I. MONSTRUOS PERFECTOS

En algún rincón de este mundo vive un filósofo excepcional, una chica que se llama Florie Rotondo.

El otro día, en una revista que recopila redacciones de colegiales, di con una de sus reflexiones. Decía así: Si pudiese hacer lo que quisiera, me iría al centro de la Tierra, nuestro planeta, y buscaría uranio, rubíes y oro. Intentaría encontrar Monstruos Perfectos. Después me iría a vivir al campo. Florie Rotonda, ocho años.

Florie, cariño, sé muy bien a qué te refieres, aunque tú misma no lo sepas: ¿cómo podrías saberlo, con sólo ocho años?

Porque yo he estado en el centro de la Tierra. O, en cualquier caso, he padecido las tribulaciones que un viaje de ese tipo puede infligir. He buscado uranio, rubíes, oro y, por el camino, he observado a otros que buscaban lo mismo. Y escúchame, Florie, ¡he encontrado Monstruos Perfectos! Y también Imperfectos. Aunque la variedad de los Perfectos sea rara avis, como lo son las trufas blancas comparadas con las negras y los espárragos silvestres frente a los de la huerta. Lo único que no he hecho ha sido irme al campo.

De hecho, estoy escribiendo esto en las cuartillas del YMCA.,[5] de un YMCA. de Manhattan donde he estado viviendo este último mes, en una celda sin vistas de la segunda planta. Habría preferido la sexta, ya que si decidiera tirarme por la ventana la diferencia sería vital. Quizá me cambie de habitación. Quizá ascienda. Aunque es probable que no lo haga. Soy un cobarde, pero no lo bastante cobarde como para dar el salto decisivo.

Me llamo P. B. Jones, y no sé qué hacer, si hablarles de mí ahora mismo, o esperar e ir intercalando la información en el desarrollo de la historia. También podría no contarles nada, o muy poco, ya que en este asunto me considero más un reportero que un participante, pues como participante casi no importo. Pero quizá sea más fácil si empiezo por mí mismo.

Como digo, me llamo P. B. Jones. Tengo treinta y cinco o treinta y seis años. El motivo de esta incertidumbre es que nadie sabe cuándo nací ni quiénes fueron mis padres. Todo lo que sabemos es que fui un bebé abandonado en el gallinero de un teatro de variedades de St. Louis. Esto ocurrió el 20 de enero de 1936. Me criaron unas monjas católicas en un austero orfanato de ladrillo rojo levantado sobre un terraplén que da al río Mississippi.

Yo era el preferido de las monjas, ya que era un muchacho brillante y muy guapo. Nunca se percataron de lo perverso y traicionero que yo era, ni de cuánto despreciaba su monotonía y su aroma a incienso y agua de fregar, a cirios y creosota, a sudor inmaculado. Le tomé bastante cariño a una de ellas, la hermana Martha. Enseña inglés y estaba tan convencida de que yo tenía cualidades para la literatura que hasta me convenció a mí mismo de que así era. A pesar de todo, cuando dejé el orfanato, cuando me escapé, no le dejé ninguna nota ni volví a ponerme en contacto con ella: algo típico de mi naturaleza indolente y oportunista.

Me puse a hacer auto-stop sin tener pensado ningún destino en particular. Me cogió un hombre que conducía un Cadillac blanco descapotable. Un tipo robusto con la nariz partida y la tez enrojecida y pecosa de un irlandés. Nadie lo habría tomado por un marica, y sin embargo lo era. Me preguntó adónde me dirigía, y yo me limité a encoger los hombros. Quiso saber mi edad y le dije dieciocho, aunque en realidad tenía tres años menos. Con una sonrisa forzada me dijo:

—Bueno, no quisiera corromper la moralidad de un menor.

Como si yo tuviera alguna moralidad. Después, de un modo solemne dijo:

—Eres un muchacho bien parecido.

Y era verdad, de baja estatura, uno setenta (y al final uno setenta y dos), pero fuerte y bien proporcionado, con el pelo castaño claro rizado, ojos pardos y un rostro espectacularmente anguloso. Observarme en el espejo me resultaba siempre una experiencia reconfortante. De modo que cuando Ned se lanzó al ataque, pensó que tenía fruta fresca entre sus manos. ¡Ja! ¡Con lo temprano que había empezado yo! A los siete u ocho años, más o menos, ya había conocido toda la gama, desde numerosos chicos mayores, hasta varios curas, pasando incluso por un guapo jardinero negro. En realidad, yo era una especie de puta barata. Había pocas cosas que no hubiese hecho por cinco centavos de chocolate.

Aunque viví varios meses con él, no me acuerdo del apellido de Ned. ¿Ames? Era masajista jefe de un gran hotel de Miami Beach, una de esas guaridas de judíos inactivos de color pastel y nombre francés. Ned me enseñó el oficio, y después de abandonarle me gané la vida como masajista en una serie de hoteles de Miami Beach. De ese modo tuve un buen número de clientes particulares, hombres y mujeres a quienes daba masajes y les enseñaba ejercicios corporales y faciales, aunque los ejercicios faciales sean todos una estafa. Chupar pollas es el único eficaz. No es ninguna broma. No hay nada como eso para dar firmeza a las mandíbulas.

Gracias a mi ayuda, Agnes Beerbaum mejoró admirablemente sus líneas faciales. Mrs. Beerbaum era viuda de un dentista jubilado de Detroit que se había ido a vivir a Fort Lauderdale, donde sufrió enseguida una fatal trombosis. No era rica, pero tenía dinero, además de dolores en la espalda. La primera vez que entré en su vida fue para aliviarle los espasmos vertebrales, y, una vez dentro, me quedé el tiempo suficiente para acumular, mediante regalos que complementaban mi tarifa normal, una cantidad superior a los diez mil dólares.

Fue en ese momento cuando debería haberme ido al campo.

Sin embargo, compré un billete de autobús que me llevó a Nueva York. Mi equipaje era una maleta con muy pocas cosas, únicamente ropa interior, camisas, una bolsa de aseo y un montón de cuadernos con borradores de poemas y unos cuantos relatos cortos. Tenía dieciocho años, era el mes de octubre y nunca se me ha ido de la memoria el resplandor de Manhattan en octubre conforme se aproximaba mi autobús a través de los malolientes pantanos de Nueva Jersey. Como Thomas Wolfe, ídolo antaño admirado y ahora olvidado, habría escrito, ¡oh, cuántas promesas albergaban aquellas ventanas! Frías y ardientes bajo el brillo rizado de un sol de otoño que se desploma.

Desde entonces, me he enamorado de muchas ciudades, pero tan sólo un orgasmo que durase una hora podría superar el éxtasis de mi primer año en Nueva York. Por desgracia, decidí casarme.

Quizá lo que yo quería por esposa era la ciudad en sí misma, la felicidad que allí sentía y la sensación de fama, la fortuna, eran inevitables. Pero ¡ay de mí!, me case con una chica: una amazona exangüe, pálida como el vientre de un pescado, con una cabellera de estopa amarilla y ahuevados ojos lilas. Era mi compañera de estudio en la Universidad de Columbia, donde me había matriculado en un curso de redacción creativa que daba Martha Foley, una mujer que figura entre los directores fundadores de la antigua revista Story. Lo que me gustaba de Hulga (sí, ya sé que Flannery O’Connor llamó Hulga a una de sus heroínas, pero no estoy plagiando nada, es pura coincidencia) era que nunca se cansaba de oírme leer mis obras en voz alta. En general, el tema de mis cuentos era el polo opuesto a mi carácter, es decir, eran cuentos tiernos y tristes. Sin embargo, Hulga opinaba que eran hermosos, y sus grandes ojos color lila se cargaban gratamente de lágrimas al final de cada lectura.

Al poco de casarnos, descubrí que había una excelente razón por la que sus ojos tenían aquella maravillosa serenidad de retrasada mental. Era una retrasada mental. O casi, maldita sea. Con toda seguridad, no era ninguna lumbrera. Mi buena Hulga, una mole sin pizca de humor y, sin embargo, tan delicada y remilgadamente limpia, toda una mujercita de su casa. No tenía la menor idea de mis auténticos sentimientos hacia ella, al menos no la tuvo hasta Navidad, cuando sus padres vinieron a hacernos una visita. Eran un par de bestias suecas de Minnesota, una pareja de mamuts, dos veces el tamaño de su hija. Vivíamos en un piso de una habitación y media cerca de Morningside Heights. Hulga había comprado uno de esos árboles de Navidad tipo Rockefeller Center, que ocupaba desde el suelo hasta el techo de pared a pared. El maldito trasto se chupaba todo el oxígeno de la atmósfera. ¡La que armó Hulga, la fortuna que se gastó en esa mierda de Woolworth! El caso es que odio las Navidades porque, perdonen ustedes la nota lacrimógena, siempre fue la época más deprimente en mi orfanato de Missouri. De modo que en Nochebuena, minutos antes de cuando suponíamos que iban a llegar los padres de Hulga para el bailecito de Navidades, perdí de repente el control: me cargué el árbol, y trozo a trozo se lo fue tragando la ventana entre llamaradas de plomos fundidos y bombillas hechas añicos; entretanto, Hulga no dejó de aullar como un cerdo medio descuartizado. (¡Atención, estudiantes de literatura! Aquí hay aliteración[6], ¿lo han notado?, es mi vicio más pequeño). También le dije lo que pensaba de ella, y por una vez sus ojos perdieron su inocente idiotez.

En ese momento aparecieron papá y mamá, los gigantes de Minnesota: suena a un equipo homicida de hockey, y así es como reaccionaron. Me estuvieron sacudiendo de un lado a otro entre los dos, y antes de que yo perdiera el sentido ya me habían roto cinco costillas, astillado la espinilla y dejado los dos ojos morados. Por lo visto, después empaquetaron a su niña y se la llevaron a casa. En todos estos años no he vuelto a tener noticias de Hulga, pero, que yo sepa, seguimos legalmente unidos.

¿Les resulta familiar el término «loca asesina»? Es cierto tipo de marica cuyo flujo sanguíneo está refrigerado con freón. Diaghilev, por ejemplo. J. Edgar Hoover. Adriano. No es que quiera compararle con estos personajes de pedestal, pero el sujeto en el que estoy pensando es Turner Boatwright, Boaty, como le llamaban sus cortesanos.

Mr. Boatwright era el director literario de una revista femenina que publicaba novelas de escritores de «calidad». Me llamó la atención, o más bien se la llamé yo a él, un día que dio una conferencia en nuestra clase de composición. Yo estaba sentado en la primera fila, y por el modo en que sus fríos ojos, que me observaban la entrepierna, se dejaban atraer hacia mí, supe lo que rondaba por aquella cabecita de cabellos grises bastante rizados. Vale, pero decidí no resultarle ninguna ganga. Después de la clase, los alumnos se agruparon a su alrededor para charlar con él. Yo no. Me largué sin esperar a que nos presentaran. Pasó un mes, y durante ese tiempo pulí dos de los que yo consideraba mis mejores relatos: «Bronceado», que trataba de los putos playeros de Miami Beach, y «Masaje», que contaba las humillaciones que padece la viuda de un dentista servilmente enamorada de un masajista adolescente.

Con los manuscritos en la mano, fui a visitar a Mr. Boatwright sin haber sido citado. Me fui a la redacción de la revista y le pedí al recepcionista que le dijera a Mr. Boatwright que uno de los alumnos de Miss Foley había ido a verle. Estaba seguro de que sabría de quién se trataba. Pero, cuando por fin me acompañaron a su despacho, fingió no recordarme. A mí no me engañaba.

El despacho era de lo más formal. Parecía un salón victoriano. Mr. Boatwright estaba sentado en una mecedora de mimbre junto a una mesa que servía de escritorio y de la que colgaban los flecos de un tapete. Frente a la mesa había otra mecedora. El director literario, con una expresión soñolienta destinada a disfrazar su estado, alerta como una cobra, me indicó con un gesto que me sentara (como descubrí más tarde, su mecedora tenía un cojín pequeño con una inscripción bordada que decía: MADRE). Aunque era un abrasador día de primavera, las cortinas, que eran de pesado terciopelo y de tono castaño rojizo, estaban echadas. La única luz procedía de dos lamparillas de estudiante, una con la pantalla de color rojo oscuro y la otra verde. Un lugar interesante, el cubil de Mr. Boatwright. Saltaba a la vista que la dirección le concedía grandes comodidades.

