II. KATE McCLOUD

«Quizá sea una oveja negra, pero mis pezuñas son de oro».

P. B. JONES (bajo los efectos de la gripe).

Durante esta semana, mi santa jefa, Miss Self, me envió a siete «citas» en tres días, aunque alegué de todo, desde bronquitis a gonorrea. Y ahora intenta convencerme para que aparezca en una película porno («escucha, P. B., cariño. Es una producción de calidad. Con guión. Puedo conseguirte doscientos diarios). Pero no quiero meterme en esas historias, y menos ahora».

De todas formas, anoche tenía la sangre demasiado rizada, me sentía demasiado intranquilo como para dormirme. Era imposible, y es que no podía estar aquí tumbado, despierto, en mi divina celda del YMCA. escuchando los pedos de medianoche y los lamentos de las pesadillas de mis hermanos cristianos.

De modo que decidí recorrerme la calle Cuarenta y dos oeste, que no cae muy lejos de aquí, y buscar una película en uno de esos palacios del cine abiertos toda la noche y con aroma a amoníaco. Cuando me puse en camino, eran más de la una y el itinerario de mi paseo me llevó por nueve manzanas de la Octava Avenida. Prostitutas, negros, puertorriqueños, unos cuantos blancos y, en realidad, todos los estratos sociales de gente de la calle, los lujuriosos chulos latinos (uno con un sombrero blanco de visón y una pulsera de diamantes), los cabeceantes heroinómanos dando cabezadas desde los portales, los chaperos, entre los cuales los más valientes eran los gitanos, puertorriqueños y rudos montañeses fugitivos de no más de catorce o quince años («Señor, ¡diez dólares! ¡Fólleme toda la noche!») que rondaban por las aceras como un águila ratonera sobrevolando un matadero. Y, de vez en cuando, el coche de la policía patrullando, con sus pasajeros desinteresados y sin ver nada, al haberlo visto todo hasta tener reuma en los ojos de ver el espectáculo.

Pasé por delante del Loading Zone, un bar de sadomasoquistas entre la calle Cuarenta y la Octava Avenida, y vi a una pandilla de chacales con cascos de cuero y chaquetas de cuero, aullando y riéndose, apiñados en la acera alrededor de un joven vestido exactamente igual que ellos, el cual, inconsciente, estaba tendido en el suelo entre el bordillo y la acera, y todos sus amigos, colegas, torturadores o como coño quieran ustedes llamarles, se le estaban meando encima, empapándole de pies a cabeza. Nadie se fijaba. Bueno, se fijaban, pero sólo lo suficiente para moderar un poco sus movimientos. Todo el mundo pasaba de largo, todos excepto una pandilla de prostitutas indignadas, negras, blancas, y de ellas por lo menos la mitad travestís, que no cesaban de gritarles a los meones («¡Ya vale, eh, ya vale, maricones, maricones de mierda!») y de golpearles con sus bolsos hasta que los chicos de cuero empezaron a regarlas de arriba abajo, riéndose aún más fuerte, y las «chicas», con sus pantalones elásticos y sus pelucas surrealistas (arándano, fresa, vainilla, dorado afro), salieron corriendo, volando calle abajo con alas en el culo y chillando, aunque divertidas: «¡Maricas. Maricones, miserables maricas de mierda!».

En la esquina, se quedaron dudando si interrumpir a un predicador, o uno de esos oradores, quien, al igual que un exorcista derribando a los demonios, estaba atacando a un auditorio movedizo y holgazán de marineros y chaperos, traficantes y mendigos, y chicos del campo, basura blanca recién llegada a la estación de autobuses de Port Authority. «¡Sí, sí!», gritaba el predicador, las luces titilantes de un puesto de perritos calientes le daban un color verde a su cara histérica, hambrienta, tirante y joven:

—El diablo se está revolcando dentro de ustedes —gritó con su voz de Oklahoma, erizada como un alambre de espino—. El diablo se ha apropiado de ustedes y ahí lo tienen, grueso y alimentándose de su maldad. ¡Dejen que la luz del señor lo mate de hambre! ¡Dejen que la luz del señor los eleve hasta el cielo!

—¿Ah, sí? —vociferó una de las putas—. No hay Señor que levante a nadie tan pesado como tú. Estás demasiado lleno de mierda.

La boca del predicador se retorció con un resentimiento lunático:

—¡Son una basura, una mierda! Una voz le respondió:

—¡Calla! ¡No las insultes!

—¿Qué? —dijo el predicador, gritando de nuevo.

—Yo no soy mejor que ellas. Y tú no eres mejor que yo. Todos somos iguales.

Y de repente me di cuenta de que la voz era la mía, y pensé: anda chico, estás perdiendo los estribos, los sesos se te salen por las orejas.

De modo que me metí rápidamente en el primer cine que me salió al paso, sin molestarme en mirar qué películas proyectaban. En el vestíbulo me compré una tableta de chocolate y una bolsa de palomitas de maíz con mantequilla; desde el desayuno aún no había comido nada. Después busqué un sitio en el gallinero, lo cual fue un error, ya que es en los gallineros de estos emporios abiertos todo el día donde las sombras infatigables de los buscadores de sexo serpentean y deambulan entre las filas. Putas hundidas, mujeres de sesenta y setenta años que quieren chupártela por un dólar (¿cincuenta centavos?), y hombres que ofrecen el mismo servicio por nada, y otros hombres, a veces cierta clase de ejecutivos un tanto conservadores cuya especialidad al parecer es hacer proposiciones deshonestas a los numerosos borrachos amodorrados.

Acto seguido, en la pantalla, vi a Montgomery Clift y a Elizabeth Taylor. Una tragedia americana. Una película que había visto dos veces por lo menos y no es que fuese una película grandiosa; sin embargo, era muy buena, sobre todo la escena final que aparecía en pantalla justo en ese momento: Clift y la Taylor de pie, juntos, separados por los barrotes de la celda de la muerte, ya que a Clift sólo le quedan unas horas para ser ejecutado. Clift, un fantasma poético dentro de su traje gris de la muerte, y la Taylor, con diecinueve años y deslumbrante, sublimemente fresca como una lila después de la lluvia. Triste. Triste. Lo suficiente como para que a Calígula se le saltasen las lágrimas. Me atraganté al llenarme la boca de palomitas.

Terminó la película e inmediatamente siguió Río rojo, la historia de amor de vaqueros con John Wayne y, una vez más, Montgomery Clift. Fue el primer papel importante de Clift, el que lo convirtió en una estrella. Mis motivos tenía para recordarlo.

¿Se acuerdan de Turner Boatwright, el difunto, el no muy llorado director de la revista, mi antiguo mentor (y némesis), ese querido amigo al que un latino enloquecido por la droga apaleó hasta que se le paró el corazón y se le saltaron los ojos de la cabeza?

Una mañana, cuando todavía disfrutaba de sus favores, me llamó y me invitó a cenar:

—Es sólo una fiestecita. Seis en total. La doy para Monty Clift. ¿Has visto su última película, Río rojo? —preguntó. Y siguió explicándome que conoció a Clift hacía mucho tiempo, cuando era un actor muy joven, un protégé de los Lunt—. Bueno —dijo Boaty—, le pregunté si había alguien en particular a quien quería que invitase y dijo que sí, a Dorothy Parker, siempre había querido conocer a Dorothy Parker. Y pensé, ¡oh! ¡Dios mío!, porque Dorothy se ha convertido en una borracha de tal calibre que nunca sabes cuándo va a aterrizarle la cara en la sopa. Sin embargo, llamé a Dottie y dijo ¡oh!, que le emocionaría ir a la fiesta. Pensaba que Monty era el hombre más guapo que había visto en su vida. «Pero no puedo —dijo— porque ya me he comprometido con Tallulah para cenar esta noche, y ya sabes cómo es: me tiraría a la vía del tren si intentara escaquearme». De modo que le dije, escucha, Dottie, déjame arreglarlo: llamaré a Tallulah y la invitaré también a ella. Y eso es lo que ocurrió. Tallulah dijo que le encantaría asistir, ca-ca-riño, pero que había un problema, ya había invitado a Estelle Winwood, ¿podía llevar a Estelle?

