Billy Joe Barnes. Y en realidad lo era. Incluso las mentes criminales más astutas tienen una estupidez básica. Y cuando David se presentó ante ella y le dijo: “Se acabaron los ultimátum con cifras redondas, ya que no estamos legalmente casados”, no hay duda de que fue entonces cuando ella decidió matarle: una decisión que tomaron sus genes, la ineludible sucia puerca, basura blanca, que llevaba dentro, aunque Ann sabía que los Hopkins le arreglarían un “divorcio” respetable y le proporcionarían una pensión muy buena. Pero también era consciente de que si asesinaba a David y salía impune, ella y sus hijos recibirían al final la herencia, algo que no ocurriría si él se casaba con Mary Kendall y fundaba una segunda familia.
»De modo que fingió estar de acuerdo, y le dijo a David que no había ningún motivo de discusión ya que era obvio que la tenía atrapada; pero ¿seguiría viviendo con ella durante un mes mientras arreglaba sus asuntos? El muy idiota se mostró conforme e, inmediatamente, Ann empezó a preparar la leyenda del ladrón. Llamó dos veces a la policía afirmando que había un ladrón en el jardín. Al poco tiempo convenció a los criados y a la vecindad de que había ladrones por todo el vecindario; y, en efecto, la casa de Nini Wolcott fue forzada, se supone que por un desvalijador, pero ahora incluso Nini reconoce que tuvo que hacerlo Ann. Como recordarás, si seguiste el caso, los Hopkins fueron a una fiesta a casa de los Wolcott la noche del delito. Una cena con baile, el Día del Trabajo, con alrededor de cincuenta invitados. Yo estuve presente, y en la cena me senté al lado de David. Parecía muy relajado, prodigaba sonrisas porque pensaba, me imagino, que pronto se libraría de esa puta y se casaría con su prima Mary. Pero Ann llevaba puesto un vestido verde pálido y parecía estar verde por la tensión. Estuvo charlando como un chimpancé lunático sobre ladrones y desvalijadores, diciendo que ella dormía siempre con una escopeta al lado de la cama. Según el Times, David y Ann dejaron la casa de los Wolcott un poco pasada la medianoche, y cuando llegaron a casa —los criados estaban de vacaciones y los niños se encontraban con sus abuelos en Bar Harbor— se retiraron a sus dormitorios separados. La historia de Ann fue y es que ella se encaminó directamente a la cama, pero al cabo de media hora le despertó el ruido de la puerta de su dormitorio al abrirse: vio un bulto, ¡el ladrón! Agarró la escopeta y disparó en la oscuridad, vaciando los dos cañones. Acto seguido encendió las luces y ¡oh!, horror de los horrores, descubrió a David tendido en el pasillo, bien frío. Pero no es ahí donde le encontró la policía. Ya que no fue ahí ni así dónde o cómo le mataron. La policía encontró el cuerpo desnudo dentro de una ducha encristalada. El agua seguía corriendo y la puerta de la ducha estaba hecha añicos por las balas.
—En otras palabras —empecé yo.
—En otras palabras —Lady Ina iba a proseguir, pero esperó a que un maître, supervisado por un sudoroso M. Soulé, terminara de servir el soufflé Furstenberg—, nada de la historia de Ann era verdad. Dios sabrá lo que esperaba que creyese la gente, pero después de llegar a casa cuando David se quitara la ropa para darse una ducha, Ann no hizo más que seguirle con un arma y dispararle a través de la puerta de la ducha. Quizá tenía intención de decir que el ladrón le había robado la escopeta y había matado a David. Y en ese caso, ¿por qué no llamó a un médico, o a la policía? En lugar de eso, llamó a su abogado. Sí. Y éste llamó a la policía, pero no hasta después de haber llamado a los Hopkins, que estaban en Bar Harbor.
El cura estaba bebiendo otro Gibson a grandes tragos. Ann Hopkins, con la cabeza inclinada, seguía susurrándole al oído como si se estuviese confesando. Sus dedos de cera, sin pintar y sin ningún adorno, excepto un grueso anillo de oro de matrimonio, rozaban su pecho como si estuviera pasando las cuentas del rosario.
—Pero si la policía sabía la verdad…
—Claro que la sabía.
—Entonces no sé cómo pudo librarse de la cárcel. Es inconcebible.