—¿Y bien, Mr. Jones?

Le expliqué el motivo de mi visita. Le dije que su conferencia en Columbia me había causado muy buena impresión por la sinceridad en su voluntad de ayudar a autores jóvenes, y le hice saber que traía conmigo dos cuentos que deseaba someter a su consideración.

Con una voz que daba miedo por su agudo sarcasmo, dijo:

—¿Y por qué ha optado usted por presentármelos en persona? El método habitual es por correo.

Yo sonreía, y mi sonrisa siempre es una proposición insinuante, y, en efecto, así suele ser interpretada:

—Temí que no los leyese. Ya sabe, un autor desconocido, sin agente… No creo que lleguen a su mesa muchos relatos así.

—Me llegan si son buenos. Mi ayudante, Miss Shaw, es una lectora de mucho talento y sumamente perspicaz. ¿Qué edad tiene usted?

—En agosto cumpliré los veinte.

—¿Y se considera usted un genio?

—No lo sé. —Lo cual no era cierto. Estaba seguro de serlo—. Por eso estoy aquí. Me gustaría saber su opinión.

—Le diré lo siguiente: es usted ambicioso. ¿O se trata de un simple arrebato? ¿Qué es usted, judío?

Mi respuesta no dijo mucho en mi favor. Aunque relativamente carezco de autocompasión (bueno, eso creo), nunca me he privado de sacar partido de mis antecedentes con el fin de causar una ventajosa compasión.

—Es posible. Me crié en un orfanato. Nunca llegué a conocer a mis padres.

Con todo, el caballero ya me había clavado su rodilla con una precisión dañina. Él ya sabía por dónde iba yo, pero yo ya no estaba tan seguro de lo contrario. Por aquella época, yo era inmune a los vicios mecánicos, fumaba raras veces y nunca me emborrachaba. Pero en ese momento, sin pedir permiso, cogí un cigarrillo de una caja de caparazón de tortuga que tenía cerca. Al encenderlo ardieron todas las cerillas de la caja y en mi mano se prendió una hoguera minúscula. Me puse en pie de un brinco, retorciéndome la mano entre gemidos.

Mi anfitrión se limitó a señalarme fríamente las cerillas, que se habían caído y seguían ardiendo, y dijo:

—Cuidado, apague eso con los pies. Va a estropear la alfombra. —Y, acto seguido—: Venga aquí, déme su mano.

Separó sus labios. Poco a poco su boca absorbió mi dedo índice, que era el que estaba más chamuscado. Se sumergió el dedo en las profundidades de su boca, se lo sacó y volvió a sumergirlo, como un cazador que estuviera sacando el peligroso líquido de una mordedura de serpiente. Hizo una pausa y me preguntó:

—Bueno, ¿se siente más aliviado?

El vaivén se había invertido. Se había producido una transferencia de poderes, o eso es lo que estúpidamente creí.

—Sí, mucho. Gracias.

—Muy bien —dijo, y se levantó a echar el cerrojo de la puerta del despacho—. Ahora, seguiremos con el tratamiento.

No, no fue tan fácil. Boaty era un tipo duro de pelar. Si hubiese sido necesario, habría pagado para satisfacer sus deseos, pero nunca me habría publicado un solo relato. De los dos originales que le entregué, me dijo:

—No son buenos. Normalmente nunca le daría ánimos a una persona con un talento tan limitado como el suyo. Sería muy cruel alentar a alguien y hacerle creer que tiene un don que en realidad no posee. Sin embargo, tiene cierto sentido de la palabra, sensibilidad para la caracterización. Quizá pueda sacar algo de ahí. Si desea arriesgarse, probar a arruinar su vida, cuente con mi ayuda, pero no se lo recomiendo.

Ojalá le hubiese escuchado. Ojalá me hubiese ido al campo. Pero ya era demasiado tarde, ya que mi viaje al centro de la Tierra había empezado.

Me estoy quedando sin cuartillas. Creo que me daré una ducha. Después quizá me mude a la sexta planta.

Me he mudado a la sexta planta.

No obstante, mi ventana está pegada al edificio de al lado. Aunque saltara por el alféizar, lo único que conseguiría es golpearme la cabeza. Este mes de septiembre estamos teniendo una ola de calor, y mi habitación es tan pequeña y calurosa que tengo que dejar la puerta abierta día y noche, lo cual es de lamentar ya que, como ocurre en la mayoría de los YMCA., en los pasillos se oye el susurro de las pisadas en zapatillas de los cristianos libidinosos. Por lo tanto, dejar la puerta abierta se interpreta muchas veces como una invitación. En mi caso no, no señor.

El otro día, cuando empecé este relato, no tenía idea de si lo terminaría o no. No obstante, acabo de llegar de una tienda donde he adquirido una caja de lápices Blackwing, un sacapuntas y media docena de blocs. De todas formas, no tengo nada mejor que hacer. Excepto buscar trabajo. Lo que pasa es que no sé qué clase de empleo buscar, a menos que vuelva a dar masajes. Ya no estoy para muchos trotes. Y, para ser sincero, sigo pensando que si cambio todos los nombres podría publicar esto como una novela. Carajo, no tengo nada que perder. Claro que un par de personas podrían intentar matarme, pero me lo tomaría como un favor.

Después de haberle presentado más de veinte relatos, Boaty me compró uno. Lo revisó de cabo a cabo y la mitad lo reescribió él mismo, pero al menos mi nombre salía en letras de imprenta. «Reflexiones de Morton», de P. B. Jones. Trataba de una monja enamorada de un jardinero negro llamado Morton (el mismo jardinero que había estado enamorado de mí). El relato llamó la atención y apareció impreso en la antología Los mejores relatos norteamericanos de aquel año. Y, lo que es más importante, una distinguida amiga de Boaty, Miss Alice Lee Langman le hizo una reseña.

Boaty tenía una enorme y vieja casa de piedra arenisca, en la parte más oriental de las calles Ochenta. El interior era una réplica exagerada de su despacho, una mezcla carmesí de antigüedades victorianas: cortinas de cuentas y lechuzas disecadas con el ceño fruncido dentro de campanas de cristal. Esta clase de afeminamiento, ahora démodé, era graciosamente infrecuente por aquel entonces, y el salón de Boaty era uno de los centros sociales más concurridos de Manhattan.

Allí es donde conocí a Jean Cocteau, un rayo láser ambulante con un ramillete de muguet en el ojal. Me preguntó si estaba tatuado, y cuando le dije que no, sus ojos excesivamente inteligentes se vidriaron y se escurrieron hacia otra parte.

La Dietrich y la Garbo iban de vez en cuando a casa de Boaty. La última siempre acompañada de Cecil Beaton, al que conocí cuando me hizo unas fotografías para la revista de Boaty (un intercambio de ideas que les oí casualmente una vez:

Beaton: Lo que más me duele de hacerme viejo es que descubro que se me encogen las partes.

La Garbo, tras una melancólica pausa: ¡Ay!, ojalá pudiera decir lo mismo).

La verdad es que en casa de Boaty, se encontraban cantidades notables de personajes célebres. Actores tan distintos como Marta Graham y Gypsy Rose Lee, todo género de lentejuelas salpicadas con una colección de pintores (Tchelitchew, Cadmus, Rivers, Warhol, Rauschenberg), compositores (Bernstein, Copland, Britten, Barber, Blitzstein, Diamond, Menotti) y gran abundancia de escritores (Auden, Isherwood, Wescott, Mailer, Williams, Styron, Porter y, en varias ocasiones, cuando se encontraba en Nueva York, Faulkner, a veces buscando Lolitas, pero por lo general serio y cortés bajo el doble peso de una nobleza incierta y una resaca de Jack Daniel’s). Y también Alice Lee Langman, considerada por Boaty la primera dama de las letras de América.

Para todas esas personas, las que aún vivan, en estos momentos debo serles el más somero recuerdo. Como mucho. Boaty, por supuesto, se hubiera acordado de mí aunque no con alegría (me imagino perfectamente lo que diría: «¿P. B. Jones? Ese vagabundo. No tengo ninguna duda de que anda por los zocos de Marrakech vendiendo su culo a viejos moros sodomitas), pero Boaty ya no está entre nosotros, murió en su casa de caoba, víctima de los golpes que le propinó un puto puertorriqueño enloquecido por la heroína». Le dejó con los dos ojos desencajados, colgándole por debajo de las mejillas.

Y Alice Lee Langman falleció el año pasado.

El New York Times sacó su esquela de defunción en la primera página, acompañada de la famosa fotografía que Arnold Genthe le hiciera en Berlín en 1927. Las hembras con talento creador raras veces son presentables. ¡Fíjense en Mary McCarthy, que públicamente ha aparecido tantas veces como una Gran Belleza! Sin embargo, Alice Lee Langman fue un cisne entre los cisnes de nuestro siglo: comparable a Cléo de Merodes, a la marquesa de Casa Maury, a Barbara Cushing Paley, a las tres hermanas Wyndham, a Diana Dudd Cooper, a Lena Horne, a Richard Finnocchio (el travesti que se hacía llamar Harlow), a Gloria Guinnes, a Maya Plisetskaya, a Marilyn Monroe y, por último, a la incomparable Kate McCloud. Ha habido varias lesbianas intelectuales que se distinguieron por su físico: Colette, Gertrude Stein, Willa Cather, Ivy Compton-Burnett, Carson McCullers, Jane Bowles, y, en una categoría totalmente diferente, algunas de hermosura sencillamente adorable: Eleanor Clark y Katherine Anne Porter. Ambas merecieron la reputación que tenían.

Sin embargo, Alice Lee Langman era una presencia perfeccionada, una dama esmaltada por el sello de la androginia, y esa aura sexualmente ambivalente que parece ser el denominador común de algunas personas cuyo encanto no conoce fronteras; una mística que no sólo tienen reservadas las mujeres, ya que Nureyev la tiene, Nehru la tenía, como la tuvieron Marlon Brando y Elvis Presley de jóvenes e igualmente Montgomery Clift y James Dean.

Cuando conocí a Miss Langman, que es como la llamé siempre, ella había pasado con mucho los cincuenta y sin embargo su aspecto seguía siendo misteriosamente el mismo que en el retrato que muchos años antes le hiciera Genthe. La autora de Wild Asparagus y Five Black Guitars tenía los ojos del color de las aguas de Anatolia, y llevaba el cabello, de un brillante azul plateado, cepillado hacia atrás, en perfecta armonía con su erguida cabeza, como si se tratara de una gorra etérea. Su nariz recordaba a la de Pavlova: prominente y algo irregular. Era pálida, de una palidez saludable y con la blancura de una manzana, y era difícil comprenderla cuando hablaba porque su voz, a diferencia de la mayoría de las mujeres de origen sureño, no era ni fuerte ni rápida (sólo los hombres del sur mastican las palabras), sino apagada, como un contralto de cello o el lamento de una paloma.

—¿Sería tan amable de acompañarme a casa? Estoy oyendo truenos y me dan miedo —dijo aquella primera noche en casa de Boaty.

No tenía miedo de los truenos ni de ninguna otra cosa, excepto del amor no correspondido y del éxito comercial. El renombre exquisito de Miss Langman, aunque justificado, se debía a una novela y a tres colecciones de relatos cortos, ningunos de los cuales había tenido grandes ventas o había sido muy leído, excepto en la universidad o en los pastos de los enterados. Igual que el valor de los diamantes, su prestigio exigía una producción controlada y limitada, y, en ese sentido, tenía un éxito regio, era la reina del timo del escritor residente, el negocio de los premios, la mierda de las subvenciones-auxiliadoras-para-artistas-necesitados. Todo el mundo, la Fundación Ford, la Fundación Guggenheim, el Instituto Nacional de las Artes y las Letras, el Consejo Nacional de las Artes, la Biblioteca del Congreso y demás, tenían que atiborrarla por narices de billetes verdes libres de impuestos, y Miss Langman, igual que esos enanos de circo que pierden el sustento si crecen uno o dos centímetros, fue siempre consciente de que su prestigio se vendría abajo si el público de la calle empezaba a leerla y a premiarla. Entretanto, recogía las fichas de la caridad como un croupier, en cantidad suficiente para costearse un piso en Park Avenue, un piso pequeño pero con estilo.