Era una idea embriagadora reunir a estas tres formidables mujeres en la misma habitación: Bankhead, Dorothy Parker y Estelle Winwood. La invitación de Boaty era para las siete y media, con un margen de una hora para los cócteles antes de la cena que él mismo había preparado: sopa senegalesa, estofado, ensalada, un surtido de quesos y soufflé de limón. Llegué algo temprano para ver si podía ser de alguna ayuda, pero Boaty, que llevaba una chaqueta de terciopelo color aceituna, estaba tranquilo, todo en orden, no quedaba nada por hacer salvo encender las velas.

El anfitrión nos sirvió a cada uno de nosotros uno de sus martinis «especiales», ginebra a cero grados a la que se le había añadido una gota de Pernod.

—Nada de vermú. Sólo un toque de Pernod. Un viejo truco que me enseñó Virgil Thompson.

Las siete y media se convirtieron en las ocho. Cuando íbamos por nuestra segunda copa, los demás invitados ya llevaban una hora de retraso, y la serenidad de Boaty, lustrosamente tricotada, empezó a desenmarañarse. Empezó a mordisquearse las uñas, una complacencia de lo menos característica. A las nueve estalló:

—Dios mío, ¿se dan cuenta de lo que he hecho? Yo no sé Estelle, pero las otras tres son todas unas borrachas. He invitado a cenar a tres alcohólicas. Una ya está mal, pero tres. No acudirán nunca.

Sonó la campanilla de la puerta.

—Ca-ca-riño… —Era Miss Bankhead, girando dentro de un abrigo de visón del mismo color que su largo cabello holgadamente ondulado—. ¡Cuánto lo lamento! Toda la culpa ha sido del taxista. Nos llevó a una dirección equivocada. A un infame bloque de pisos del West Side.

—Benjamín Katz. Así se llamaba. El taxista —dijo Miss Parker.

—Te equivocas, Dottie —la corrigió Miss Winwood mientras las damas se quitaban sus abrigos y Boaty las escoltaba hasta su oscuro salón Victoriano, donde unos troncos crujían alegremente en una chimenea de mármol.

—Se llamaba Kevin O’Leary. Sufría muchísimo del virus irlandés. Por eso no sabía adónde se dirigía.

—¿Virus irlandés? —dijo Miss Bankhead.

—El alcohol, querida —dijo Miss Winwood.

—¡Ah, el alcohol! —suspiró Miss Parker—. Eso es exactamente lo que necesito.

—Aunque un ligero balanceo en su modo de andar hacía pensar que otra copa era exactamente lo que no necesitaba.

—Un bourbon con agua —pidió Miss Bankhead—. Y no seas tacaño.

Miss Parker, quejándose de cierta crise de foie, se negó al principio, pero después dijo:

—Bueno, un vaso de vino quizá.

Yo estaba de pie junto a la chimenea y Miss Bankhead, espiándome, se lanzó hacia adelante. Era una mujer bajita, pero, debido a su voz gruñona y a su vitalidad invencible, parecía una amazona.

—Y —dijo, entornando sus ojos miopes en un parpadeo— ¿es éste Mr. Clift, nuestra nueva gran estrella? Le dije que no, que me llamaba P. B. Jones.

—No soy nadie, sólo un amigo de Mr. Boatwright.

—¿No serás otro de sus «sobrinos»?

—No, soy escritor, o quiero serlo.

—¡Boaty tiene tantos sobrinos! Me pregunto de dónde los saca. ¡Maldita sea!, Boaty, ¿dónde está mi bourbon?

Cuando los invitados se sentaron en los sofás de piel de Boaty, llegué a la conclusión de que Estelle Winwood, una actriz por aquel entonces con poco más se sesenta años, era la más importante de las tres. La Parker tenía el aspecto de esas mujeres a las que cualquiera le cedería inmediatamente el sitio en el metro, una niña vulnerable engañosamente imposibilitada que se hubiese ido a dormir y se hubiese despertado cuarenta años más tarde con ojos hinchados, dentadura postiza y whisky en el aliento. Y la Bankhead tenía la cabeza demasiado grande para su cuerpo y los pies demasiado pequeños. En cualquier caso, su presencia era demasiado fuerte para que una habitación la contuviera: necesitaba un auditorio. Pero Miss Winwood era una criatura exótica, delgada como una serpiente, tiesa como una directora de colegio. Llevaba un sombrero de paja descomunal, de ala ancha, que no se quitó en toda la noche. El ala del sombrero oscurecía la palidez perlina de su arrogante rostro y ocultaba, aunque no con demasiado éxito, la malicia que encendía ligeramente sus ojos púrpura. Estaba fumando un cigarrillo, y descubrimos que los empalmaba uno tras otro, igual que Miss Bankhead. Y que Miss Parker.

Miss Bankhead se encendió un cigarrillo con la punta de otro, e hizo saber:

—Anoche tuve un sueño extraño. Soñé que estaba en el Savoy, en Londres. Bailando con Jock Whitney. Vamos, eso era un hombre atractivo. Con esas grandes orejas rojas y esos hoyuelos.

—Y bien, ¿qué hay de extraño en eso? —dijo Miss Parker.

—Nada. Excepto que hace veinte años que no había pensado en Jock. Y después, esa misma tarde, lo vi. Estaba cruzando la calle Cincuenta y siete en una dirección, y yo iba en sentido contrario. No estaba muy cambiado, algo más grueso, un poco mofletudo. ¡Dios mío, qué bien la pasábamos juntos! Solía llevarme a los partidos y a las carreras. Pero, en la cama, nunca salía bien. ¡La misma historia de siempre! En una ocasión fui a un psicoanalista y malgasté cincuenta dólares la hora en intentar descubrir por qué nunca funciono con hombres que amo de verdad, y que me vuelven loca de verdad. En cambio, con cualquier tramoyista que me importa un rábano, me quedo exhausta.

Boaty apareció con las bebidas. Miss Parker vació su copa de un solo trago, y acto seguido dijo:

—¿Por qué no traes la botella y la dejas en la mesa?

—No sé qué puede haberle pasado a Monty —dijo Boaty—. Por lo menos podría haber llamado.

—Miau, miau. —El maullido lastimero de un gato iba acompañado del ruido de unas uñas que arañaban la puerta principal—. ¡Miau!

Pardonnez-moi, señor —dijo el joven Mr. Clift, al tiempo que se desplomó en la habitación y se abrazó a Boaty—: He estado durmiendo la mona.

Así de pronto, yo diría que no la había dormido del todo. Cuando Boaty le ofreció un martini, me di cuenta de que sus manos temblaban mientras se esforzaba por sostenerlo.

Debajo de su arrugada gabardina llevaba unos pantalones de franela gris y un suéter gris de cuello vuelto. También llevaba unos calcetines a rombos y unos mocasines. Se quitó los zapatos de un puntapié y se sentó a los pies de Miss Parker.

—De sus relatos, el que más me gusta es el que trata de una mujer que está esperando a que suene el teléfono, esperando que llame un tipo que intenta mandarla a la porra, y la mujer sigue inventándose motivos por los cuales no llama, y suplicándose a sí misma no llamarle. Todo eso lo conozco. Yo mismo lo he sufrido. Y ese otro relato «Big Blonde», en el que la mujer se traga todas las pastillas. Sólo que no se muere, se despierta y tiene que seguir viviendo. ¡Uau!, odiaría que me pasara eso. ¿Ha conocido usted a alguien a quien le haya pasado?

Miss Bankhead se rió:

—Pues claro que conoce a alguien. Dottie siempre está engullendo pastillas o cortándose las venas. Recuerdo que una vez fui a verla al hospital, tenía las venas vendadas con gasa rosa, con unos lazos de gasa rosa muy monos. Bob Benchley dijo: «Dottie, si no dejas de hacer eso, uno de estos días vas a hacerte daño».

—Benchley no dijo eso —protestó Miss Parker—. Lo dije yo. Dije: si no dejo de hacer esto, un día voy a hacerme daño.