—Ya te lo he dicho —dijo Ina ásperamente—, se libró de la cárcel porque Hilda Hopkins quería que se librase. Se trataba de los niños: ya era bastante trágico que hubiesen perdido a su padre. ¿De qué les serviría ver a una madre condenada por asesinato? Hilda Hopkins, igual que el viejo Mr. Hopkins, querían que Ann quedara impune, y los Hopkins, en su terreno, tienen poder para lavarle el cerebro a los policías, volver a tejer ideas, trasladar cadáveres desde la ducha hasta el pasillo. Tienen poder para controlar investigaciones. La muerte de David fue declarada accidental en una encuesta judicial que duró menos de un día. —Ina miró hacia el lado de Ann Hopkins y su acompañante. Este último, su frente clerical escarlata con el rubor de dos cócteles, no estaba escuchando en ese momento el murmullo implorante de su patrona, sino que miraba fijamente a Mrs. Kennedy con los ojos vidriosos de un loco, como si de un momento a otro fuera a salir disparado a pedirle que le firmase un autógrafo en el menú—. El comportamiento de Hilda ha sido extraordinario, impecable. Nadie sospecharía nunca que no fuese de verdad la protectora afectuosa y acongojada de una viuda afligida y muy legítima. Nunca ha dado una cena sin invitarla. Lo único que me pregunto es lo que se pregunta todo el mundo: cuando están solas, nada más que ellas dos, ¿de qué hablan? —Ina entresacó de su ensalada una hoja de lechuga Bibb, la pinchó con el tenedor y la examinó a través de sus gafas negras—. Hay al menos un detalle en el que los ricos, los realmente ricos, son diferentes de…, del resto de la gente. Entienden de verduras. El resto de la gente, bueno, todo el mundo puede arreglárselas con un roast beef, un buen filete, langostas. ¿Pero te has fijado cómo en los hogares de los muy ricos, en casa de los Wrightman, o los Dillon, en casa de los Bunny y los Babe, siempre sirven los vegetales más hermosos y variados? Los petits pois más verdes, zanahorias infinitesimales, un maíz tan fetal y tierno que parece nonato, unas judías más chiquititas que los ojos de un ratón, y ¡qué espárragos tiernos! ¡Qué lechuga salida de la más fina tierra! ¡Qué champiñones crudos! ¡Qué calabacines!
—Lady Ina ya estaba bajo los efectos del champán.
Mrs. Matthau y Mrs. Cooper se tomaron el café filtre muy despacio.
—Ya sé —dijo meditativa Mrs. Matthau, que estaba haciendo un análisis de la esposa de un héroe payaso de la TV de medianoche— que Jane es agobiante, todas esas llamadas, Dios mío, podría llamar al Atiendeplegarias y estarse una hora hablando. Pero es lista, y muy alerta, y cuando uno piensa lo que tiene que aguantar. Ese último episodio del que me habló: espeluznante. Verás, a Bobby le dieron una semana libre en el espectáculo, estaba tan exhausto que le dijo a Jane que lo único que quería era quedarse una semana en casa y pasarse toda la semana hecho un adán, metido en su pijama. Jane se quedó en éxtasis, compró cientos de revistas y libros, elepés nuevos y toda clase de golosinas de la Maison Glass. ¡Oh, iba a ser una semana maravillosa! Nada más que Jane y Bobby durmiendo, retozando y desayunando patatas al horno con caviar. Pero después del primer día Bobby se evaporó. Por la noche no fue a casa ni llamó. No era la primera vez, Dios lo sabe, pero Jane estaba desquiciada. Encima, no podía dar parte a la policía. ¡Menudo escándalo se habría armado! Pasó otro día, y ni una señal. Jane había estado cuarenta y ocho horas sin dormir. Sobre las tres de la madrugada sonó el teléfono. Bobby. Borracho. Jane dijo: Dios mío, Bobby, ¿dónde estás? Dijo que estaba en Miami, y Jane contestó, ya enojada, cómo cono había llegado a Miami, y Bobby dijo, ¡oh!, que se había ido al aeropuerto y había cogido un avión y Jane dijo: ¿y estás solo? Ya sabes lo sádico que es Bobby detrás de esa sonrisa de frambuesa, y dijo: «No, hay una persona echada aquí a mi lado. Le encantaría hablar contigo». Y al momento surge una voz de rubia oxigenada diciendo con una risita tonta y atemorizada: «¿De verdad, de verdad que es usted Mrs. Baxter? Ji, ji. Yo pensé que Bobby estaba haciendo una gracia, ji, ji. Acabamos de oír en la radio cómo estaba nevando ahí en Nueva York, o sea, debería estar usted aquí con nosotros, estamos a treinta y cinco grados». Defraudada Jane dijo: «Me temo que estoy demasiado enferma para viajar». Y la voz oxigenada, agitada y afligida: «Oh, Dios mío. ¡Cuánto lo lamento! ¿Qué le ocurre, monada?». Jane dijo: «Tengo doble dosis de sífilis y la gonorrea de siempre, una cortesía de ese gran cómico, mi marido, Bobby Baxter, y si no quiere que le ocurra lo mismo, le sugiero que salga de ahí pitando». Y Jane colgó el teléfono.