Después de una tranquila infancia en Tennessee —propia de la hija de un ministro metodista, que es lo que ella era—, seguida de jaranas bohemias en Berlín y Shangai, así como en París y en La Habana, y después de haber tenido cuatro maridos, uno de ellos un surfista de veinte años, todo un guaperas al que había conocido en una conferencia que dio en Berkeley, Miss Langman había vuelto a reincidir, al menos en lo material, en los valores ancestrales que quizá había extraviado pero que nunca llegó a perder del todo.

Con la perspectiva de los años, y gracias a los conocimientos adquiridos desde entonces, soy capaz de apreciar la elegancia del piso de Miss Langman. En aquella época me pareció frío y soso. Los «blandos» muebles estaban cubiertos de un lienzo crujiente, tan blanco como las paredes desnudas. El suelo estaba pulido en extremo y sin alfombrar. Este interior nevado sólo se veía interrumpido por jardineras blancas rebosantes de hojas verdes y frescas, y además, por varios muebles firmados, entre ellos un escritorio para dos de una austeridad opulenta y un frío juego de estanterías de palo de rosa.

—Preferiría tener —me dijo Miss Langman— dos tenedores realmente buenos, a tener una docena que sólo fuesen sencillamente buenos. Por eso hay tan pocos muebles en estas habitaciones. Sólo puedo vivir con lo mejor, pero no puedo pagarlo en las cantidades necesarias. De todas formas, el desorden es algo totalmente ajeno a mi naturaleza. A mí que me den una playa desierta en un día de invierno cuando el agua está muy tranquila. En una casa como la de Boaty me volvería loca.

En las entrevistas, a menudo decían de Miss Langman que era una conversadora ingeniosa. ¿Cómo puede ser ingeniosa una mujer que no tiene sentido del humor? Y ella no lo tenía en absoluto, lo cual era su defecto principal, como persona y como artista. Sin embargo, era muy habladora, un despiadado conductor en el dormitorio del asiento de atrás:

—No, Billy[7]. Déjate la camisa puesta y no te quites los calcetines el primer hombre que vi en mi vida no llevaba más que la camisa y los calcetines. Mr. Billy Langman. El reverendo Billy. Y hay un no sé qué que me gusta en un hombre con los calcetines puestos y la pilila tiesa y preparada toma Billy coge este almohadón y pónmelo debajo de mi eso es perfecto qué gusto ay Billy qué gusto como con Natasha una vez tuve un lío con una tortillera rusa Natasha trabajaba en la embajada rusa en Varsovia y estaba siempre hambrienta le gustaba esconder una cereza ahí abajo y comérsela ay Billy no puedo no puedo coge eso sin sin así súbete bombón y chúpame mi eso es eso es deja que te agarre la pilila ¡pero Billy por qué no eres más!, ¡ya sabes!, ¡más!

¿Por qué? Porque soy una de esas personas que cuando está sexualmente inmersa necesita un silencio absoluto y el mutismo de una concentración impecable. Quizá se deba a mi formación pubescente como puta barata, y porque he pasado toda la vida esforzándome por complacer a amantes poco brillantes. Por la razón que sea, para poder llegar al clímax y desplomarme en él, tengo que estimular todos mis mecanismos mediante las fantasías más intensas, un embriagador cine mental en el que no es bien recibido el parloteo.

La verdad es que raras veces estoy con la persona con quien estoy, por decirlo de algún modo. Y estoy seguro de que muchos de nosotros, incluso una gran mayoría, compartimos ese estado de dependencia de un escenario interior, con fragmentos eróticos que imaginamos o recordamos, con sombras impertinentes sobre el cuerpo que tenemos encima o debajo. Son imágenes que nuestra mente acepta en el ataque sexual pero que excluye una vez la bestia ha sido expulsada, ya que sin importar lo tolerantes que seamos, esos camafeos resultan intolerables para el vigilante de alma mezquina que hay dentro de cada uno de nosotros.

—Así es mejor Billy mucho mejor, mejor déjame cogerte la pilila eso es hmm hmm hmm así eso es un momento más despacio más despacio más despacio y más despacio ahora dale dale fuerte dale ay ay los cojones haz que me corra ahora más despacio más despacio sacasacasaaaacasacala ahora dale fuerte fuerte ay ay papaíto Jesús ten piedad Jesús Jesús diosmíomaldita papaítotodopoderoso ¡córrete Billy córrete córrete!

¿Cómo voy a correrme si la dama no me deja concentrarme en zonas más provocativas que su rugiente, indisciplinada y fastidiosa persona?

—Vamos vamos haz que me corra.

Así es como retoza la grande mademoiselle de la prensa culta y se abre camino durante una secuencia de sesenta segundos llena de éxitos. Me fui al cuarto de baño, me estiré en la bañera, fría y sin agua, pensé los pensamientos que necesitaba (así como Miss Langman había estado absorta en los suyos, en la pasividad privada que se ocultaba bajo su agitación pública: recordando… ¿la juventud?, ¿los destellos inmensamente llamativos del reverendo Billy, despojado de todo menos de la camisa y los calcetines?, ¿una lengua meliflua de mujer chupa que te chupa, en una de esas tardes glaciales?, ¿o a un italiano pesado como una ballena y con la barriga llena de pasta que se ligó en Palermo, todo un siciliano caliente al que se folló como un cerdo hace infinidad de años?), masturbándome.

Tengo un amigo, que no es marica pero al que le desagradan las mujeres, que me ha dicho:

—Las únicas mujeres de las que me sirvo son Mrs. Puño y sus cinco hijas.

Hay muchas cosas que decir a favor de Mrs. Puño. Es higiénica, nunca arma escándalo, sale gratis, es extremadamente fiel y cuando la necesitas siempre está a mano.

—Gracias —dijo Miss Langman cuando volví al dormitorio—. Es asombroso que alguien de tu edad tenga tanta experiencia. Tanta seguridad. Yo pensaba que acogía a un alumno, pero se diría que este alumno no tiene nada que aprender.

Estilísticamente, la última frase es característica de ella: directa, sentida y sin embargo un tanto articulada, literaria. Me resultaba más que evidente lo valioso y halagador que suponía ser el protégé de Alice Lee Langman para un joven escritor ambicioso, de modo que a partir de ese momento me fui a vivir al piso de Park Avenue. Boaty, al enterarse, no se atrevió a enfrentarse a Miss Langman, pero intentó al menos envenenar el asunto, de modo que la telefoneó y le dijo:

—Alice, sólo te digo esto porque conociste a la criatura en mi casa. Por ello me siento responsable. ¡Ten mucho cuidado! Se tirará cualquier cosa, mulas, hombres, perros, bocas de incendios. Ayer precisamente me llegó una carta furibunda de Jean (Cocteau). Desde París. Pasó una noche en el hotel Plaza con nuestro amigo. Y ahora ¡ha pillado una gonorrea que lo demuestra! Dios sabe qué es lo que no tendrá la criatura. Mejor que vayas a ver a tu médico. Y eso no es todo: ese chico es un ladrón. Ha falsificado cheques en mi nombre por más de quinientos dólares. Le podría meter en la cárcel mañana mismo.

Algunas de estas cosas podrían haber sido ciertas, pero ninguna lo era. ¿Entienden ahora lo que quiero decir con eso de loca asesina?

El asunto no tuvo ninguna importancia. Miss Langman no se habría sorprendido en lo más mínimo aunque Boaty le hubiese demostrado que yo era un estafador que había estafado a una pareja jorobada de hermanos siameses soviéticos hasta quitarles el último rublo. Estaba enamorada de mí. Eso es lo que ella decía, y yo la creía. Una noche, con una voz ondulante y ahogada de tanto vino tinto y dorado, me preguntó si la amaba, pero lo hizo de un modo tan estúpidamente conmovedor y con una sonrisa tan tonta y llorona, que daban ganas de romperle los dientes o de darle un beso. Yo, que no soy más que un mentiroso, le dije que por supuesto. Afortunadamente sólo he sufrido en una ocasión los horrores del amor en su totalidad. Cuando llegue su hora les hablaré de este asunto. Lo prometo. De cualquier modo, volvamos a la tragedia Langman. ¿Es posible, no estoy seguro, amar a alguien si lo primero que nos interesa es el provecho que podemos sacar de esa persona? ¿Acaso no paralizan el afán de lucro, y la culpabilidad que de éste resulta, el desarrollo de otras emociones? Se podría argumentar que incluso las personas más decentemente emparejadas se vieron atraídas inicialmente por el principio de la mutua explotación: sexo, protección, apaciguamiento narcisista; sin embargo, todo eso es trivial, humano: la diferencia entre esto último y la verdadera utilización de otra persona es la misma que hay entre las setas comestibles y las que matan: Monstruos Perfectos.

Lo que yo quería de Langman era: su agente, su editor, y su nombre adjunto a un Rodillo Sagrado de críticas sobre mi obra en una de esas publicaciones trimestrales mohosas pero académicamente influyentes. Al final logré estos objetivos y, de un modo deslumbrante, los sobrepasé con creces. Como resultado de sus prestigiosas intervenciones, P. B. Jones fue muy pronto el destinatario de una beca de la Guggenheim (3000 dólares), de una ayuda del Instituto Nacional de las Artes y las Letras (1000 dólares) y un adelanto del editor por un libro de relatos cortos (2000 dólares). Además, nueve de estos relatos los preparó Miss Langman, los cepilló hasta darles un acabado, y después les hizo una reseña: Plegarias atendidas y otros relatos cortos, primero en la Partisan Review y luego en The New York Times Book Review. El título fue decisión suya. Aunque no hubiese ningún relato que se llamara «Plegarias atendidas», Miss Langman dijo:

—Le va muy bien. Santa Teresa de Avila dijo una vez: «Se derraman más lágrimas por plegarias atendidas que por las no atendidas». Quizá no sea ésa la cita exacta, pero ya lo miraremos. Lo importante es que a lo largo de tu obra, al menos tal y como yo lo veo, aparecen personas que consiguen alcanzar un objetivo desesperado, mas sólo para que les rebote en contra de ellas mismas, lo cual acentúa y acelera su desesperación. Proféticamente Plegarias atendidas no atendió ninguna de mis ruegos. Cuando el libro apareció, muchas figuras clave del aparato literario pensaron que Miss Langman había patrocinado en exceso a su Baby Gigoló (mote inventado por Boaty. También le dijo a todo el mundo: «Pobre Alice. Su Chérí y El fin de Chérí han venido a ser lo mismo»), e incluso creyeron que, siendo una artista tan escrupulosa, había manifestado una aterradora falta de integridad.

No pretendo afirmar que mis relatos fuesen de la misma categoría que los de Turguenev y Flaubert, pero, con toda seguridad, eran lo bastante decentes como para no ser totalmente ignorados. Nadie los atacó, lo cual habría sido mejor y menos doloroso que este vacío gris que me producía náuseas y me hacía sentirme rechazado y paralizado, al mismo tiempo que hizo nacer en mí un ansia matutina de martinis. Miss Langman estaba tan angustiada como yo. Decía compartir mi decepción, pero la causa secreta de su angustia era que sospechaba que las dulces aguas de su cristalina reputación se habían enturbiado.