Durante la hora siguiente, Boaty anadeó entre la cocina y el salón, yendo por bebidas y más bebidas, y afligiéndose por la cena, sobre todo por el estofado, que se estaba quedando seco. Ya pasaba de las diez cuando convenció a los demás para que se instalaran alrededor de la mesa del comedor, y yo, para ayudar, serví el vino que en cualquier caso era el único sustento que parecía interesar a todo el mundo. Clift dejó caer un cigarrillo en su recipiente de sopa senegalesa que estaba intacto, y se quedó inerte, mirando fijamente al vacío, como si estuviera representando a un soldado con neurosis de guerra. Sus compañeras fingieron no darse cuenta y Miss Bankhead siguió con su serpenteante anécdota (era cuando tenía una casa en el campo, y Estella vivía conmigo y estábamos tumbadas fuera en el césped escuchando la radio. Era una radio portátil, una de las primeras que se fabricaron. De pronto apareció la voz de un locutor. Pidió nuestra atención para dar un aviso importante. Resultó tratarse del secuestro Lindbergh. De cómo alguien había utilizado una escalera para trepar y meterse en la habitación del bebé y robarlo. Cuando terminó el aviso, Estella bostezó y dijo: «Bien, en esto por lo menos no estamos metidas nosotras, Tallulah»).

Mientras Miss Bankhead hablaba, Miss Parker hizo algo tan extraño que atrajo la atención de todos nosotros. Hasta hizo callar a Miss Bankhead. Con lágrimas en los ojos, Miss Parker estaba tocando la cara hipnotizada de Clift, y con sus dedos rechonchos le estaba rozando la frente, las mejillas, los labios, la barbilla.

—¡Maldita sea, Dottie! —dijo Miss Bankhead—. ¿Quién te crees que eres, Hellen Keller?

—Es tan hermoso —murmuró Miss Parker—. Delicado. Hecho con tanta finura. El hombre más bello que he visto en mi vida. Qué lástima que sea un chupapollas. —Y, acto seguido, dulcemente, con los ojos abiertos de par en par y el candor de una niña, dijo—. ¡Oh, oh, querida! ¿He dicho algo que esté mal? Lo que quiero decir es que es un chupapollas, ¿no, Tallulah?

—Bien, ca-ca-riño —dijo Miss Bankhead—. La verdad es que no sabría decirte. Mi polla no la ha chupado nunca.

Me sentía incapaz de mantener los ojos abiertos. Río rojo era muy aburrida, y el olor a desinfectante de letrinas me estaba cloroformizando. Necesitaba beber algo y ese algo lo encontré en el bar irlandés de la calle Treinta y ocho y la Octava Avenida. Estaban a punto de cerrar, pero una gramola seguía funcionando, y había un marinero bailando solo. Pedí una ginebra triple. Al abrir la cartera, se me cayó una tarjeta. Una tarjeta de visita blanca con un nombre, dirección y número de teléfono: Roger W. Appleton Farms, Aptdo. 711, Lancaster, Pa. Tel: 905-537-1070. Me quedé mirando la tarjeta fijamente, preguntándome cómo podía haber llegado a mis manos. ¿Appleton? Un largo trago de ginebra me iluminó la memoria. Appleton. Claro. Un cliente del Self Service. Uno de los pocos que puedo recordar con agrado. Pasamos una hora juntos en su habitación del Yale Club. Un hombre mayor, pero curtido, fuerte, bien hecho y con un apretón de manos que podía estrujarte los huesos. Un tipo agradable, muy abierto. Me habló mucho de sí mismo: después de morir su primera esposa, se casó con una mujer mucho más joven. Y vivían en las tierras de una extensa granja llena de árboles frutales, vacas sueltas rumiando y arroyos retozones. Me dio su tarjeta y me dijo que lo llamara y fuera a hacerle una visita cuando quisiera. Ahogado por la autocompasión, animado por el alcohol y olvidando totalmente que debían de ser las tres de la mañana, le pedí al encargado del bar que me cambiara cinco dólares.

—Lo siento, hijito. Pero vamos a cerrar.

—Por favor. Es una emergencia. Tengo que poner una conferencia.

—Quienquiera que sea, no se lo merece —dijo contando el dinero.

Tras marcar el número, una operadora pidió otros cuatro dólares. El teléfono sonó media docena de veces hasta que por fin respondió una voz de mujer, profunda y lenta, a causa del sueño.

—Hola, ¿está Mr. Appleton? Vaciló:

—Sí, pero está durmiendo. Aunque si se trata de algo importante…

—No, no es nada importante.

—¿Puedo saber quién llama?

—Dígale solamente…, solamente que le ha llamado un amigo. Su amigo del otro lado de la laguna Estigia.

Pero volvamos a aquella tarde de invierno en París, la tarde en que vi por primera vez a Kate McCloud. Allí estábamos los tres, yo, mi perrita cruzada, Chucho, y Aces Nelson, todos agolpados en uno de esos pequeños ascensores del Ritz forrados de seda.

Subimos al último piso, desembarcamos, y mientras caminábamos por el pasillo, decorado con anticuados baúles de barco de vapor a ambos lados, Aces dijo:

—Kate, por supuesto, no sabe el verdadero motivo por el que te traigo aquí…

—¡Ya que lo dices, yo tampoco!

—Todo lo que dije fue que había encontrado a un masajista maravilloso. ¿Sabes? Este último año ha sufrido mucho de dolores de espalda. Ha ido de médico en médico, aquí y en América. Algunos dicen que es una hernia discal, aunque la mayoría están de acuerdo en que es psicosomático, una maladie imaginaire. Pero el problema es…

—Su voz se quedó suspendida en el aire.

—¿Es?

—Si ya te lo he dicho. Hace un minuto. Mientras tomábamos las copas en el bar.

Reaparecieron en mi cabeza fragmentos de nuestra conversación. Kate McCloud estaba ahora separada de Axel Jaeger, uno de los hombres más ricos del mundo, según dicen. Antes, a los diecisiete años, la casaron con el hijo de un rico criador de caballos de Virginia para quien trabajaba como preparador el padre de Kate. Aquel matrimonio terminó por causas bien fundadas de crueldad mental. Kate se trasladó más tarde a París y acabó convirtiéndose, con el paso de los años, en una diosa de la prensa de sociales: Kate McCloud en una cacería de osos en Alaska, en un safari en África, en un baile de Rothschild, en el Grand Prix con la princesa Grace, en un yate con Stavros Niarchos.

—El problema es… —titubeó Aces—, es, como te he dicho, que corre peligro. Y necesita…, bueno, alguien que esté con ella. Un guardaespaldas.

—Joder, ¿y por qué no le vendemos a Chucho?

—Por favor —dijo—. No es ningún chiste.

Esa fue la mayor verdad que el viejo Aces dijo en su vida. ¡Si al menos hubiese podido prever el laberinto al que Aces me conducía cuando una negra abrió la puerta! La negra llevaba un elegante traje pantalón negro con muchas cadenas de oro alrededor del cuello y las muñecas. La boca también la tenía cargada de oro. Sus dientes parecían más una inversión que una dentadura. Tenía el pelo blanco rizado y un rostro sin arrugas, redondo. Si me hubieran pedido que adivinase su edad habría dicho cuarenta y cinco años. Más tarde, supe que era una doncella de honor.

—¡Corine! —exclamó Aces, y besó a la mujer en las dos mejillas—. Comment ça va?

—Nunca me he sentido mejor, ni nunca he sido tan pobre.

—P. B., te presento a Corinne Bennett, la factótum de Mrs. McCloud. Corinne, te presento a Mr. Jones, el masajista.

Corinne inclinó la cabeza pero sus ojos se concentraron en el perro que yo llevaba escondido bajo el brazo.

—Lo que quiero saber es qué hace aquí ese perro. No será un regalo para Miss Kate, espero. Desde lo de Febo ha estado refunfuñando si tener otro perro o no.

—¿Febo?

—Tuve que matarlo, igual que harán un día de éstos conmigo, pero a ella no se lo diga. Eso equivaldría a volver a empezar de nuevo. Tenga piedad. Nunca he visto llorar tantísimo a un adulto. Vengan, les está esperando. —Después, bajando la voz, añadió—: Esa tal Mme. Appledorf está con ella.