Mrs. Cooper se estaba divirtiendo, aunque no mucho. Se sentía más bien perpleja.
—¿Cómo puede una mujer tolerar algo semejante? Yo me divorciaría.
—Claro que te divorciarías. Pero tú tienes dos cosas que Jane no tiene.
—¿Ah, sí?
—La primera: pasta. La segunda: identidad.
Lady Ina pidió otra botella de Cristal.
—¿Por qué no? —preguntó en un tono retador ante mi expresión de preocupación—. Tranquilo, Jonesy. No tendrás que arrastrarme de la colita como a un cerdo. Es que me apetece hacer estallar el día en añicos dorados.
Ahora, pensé, va a contarme lo que quiere pero no quiere contarme. Bueno, no. Todavía, no. En vez de eso:
—¿Tienes ganas de oír una historia verdaderamente infame? ¿Realmente vomitiva? Pues mira a tu izquierda. A esa puerca que está sentada al lado de Betsy Whitney.
Era algo porcina, una inflada nena musculosa con una cara de un bronceado bahameño, llena de pecas y con unos miserables ojos bizcos. Parecía que llevase un sostén de lana y jugase mucho al golf.
—¿Es la mujer del gobernador?
—La mujer del gobernador —dijo Ina asintiendo, al mismo tiempo que miraba fijamente y con melancólico desprecio a la horrible bestia, cónyuge legal de un exgobernador de Nueva York—. Aunque quizá no me creas, era uno de los tipos más atractivos que haya nunca llevado pantalones, y se le ponía tiesa cada vez que miraba a esa marimacho. Sidney Dillon.
—El nombre, pronunciado por Ina, resultaba un silbido acariciador.
Claro. Sidney Dillon, fusionador de empresas, consejero de presidentes, una antigua pasión de Ina. Recuerdo que cogí una vez un ejemplar de lo que después de la Biblia y de El asesinato de Roger Ackroyd, era el libro favorito de Ina, Memorias de África de Isak Dinesen. De entre las páginas se cayó una foto polaroid de un nadador que estaba de pie a la orilla del agua, un hombre bien hecho y recio, con pelo en pecho, una cara reluciente de judío, y una sonrisa dura y burlona. Llevaba el bañador enrollado a la altura de las rodillas, con una mano apoyada sobre la cadera, muy sexy, y con la otra mano se la estaba meneando, una polla gorda y negruzca con la que se te hacía la boca agua. En el reverso, había una nota escrita con la letra juvenil de Ina que decía: Sidney, Lago di Garda. De camino a Venecia, junio de 1962.
—Dill y yo nos lo hemos contado siempre todo. Fue mi amante durante dos años, justo después de salir yo de la facultad y estar trabajando en el Harper’s Bazaar. Lo único que Dill me pidió que no contara jamás fue este asunto con la esposa del gobernador. Soy una puta al contártelo, y quizá no lo haría si no fuera por todas estas burbujas maravillosas que veo subir por mi copa. —Levantó la copa y, a través de la efervescencia soleada del champán, me miró fijamente—. Caballeros, la cuestión es: ¿por qué razón se volvería majareta un judío bien dotado y riquísimo, dinámico y educado, por una protestante cretina, de la talla cuarenta, que se pone zapatos de tacón bajo y agua de lavanda? Sobre todo, estando casado con Cleo Dillon, que es a mi juicio la criatura viviente más hermosa, exceptuando siempre a la Garbo de incluso hace diez años (a propósito, anoche la vi en casa de los Gunther, y debo decir que el conjunto había adquirido un aspecto vencido por el tiempo, seco y ventoso, como un templo abandonado, algo perdido en la selva de Angkor Wat. Pero eso es lo que ocurre cuando te pasas la mayor parte de tu vida amándote a ti mismo, y ni siquiera mucho).