No puedo olvidarla, sentada en su salón perfectamente decorado, con sus bellos ojos enrojecidos por la ginebra y las lágrimas, asintiendo y asintiendo con la cabeza una y otra vez, tragándose cada una de las palabras mezquinas que me inspiraba la ginebra y todas las culpas que yo le echaba por el fracaso de mi libro, por mi derrota, por mi frío infierno. Y ella asentía y asentía con la cabeza una y otra vez, mordiéndose los labios, conteniendo cualquier muestra de venganza y tragando, porque, mientras ella era fuerte porque estaba segura de sus dones, yo era débil y paranoico porque no estaba seguro de los míos, y porque ella sabía que una verdad repentina que me dijese sería mortal. Porque temía que, si yo la abandonaba, perdería al último de sus chéri.

Hay un viejo dicho lejano: las mujeres son como serpientes de cascabel, lo último que muere es la cola.

Por un polvo, algunas mujeres son capaces de aguantar cualquier cosa durante toda su vida. Y según me han dicho, a Miss Langman le entusiasmaban los polvos hasta que la mató un infarto. Sin embargo, como dijo Kate McCloud: «Un buen revolcón equivale a la vuelta al mundo, y en más de un sentido». Y Kate McCloud, como todos sabemos, sabía de lo que hablaba: Dios mío, si a Kate le salieran tantas pollas como le han metido, parecería un puerco espín.

Pero Miss Langman, que en paz descanse, había concluido su intervención con La historia de P. B. Jones, una película de Paranoide Films en colaboración con Producciones Príapo; porque P. B. ya había topado con el futuro. El futuro se llamaba Denham Fouts, o Denny, como le llamaban sus amigos, entre ellos Christopher Isherwood y Gore Vidal, los cuales, después de morir Denny, le empalaron en sus propias obras como personaje principal. Vidal en su relato «Pages from an Abandoned Journal» e Isherwood en su novela Down There on a Visit.

Mucho antes de que emergiera en mi bahía, Denny me era ya una leyenda muy sabida, un mito titulado: El muchacho mejor mantenido del mundo.

A los dieciséis años, Denny vivía en Florida, en un miserable pueblo de paso, y trabajaba en la panadería de su padre. Su salvación, otros dirían su perdición, llegó una mañana bajo la forma grasienta de un millonario dentro de un descapotable, un Duesenberg nuevo del año 1936 hecho a la medida. El tipo era un magnate de los cosméticos cuya fortuna procedía en gran parte de una loción bronceadora muy famosa. Se había casado dos veces, pero prefería a los Ganimades de entre catorce y diecisiete años. Cuando vio a Denny debió de sentirse como un coleccionista de porcelanas antiguas que, perdido en una tienda de trastos viejos, encuentra un juego «cisne blanco» de Meissen; ¡qué conmoción!, ¡qué codicioso escalofrío! Compró donuts, invitó a Denny a dar una vuelta en el Duesenberg, e incluso le ofreció llevar el volante. Y esa misma noche Denny ya se encontraba a ciento cincuenta kilómetros de distancia, en Miami, sin haber vuelto a casa ni siquiera por una muda. Un mes después, sus afligidos padres, que ya habían perdido toda esperanza después de haber enviado equipos de búsqueda por todos los pantanos del lugar, recibieron una carta con matasellos de París. La carta constituyó la primera entrada de un álbum de recortes de muchos volúmenes: Los viajes universales de nuestro hijo Denham Fouts.

París, Túnez, Berlín, Capri, Saint Moritz, Budapest, Belgrado, Cap Ferrat, Biarritz, Venecia, Atenas, Estambul, Moscú, Marruecos, Estoril, Londres, Bombay, Calcuta, Londres, Londres, París, París, París, y su primer propietario había sido dejado atrás, sí, muy atrás, allá por Capri, cariño. Ya que fue en Capri donde Denny le echó el ojo a un bisabuelo de setenta años que también era director de los Petróleos Holandeses, y se fugó con él. Pero este caballero perdió a Denny en manos de la realeza, del príncipe Pablo, más tarde el rey Pablo de Grecia. La edad del príncipe era mucho más próxima a la de Denny, y el cariño que sentían el uno por el otro estaba bastante equilibrado, tanto era así, que una vez, en Viena, fueron a hacerse el mismo tatuaje, una pequeña insignia azul encima del corazón, aunque no recuerdo lo que era o cuál era su significado. Tampoco recuerdo cómo terminó el asunto, excepto que el Fin fue una disputa que se originó cuando Denny esnifó cocaína en el bar del hotel Beau Rivage de Lausana. Pero Denny, al igual que Porfirio Rubirosa, otro mito que pululaba de boca en boca dentro del circuito continental, ya había generado por entonces el une qua non del aventurero con éxito: el misterio y el deseo popular de escudriñar sus orígenes. Por ejemplo, Doris Duke y Barbara Hutton habían pagado, con fines prácticos, un millón de dólares para descubrir si mentían las damas que elogiaban a ese pedazo de puto con pelo de lunático, su Excelencia el embajador dominicano Porfirio Rubirosa, y que gemían en honor de la gruesa eficacia de esa polla cuarterona, al parecer, un plomo color café au lait de veintiocho centímetros, gorda como la muñeca de un hombre (según las hilanderas que habían enhebrado ambos prodigios en sus chismes, sólo el Sha de Irán era comparable al embajador en el desfile de pollas). En cuanto al bueno del difunto príncipe Ali Khan, que era un auténtico traficante y un buen amigo de Kate McCloud, pues bien, en cuanto a Ali, lo único que ese brigada de farsa de Feydeau quería saber era: «¿Es verdad que ese semental puede tenerla metida toda una hora, cinco veces al día, y sin correrse?». Supongo que ya la saben, pero, por si no la saben, la respuesta es sí. Se trata de un artificio oriental, prácticamente un truco mágico llamado karezza, cuyo ingrediente principal no es la potencia espermática sino el control imaginativo, es decir, al mismo tiempo que uno chupa y folla, hay que imaginar en todo momento una simple caja de cartón o un perro corriendo al trote. Claro que, al mismo tiempo, hay que atiborrarse de ostras y de caviar, y no tener ninguna ocupación que interfiera en la actividad de comer, roncar y concentrarse en simples cajas de cartón.

Hubo mujeres que experimentaron con Denny: la Honorable Daisy Fellowes, la heredera americana de las máquinas de coser Singer, que tiró de él por todo el Egeo a bordo de su yatecito, el Sister Anne. Sin embargo, el principal contribuyente a la cuenta bancaria de Denny en Ginebra siguió siendo la pareja más rica de viejos con pasta, un chileno del tout Parts, Arturo López Willshaw, el mayor proveedor de guano, mierda de pájaro fosilizada, en nuestro planeta, y el marqués de Cuevas, compañero de viaje de Diaghilev. Pero en 1938, durante una visita a Londres, Denny encontró a su último y definitivo mecenas: Peter Watson, heredero de un magnate de la margarina, que no sólo era otro marica rico, sino que en su estilo intelectual, encorvado y con labios amargos, era uno de los hombres más atractivos de Inglaterra. La revista Horizon de Cyril Connolly fue creada y mantenida gracias a su dinero. El círculo de Watson se quedó muy consternado al enterarse de que su severo amigo, que habitualmente había mostrado un interés convencional por simples marineros jovencitos, estaba ahora chiflado por el célebre Denny Fouts, aquel «play-boy exhibicionista», aquel drogadicto, aquel americano que hablaba como si tuviera la boca llena de medio kilo de gachas de maíz de Alabama.

Pero sólo los que habían experimentado el sometimiento a Denny, aquella su fuerza estrangulante que acercaba a su víctima de un modo atormentador al ensueño final, podían valorar su encanto. A Denny sólo le iba un papel, el de Amado, ya que nunca había sido más que eso. Ahora bien, exceptuando algún intercambio esporádico con el «comercio» marítimo, el tal Watson había sido siempre el Amado, un personaje muy solicitado cuya conducta con sus admiradores había sobrepasado muchas veces la de Sade (en una ocasión, Watson emprendió un viaje alrededor del mundo con un joven aristócrata locamente enamorado de él al que le infligía el castigo de no permitirle un solo beso o caricia, a pesar de que noche tras noche durmieran en la estrechez de la misma cama; o, mejor dicho, Mr. Watson dormía mientras su amigo, absolutamente íntegro pero en estado de desintegración, se retorcía de insomnio y de dolor de escroto).

Evidentemente, como suele ocurrir en los hombres con una vena sádica, Watson tenía paralelamente impulsos masoquistas. Sin embargo, tuvo que aparecer Denny para que, con su instinto de puttana, adivinase sus calladas necesidades propias de un cliente avergonzado, y actuar en consecuencia. Una vez se han vuelto las tornas, sólo el que humilla puede valorar los extremos más dulces de la humillación: Watson estaba enamorado de la crueldad de Denny, pues Watson era un artista que reconocía la valía de un artista superior, capaz de lograr que Mr. Watson, con su elegancia a la quinina, se quedara tieso, víctima de unos comas de celos que le quitaban el sueño por completo y le dejaban en un estado de deliciosa desesperación. El Amado utilizó incluso su adicción a las drogas para obtener ventajas sadorrománticas, dado que Watson, aunque obligado a suministrarle el dinero que servía para financiar un hábito que deploraba, tenía la convicción de que únicamente su amor y sus cuidados podrían liberar al Amado de una sepultura de heroína. Cuando el Amado deseaba de verdad una vuelta de tuerca, sólo tenía que recurrir a su botiquín.

Al parecer, fue esta preocupación por el bienestar de Denny lo que condujo a Watson en 1940, al inicio del bombardeo alemán, a insistir en que Denny abandonase Londres y regresara a los Estados Unidos, un viaje que Denny hizo con Jean, la esposa americana de Cyril Connolly, como carabina. Esta pareja no volvería a reunirse de nuevo; Jean Connolly, un personaje biológico y esplendoroso, se desmayó y volvió en sí como resultado de una hégira bulliciosa a campo traviesa, un jolgorio a lo Denny-Jean saturado de marihuana, marines, marineros y soldados.

Denny pasó la guerra en California, algunos años como prisionero en un campo para objetores de conciencia; sin embargo, fue al principio de su época californiana cuando conoció a Christopher Isherwood, el cual trabajaba en Hollywood como guionista de cine. Así es como Isherwood describe a Denny (o a Paul, como él le llama) según su cita de la novela suya que he mencionado anteriormente y que he consultado esta mañana en la biblioteca pública:

«La primera vez que puse mis ojos en Paul, al verle entrar en el restaurante, recuerdo que caminaba con una verticalidad extraña, parecía casi paralítico por la tensión. Siempre había sido delgado, pero aquel día tenía la delgadez escuálida de un muchacho. Iba vestido como un adolescente, con un aire exagerado de inocencia con el que parecía atreverse a desafiarnos. Por la monotonía de su traje negro, un traje estrecho y sin hombreras, la camisa absolutamente blanca y la corbata toda negra, se diría que acababa de llegar a la ciudad procedente de un internado religioso muy estricto. Pero esa forma de vestir tan juvenil no me pareció ridícula, ya que iba bien con su aspecto. Sin embargo, como sabía que Denny se iba dejando la veintena, esa misma juventud encerraba un efecto un tanto siniestro, como de algo arcanamente conservado».

Siete años más tarde, cuando me fui a vivir al 33 de la rue du Bac, dirección de un piso que Peter Watson tenía en la Rive Gauche de París, me encontré con un Denham Fouts que, aunque estaba más pálido que el marfil de su pipa de opio preferida, no había cambiado mucho respecto al amigo californiano de Herr Issyvoo: su aspecto seguía siendo vulnerablemente joven, como si la juventud fuese una solución química en la que Fouts estuviese constantemente encarcelado.

Pero ¿qué ocurrió para que P. B. se encontrase en París, huésped en el crepúsculo de techos altos de aquellas habitaciones sinuosas de cerradas contraventanas?

Un momento, por favor. Voy a bajar a las duchas. Por séptimo día consecutivo, el calor de Manhattan ha alcanzado los treinta y cinco grados o más.