Aces hizo una mueca. Me miró como si estuviese a punto de decir algo, pero no fue necesario. Yo ya había ojeado bastantes Vogue y Paris-Match como para saber quién era Perla Appledorf. La esposa de un magnate sudafricano del platino, muy racista; ella, en el milieu mundano, destacaba tanto como Kate McCloud. Era brasileña y, en privado, aunque esto lo descubrí más tarde, sus amigos la llamaban la Duquesa Negra, con lo que insinuaban que no era de puro origen portugués como ella afirmaba, sino una niña de los favelos de Río, nacida con un buen toque de mulata, cosa que si era verdad, era todo un chiste a costa del hitleriano Herr Appledorf.

El apartamento de Kate se guarecía bajo los aleros del hotel. Las habitaciones, en las que dominaban unas amplias ventanas abuhardilladas que daban a la Place Vendôme, eran de idéntico tamaño. Originalmente, habían sido utilizadas como habitaciones para criados, pero Kate McCloud había unido seis de esas estancias y las había decorado con una finalidad distinta cada una. En conjunto, el efecto era el de un apartamento de lujo dentro de un ferrocarril.

—¿Miss Kate? Los señores han llegado. Y, como por arte de magia, allí estábamos, en el dormitorio de Kate McCloud.

—¡Aces! Ángel mío. —Kate estaba cepillándose el pelo encaramada en un borde de la cama—. ¿Vas a tomar el té? Perla está tomándolo. ¿O algún licor? ¿No? Entonces, lo tornaré yo. Corinne, ¿puedes traerme un vasito de Verveine? Aces, ¿que no vas a presentarme a Mr. Jones? Mr. Jones —le dijo confidencialmente a Mme. Appledorf, que estaba sentada en una silla al lado de la cama— va a expulsar los demonios de mi columna.

—Bueno —dijo Mme. Appledorf, que tenía un cabello negro y terso, brillante como el de un cuervo, y una voz como el graznido de un cuervo—, espero que sea mejor que aquel sádico japonesito que me envió Mona. Nunca más volveré a confiar en Mona. Aunque no es que haya confiado en ella alguna vez. No creerán lo que ocurrió. Me hizo tumbarme desnuda en el suelo y después, con sus pies descalzos, se plantó encima de mi cuello, se paseó por mi espalda de arriba abajo y, vamos, es que bailó. La agonía.

—¡Oh, Perla! —dijo Kate McCloud con lástima—, ¿qué sabrás tú de la agonía? Acabo de pasar una semana en St. Moritz y no he visto un solo par de esquís. No he salido en ningún momento de mi habitación, salvo para ver a Heinie. No he hecho más que estar tumbada, masticar Doridens y rezar. Aces —dijo, pasándole un marco plateado que había encima de una mesa cerca de la cama—, es una foto reciente de Heinie. ¿No es encantador?

—Es el hijo de Miss McCloud —explicó Aces, mostrándome la foto enmarcada: un niño solemne de mejillas mofletudas enfundado en una bufanda, un abrigo de pieles y un sombrero de pieles, con una bola de nieve en la mano. Y, acto seguido, me di cuenta de que por todas partes en la habitación había, sin exagerar, docenas de fotos del mismo chiquillo a edades diferentes.

—Es un encanto. ¿Qué edad tiene ahora?

—Cinco años. Bueno, cumplirá cinco en abril —prosiguió mientras se cepillaba el pelo, pero ahora de un modo severo y destructivo—. Fue una pesadilla. Antes nunca me permitían verlo a solas. El querido tío Frank, y el amado tío Otto, las dos viejas solteronas, siempre estaban delante, vigilando, contando los besos que le daba y dispuestos a echarme a la calle en cuanto se me acababa la hora. —Lanzó el cepillo al otro lado de la habitación, lo cual hizo ladrar a Chucho—. ¡Mi hijo!

La Duquesa Negra carraspeó, sonó como un cuervo que hiciese gárgaras.

—Secuéstralo —dijo.

Kate McCloud se rió y se echó contra un montón de cojines Porthault.

—¡Qué raro! En estas dos últimas semanas eres la segunda persona que me lo dice. —Se encendió un cigarrillo—. No es del todo verdad que no saliera nunca en St. Moritz. Sí salí. Dos veces. Una para cenar con el Sha, y la otra fue una noche que asistí a un baile descabellado que daba Mingo en el King’s Club, donde conocí a esa mujer increíble.

—¿Estaba Dolores? —dijo Mme. Appledorf.

—¿Dónde?

—En la fiesta del Sha.

—Había tanta gente que no me acuerdo. ¿Por qué?

—No, nada. Sólo son rumores. ¿Quién dio la fiesta?

Kate McCloud se encogió de hombros.

—Uno de los griegos. Livanos, creo. Y después de la cena, Su Alteza hizo el numerito de siempre: mantener a todo el mundo sentado a sus mesas durante horas mientras contaba chistes insulsos. En francés, inglés, alemán, persa. Y todo el mundo daba alaridos de risa aunque no hubiese comprendido una palabra. Es una lástima ver a Farah Diba, de verdad que se ruboriza de vergüenza.

—Al parecer, el hombre no ha cambiado mucho desde que íbamos a la escuela en Gstaad. Le Rosey.

—Y Niarchos se sentó a mi lado, lo cual no fue ningún alivio. Llevaba encima bastante coñac como para conservar en alcohol a un rinoceronte. Se me quedó mirando de un modo beligerante y me dijo: Míreme a los ojos. Bueno, yo no podía. Niarchos tenía los ojos desenfocados. Míreme a los ojos y dígame, ¿qué es lo que la hace más feliz en este mundo? Yo le dije que dormir, y él dijo: ¿Dormir? Es lo más triste que he oído en mi vida. Ya tendrá miles de años para dormir. Ahora le diré lo que me hace a mí más feliz. Cazar. Matar. Merodear por las selvas y matar a un tigre, un elefante, un león. En esos momentos soy un hombre pacífico. Feliz. ¿Qué me dice a eso? Y yo dije: es lo más triste que he oído en mi vida. Matar y destruir. Me resulta algo muy patético llamar a eso felicidad.

La Duquesa Negra inclinó la cabeza, asintiendo:

—Sí. Los griegos tienen ideas muy negras. Los griegos ricos.

Se parecen tanto a los humanos como los coyotes a los perros. Lo coyotes tienen el mismo aspecto que los perros, pero, naturalmente, no son perros.

Aces intervino para hacer un comentario:

—Pero Kate, a ti te gusta cazar. ¿Cómo justificas eso?

—Me gusta jugar a cazar. Me gustan los paseos y la soledad. A lo único que he disparado en mi vida fue a un oso Kodiak, y fue en defensa propia.

—Disparaste a un hombre —le recordó Aces.

—Sólo a las piernas. Y se lo merecía. Mató a un leopardo blanco.

Corinne apareció con un vasito de Verveine, y Aces tenía razón, el licor le iba perfectamente con el superverde de sus ojos.

—Pero de lo que he empezado a hablarles era de esa mujer increíble que conocí en la juerga de Mingo. Se sentó a mi lado y dijo: «Hola, monada. He oído que eres una chica del sur, igual que yo. Soy de Alabama. Me llamo Virginia Hill».

Aces dijo:

—¿La famosa Virginia Hill?

—Bueno, yo no sabía que era conocida hasta que me lo dijo Mingo. Nunca había oído hablar de ella.

—Ni yo —dijo Mme. Appledorf—. ¿Quién es? ¿Una actriz?

—La querida de un gángster —le informó Aces—. La mujer Más Buscada. El FBI tiene fotos suyas en todas las oficinas de correos de América. Leí un artículo sobre ella. Se titulaba: «La Madonna del hampa». Todo el mundo la persigue, no sólo el FBI sino también la mayoría de sus antiguos compinches. Piensan que si el FBI la agarra algún día, es posible que hable demasiado. Cuando las cosas se pusieron muy mal, se largó a México en un avión y se casó con un instructor de esquí austriaco. Desde entonces la han tenido oculta en Austria y en Suiza. Los americanos no han podido extraditarla nunca.

Mon Dieu —dijo Mme. Appledorf, santiguándose—. Esa mujer debe de tener mucho miedo.