»Dill tendrá ahora unos sesenta años. Aún podría tener a la mujer que quisiera y, sin embargo, ha suspirado durante años y años por esa guarra. Estoy seguro de que nunca ha comprendido del todo esta superperversión y el motivo que le impulsa a ella. O si lo hiciera, nunca lo reconocería, ni siquiera ante un psicoanalista. A los hombres como él no se les puede psicoanalizar nunca, ya que no se consideran comparables a ningún otro hombre. Pero, en lo que respecta a la esposa del gobernador, lo que ocurría era que, para Dill, ella representaba la encarnación viviente de todo lo que, como judío, se le negaba, se le prohibía, por muy seductor y rico que fuese: el Racquet Club, Le Jockey, el Links, White’s, todos esos lugares donde nunca podría sentarse a una mesa de backgammon, todos esos campos de golf donde nunca haría un tiro al hoyo. El Everglades y el Seminole, el Maidstone, St. Paul’s y St. Mark’s y demás, los sagrados colegios de Nueva Inglaterra a los que nunca podrían ir sus hijos. Lo confiese o no, ése es el motivo por el que quería follarse a la esposa del gobernador, para vengarse en esa culicerda presumida y hacerla sudar, chillar y llamarle papi. Sin embargo se mantuvo distante y nunca dio muestras de estar interesado por la dama, sino que esperó el momento en que las estrellas estuvieron en la constelación perfecta. La ocasión se presentó de improviso. Una noche Dill fue a una cena en casa de los Cowles. Cleo se había ido a una boda en Boston. La esposa del gobernador estuvo sentada junto a él durante la cena. También ella había ido sola, ya que el gobernador estaba fuera, en alguna parte, de campaña electoral. Dill estuvo gastando bromas, deslumbró a todo el mundo. Y allí estaba la esposa del gobernador, con sus ojitos de cerdo e indiferente, pero no pareció sorprendida cuando Dill le frotó su pierna contra la suya; y, cuando él le preguntó si podía llevarla a casa, ella asintió, aunque no con mucho entusiasmo, más bien con una entereza que le hizo ver que estaba dispuesta a aceptar cualquier cosa que él le propusiera.
»Por aquella época, Dill y Cleo vivían en Greenwich. Habían vendido su casa de Riverview Terrace, y no tenían más que un pied-à-terre de dos habitaciones en el Fierre, no más que una sala de estar y un dormitorio. En el coche, después de haber dejado la casa de los Cowles, Dill sugirió parar en el Pierre para tomar la última copa, quería saber qué opinaba ella acerca de su nuevo Bonnard. Dijo que estaría encantada de darle su opinión y ¿por qué no iba a tener una opinión la muy idiota? ¿No estaba su marido en la junta de directores del Museo de Arte Moderno? Después de que la esposa del gobernador viera, el cuadro, Dill le ofreció una copa y ella dijo que le gustaría tomar un brandy. Lo bebió sorbito a sorbito, sentada frente a él, al otro lado de la mesita de café. No sucedió nada en absoluto entre los dos, salvo que ella, repentinamente, estuvo muy locuaz, habló de la feria de caballos de Saratoga y de un partido de golf, agujero por agujero, que había jugado con Doc Rolden en Lyford Cay. Habló de la cantidad de dinero que Joan Payson le había sacado jugando al bridge, y de la muerte del dentista al que ella solía ir desde pequeña, y dijo que no sabía ahora qué hacer con sus dientes. ¡Uf!, siguió dándole a la lengua hasta que fueron las dos, y Dill no dejó de mirar su reloj, no sólo porque había tenido un día muy ajetreado y estaba ansioso, sino porque Cleo estaría de vuelta en el primer avión que venía de Boston: le había dicho que le vería en el Pierre antes de que se fuese a su despacho. De modo que al final, mientras ella seguía parloteando sobre ortodoncia, Dill le cerró el pico: “Discúlpame, querida, ¿pero quieres follar o no?”. Hay algo que debe decirse de los aristócratas, hasta los más estúpidos han mamado cierto tipo de distinción. Entonces ella se encogió de hombros: “Bueno, sí, supongo”, como si una dependienta le estuviese preguntando si le gustaba el aspecto de un sombrero. Simplemente resignada, por así decirlo, ante el familiar y agresivo descaro judío.