Algunos de los sátiros cristianos de esta residencia se dan tantas duchas y se entretienen tanto en ellas que parecen muñequitas de celulosa empapadas, pero son chicos jóvenes y la gran mayoría están bien hechos. Sin embargo, el más obsesionado de estos fanáticos del sexo higiénico, y, asimismo, un incansable cazador-fantasma que va chancleteando por los pasillos de los dormitorios, es un tipo con el apodo de «el encías». Cojea, está tuerto del ojo izquierdo, y tiene una llaga supurante y persistente en la comisura de los labios, con hoyos que le marcan la piel a modo de tatuajes diabólicos y pestilentes. Acaba de rozarme el muslo con la mano y he fingido no darme cuenta. Sin embargo, su contacto me ha producido una sensación irritante, como si sus dedos fuesen tablillas de ortigas abrasadoras.

Ya hacía varios meses que había salido Plegarías atendidas cuando me llegó desde París esta breve misiva: «Apreciado Mr. Jones. Sus cuentos son geniales. Al igual que la foto de Cecil Beaton. Le ruego se reúna aquí conmigo como mi invitado. Le adjunto un pasaje de primera clase en el Queen Elizabeth, que zarpará el 24 de abril desde Nueva York a Le Havre. Si precisa usted de alguna referencia, pregúnteselo a Beaton, un viejo conocido. Atentamente, Denham Fouts».

Como he dicho, había oído contar un montón de cosas acerca de Mr. Fouts, al menos lo suficiente para saber que no había sido mi estilo literario lo que había provocado su atrevida carta, sino la foto que Beaton me había hecho para la revista de Boaty, la misma foto que yo había utilizado para la sobrecubierta de mi libro. Más tarde, cuando conocí a Denny, comprendí qué es lo que había en aquel rostro que le había impactado hasta el punto de disponerle a arriesgar una invitación y respaldarla con un regalo que no podía permitirse. No podía porque Peter Watson, que estaba de él hasta el gorro, le había abandonado, y ahora vivía al día y con derechos de squatter en el apartamento de Watson en París, sobreviviendo a base de limosnas ocasionales de amigos leales y viejos pretendientes a los que mediochantajeaba. La foto daba una idea de mí totalmente falsa, un muchacho cristalino, candoroso, sin mácula, fresco como el rocío y reluciente como las gotas de lluvia en abril. Ja, ja, ja.

En ningún momento se me ocurrió no ir, ni tampoco se me ocurrió contarle a Alice Lee Langman que iba. Alice se fue al dentista y, al llegar a casa, se encontró con que yo había hecho el equipaje y me había ido. No me despedí de nadie, lo único que hice fue largarme. Yo soy el típico individuo, por lo demás muy común, que podría ser tu más íntimo amigo, un amigacho con el que hablas cada día. Ahora bien, si un día se te pasa quedar conmigo, si se te olvida llamarme, se acabó, no volveríamos a hablarnos, ya que yo nunca te llamaría. He conocido a lagartos con esa sangre fría y nunca les he comprendido, aunque yo sea uno de ellos. Y sí, me largué: zarpé a medianoche, mi corazón latía con la estridencia de unos gongs que sonaran estrepitosamente, como chimeneas dando alaridos en un tono ronco. Recuerdo haber observado el resplandor vacilante de las luces de Manhattan a medianoche, oscureciéndose en temblorosos riachuelos de confeti, unas luces que no volvería a ver en doce años. Y recuerdo que bajé tambaleándome al camarote de clase turista (tras haber cambiado mi pasaje de primera clase y embolsarme la diferencia), y resbalé en un charco de vómitos de champán, y me disloqué el cuello. Lástima no habérmelo roto.

Cuando pienso en París, me resulta tan romántico como un pissoir inundado, y tan seductor como un cuerpo desnudo y ahogado que flotara por el Sena. Son recuerdos azules y nítidos, como las imágenes que emergen entre los lánguidos barridos de un limpiaparabrisas. Y ya que siempre es invierno y llueve, me veo a mí mismo saltando por los charcos, o bien me veo hojeando el Time en la terraza desierta del Deux Magots, ya que también es siempre una tarde de domingo en agosto. Y me veo en los hoteles, despertándome en habitaciones sin calefacción, habitaciones que se ondulan y deforman bajo la resaca de Pernod. Y me veo cruzando la ciudad y los puentes, atravesando el desierto pasillo con vitrinas que enlaza las dos entradas del hotel Ritz, me veo esperando en el bar del Ritz a que aparezca un acaudalado rostro americano, y bebiendo de gorra primero allí, después en el Boeuf sur le Toit y en la Brasserie Lipp, para sudarlo todo hasta que amanece en algún tugurio cargado de putas y negros sobones, y de humo azul de los Gauloises bleues. Y me veo despertar de nuevo en una habitación inclinada y torcida como vista en el ojo exuberante de un cadáver. Reconozco que mi vida no era la de un francés normal y corriente, pero ni los mismos franceses pueden soportar Francia. O, mejor dicho, adoran su país pero desprecian a sus compatriotas, dado que son incapaces de perdonarse unos a otros los pecados que comparten: el recelo, la tacañería, la envidia y la mezquindad en general. Cuando se ha llegado al punto de aborrecer un lugar, es difícil acordarse de haber sentido algo diferente en otro momento. Sin embargo, por un instante minúsculo tuve una opinión distinta. Vi París como Denny quería que lo viese y cómo a él mismo le habría gustado seguir viéndolo.

(Alice Lee Langman tenía un gran número de sobrinas, y en una ocasión una de ellas, la mayor, una jovencita del campo muy educada llamada Daisy que nunca había salido de Tennessee, vino a conocer Nueva York. Me quejé cuando apareció porque su presencia significaba que yo tendría que desaparecer temporalmente del piso de Alice. Y lo que es peor, me tocó cargar con Daisy por toda la ciudad, enseñarle las Rockettes, la punta del Empire State Building, el ferry de Staten Island, alimentarla con los perritos calientes en Coney Island y con las habichuelas empanadas del Automat, en fin, toda esa basura. Ahora lo recuerdo con una nostalgia salobre. Daisy, sí, Daisy se divirtió mucho, y yo me divertía aún más, ya que para mí fue como si hubiera escalado por dentro de su cabeza y, desde el interior de aquel observatorio virgen, lo hubiese contemplado y saboreado todo. «Oh —decía Daisy, cogiendo una cucharada de su helado de pistache en Rumpelmayer—, esto es soberbio». Y «Oh —dijo Daisy un día que nos sumamos en Broadway a un gentío que estaba animando a un suicida a saltar del alféizar de una ventana del antiguo Roxy—, de verdad que esto es soberbio»).

En París, yo fui Daisy. No hablaba una palabra de francés y no lo habría hecho nunca si no hubiera sido por Denny. Me obligó a aprenderlo, negándose a hablar cualquier otra cosa, a menos que estuviéramos en la cama: bueno, déjenme que se lo explique, aunque quería que compartiésemos la cama, su interés por mí era romántico y no sexual; tampoco se sentía inclinado hacia ninguna otra persona. Decía que no le habían cuadrado el círculo del culo desde hacía dos años, ya que el opio y la cocaína le habían quitado las ganas de todo. Por las tardes íbamos a veces a los cines de los Champs Elysées, y en un momento dado, cuando empezaba a sudar un poco, se precipitaba hacia los lavabos de caballeros y se suministraba una dosis de droga. Por las noches inhalaba opio o sorbía té de opio, un brebaje que elaboraba haciendo hervir en agua las cortezas de opio que había ido acumulando en su pipa. Sin embargo, Denny no era ningún blando. No lo vi nunca abatido o debilitado por las drogas.

Sólo quizá al final de la noche, cuando la luz del día se acercaba y bordeaba las cortinas echadas del dormitorio, Denny podía perder un poquito el pie y, de carambola, degenerar en un arranque curvilíneo y opaco. «Dime, chico, ¿has oído hablar alguna vez del Café La Reina Negra del padre Flanagan? ¿Te suena de algo? Te apuesto los huevos a que sí. Aunque nunca hayas oído hablar de él y pienses quizá que es alguna pocilga nocturna de Harlem, aun así, lo conoces por algún nombre y por supuesto sabes lo que es y dónde está. En una ocasión me pasé un año en California, meditando en un monasterio, bajo la super-supervisión de Su Santidad, el reverendísimo Mr. Gerald Heard. Y busqué esa Cosa Significativa. Esa… Cosa Divina. Juro que lo intenté. Ningún hombre ha estado nunca más desnudo. Me acostaba pronto y me levantaba pronto, y rezaba, rezaba, nada de alcohol y ni una calada, ni siquiera me la meneaba. Y el único resultado de esa pútrida tortura fue… el Café La Reina Negra del padre Flanagan. Y ahí lo tienes, justo donde Cristo perdió el gorro. Más allá de los estercoleros. Ten cuidado. No pises la cabeza cortada. Y ahora llama a la puerta. Llama llama». Voz del padre Flanagan: «¿Quién te envía?». «Cristo, por el amor de Cristo. Irlandés más que idiota. En el interior… se está… muy… a gusto. Porque en todo ese gentío no hay ningún ganador. No hay más que marginados, y sobre todo niños bien cebados con cuentas numeradas en el Crédit Suisse. De modo que ya puedes soltarte la melena, cenicienta. Y reconoce que lo que tenemos aquí son auténticas reinas. ¡Qué descanso! Basta con echar las cartas, pedir una Coca-Cola y bailotear un poquito con un viejo amigo, como aquel chico divino de doce años que me sacó una navaja de boy-scout y me robó mi precioso reloj ovalado de Cartier. ¡Ay, el Café de Maricas Negros! ¡Fresco y verde, tranquilo como una tumba! Por eso me drogo, no me basta con simples y aburridas meditaciones para meterme allí, para quedarme allí, quedarme allí oculto y feliz con el padre Flanagan y sus Miles de Marginados, él y todos los demás judíos, negros, hispanos, maricas, tortilleras, drogotas y rojos. Feliz de estar ahí abajo, en el lugar al que pertenezco: Sí señor, sí buana. Salvo que el precio es demasiado alto: me estoy matando».

Después, renunciando a su repulsivo tono cómico y violento:

—De verdad, que me estoy matando, y lo sabes. Pero el conocerte me ha hecho cambiar de ideas. No tendría nada contra la vida, con tal que vivieras conmigo, Jonesy. Lo cual significa arriesgarme a una cura, porque es un riesgo. Ya lo hice una vez. En una clínica de Vevey. Y cada noche se me caían las montañas encima, y cada mañana quería ahogarme en el lago Léman. Pero ¿vivirías conmigo si la hiciera? Podríamos volver a los Estados Unidos y comprar una gasolinera. No, no estoy bromeando. Siempre he deseado tener una gasolinera. En alguna parte de Arizona, o en Nevada, la última oportunidad de llenar el depósito. Allí tendríamos toda la calma del mundo, y tú podrías escribir relatos. Básicamente estoy muy bien de salud. Y también soy un buen cocinero.

Denny me ofrecía drogas, pero yo las rechazaba y él nunca insistía, aunque una vez me dijo: «¿Tienes miedo?». Sí, pero no de las drogas, lo que me asustaba era la vida desidiosa de Denny, y no quería imitarle en lo más mínimo. Me resulta extraño recordarlo, pero yo había conservado la fe: me consideraba a mí mismo un joven serio y seriamente colmado de dones, y no un vago oportunista o un estafador de sentimientos que se había taladrado a Miss Langman hasta que ésta se convirtió en un geiser de Guggenheims. Yo sabía que era un hijo de puta, pero me perdonaba a mí mismo, ya que al fin y al cabo era un hijo de puta nato, un joven con talento que sólo estaba comprometido con su talento. A pesar de los trastornos nocturnos, los ardores del coñac y los escozores de estómago que me causaba el vino, me las arreglaba para sacar diariamente cinco o seis páginas de una novela. No permitía que nada interrumpiera esta actividad y, en ese sentido, Denny era una presencia dañina, un pasajero opresivo. Tenía la impresión de que si no me deshacía de él, igual que Simbad del Viejo molesto, tendría que arrastrar a Denny como a un cerdito por la cola durante el resto de su vida. Sin embargo, le tenía aprecio y no quería abandonarle, al menos mientras siguiera incontrolablemente narcotizado. De modo que le dije que hiciese la cura, pero añadí:

—No hagamos promesas. Después, puede que quieras echarte a los pies dé la cruz o fregar orinales para el doctor Schweitzer. O quizá sea ése mi destino.