—No es que tenga miedo. Está desesperada, hasta es posible que piense en el suicidio. Pero lleva una máscara jovial muy convincente. Y siguió rodeándome con su brazo, apretándome y diciendo y diciendo: «¡Mira que es bueno hablar con un compatriota! ¡Carajo, por mí puedes coger toda Europa y metértela en el culo! ¿Ves mi mano?». Me enseñó su mano, la tenía escayolada y dijo: «Pesqué a mi marido en la cama con una de esas nenas repipis, y le partí la mandíbula a la chica. Y se la habría partido también a mi marido, si no hubiera saltado por la ventana. Supongo que estarás al corriente de todos los problemas que he tenido en los Estados Unidos, pero a veces pienso que haría mejor en largarme a casa y acabar de una vez con el asunto. Allí no puedo estar más encarcelada que aquí».

—¿Pero qué aspecto tenía realmente? ¿Es guapa? —dijo Aces.

Kate se quedó pensativa:

—Guapa no, pero sí es mona, graciosa, como una camarerita de un motel. Tiene una cara simpática, pero acompañada de doble papada. Y ni me imagino lo que le pesarán las tetas, por lo menos un par de kilos.

—Por favor, Kate —protestó la Duquesa Negra—, ya sabes cuánto me desagradan esas palabras. Tetas.

—Ah, sí. Siempre se me olvida que te educaron las monjas brasileñas. Bueno, lo que iba diciendo es que esta mujer, de pronto, me pegó los labios a la oreja y me susurró: «¿Por qué no lo secuestras?». Y me limité a mirarla. No tenía la menor idea de lo que me estaba hablando. Dijo: «Tú lo sabes todo de mí, pero yo sé mucho de ti. Que te casaste con ese hijo de puta alemán y te dio la patada y se quedó con el niño. Escucha, yo también soy madre. Tengo un chico y sé cómo te sientes. Con su dinero y estas leyes europeas, el único modo de recuperar a ese niño es secuestrándolo».

Chucho gimoteó. Aces hizo sonar unas monedas en su bolsillo. Mme. Appledorf dijo:

—Creo que tiene toda la razón. Y el secuestro podría llevarse a cabo.

—Sí, podría hacerse —dijo Aces—. Sería un asunto terriblemente peligroso, pero podría hacerse.

—¿Cómo? —gritó Kate McCloud, golpeando los cojines con sus puños—. Ya conocen esa casa. Es una fortaleza. No podría sacarlo nunca de allí. Y menos con esas viejas solteronas de tíos vigilando todo el tiempo. Y los criados.

—Sin embargo —dijo Aces—, podría llevarse a cabo. Con una planificación ejemplar.

—¿Y después qué? Una vez que hubiera sonado la alarma no podría acercarme ni a quince kilómetros de la frontera suiza.

—Pero imagínate —graznó Mme. Appledorf—, imagínate que no intentaras cruzar la frontera. En coche, quiero decir. Imagínate que tuvieses un avión privado Grumman esperándote en el valle. Todos a bordo, sería despegar e irnos.

—¿Ir adónde?

—A América.

Aces estaba entusiasmado:

—¡Sí, sí! Una vez que estuvieses en los Estados Unidos, Herr Jaeger se vería impotente. Podrías pedir el divorcio, y no hay un solo juez en América que no te diese la custodia de Heinie.

—Soñar despierto es soñar imposibles. Mr. Jones —dijo Kate—, lamento haberle hecho esperar tanto. La camilla de masajes está en aquel armario.

—Sueños imposibles, quizá. Pero yo lo pensaría —dijo la Duquesa Negra, poniéndose en pie—. ¿Qué tal si almorzamos juntas la semana próxima?

Aces le dio un beso a Kate McCloud en la mejilla.

—Te llamaré más tarde, cariño. P. B., cuida bien de mi chica. Y, cuando hayas terminado, búscame en el bar.

Mientras yo instalaba la camilla, Chucho se subió a la cama y dobló las patas para hacer pipí. Intenté agarrarla.

—No pasa nada. Cosas peores han pasado en esta cama. Es una perrita tan fea que resulta adorable. Me encanta su cara negra con esos circulotes blancos alrededor de los ojos. Igual que un panda. ¿Qué tiempo tiene?

—Tres, cuatro meses, quizá. Me la dio Mr. Nelson.

—Ojalá me la hubiera dado a mí. ¿Cómo se llama?

—Chucho.

—¿Cómo puede llamarla usted así? Es demasiado encantadora. Vamos a pensar en algo que le vaya mejor.

Cuando tuve dispuesta la camilla, Kate saltó de la cama y se desprendió de su negligé corto de gasa, bajo el que no llevaba nada. El vello del pubis y su cabello rojo color miel, largo hasta los hombros, eran exactamente del mismo color. Era una auténtica pelirroja, perfecta. Estaba delgada, pero su cuerpo no necesitaba un gramo de más. Por la perfección de su postura parecía más alta de lo que era, más o menos de mi estatura: un metro setenta y dos centímetros. Sin darle importancia, cruzó la habitación. Sus pechos, firmes, apenas temblaban. Apretó el botón de un estéreo: música española, la guitarra de Segovia mitigó el silencio. Se acercó en silencio a la camilla y se recostó dejando caer su fascinante cabellera por un lado. Al suspirar, veló sus brillantes ojos. Los cerró como si estuviera posando para una mascarilla mortuoria. No llevaba maquillaje y no lo necesitaba, ya que el color natural de sus elevados pómulos era cálido y sus labios gratamente enfurruñados eran ya rosados.

Sentí que mi entrepierna se excitaba, una excitación que se endurecía a medida que contemplaba toda la longitud de su saludable y esculpido cuerpo, sus suculentos pezones, la amplia curva de sus caderas, y sus piernas tendidas hacia arriba que se alargaban hasta sus delgados pies, defectuosos únicamente por los juanetes de esquiador en sus dedos pequeños. Mis manos vacilaban, estaban húmedas y me maldije a mí mismo. Basta ya, P. B., esto no es muy profesional por tu parte, muchacho. Pero aún mi verga siguió presionando contra la bragueta. Ahora bien, nunca me había ocurrido nada parecido tan espontáneamente, y eso que he dado masajes, y más que masajes, a un buen número de mujeres estimulantes, aunque reconozco que ninguna de ellas era comparable a esta Calatea. Me sequé las manos húmedas en mis pantalones, y empecé a manipularle el cuello y la zona superior de los hombros, sobándole la piel tirante y los tendones como si fuera un comerciante manoseando un costoso tejido. Al principio Kate estuvo tensa, pero poco a poco conseguí que se sintiera flexible y cómoda.

—Hmmm —murmuró como una niña soñolienta—. ¡Qué gusto! Dígame, ¿cómo cayó usted en manos de nuestro pícaro Mr. Nelson?

Me alegré de poder hablar. Cualquier cosa con tal de librarme de aquel malicioso deseo. De modo que no sólo le conté que había conocido a Aces en un bar de Tánger, sino que proseguí con un breve resumen de P. B. Jones y sus viajes. Un hijo de puta nacido en St. Louis y criado allí mismo en un orfanato católico hasta los quince años, que es cuando me largué a Miami, donde trabajé como masajista durante cinco o seis años, hasta que ahorré el dinero suficiente para irme a Nueva York y probar suerte en lo que yo quería ser de verdad, un escritor. ¿Con éxito? Bueno, sí y no. Publiqué un libro de relatos cortos que la crítica y el público desgraciadamente ignoraron: una decepción que me trajo a Europa y me hizo viajar mucho, gorroneando aquí y allá mientras trataba de escribir una novela. Pero también eso había sido un fracaso. De modo que ahí estaba yo, a la deriva y sin un futuro que se extendiera más allá del día siguiente.

En ese instante había alcanzado su abdomen, al que di un masaje con un movimiento circular giratorio; después bajé hasta las caderas y acto seguido, con mi vista clavada en el vello de su pubis rosado, pensé en Alice Lee Langman y en los recuerdos que Alice Lee Langman tenía de un amante polaco al que le gustaba llenarle el coño de cerezas y comérselas una tras otra. Mi imaginación intensificó esta fantasía. Me imaginé un cuenco lleno de cerezas blandas macerándose en una rica y dulce crema caliente, y vi cómo los dedos sabrosos de Kate McCloud iban escogiendo las cerezas cremosas del cuenco y cómo se las introducía. Me flaquearon las piernas; mi polla latía y tenía los huevos prietos como el puño de un avaro.