»En el dormitorio, le dijo a Dill que no encendiera las luces. En esto insistió mucho y, a la vista de lo que ocurrió al final, apenas se le puede reprochar su insistencia. Se desvistieron en la oscuridad. Ella tardó una eternidad, que si desabrocharse, deshacerse nudos, abrirse cremalleras, y no abrió la boca excepto para resaltar el hecho de que, como era obvio, los Dillon dormían en la misma cama, ya que sólo había una. Y Dill le dijo que sí, que él era muy afectuoso, un nene de su mamá que no se dormía a menos que tuviera algo blando contra lo que apretujarse. La esposa del gobernador no era ni una apretujona ni una besucona. Besarla, según Dill, era como jugar al juego del beso con una ballena muerta y putrefacta: realmente, necesitaba un dentista. Ninguno de sus trucos la cautivaron, allí estaba, tumbada, inerte, como una misionera a la que estuviesen ultrajando una serie de swahilis sudorosos. Dill no pudo correrse. Se sentía como si estuviera chapoteando en una especie de charco extraño, todo el entorno era tan resbaladizo que no podía aferrarse como es debido. Pensó que quizá lamiéndola ahí abajo…, pero en el instante en que empezaba, ella le levantó de los pelos: “Nononono, por el amor de Dios, ¡no hagas eso!”. Dill se resignó, dio una vuelta, se puso a su lado y dijo: “No creo que quieras chupármela”. Ella ni se molestó en contestar, de modo que él le dijo, muy bien, cáscamela y lo dejamos. Pero ella ya estaba de pie y le pidió que por favor no encendiera las luces, por favor, y dijo no, que no necesitaba llevarla a casa, que se quedase donde estaba, que se durmiera, y mientras Dill estaba allí tumbando oyéndola vestirse, bajó la mano para meneársela él mismo, y en esto que al tocar…, al tocar… Dio un brinco y encendió la luz de un golpe. Tenía las partes pegajosas y extrañas al tacto, como si estuviesen todas cubiertas de sangre. Y así era. Igual que la cama. Las sábanas tenían manchas de sangre del tamaño de Brasil. La esposa del gobernador acababa de coger su bolso y de abrir la puerta; Dill dijo: «Pero ¿qué diablos es esto? ¿Por qué lo has hecho?». Y en ese momento supo por qué, no porque se lo dijera ella, sino por la mirada con que la sorprendió al cerrar la puerta: igual que Cariño, el cruel maître del antiguo Elmer’s, conduciendo a un tipo sucio con traje azul y zapatos marrones hasta una mesa en el último rincón del restaurante. La esposa del gobernador se había burlado de él, le había castigado por su arrogancia judía. Jonesy, ¿no comes?
—No es que esta conversación estimule mucho mi apetito.
—Ya te advertí que era una historia infame y todavía no hemos llegado a lo mejor.
—Muy bien. Estoy listo.
—No, Jonesy. Si te vas a marear, no sigo.
—Me arriesgaré —dije.