¡Qué optimista era yo en aquellos días resguardados! En comparación con los asedios que he soportado desde entonces, espantar moscas tsé-tsé y fregar orinales con la lengua sería un nirvana meloso.

Quedó decidido que Denny haría el viaje solo hasta la clínica de Vevey. Nos despedimos en La Gare de Lyon. Se había tomado algo, y el fresco color de su cara, esa cara de ángel severo y vengativo, le daba aspecto de veinteañero. Su agitada conversación trató desde el tema de las gasolineras hasta el hecho de que en una ocasión estuvo en el Tíbet. Y Denny dijo al final:

—Si sale mal, te pido que hagas lo siguiente: destruye todo lo que sea mío. Quema toda mi ropa. Mis cartas. No quisiera darle ese placer a Peter.

Quedamos en no ponernos en contacto hasta que Denny hubiese abandonado la clínica. Después, probablemente, nos reuniríamos para irnos de vacaciones a algún pueblecito costero cerca de Nápoles, a Positano o Ravelo.

Como mi intención no era ésa y tampoco pensaba volver a ver a Denny si podía evitarlo, me fui del piso de la rué du Bac y me mudé a una pequeña habitación abuhardillada del hotel Pont Royal. Por aquella época, el Pont Royal tenía un barecito en los sótanos que era el bebedero de los traseros gordos de la haute Bohéme. Sartre, el estrábico y pálido fumador de pipa, así como su amante solterona De Beauvoir, se quedaban apuntalados en una esquina como dos muñecos de ventrílocuo abandonados. Con frecuencia veía por allí, nunca sobrio, a Koestler, un enano agresivo con los puños muy sueltos. Y a Camus, delgado como una caña, cortado y cortante, un hombre de pelo crespo castaño, los ojos húmedos de vida y una expresión inquieta y constantemente atenta: una persona abordable. Sabía que era asesor de Gallimard, y una tarde yo mismo me presenté ante él como un escritor americano que había publicado un libro de cuentos, ¿lo leería con idea de que Gallimard hiciera una traducción? Más tarde, Camus me devolvió el ejemplar que le había enviado, con una nota en la que decía que su insuficiente dominio del inglés no le permitía establecer un juicio, pero que su impresión era que tenía cierta habilidad para crear personajes y tensión dramática. «Sin embargo, encuentro los cuentos demasiado precipitados e incompletos, pero si tiene usted alguna otra cosa, déjeme verla». Posteriormente, siempre que me encontraba con Camus en el Pont Royal, o, como en una ocasión, en una fiesta al aire libre de Gallimard en la que me había colado, asentía siempre con la cabeza y me sonreía dándome ánimos.

Otro cliente al que conocí en ese bar, y que era bastante simpático, fue la vizcondesa Marie Laure de Noailles, poetisa muy apreciada y una saloniste que presidía un salón donde se contaba con que de un momento a otro se materializasen las presencias ectoplasmáticas de Proust y de Reynaldo Hahn. Marie Laure era la excéntrica esposa de un rico aristócrata marsellés aficionado a los deportes, y compañera afectuosa, quizá poco selectiva, de los Julien Sorel de la época: justo la máquina tragaperras que yo andaba buscando. Mais alors, otro joven aventurero americano, Ned Rorem, se quedó con el premio gordo. A pesar de los defectos de Marie Laure —doble papada, labios gruesos como de picadura de abeja y un peinado con la raya en medio, duplicado pavoroso del retrato que Lautrec le hizo a Oscar Wilde— era evidente lo que Rorem veía en Marie Laure (un elegante tejado sobre su cabeza y alguien capaz de promocionar sus melodías en la estratosfera de la Francia musical), pero a la inversa no era tan evidente. Rorem venía del mediooeste, era un marica cuáquero, o lo que es lo mismo, un cuáquero marica, una combinación insoportable de conducta infernal y de piedad santurrona. Se tenía por la reencarnación de Alcibíades, teñido por el sol, dorado, y muchas personas tenían esa misma opinión, aunque yo no figuraba entre ellas. Por de pronto, poseía un cráneo de contornos criminales, plano por detrás como el de Dillinger; y su cara, blanda y dulce como una masa de pastel, era una mala mezcla de debilidad y voluntariedad. Sin embargo, es posible que esté siendo injusto, porque yo envidiaba a Rorem; envidiaba su educación, su reputación de muchacho prometedor mucho más firme que la mía, y su mayor éxito en su papel de Consolador Viviente con las Viejas Pellejas, como llamamos los gigolos a nuestros talonarios femeninos. Si les interesa el tema, prueben a leer las confesiones de Ned en su Paris Diary; está bien escrito y es cruel como sólo podría serlo un cuáquero marginal con una inclinación a la franqueza. Me pregunto lo que pensó Marie Laure cuando leyó el libro. Claro que ya había hecho frente a males más severos que los que las revelaciones lacrimógenas de Ned podían infligirle. Su último compañero, o al menos el último que yo haya conocido, fue un artista búlgaro muy velludo que se suicidó cortándose las venas y, acto seguido, empuñando un pincel y con su arteria cortada como paleta, revistió dos paredes con un mural abstracto, todo de color carmesí, de trazos atrevidos.

En realidad, al bar del Pont Royal le debo haber hecho muchas amistades, incluyendo a la primera expatriada americana, Miss Natalia Barney, una heredera de espíritu y costumbres independientes que estuvo domiciliada en París durante más de sesenta años.

Mis Barney vivió en el mismo piso durante todas esas décadas, una suite con habitaciones sorprendentes que daban a un patio de la rué de l’Université. Vidrieras de colores en las ventanas y vidrieras de colores en los tragaluces, un tributo al Art Nouveau que habría conducido al pequeño Boaty a un estado delirante como de perro loco: lámparas Lauque esculpidas como ramilletes de rosas lácteas, mesas medievales abarrotadas de fotografías de amigos enmarcados en oro y carey: Apollinaire, Proust, Gide, Picasso, Cocteau, Radiguet, Colette, Sarah Bernahrdt, Stein y Toklas, Stravinsky, las reinas de España y Bélgica, Nadia Boulanger, la Garbo bien arrimadita a su vieja amigocha Mercedes D’Acosta, y Djuna Barnes, esta última una apetitosa pelirroja con labios de pimiento difícilmente reconocible como la áspera autora de El bosque de la noche (y como la heroína ermitaña en versión moderna de Patchin Place). Cualquiera que fuese su edad real, que debía de ser de ochenta o más años, Miss Barney, normalmente ataviada con viril franela gris, tenía aspecto de anacarada cincuentona. Disfrutaba conduciendo, e iba por todas partes en su Bugatti esmeralda descapotable, daba vueltas por el Bois o se iba a Versalles las tardes agradables. De vez en cuando, me pedía que fuese con ella, ya que Miss Barney disfrutaba echando sermones, y su impresión era que yo tenía aún mucho que aprender.

En otra ocasión hubo otro invitado, la viuda de Miss Stein. La viuda quería ir a una tienda italiana de ultramarinos, donde, según ella, era posible comprar una trufa blanca única que procedía de las colinas que rodean Turín. La tienda estaba en un barrio alejado, y mientras atravesábamos el barrio con nuestro coche, la viuda dijo de pronto:

—Pero ¿no está por aquí el estudio de Romaine? Miss Barney, al mismo tiempo que me lanzaba una mirada inquietante y especulativa, respondió:

—¿Paramos aquí? Tengo una llave.

La viuda, una araña con bigote que tanteaba sus artejos, se frotó sus manos enfundadas en guantes negros y dijo:

—¡Qué barbaridad! ¡Hará por lo menos treinta años!

Tras subir seis tramos de una escalera de piedra en el interior de un austero edificio que olía a orín de gato, esa colonia persa (y también romana), llegamos al estudio de Romaine, quienquiera que fuese la tal Romaine; ninguna de mis acompañantes dio explicaciones acerca de su amiga, pero tuve la impresión de que ya había muerto, y que Miss Barney conservaba el estudio como una especie de destartalado museo-santuario. Una luz de tarde húmeda se filtraba por los tragaluces color gris mugriento y se entreveraba con los objetos de la inmensa habitación: sillas amortajadas, un piano con un mantón español, candelabros españoles con velas medio consumidas.

Cuando Miss Barney le dio al interruptor, no ocurrió nada.

—¡Que el diablo se lo lleve! —dijo de pronto, muy a lo americana de las praderas, y encendió un candelabro que llevó consigo mientras nos conducía por toda la habitación para que contempláramos las pinturas de Romaine Brook. Es posible que hubiera unas setenta, todas ellas retratos de un realismo insípido y exagerado. Eran retratos de mujeres, y todas aparecían vestidas de un modo idéntico, completamente equipadas con corbatín blanco y trenzas. ¿Saben ustedes cómo se sabe cuándo hay algo de lo que uno no va a olvidarse? Yo no iba a olvidar aquel momento, esa habitación, esa exhibición de mujeres machotas, todas ellas, a juzgar por sus peinados y cosméticos, pintadas entre 1917 y 1938.

—Violet —declaró la viuda al examinar el retrato de una rubia escuálida, con el pelo a lo garçon y un monóculo que le aumentaba un ojo acerado—. A Gertrudis le gustaba. En cambio, a mí me parecía una chica cruel. Recuerdo que tenía una lechuza, y la guardaba en una jaula tan pequeña que no podía moverse. El bicho permanecía quieto, con las plumas que se le salían por los hierros. ¿Vive aún Violet?

Miss Barney asintió con la cabeza:

—Tiene una casa en Fiésole, y está como un roble. Me han dicho que ha seguido el tratamiento de Niehans.

Finalmente llegamos a un personaje al que reconocí como la llorada compañera de la viuda, y que aparecía representada con una copa de coñac en la mano izquierda y un puro en la otra. No era la monolítica madre tierra color marrón que nos hizo creer Picasso, sino más bien un personaje al estilo de Diamond Jim Brady[8], una barrigona vanidosa, cosa que uno sospecha más cercana a la verdad.

—Romaine —dijo la viuda, mientras alisaba su frágil bigote—, Romaine tenía cierta técnica, pero no era una artista.

Miss Barney lamentó no estar de acuerdo:

—Romaine —afirmó con un tono tan helado como las pendientes alpinas— era un poco limitada. Pero fue una gran artista.

Fue Miss Barney la que me concertó una cita con Colette, a la que yo quería conocer. No con fines oportunistas, como es habitual en mí, sino porque Boaty me había iniciado en su obra (les ruego tengan presente que soy, intelectualmente, un autostopista que va acumulando saber en las carreteras y bajo los puentes) y la respetaba: Chez maman es magistral, y su habilidad para jugar con los datos sensoriales, el gusto, el olor, el tacto, la vista, no tiene parangón.

Además sentía curiosidad por esta mujer. Mi idea era que una persona que ha vivido tan extensamente como ella, que era tan inteligente como ella, debía de tener algunas respuestas. De modo que me sentí muy agradecido cuando Miss Barney consiguió que pudiera tomar el té con Colette en su piso del Palais Royal.

—Pero —me advirtió Miss Barney por teléfono— no la canses quedándote demasiado tiempo, ha estado enferma todo el invierno.

Es verdad que Colette me recibió en su dormitorio, sentada en una cama dorada a la Louis Quatorze en su besamanos matinal; pero, por otra parte, parecía tan indispuesta como un watusi pintarrajeado que dirigiera un baile tribal. Su maquillage estaba a la altura de tal ocupación: ojos oblicuos y luminosos como los de un perro braco de Weimar, circuidos de kohl. Un rostro enjuto e inteligente empolvado con la palidez de un payaso. Sus labios, teniendo en cuenta su edad, eran de un rojo viscoso y brillante, como de corista excitante. Y sus cabellos eran rojos o rojizos, como un rubor sonrosado, una espuma ensortijada. Su perfume impregnaba la habitación (en un momento dado le pregunté qué era y Colette dijo: «Es Jicky. La emperatriz Eugenia se lo ponía siempre. Me gusta porque es una fragancia anticuada con una historia elegante, y también porque es picante sin ser grosero, como ocurre con los mejores conversadores. Proust se lo ponía. Eso al menos me ha dicho Cocteau. Aunque Cocteau no sea demasiado de fiar»), su perfume, y el olor de las cestas de frutas, así como la brisa de junio que agitaba las cortinas de gasa.