Dije perdón y me dirigí al baño, seguido de Chucho, que me observaba asombrado, con un interés de duendecillo, mientras me abría la bragueta y me la cascaba. No me llevó mucho tiempo, un par de tirones, y lance una cantidad que por poco inunda el suelo. Después de borrar las huellas con un kleenex, me lavé la cara, me sequé las manos y volví con mi cliente, con una flojera en las piernas comparable a la de un marinero mareado, aunque mi polla seguía medio-saludando.

La buhardilla estaba ensombrecida por el invernal atardecer de París. La luz de una lámpara definía la figura de Kate y destacaba su rostro. Ella sonreía y, con una risa titilante que templaba su tono, dijo:

—¿Se siente mejor?

Con cierta brusquedad dije:

—¿Sería tan amable de darse la vuelta?

Le hice un masaje por la nuca, le pellizqué con mis dedos toda la columna vertebral, y le vibró el torso como un gato ronroneante.

—Sabe —dijo Kate—, ya he pensado un nombre para su perrita. Febo. Una vez tuve un pony que se llamaba Febo. Y también un perro. Pero quizá deberíamos preguntárselo a Chucho. Chucho, ¿te gustaría llamarte Febo?

Chucho se agachó para salpicar la alfombra.

—¡Lo ve! Le encanta, Mr. Jones —dijo—. ¿Podría pedirle un favor? ¿Dejaría que Febo pasara la noche conmigo? Odio dormir sola. Y he echado mucho de menos a mi otro Febo.

—Por mí no hay inconveniente, si tampoco lo hay para… Febo.

—Gracias —se limitó a decir.

Pero sí había un inconveniente. Tenía la impresión de que si dejaba a Chucho con esa hechicera, nunca volvería a pertenecerme. O quizá yo mismo no volvería a pertenecerme. Era como si me hubiese caído en una furiosa corriente de aguas blancas, en un torrente helado y en ebullición que me arrastrara y me impulsara violentamente hacia una catarata pintoresca pero malvada. Mientras tanto, mis manos trabajaban para aliviarle la espalda, las nalgas, las piernas. Su respiración se hizo rítmica y uniforme. Cuando tuve la certeza de que estaba dormida, me incliné y la besé en el tobillo.

Se movió, pero no se despertó. Me senté al borde de la cama y Febo, sí, Febo, saltó y se enroscó junto a mí. Al poco rato se quedó dormida. Yo había sido amado, pero no había sabido nunca lo que era el amor, por eso no podía entender los impulsos y los deseos que oscilaban en mi cerebro como un trineo. ¿Qué podía hacer? ¿Qué podía darle a Kate McCloud para obligarla a respetar mi amor y corresponderme? Mis ojos recorrieron la habitación y se posaron en la repisa de la chimenea y en las mesas que servían de apoyo a los marcos plateados de las fotos de su hijo: un muchachito muy serio, aunque a veces sonriera, lamiera un cucurucho de helado o sacara la lengua e hiciera muecas graciosas. «Secuéstralo». ¿No había sido ése el consejo de la Duquesa Negra? Era absurdo, pero yo ya me veía, espada desenvainada, castrando dragones y avanzando a través de los infiernos para rescatar a ese niño y dejarlo sano y salvo en los brazos de su madre. Sueños imposibles. Mierda. Y, no obstante, un instinto, no sé por qué, me decía que el muchacho era la respuesta. Subrepticiamente, salí de puntillas de la habitación y cerré la puerta, sin interrumpir los profundos sueños de Febo ni los de su nuevo amo.

Descanso. Necesito sacarle punta a mis lápices y empezar un cuaderno nuevo.

Ha sido un largo descanso, casi una semana. Pero estamos en noviembre y de pronto hace un frío irracional. He salido bajo una lluvia torrencial y he tomado un taxi. No habría salido si mi jefa, Miss Victoria Self, la Gran Sacerdotisa de los servicios Marque-una-polla y Llame-un-coño no me hubiese enviado un mensaje urgente para que me personara en su despacho.

No entiendo cómo, teniendo en cuenta todo el dinero que deben de estar acuñando ella y sus cómplices mafiosos, no pueden soltar un poco de pasta para alquilar un cuartel general menos inmundo que este basurero de dos habitaciones encima de una tienda porno de la calle Cuarenta y dos. Claro que los clientes raras veces ven el local, sólo se ponen en contacto por teléfono. De modo que supongo que la patrona se dirá que por qué va a desperdiciar dinero en mimar a los empleados, a nosotros, pobres putas. Ahogado, y casi chorreando agua de lluvia por las orejas, subí chapoteando los dos tramos de la crujiente escalera y una vez más me enfrenté a la puerta de cristal translúcido con el rótulo desportillado: The Self Service. Pase.

La agobiante salita de espera estaba ocupada por cuatro personas. Sal, un italiano bajito y voluminoso con un anillo de casado que era uno de los policías pluriempleados de Miss Self. Y Andy, que estaba en libertad condicional acusado de allanamiento de morada, aunque si no te acercabas demasiado podía pasar por el prototipo de joven universitario y, como siempre, estaba tocando la armónica. Y estaba Butch, el lánguido y rubio secretario de Miss Self, el cual, ahora que su loción bronceadora de la Isla de Fuego le había abandonado, se parecía más que nunca a Uriah Heep. Maggie también estaba presente, una simpática chica rechoncha: la última vez que la había visto se acababa de casar, para gran indignación de Butch.

—Y ahora, ¿sabes lo que ha hecho? —siseó Butch cuando yo entraba—. Está embarazada. Maggie se defendió:

—Por favor, Butch. No veo por qué armas tanta bronca. Si me enteré ayer. Pero no interferirá en nada.

—Eso es lo que dijiste cuando te escabulliste y te casaste con ese haragán. Maggie, sabes que te quiero, ¿cómo has podido dejar que te ocurra algo así?

—Por favor, cariño. Te lo prometo. No volverá a ocurrir.

Nada sosegado, Butch arrugó unos papeles de su mesa y se volvió hacia Sal.

—Sal, espero que no olvides que tienes una cita a la cinco en punto en el hotel St. George. Habitación 907. Se llama Watson.

—¡El St. George! ¡Por Dios! —gruñó Sal, cuyo apodo es Diez Centavos, por una habilidad de ponerse a lo largo de su gruesa polla diez peniques uno tras otro, cuando la tiene tiesa—. ¡Eso está en Brooklyn! ¿Y con este tiempo tengo que mover el culo de aquí para largarme a Brooklyn?

—Es una cita de cincuenta dólares.

—Espero que no sea nada especial. No estoy de humor para cosas especiales.

—No es nada especial. Una simple Lluvia Dorada. El caballero está sediento.

—Bueno —dijo Sal, llegándose al refrigerador de agua del rincón y agarrando un vasito de papel—. Creo que será mejor que me llene el depósito.

—¡Andy!

—Sí, señor.

—¿Eso es todo lo que hacen los delincuentes en la cárcel? ¿Tatuarse y aprender a tocar la armónica?

—Yo no llevo ningún tatuaje.

—¡A mí no me contestes!

—Sí, señor —dijo Andy humildemente.

Butch desvió su atención bruscamente hacia mí. Con su expresión, de una presunción sobreañadida, pretendía insinuarme que podía estar enterado de algunas noticias siniestras referentes a mí. Butch pulsó el vibrador que había en su mesa y dijo:

—Creo que Miss Self ya puede recibirlo.

Miss Self pareció no enterarse de que había entrado. Se encontraba junto a una ventana, de espaldas a mí y contemplando el aguacero. Alrededor de su estrecho cráneo llevaba anudadas unas finas trenzas grises. Como siempre, su corpulenta figura sobresalía dentro de su traje de sarga azul. Estaba fumando un cigarrillo. Su cabeza se giró:

—¡Ah, sí! —dijo con su vestigio de acento alemán—. Está usted empapado. Eso no es bueno. ¿No tiene un impermeable?

—Esperaba que Santa Claus me trajese uno por Navidad.

—Eso no es bueno —repitió, acercándose a su mesa—. Ha estado usted ganando bastante, seguro que puede comprarse un impermeable. Tome —dijo, sacando de un cajón dos vasos y una botella de su tranquilizante favorito, tequila.