Mrs. Kennedy y su hermana se habían marchado. La esposa del gobernador se estaba ya marchando, y M. Soulé resplandecía y se inclinaba tras su paso de mujer culona. Mrs. Matthau y Mrs. Cooper seguían presentes pero en silencio, aguzando las orejas para oír nuestra conversación. Mrs. Matthau estaba manoseando un pétalo caído de una rosa amarilla, y sus dedos se pusieron rígidos cuando Ina prosiguió:
—El pobre Dill no se dio cuenta del alcance del problema hasta que quitó las sábanas de la cama y descubrió que no había otras limpias de recambio. Cleo utilizaba la ropa blanca del Pierre, y en el hotel no tenían ninguna sábana suya. Eran las tres de la madrugada y, evidentemente, no podía llamar a la chica de servicio. ¿Qué iba a decir? ¿Cómo iba a explicar que había perdido las sábanas a esas horas? Lo peor del asunto era que Cleo estaría despegando de Boston en cuestión de horas y con independencia de las veces que Dill se acostaba con otras, siempre había tenido mucho mucho cuidado en no proporcionarle a Cleo ninguna pista. La amaba de verdad, y, ¡Dios mío!, ¿qué iba a decir cuando viese la cama? Se dio una ducha fría e intentó acordarse de algún amigote a quien poder llamar y pedirle que se diera prisa en traer unas sábanas limpias. Y pensó en mí, claro. Confiaba en mí, pero yo estaba en Londres. Y también tenía a su antiguo criado, Wardell. Wardell era marica y estaba loco por Dill, y había sido esclavo durante veinte años sólo por el privilegio de enjabonarle cada vez que Dill se bañaba; pero Wardell ya estaba viejo y con artritis, Dill no podía llamarle a Greenwich y pedirle que hiciese todo el trayecto en coche hasta la ciudad. Entonces se dio cuenta de que tenía un montón de amiguetes, pero en realidad ningún amigo. Al menos de esos a los que puedes llamar a las tres de la madrugada. En su empresa tenía empleadas a más de seiscientas personas, pero no había ninguna que le hubiera llamado alguna vez algo que no fuese Mr. Dillon. En fin, que el chico sintió pena por sí mismo. De modo que se sirvió un whisky bien cargado y empezó a buscar por la cocina un paquete de detergente, pero no encontró ninguno y al final tuvo que usar una pastilla de Fleurs des Alpes. Para lavar las sábanas. Las puso a remojo en la bañera, en agua hirviendo. Las restregó una, y otra vez. Las aclaraba y otra vez las requeterrestregaba. Allí estaba el poderoso Mr. Dillon, arrodillado y dándole fuerte a las sábanas como una campesina española a la orilla de un río.
Dieron las cinco, las seis, el sudor le caía a chorros y se sentía como si estuviese atrapado en una sauna. Contó que al día siguiente, al pesarse, vio que había perdido alrededor de cinco kilos. Ya era completamente de día antes de que las sábanas parecieran verosímilmente blancas. Pero estaban húmedas. Se preguntó si serviría de algo colgarlas en la ventana, o ¿no conseguiría más que atraer a la policía? Al final se le ocurrió secarlas en el horno de la cocina. Era sólo uno de esos hornitos de hotel, pero las embutió dentro y las puso a cocer a doscientos cincuenta grados, y ¡chico!, vaya si cocieron: echaron humo y hasta vapor, el hijo de puta se quemó la mano para sacarlas. Eran ya las ocho y no le quedaba tiempo, de modo que decidió que no había nada que hacer excepto disponer la cama con las sábanas empapadas y echando vapor, meterse dentro y rezar sus oraciones. Y las estaba rezando de verdad cuando empezó a roncar. Cuando se despertó era mediodía y había una nota de Cleo en el escritorio: «Cariño, estabas durmiendo tan profunda y dulcemente que he entrado de puntillas, me he cambiado y he seguido hasta Greenwich. Ven rápido a casa».
Las Mesdames Cooper y Matthau, que ya habían oído bastante, se prepararon para salir con una expresión molesta.
Mrs. Cooper dijo:
—Que-querida, esta tarde hacen una subasta de lo más maravillosa en Park Bernet, tapices góticos.
—¿Y qué coño —preguntó Mrs. Matthau— hago yo con un tapiz gótico?
—Pensaba que podían resultar divertidos para hacer picnic en la playa —respondió Mrs. Cooper—. Ya sabes, para extenderlos en la arena.
Lady Ina, después de sacar de su bolso una polvera Bulgari, una polvera hecha de esmalte blanco y copos de diamante que recordaban a los prismas de nieve, se empolvó la cara con la borla. Empezó por la barbilla, siguió por la nariz y, para cuando me di cuenta, ya estaba arremetiendo contra los cristales de sus gafas oscuras.
—Ina, ¿qué haces? —le dije.
—¡Maldita sea, maldita sea! —dijo. Se quitó las gafas y las limpió con una servilleta. Se le había resbalado una lágrima hasta quedarse colgando del borde de la aleta de la nariz, como una gota de sudor. No era un bonito espectáculo, ni tampoco lo eran sus ojos, rojos y venosos, debido al montón de lágrimas derramadas en noches de duermevela—. Me voy a México, a divorciarme.