Una doncella trajo el té, dejando la bandeja sobre la cama ya abarrotada de gatos soñolientos y cartas, libros y revistas, y diversos objetos de adorno, sobre todo un montón de antiguos pisapapeles franceses de cristal. Muchos de estos objetos preciosos aparecían expuestos sobre las mesas y en la repisa de la chimenea. Era la primera vez que veía uno. Al darse cuenta de mi interés, Colette cogió un espécimen y lo hizo brillar a la luz amarilla de una lámpara:

—A éste lo llaman La Rosa Blanca. Como puede ver, en el centro de este cristal purísimo hay una rosa blanca. Procede de la fábrica de Clichy y es de 1850. Todos los grandes pisapapeles fueron creados entre 1840 y 1900 por sólo tres casas, Clichy, Baccarat y St. Louis. Cuando empecé a comprarlos en los rastros y otros sitios por el estilo no eran excesivamente caros, pero en las últimas décadas se ha puesto de moda coleccionarlos, una auténtica manía, y los precios son ahora desorbitados. Pero a mí. —Colette lanzó una mirada rápida a una esfera que contenía un lagarto verde, y a otra en cuyo interior había una cesta de cerezas rojas— me producen mayor satisfacción que las joyas, o que las esculturas. Estos universos de cristal son como música silenciosa. Y ahora —dijo Colette, volviendo de pronto al asunto— dígame, ¿qué espera usted de la vida? Aparte de fama y dinero; eso ya lo doy por supuesto.

—No sé lo que espero —le dije—. Sé lo que me gustaría; me gustaría ser un adulto.

Colette levantó y bajó sus pintados párpados con el lento movimiento de alas de un águila azul:

—Ah, pero eso —dijo— es lo único que ninguno de nosotros podremos ser nunca, personas adultas. A menos que entienda usted por adulto un alma envuelta en el sayal y las cenizas de la sabiduría solitaria. Libre de malignidades, envidia, malicia, codicia y culpabilidad. Imposible. Voltaire, incluso Voltaire, llevó un niño dentro de sí toda la vida, un niño envidioso y con mal genio, un muchachito obsceno, que siempre se olía los dedos; y Voltaire llevó ese niño hasta su sepultura, como haremos todos nosotros hasta la nuestra. El Papa en su balcón… soñando con una bonita cara de un guardia suizo. Y el juez británico bajo su exquisita peluca, ¿en qué piensa cuando envía a un hombre a la horca? ¿En la justicia, en la eternidad y en cosas serias? ¿O acaso se pregunta cómo se las podrá arreglar para que lo elijan miembro del Jockey Club? Por supuesto, los seres humanos tiene momentos adultos, unos cuantos momentos magnánimos esparcidos aquí y allá, y, como es obvio, la muerte es el más importante de todos ellos. La muerte expulsa a ese muchachito obsceno y nos deja con lo que queda de nosotros, simplemente un objeto, sin vida pero puro, como La Rosa Blanca. Tome —acercó hacia mí el cristal en flor—, guárdese esto en el bolsillo. Consérvelo como un recuerdo de que ser duradero y perfecto, ser de hecho un adulto, es ser un objeto, un altar, una figura en una vidriera de colores: una cosa apreciable. Sin embargo, es mucho mejor estornudar y sentirse humano.

En una ocasión le enseñé este regalo a Kate McCloud, y Kate, que podría haber trabajado de tasadora en Sotheby’s, dijo:

—Debía de estar delirando. Quiero decir, ¿cómo pudo darte eso, a ti? Un pisapapeles de Clichy de esa calidad vale… ¡uau!, sin exagerar cinco mil dólares.

Me habría dado igual no saber su valor, dado que mi intención no era considerarlo como una reserva para los días de borrasca. Sin embargo, nunca lo vendería, y menos ahora que soy un pobre diablo que anda de culo, ya que, en fin, lo valoro como un amuleto bendecido por algo así como un santo, y hay al menos dos ocasiones en que una persona no sacrifica un amuleto: cuando no tiene nada y cuando lo tiene todo; ambas son un abismo. En todos mis viajes, en momentos de hambre y desesperación suicida, un año en que padecí de hepatitis en un hospital deformado por el calor y zumbante de moscas en Calcuta, siempre me he aferrado a La Rosa Blanca. Aquí, en el YMCA., lo tengo escondido debajo de mi catre, está oculto en uno de los viejos calcetines amarillos de esquiar de Kate McCloud, el cual a su vez está guardado en el único equipaje que tengo, un bolso de viaje de Air France (cuando me escapé de Southampton) me largué pitando, y dudo que vuelva a ver las maletas Vuitton, las camisas Battistoni, los trajes Lanvin, los zapatos Peal, aunque no me importa, ya que sólo verlos haría que me ahogase en mi propio vómito.

Hace poco saqué La Rosa Blanca, y en sus caras centelleantes vi los campos nevados de St. Moritz bajo el cielo azul, y vi a Kate McCloud, un fantasma escarlata a horcajadas sobre sus rubios esquís Kneissl, de perfil, veloz como un rayo, en ángulo con la espalda inclinada, en una pose tan elegante y precisa como el mismo gélido cristal de Clichy.

Anteanoche llovió. Por la mañana, un soplo de aire seco del Canadá detuvo la siguiente borrasca, de modo que salí a dar un paseo y ¿con quién creen que fui a toparme? Pues con Woodrow Hamilton, el hombre responsable, por lo menos indirectamente, de la última aventura desastrosa que he tenido. Aquí me tienen ustedes en el zoo de Central Park, solidarizándome con una cebra, cuando oigo una voz incrédula que me dice:

—¿P. B.? —Y ahí estaba él, el descendiente de nuestro vigésimo octavo presidente— Dios mío, P. B., si pareces…

Yo sabía muy bien lo que parecía, bajo mi piel gris y mi mugriento traje de sarga:

—¿Y por qué no?

—Ya veo. Me preguntaba si estarías implicado en ese asunto. No sé más que lo que he leído en el periódico. Vaya historia. Oye —dijo al ver que no le respondía—, vamos a tomar algo al Pierre.

En el Pierre no quisieron servirme porque no llevaba corbata. Seguimos andando hasta una cafetería de la Tercera Avenida y durante el camino decidí que no hablaría de Kate McCloud o de lo ocurrido, no por discreción, sino porque era demasiado brutal: mis entrañas esparcidas seguían arrastrándose por el suelo.

Woodrow no insistió. Puede que Woodrow parezca un cuadrado de celuloide bonito y pulcro, pero en realidad ése es el camuflaje que protege los aspectos más ondulantes de su naturaleza. La última vez que le vi fue en el Trois Cloches de Cannes, y de esto hace un año. Me dijo que tenía un piso en Brooklyn Heights y que estaba enseñando latín y griego en un colegio de Manhattan.

—Pero —rumió maliciosamente— tengo un trabajo de media jornada. Algo que podría interesarte: a juzgar por las apariencias supongo que te vendrá bien un poco de dinero extra.

Inspeccionó su cartera y me entregó primero un billete de cien dólares:

—Esto acabo de ganármelo esta tarde, jugando al corro alrededor de un mástil de mayo con un licenciado de Vassar de la promoción de 1909. —Y después me dio una tarjeta—. Así es como conocí a la dama, y como los conozco a todos, hombres, mujeres, cocodrilos. Follar por placer y sacar provecho. Sacar provecho, sea como sea.

La tarjeta decía: THE SELF SERVICE, PROPIETARIO: MISS VICTORIA SELF. Contenía una dirección de la calle. Cuarenta y dos Oeste, y un número de teléfono con un prefijo del Circle.

—De modo que —dijo Woodrow— date un buen lavado y vete a ver a Miss Self. Te dará trabajo.

—No creo que sea capaz de trabajar. Me encuentro demasiado desafinado. Además, estoy intentando volver a escribir. Woodrow le dio un mordisco a la cebollita de su Gibson.

—Yo no lo llamaría un trabajo. Son sólo unas cuantas horas a la semana. Después de todo, ¿qué clase de servicios crees que proporciona The Self Service?

—Los propios de un semental, evidentemente.

—¡Ah! Conque has estado escuchando. Y parecías en las nubes. Los propios de un semental, en efecto. Pero no del todo. Se trata de una labor de colaboración. La Self siempre está dispuesta para cualquier cosa, en cualquier sitio, de cualquier manera y a cualquier hora.

—Qué raro, nunca te habría imaginado como un semental de alquiler.

—Ni yo. Pero doy cierto tipo: buenos modales, traje gris, gafas de concha. Créeme, hay muchísima demanda. Y la especialidad de La Self es la variedad. En su lista hay de todo, desde gorilas puertorriqueños hasta policías novatos y agentes de bolsa.

—¿Y cómo dio contigo?

—Eso —dijo Woodrow— es largo de contar. —Pidió otra bebida. Yo no quise tomar nada, ya que no había bebido alcohol desde la última e increíble sesión loca de ginebra con Kate McCloud, y ahora una sola copa me había dejado ya un poco sordo (el alcohol me afecta al oído en primer lugar)—. Sólo te diré que fue a través de un chico que conocí en Yale, Dick Anderson. Trabaja en Wall Street. Un chico totalmente normal, pero que no ha tenido demasiado éxito o al menos el éxito suficiente para vivir holgadamente en Greenwich y tener tres niños, dos de ellos en Exeter. El verano pasado estuve un fin de semana con los Anderson. Ella es una chica estupenda. Dick y yo estuvimos toda la noche bebiendo «cold duck», un mezclote hecho con champán y borgoña espumoso. Chico, se me revuelve el estómago nada más de pensarlo. Y Dick decía: «La mayoría de las veces siento asco. Simplemente asco. ¡Maldita sea, qué no hará un hombre cuando tiene dos hijos en Exeter!». —Woodrow soltó una risita—. Suena mucho a novela de John Cheever, ¿no? Respetable, pero un suburbanita sin blanca empeñado en pagar las cuotas del club de campo y mantener a sus niños en un buen colegio.

—No.

—¿No qué?

—Cheever es un escritor demasiado cauto como para arriesgarse a hablar de un agente de bolsa que trafica con su polla. Simplemente, porque nadie se lo creería. Sus obras son siempre realistas, hasta cuando son ridículas, como La monstruosa radio o El nadador.

Woodrow se sintió molesto. Con mucho cuidado deposité su billete de cien dólares en un bolsillo interior, de donde le iba a costar mucho rescatarlo.

—Y si es verdad, como lo es, ¿por qué no iba a creerlo nadie?

—Porque el hecho de que algo sea verdad no quiere decir que sea convincente, tanto en la vida como en el arte. Piensa en Proust. ¿Crees que En busca del tiempo perdido hubiese tenido la resonancia que tiene si Proust hubiera sido históricamente literal, si no hubiese cambiado los sexos y alterado hechos e identidades? Si hubiera sido absolutamente objetivo, la obra habría sido menos creíble, sin embargo —y ésta era una idea que yo había tenido a menudo— podría haber sido mejor. Menos aceptable, pero mejor. —Decidí tomar otra copa, a pesar de todo—. Y ésa es la cuestión: ¿es la verdad una ilusión o es la ilusión verdad?, o ¿son ambas básicamente lo mismo? En lo que a mí respecta, no me preocupa lo que se diga de mí mientras no sea verdad.

—Quizá harías mejor en no tomarte eso.

—¿Crees que estoy bebido?

—Bueno, estás desvariando.

—Me siento a gusto, eso es todo.

—¿De modo que has empezado a escribir otra vez? ¿Una novela? —dijo amablemente Woodrow.