Mientras llenaba los vasos, volví a asombrarme ante la austeridad del entorno, más pelado que la celda de un penitente y sin ningún adorno en absoluto, excepto la mesa del despacho, unas sillas de respaldo recto, un calendario de Coca-Cola y un archivador que ocupaba toda la pared (¡cómo me habría gustado echar un vistazo!). El único objeto frívolo a la vista era el reloj de oro Cartier que resplandecía en la muñeca de Miss Self. ¡Era tan poco característico! Me estuve devanando los sesos preguntándome dónde lo habría conseguido. ¿Sería acaso un regalo de uno de sus ricos y agradecidos clientes?

—¡Ahí va! —dijo, vaciando el vaso con un estremecimiento.

—¡Ahí va!

Alors —dijo dando una calada a su cigarrillo—. Se acordará usted de nuestra primera entrevista. Cuando se presentó usted como posible empleado del Self Service, recomendado por Mr. Woodrow Hamilton, quien, lamento decirle, ya no está con nosotros.

—¿Ah, no?

—Por infringir seriamente Nuestro Reglamento, que es precisamente de lo que quiero hablar con usted. —Entornó sus pálidos ojos teutones. Sentí las mismas ganas de vomitar que un soldado capturado a punto de ser interrogado por el Comandante del Campamento—. Lo puse al corriente del reglamento con todo detalle, pero, para refrescarle la memoria, le recordaré algunas de las reglas más importantes. En primer lugar, cualquier tentativa por parte de un miembro de nuestro personal de chantajear o molestar a un cliente será motivo de severo castigo.

Se me apareció la visión de un cadáver estrangulado flotando en el río Harlem.

—En segundo lugar, bajo ningún concepto podrá un empleado tratar directamente con un cliente; todos los contactos y todas las negociaciones sobre tarifas se realizarán a través de nosotros. En tercer lugar, y muy especialmente, un empleado no deberá nunca relacionarse con un cliente. Este tipo de asuntos no son un buen negocio y puede terminar en situaciones muy desagradables.

Apagó su cigarrillo en el tequila y se dio un generoso tiento directamente de la botella.

—El once de septiembre tuvo usted una cita con Mr. Appleton. Pasó una hora con él en su habitación, en el Yale Club. ¿Ocurrió algo fuera de lo normal?

—En realidad no. No fue más que un contacto oral en una sola dirección. No quiso ningún acto recíproco. —Hice una pausa, pero su actitud insatisfecha era señal de que esperaba oír algo más—. Tenía algo más de sesenta años, pero estaba fuerte, en buenas condiciones. Un tipo simpático, amable. Hablaba mucho. Me contó que estaba jubilado y que vivía en una granja con su segunda esposa. Me dijo que criaba vacas.

Miss Self me interrumpió impacientemente.

—Y le dio cien dólares.

—Sí.

—¿Le dio algo más? Decidí no mentir.

—Me dio su tarjeta de visita. Me dijo que si algún día tenía ganas de respirar aire del campo, no dudara en hacerle una visita.

—¿Qué pasó con la tarjeta?

—La tiré. La perdí, no lo sé.

Encendió otro cigarrillo, y lo estuvo fumando hasta que se desprendió un cabo largo de ceniza. Cogió un sobre que había en su mesa, extrajo una carta de su interior y la desdobló delante de su propia cara.

—Llevo en este negocio más de veinte años, pero esta mañana he recibido una carta única en todos estos años.

Como he comentado antes, uno de mis dones es tener la habilidad de leer al revés: los que subsisten de su ingenio desarrollan talentos nada comunes. De modo que mientras Miss Self examinaba el misterioso mensaje, yo lo leí. Decía:

Apreciada Miss Self: Quedé muy satisfecho del simpático chico al que citó usted conmigo en el Yale Club el pasado once de septiembre. Tanto fue así que me gustaría llegar a conocerle mejor, en una atmósfera más gemütlich. Me he preguntado si sería posible, con su beneplácito, que pasara las vacaciones de Acción de Gracias en mi granja de Pennsylvania. Digamos de jueves a domingo. Sería una simple reunión familiar: mi esposa, algunos de mis hijos y unos pocos nietos. Como es natural, cuento con pagarle unos, honorarios razonables, y le dejo a usted que fije la cantidad correspondiente. Confío en que al recibo de la presente se encuentre usted bien y de buen ánimo. Muy atentamente, Roger. W. Appleton.

Miss Self leyó la carta en voz alta.

—Y ahora —me espetó de repente—, ¿qué me dice usted a esto? —Al no responderle inmediatamente, añadió—: Aquí hay algo que no encaja. Algo sospechoso. Pero, dejando eso aparte, este asunto va en contra de nuestras reglas primordiales: un empleado del servicio no debe nunca relacionarse con un cliente. Estas reglas no son arbitrarias. Están basadas en la experiencia. —Con el ceño fruncido le dio unos golpecitos a la carta con una uña—. ¿En qué cree usted que puede estar pensando este hombre? ¿En un partouze? ¿Incluida su mujer?

Procurando parecer indiferente, dije:

—No veo nada malo en el asunto.

—Ah, sí —dijo en tono acusador—. No tiene usted nada en contra de esta proposición. Quiere ir.

—Bueno, la verdad, Miss Self, me vendría bien un cambio de paisaje durante unos días. Este último año he tenido una racha muy mala.

De un trago se bebió otra doble dosis de su zumo de cactus y se estremeció.

—Muy bien, escribiré a Mr. Appleton y le pediré unos honorarios de quinientos dólares. Quizá por una cantidad como ésa podamos saltarnos una regla, aunque sea por una vez. Y prométame que se comprará un impermeable con su parte de las ganancias.

Aces me hizo una señal con la mano cuando entré en el bar del Ritz. Eran las seis en punto, y tuve que escurrirme entre las abarrotadas mesas hasta llegar a la suya, ya que a la hora del cóctel el bar rebosaba de esquiadores bronceados por el sol que acababan de bajar de sus vacaciones alpinas, de parejas de furcias caras que se hacían compañía en espera de un hombre de negocios alemán o americano que les guiñase un ojo, y de batallones de escritores de moda y comerciantes de ropa de la Séptima Avenida, congregados en París para ver las colecciones de verano, y, cómo no, de damas viejas elegantes con el pelo azul. Siempre hay varias, residentes permanentes del hotel ya mayores, instaladas cómodamente en el bar del Ritz, bebiendo a sorbitos los dos martinis que tienen asignados («mi médico insiste: es buenísimo para la circulación») antes de retirarse al comedor para masticar bajo las lámparas de araña luces en un aislamiento silencioso.

Apenas acababa de sentarme cuando llamaron a Aces al teléfono. Podía verle muy bien, ya que el teléfono estaba situado al otro extremo de la barra. Sus labios se movían de vez en cuando, pero la mayor parte del tiempo parecía estar simplemente escuchando y asintiendo con la cabeza. Y no es que le estuviese vigilando. Mi mente seguía arriba, contemplando el pelo suelto de Kate McCloud, su cabeza soñadora. Un espectáculo tan absorbente que al regresar Aces me sobresalté.

—Era Kate —me hizo saber, satisfecho de sí mismo, como una mangosta digiriendo un ratón—. Quería saber por qué te has ido sin despedirte.

—Estaba dormida.

Aces siempre lleva un montón de cerillas en el bolsillo de su chaqueta. Es una de sus faltas de naturalidad. Encendió una con la uña de su pulgar, y acercó la llama a un cigarrillo.

—Quizá no lo parezca, pero Kate es una joven muy perspicaz, sus instintos suelen ser buenos. Le has gustado mucho. Y por eso —dijo, sonriendo burlonamente— me veo en condiciones de hacerte una oferta sólida. A Kate le gustaría contratarte como compañero a sueldo. Recibirás mil dólares al mes, con todos los gastos pagados, incluidos la ropa y tu propio coche.