Nadie habría pensado que eso la hacía desgraciada. Su marido era el pelmazo más imponente de Inglaterra, un logro nada desdeñable, teniendo en cuenta la competencia: el conde de Derby, el duque de Malborough, por no citar más que a dos. Por supuesto, ésa era la opinión de Lady Ina. Sin embargo, me imaginaba por qué se había casado con él. Era rico, estaba técnicamente vivo, era un buen follador siempre con el arma a punto, y por tal motivo reinaba en los círculos de aficionados a la caza, el Valhalla del aburrimiento. Mientras que Ina… Ina era una cuarentona y una divorciada múltiple por el chasco que se había llevado con Rothschild, quien se había sentido muy satisfecho con ella como amante, pero no la había considerado suficientemente importante como para convertirla en su esposa. Por eso se sintieron aliviados sus amigos cuando Ina regresó de una partida de caza en Escocia como la prometida de Lord Coolbirth. Bien es verdad que el hombre no tenía ningún sentido del humor, que era soso y desabrido, como un oporto decantado demasiado tiempo, pero, a fin de cuentas, era un partido lucrativo.
—Sé lo que estás pensando —observó Ina entre nuevos hilillos de lágrimas—, que si consigo una buena indemnización, aún debería felicitarme. No digo que Cool no fuera duro de aguantar. Era como vivir con una armadura. Pero es verdad que… me sentía segura. Era la primera vez que tenía la impresión de estar con un hombre al que era imposible que perdiera. ¿Quién iba a quererle? Pero he aprendido algo, Jonesy, y abre bien los oídos: siempre hay alguna por ahí dispuesta a atrapar a un viejo marido. Siempre. —Ina se vio interrumpida por un hipo en crescendo. M. Soulé, que la observaba desde una distancia encubierta, arrugó los labios. Yo me mostré indiferente, indolente—. Pero es que ya no podía soportar ni uno solo de esos húmedos fines de semana escoceses, con esas balas zumbando a mi alrededor. De modo que empezó a irse solo, y al cabo de un tiempo comencé a notar que, allá donde fuese, era seguro que iba Elda Morris, tanto si se trataba de una partida de caza de patos salvajes en las Hébridas, como de una cacería de verracos en Yugoslavia. Hasta que fue a España en pos de él cuando Franco organizó aquella gran cacería el pasado mes de octubre. Yo no le di mucha importancia al asunto. Elda es una virgen cincuentona y muy severa. Sigo sin imaginarme a Cool queriendo meterse en esas bragas oxidadas.
Alargó la mano hasta la copa de champán y, sin alcanzar su destino, la dejó caer como un borracho que se desploma repentinamente cuan largo es en la calle.
—Hace dos semanas —empezó a decir en voz baja y con su acento de Montana aún más marcado—, cuando Cool y yo volábamos a Nueva York, me di cuenta de que me estaba mirando fijamente con un, hmmm, ceño de serpiente. Normalmente tiene cara de huevo. Sólo eran las nueve de la mañana, pero ya estábamos bebiendo ese repugnante champán de los aviones y, al terminar la botella y darme cuenta de que seguía mirándome de ese modo… homicida, le dije: ¿Qué es lo que te preocupa, Cool? Y él dijo: «Nada que no pueda remediarse con el divorcio». Imagínate qué perversidad. ¡Soltarme algo semejante en un avión! ¡Habiendo estado tantas horas juntos y sin poder largarte, dar voces o gritar! Fue doblemente desagradable por su parte, ya que sabe que me aterra volar, y sabía que estaba atiborrada de píldoras y alcohol. Por eso me voy a México. —Su mano recuperó por fin la copa de Cristal. Suspiró, un sonido de abandono como las hojas de otoño arremolinándose—. Una mujer como yo necesita a un hombre. No por el sexo. Bueno, me gusta echar un buen polvo, pero ya he tenido lo mío. De eso puedo prescindir. Pero no puedo prescindir de un hombre. Las mujeres como yo no tienen otro objetivo, ni ningún otro modo de proyectar sus vidas. Aunque le odie, aunque tenga una cabeza de hierro y un corazón de algodón, siempre es mejor que esta rutina viajera. Es posible que la libertad sea lo más importante en la vida, pero existe algo que podríamos llamar demasiada libertad, y ya no tengo edad para esas cosas, no puedo volver a enfrentarme a esas largas cacerías, estarme toda la noche sentada en el Elmer’s o en Annabel’s con un tipo nadando en un mar de cócteles. Y todas tus viejas amigas invitándote a sus cenas de largo sin necesitar en realidad a una mujer de más, y preguntándose dónde van a encontrar a un hombre de más «conveniente» para una fulana ya vieja como Ina Coolbirth. Como si hubiera algún hombre «conveniente» de más en Nueva York. O en Londres, o en Butte, Montana, si vamos a eso. Todos son maricas. O deberían serlo. A eso me refería cuando le dije a la princesa Margarita que era una lástima que no le gustasen los maricas, porque siendo así iba a tener una vejez muy solitaria. Los maricas son las únicas personas que se muestran amables con las viejas mundanas, y yo les adoro, siempre les he adorado, pero de verdad que no estoy dispuesta a convertirme en una querida a jornada intensiva de los maricas. Antes me hago tortillera.