—¿Por qué se casó con Axel Jaeger? —le pregunté. Aces parpadeó, como si ésa fuera la última reacción que hubiese esperado de mí. Se quedó cortado. Y por fin dijo:

—Quizá sería más interesante preguntar, ¿por qué se casó él con ella? Y todavía más interesante, ¿cómo lo conoció Kate? Sabes, Axel Jaeger es un hombre esquivo. Nunca he tropezado con él en persona, sólo he visto fotografías de paparazzi: un hombre alto con una cicatriz de espada de Heidelberg que le cruza la mejilla, delgado, casi demacrado, un hombre que raya en los sesenta. Es de Dusseldorf, y heredó de su abuelo una fortuna en municiones, fortuna que él ha incrementado astronómicamente. Tiene fábricas en toda Alemania, en todo el mundo. Tiene petroleros, campos petrolíferos en Texas y en Alaska, el rancho de vacas más grande de Brasil, más de mil kilómetros cuadrados, y un buen pedazo de Irlanda y de Suiza (todos los alemanes occidentales ricos han estado acaparando terreno en Irlanda y en Suiza, piensan que allí estarán a salvo si empiezan a caer bombas de nuevo). Jaeger es sin lugar a dudas el hombre más rico de Alemania y posiblemente de Europa. Tiene nacionalidad alemana, pero tiene un permiso de residencia permanente suizo, a causa de los impuestos, naturalmente. Para conservarlo tiene que pasar seis meses al año en Suiza, le guste o no. ¡Dios mío, qué tormento no soportarán los ricos con tal de ahorrar un centavo! Vive en un colosal château colosalmente feo, en la falda de una montaña a ocho kilómetros al norte de St. Moritz. No conozco a nadie que haya entrado nunca. Excepto a Kate, claro.

Tengo entendido que era y es un católico muy convencido. Y por ese motivo siguió casado con su primera esposa durante veintisiete fieles años, o lo que es lo mismo, hasta que ella murió. Y, con todo, la mujer fue incapaz de darle un hijo, lo cual parece haber sido el quid de la cuestión, dado que él quería un niño, un hijo, para prolongar la dinastía Jaeger. Y siendo así, ¿por qué no hizo lo lógico y se casó con una chica alemana bien criada y de anchas caderas capaz de llenar un jardín de infancia? No cabe duda de que una belleza delicada e inteligente como Kate a duras penas podía constituir la elección final para un hombre de la austeridad obligada de Herr Jaeger. Y, dadas estas circunstancias, es incomprensible que Kate se sintiera atraída por un personaje semejante. ¿Dinero? Eso es impensable. De hecho, cuando llegué a conocer bien a Kate me dijo que su primer matrimonio había sido tal trauma que no tenía la menor intención de volver a casarse. Sin embargo, unos pocos meses más tarde, y sin ningún indicio, sin haber hecho comentario alguno de que conociera a este magnate legendario, va y consigue una anulación papal de su primer matrimonio y se casa en la catedral de Dusseldorf con Jaeger en una ceremonia católica. Un año más tarde llega el anhelado heredero, Heinrich Rheinhardt Jaeger. Heinie. Y un año después, menos de un año, parece que echaron a Kate del château Jaeger con equipaje y todo, dejando al niño bajo la custodia del padre, aunque con la concesión de algunos privilegios sumamente limitados para visitarle.

—Pero ¿no sabes por qué?

Aces encendió otra cerilla con la uña del pulgar y la apagó de un soplido.

—Su declive, o como se le quiera llamar, fue tan enigmático como la propia alianza. Kate desapareció durante varios meses, y un médico que conozco me dijo que los había pasado en la clínica Nestlé de Lausana. Pero, respecto a lo sucedido, Kate no ha contado nada y yo nunca he tenido el valor de interrogarla. Me imagino que la única persona que está realmente enterada es Corinne, la doncella de Kate. Y cuando se trata de Miss Kate, Corinne es tan callada como un monumento de la Isla de Pascua.

—Pero ¿por qué no se divorciaron?

—El peso del catolicismo, supongo. Jaeger no habría admitido nunca un divorcio.

—Por el amor de Dios, ella podía divorciarse de él, ¿no?

—No podía si quería volver a ver a Heinie. Esa puerta se le habría cerrado para siempre.

—Cabrón de mierda. Me gustaría meterle una escopeta en el culo y apretar el gatillo. Hijo de puta. Pero has hablado de peligro. No veo de qué puede estar asustada.

—Pero Kate sí lo ve, y yo también. Y no es ninguna paranoia el que Jaeger tenga a agentes que la siguen y que recogen información sobre ella, vaya a donde vaya y haga lo que haga. Si se cambia una Kotex puedes tener la seguridad de que el Grana Seigneur se entera. Oye —dijo chasqueando sus dedos para llamar a un camarero—, vamos a tomar algo. Es demasiado tarde para un daiquiri. ¿Qué tal un whisky con soda?

—Vale.

—Camarero, dos whiskys con soda. Y ahora, en cuanto a la oferta que te he hecho, ¿son satisfactorias las condiciones, o prefieres esperar unos días para pensártelo?

—No tengo que pensarme nada. Ya lo he decidido.

Llegaron las bebidas y Aces levantó el vaso.

—Entonces, brindaremos por tu decisión, cualquiera que sea. Aunque espero que sea sí.

—Sí.

Se quedó tranquilo.

—Eres un enviado de los dioses, P. B. Y estoy seguro de que no te arrepentirás.

Pocas veces se ha profetizado una profecía menos cierta.

—Sí, la respuesta es sí. Pero, si él no quiere divorciarse, ¿qué es lo que quiere?

—Tengo una teoría, es sólo una teoría, pero me apostaría lo que fuera a que es correcta. Tiene la intención de matarla. —Aces hizo tintinear el hielo dentro de su vaso—. Puesto que el rigor del catolicismo prohíbe el divorcio y, mientras esté viva, ella representa una amenaza para él, una amenaza para él y para la custodia de su hijo, lo que pretende es matarla. Asesinarla de tal modo que parezca un accidente.

—Aces, vamos hombre. Estás loco. O estás tú loco o el loco es él.

—En este asunto en concreto, sí, creo que el loco es él. Eh —dijo—, acabo de darme cuenta de algo, ¿dónde está tu perrita?

—Se la he dado a la dama de arriba.

—Bien, bien, bien. Veo que de verdad te ha impresionado mucho.

Hice todo el camino andando, desde los pasillos del Ritz, dominados por les fantasmas proustianos, hasta las ratoneras desvencijadas de los vestíbulos de mi hotel, cercano a la Gare du Nord. El júbilo iluminaba mi trayecto; por fin había dejado de ser un gorrón expatriado, un perdedor inútil. Me había convertido en un hombre con una misión en la vida, con un cometido, y al igual que un scout novato a punto de emprender su primera expedición nocturna, en mi mente se agitaban de un modo infantil todos los preparativos. La ropa. Iba a necesitar camisas, zapatos, algunos buenos trajes nuevos, ya que a plena luz del día nada de lo que había en mi guardarropa sobreviviría a un escrutinio. Y un arma. Mañana compraría un revólver del 38 y empezaría a practicar en un campo de tiro. Anduve deprisa, no sólo porque hacía frío, ese frío neblinoso y húmedo del Sena característico de París, sino porque esperaba que el ejercicio me dejara tan exhausto que nada más poner la cabeza en la almohada me hundiría en un sueño sin sueños. Y así fue.

Pero no fue un sueño sin sueños. Comprendo perfectamente por qué los psicoanalistas exigen honorarios tan altos, ya que ¿hay algo que pueda producir más tedio que oír a otra persona contar sus sueños? Pero correré el riesgo de aburrirles con el sueño que soñé aquella noche, dado que posteriormente se cumplió en casi todos los detalles. En un principio, era un sueño sin ningún movimiento, un paisaje a la orilla del mar como un cuadro de Boudin de finales de siglo. Figuras estáticas en una playa abierta, y al fondo, un mar color aguamarina. Un hombre, una mujer, un perro, un muchachito. La mujer lleva puesto un vestido de tafetán que le llega a los tobillos y una sombrilla verde. La brisa del mar juguetea con su falda. El hombre luce un sombrero de paja. El niño va vestido con un traje de marinero. Finalmente, la imagen aparece enfocada de mucho más cerca, y reconozco a la mujer de la sombrilla, es Kate McCloud. Y el hombre, que en ese momento logra cogerla de la mano, soy yo. De pronto, el niño vestido de marinero agarra un palo y lo tira contra las olas. El perro se lanza a recogerlo y vuelve corriendo, sacudiéndose y haciendo brillar en el aire los cristales de agua de mar.