»No, Jonesy, eso nunca ha entrado en mi repertorio. Pero comprendo la atracción por una mujer de mi edad, alguien que no pueda soportar la soledad, que necesite consuelo y admiración. Algunas tortilleras saben cumplir ese papel. No hay nada más agradable o seguro que un buen nidito de amor y sexo. Recuerdo cuando vi a Anita Hohnsbeen en Santa Fe. ¡Qué envidia me dio! Aunque siempre he envidiado a Anita. Cuando yo era una pipiola en el Sarah Lawrence, ella ya estaba en el último año. Creo que todo el mundo perdió la chaveta por Anita. No era hermosa, ni guapa, pero era tan brillante y sosegada y limpia, su pelo, su piel. Anita tenía siempre el aspecto del primer amanecer en la Tierra. Si no hubiera tenido tanta pasta, y si su madre, una sureña trepadora, hubiera dejado de presionarla, creo que se habría casado con un arqueólogo y habría vivido feliz, excavando vasijas en Anatolia durante toda su vida. Pero ¿por qué desenterrar ahora la desgraciada historia de Anita? Cinco maridos y un hijo retrasado, ¡qué desperdicio! Hasta que llegó a tener varios cientos de colapsos y a pesar cuarenta y cinco kilos, momento en el cual su médico la envió a Santa Fe. ¿Sabías que Santa Fe es la capital tortillera de los Estados Unidos? Lo que es San Francisco para les garçons, lo es Santa Fe para las Hijas de Bilitis. Supongo que es porque a las más marimachos les gusta disfrazarse con botas y vaqueros. En Santa Fe vive una mujer encantadora, Megan O’Meaghan, y Anita la conoció, oye, aquello fue la solución. Todo lo que Anita había necesitado siempre era un buen par de tetas que chupar. Ahora Anita y Megan viven en un laberinto de adobe al pie de las colinas, y Anita tiene un aspecto… casi tan fresco y saludable como cuando íbamos juntas al colegio. Bueno, resulta un poco ñoño, hogueras de piñas secas, muñecas indias de fetiche, mantas indias y las dos damas trasteando en la cocina, haciendo tacos caseros y un cóctel margarita perfecto. Tú dirás lo que quieras, pero es uno de los hogares más agradables donde he estado en mi vida. ¡Qué suerte la de Anita!
Se levantó tambaleándose, como un delfín quebrantando la superficie del mar, echó la mesa hacia atrás (volcando una copa de champán), cogió su bolso y dijo:
—Vuelvo enseguida.
Y escoró en dirección a la puerta de espejos de los aseos del Côte Basque.
Aunque el sacerdote y la asesina seguían en su mesa cuchicheando y dando sorbitos, las salas del restaurante se habían vaciado, y M. Soulé se había retirado. Sólo quedaban las chicas del guardarropa y unos pocos camareros que sacudían las servilletas impacientemente. Los mozos volvían a poner las mesas y arreglaban las flores para los visitantes nocturnos. Se respiraba una atmósfera de agotamiento lujoso, como una rosa marchita que se deshojara, mientras afuera sólo aguardaba el fracasado atardecer de Nueva York.
FIN