—Un reportaje. Un informe. Sí, lo llamaré una novela. Si es que la termino algún día. Claro que nunca termino nada.

—¿Tienes ya algún título?

¡Ah! Allí estaba Woodrow haciéndome todas esas preguntas de «garden party».

Plegarías atendidas.

Woodrow frunció el ceño:

—Eso lo he oído antes.

—No lo creo, a menos que fueses uno de los trescientos ignorantes que compraron mi primera y única obra publicada. También se llamó Plegarías atendidas. Por ningún motivo en especial. Pero esta vez sí tengo un motivo.

Plegarias atendidas. Una cita, supongo.

—Santa Teresa. Nunca la he consultado yo mismo, por eso no sé exactamente lo que dijo, pero era algo así como «se derraman más lágrimas por plegarias atendidas que por las no atendidas».

—Ya veo de qué va —dijo Woodrow—. El libro trata de Kate McCloud y compañía.

—Yo no diría que trata de ellos, aunque aparezcan en el libro.

—Entonces, ¿de qué trata?

—De la verdad como ilusión.

—¿Y de la ilusión como verdad?

—Lo primero. Lo segundo es otra proposición.

Woodrow quiso que le aclarara todo eso, pero el whisky ya me estaba haciendo efecto, y me sentía demasiado sordo para explicárselo. Sin embargo, lo que le habría dicho era: Ya que la verdad no existe, la verdad no puede ser más que ilusión; pero la ilusión, el subproducto de artificios reveladores, puede alcanzar las cimas más próximas al pico inaccesible de la Verdad Perfecta. Pongamos como ejemplo a los que se hacen pasar por mujeres. El travestí es en realidad un hombre (verdad) hasta que se recrea a sí mismo como mujer (ilusión), y, de los dos momentos, el de la ilusión es el más verdadero.

Aquella tarde, alrededor de las cinco, cuando las oficinas iban quedándose vacías, me encontré deambulando por la calle Cuarenta y dos buscando la dirección que aparecía inscrita en la tarjeta de Miss Self. Resultó que el local estaba situado encima de un entresuelo que era un emporio pornográfico, una de esas pocilgas con las paredes cubiertas de nabos colgando y conos abiertos. Al acercarme se le cayó un paquete a un cliente excitado, alguien de aspecto respetable e insignificante y al abrirse se desparramaron por el suelo varias docenas de revistas en blanco y negro. Nada del otro mundo, los sesenta y nueve de siempre y unos bomboncitos en una cabalgada a tres bandas. Sin embargo, un grupo de peatones se paró a mirar mientras el propietario se arrodillaba para recuperar sus propiedades. La pornografía, en mi opinión, ha sido muy mal interpretada, ya que no fomenta maníacos sexuales ni los manda a dar vueltas por las callejuelas, sino que constituye un bálsamo para los sexualmente reprimidos y no correspondidos, ya que ¿cuál es el fin de la pornografía sino estimular la masturbación? Y la masturbación es con toda seguridad la alternativa más agradable para los hombres «en buena forma».

Un chulo puertorriqueño se quedó allí parado burlándose del hombre que estaba inclinado («¿Se puede saber qué hace con eso?, con las putas guapas de carne y hueso que yo tengo»), pero sentí pena por el hombre, me miraba como si fuera un pastor solitario más bien joven que hubiese malversado toda la colecta del domingo anterior con el fin de comprar las instantáneas masturbantes. De modo que decidí ayudarle a recogerlas, pero nada más empezar me sacudió en toda la cara: un golpe de kárate que debió de machacarme un pómulo, tal y como lo sentí.

—¡Lárgate! —gruñó.

—¡Por Dios!, si sólo quería ayudarle —dije yo.

—Lárgate antes de que te parta la boca —dijo él.

Su cara se había puesto de un rojo tan brillante que me hacia daño a los ojos. Fue entonces cuando me di cuenta de que no se trataba únicamente del color de la rabia sino también del de la vergüenza. Supuse que él había pensado que yo quería robarle las fotos, cuando lo que en realidad le había cabreado había sido la compasión implícita al ofrecerle mi ayuda.

Aunque Miss Self es una mujer de negocios con mucho éxito no puede decirse que derroche en vistosidad. Su despacho se encuentra situado en un edificio de cuatro plantas sin ascensor. THE SELF SERVICE: una puerta de cristal esmerilado con ese rotulo. Pero yo vacilé (¿realmente quería hacerlo? Bueno, no había otra cosa mejor que hacer, al menos para sacar dinero). Me peiné, me hice la raya en los pantalones, unos que acababa de comprar en Robert Hall, en una oferta especial de dos pantalones de espiga por cincuenta dólares, llamé al timbre y entré.

En la oficina exterior no había más muebles que un banco, una mesa de despacho, y dos caballeretes, uno de ellos un secretario recepcionista sentado detrás de la mesa, y el otro, un guapo mulato que llevaba puesto un traje de seda azul oscuro, muy del momento. Ambos optaron por no hacerme caso.

—… y después de eso —decía el mulato— me quedé en San Diego una semana con Spencer. ¡Spencer! ¡Uau, vaya cohete!, íbamos a toda velocidad por la carretera de San Diego cuando Spencer recogió al marine negro, todo un chico del campo, un pedazo de carne ahumada de Alabama, de modo que a Spencer le apeteció hacerlo en el asiento de atrás y el chico dijo: «Yo tengo muy claro lo que saco de esto. Me da gusto. Pero ¡hombre!, lo que no tengo nada claro es lo que sacan ustedes». Y Spencer va y le dice: «Es delicioso. Lo mismo que un biscocho ensartado».

Lánguidamente, el secretario dirigió hacia mí un par de verdes ojos invernales con una expresión censuradora. Un rubio, y ¡qué rubio! Su piel tenía ese dorado brillo aceitoso, típico de los largos fines de semana en Cherry Grove. Sin embargo, en conjunto, su aspecto era decididamente cochino, algo así como un Uriah Heep bronceado.

—¿Sí? —preguntó con una voz que se arrastraba fríamente por el aire como una exhalación de humo mentolado.

Le dije que quería ver a Miss Self. Me preguntó el motivo, y le dije que venía de parte de Woodrow Hamilton. Dijo:

—Tendrá que rellenar nuestro formulario. ¿Viene usted como cliente o como futuro empleado?

—Empleado.

—Hmmm —caviló la Belleza Negra—. ¡Qué lastima! No me habría importado batirte los huevos, papaíto. Y el secretario, con un cabreo repipi, dijo:

—OK Lester. Quita ese culo inflamado de la mesa de tu hermanita y vete a pasearlo por el Americana. Tienes una cita a las cinco y media, habitación 507.

Una vez hube rellenado el cuestionario, en el que no se preguntaba más que lo habitual —¿edad?, ¿dirección?, ¿estado civil?—, la hija de Drácula se evaporó con la hoja en una oficina interior, y mientras estaba ausente, entró una chica con una calma vacuna, una chica con exceso de peso pero endiabladamente atractiva, una boule de suif joven, con una cara redonda, cremosa y rosada, y un par de melones que se le revolvían dentro del corpiño de su vestido rosa de verano.

Se acurrucó junto a mí y se metió un cigarrillo en los labios:

—¿Qué?

Le dije que si era fuego lo que quería no podía ayudarla, ya que había dejado de fumar; y me dijo:

—Yo también. Esto es sólo para aguantar. Lo que quiero es saber dónde está Butch. ¡Butch! —exclamó, levantándose para envolver en sus brazos al secretario, que ya estaba de vuelta.

—¡Maggie!

—¡Butch!

—¡Maggie! —Y acto seguido, recuperando el sentido—: ¡Más que puta! ¡Cinco días! ¿Dónde te has metido?

—¿Has echado de menos a tu Maggie?

—No jodas. ¿Por mí qué más da? Pero ese tipo de Seattle, ¡Dios mío!, la que armó cuando le diste plantón el jueves por la noche.

—Lo siento, Butch.

—Pero ¿dónde te has metido, Maggie? He estado dos veces en tu hotel. Te he llamado mil veces. Podías haber fichado.

—Lo sé. Pero verás…, me he casado.

—¿Que te has casado? ¡Maggie!

—Butch, por favor. Si no tiene importancia. No interferirá en nada.

—Ya me imagino lo que dirá Miss Self. Y por fin se acordó de mí.

—Ah, sí —dijo el secretario, como quien se sacude el polvo—. Ahora le recibirá Miss Self, Mr. Jones. Miss Self —anunció, abriéndome la puerta—, aquí tiene a Mr. Jones.

Se parecía a Marianne Moore. Una Miss Moore más maciza, teutonizada. Unas trenzas grises de hausfrau mantenían sujeto su cráneo reducido; no iba maquillada, y su traje, aunque mejor sería decir uniforme, era de sarga azul de matrona de prisión. Una dama en general tan carente de lujos como su propia oficina. Con una excepción… Le vi en la muñeca un reloj ovalado de oro con números romanos. Kate McCloud tenía uno igual. Se lo había dado John F. Kennedy, y procedía de la casa Cartier de Londres, donde su precio era de mil doscientos dólares.

—Siéntese, por favor. —Su voz era frágil como una taza de té, pero sus ojos de cobalto eran tan acerados como los de un matón. Echó un vistazo a su reloj, tan discorde con su aspecto falto de elegancia—. ¿Se apunta? A esta hora sienta muy bien.

Y de un cajón de su mesa sacó dos vasos pequeños y una botella de tequila, algo que yo no había probado nunca y no creía que me gustara.

—Le gustará —dijo—. Es una bebida con cojones. Mi tercer marido era mexicano. Y ahora dígame —dijo mientras le daba golpecitos a mi formulario— ¿ha hecho usted antes este trabajo? ¿Profesionalmente?

Una pregunta interesante. Le estuve dando vueltas.

—Yo no diría que profesionalmente, sino que lo he hecho… por sacar provecho.

—Eso ya es suficientemente profesional. ¡Ahí va! —dijo, y se tragó todo el vasito de tequila. Hizo una mueca y se estremeció.

Buenos Dios[9], esto es excitante. Excitante. Vamos —dijo—. Trágueselo. Le gustará.

Me supo a gasolina perfumada.

—Y ahora —dijo— le pondré las cartas sobre la mesa, Jones. Un noventa por cien de nuestra clientela son hombres de mediana edad, y la mitad de nuestro negocio son gente excéntrica, de un tipo u otro. De modo que si su idea es inscribirse estrictamente como un semental normal, olvídelo. ¿Me sigue usted?

—De cabo a rabo.

Guiñó un ojo y se propinó otra dosis.

—Dígame, Jones, ¿hay algo que no esté usted dispuesto a hacer?

—No pondré el culo. Yo la meto, pero el culo no lo pongo.

—Ah, ¿sí? —Era alemana, y aquello era sólo el recuerdo de un acento, como la fragancia de una colonia en un pañuelo antiguo—. ¿Se trata de un prejuicio moral?

—No, no es eso. Se trata de almorranas.

—¿Y qué me dice usted de sadomasoquismo? ¿Y de meter el puño?

—Pero ¿todo?

—Por supuesto, querido. Latigazos, cadenas, cigarrillos, meter el puño. Todo eso.

—Me temo que no.

—¡Ah!, ¿no? ¿Y eso, se trata de otro prejuicio?

—No creo en la crueldad. Aunque haya a quien le proporcione placer.

—¿De modo que no ha sido usted nunca cruel?

—No he dicho eso.

—Levántese —dijo—. Quítese la chaqueta. Dese la vuelta. Otra vez. Más despacio. Qué lástima que no sea usted un poco más alto. Pero tiene buen tipo. Un vientre liso muy bonito. ¿Está usted bien dotado?

—Nunca he tenido quejas.

—Es posible que nuestra clientela sea más exigente. ¿Sabe?, ésta es la pregunta que nos hacen siempre: «¿Tiene un buen nabo?».

—¿Quiere verlo? —dije jugando con la bragueta de mis super Robert Hall.

—No hay por qué ponerse vulgares, Mr. Jones. Ya se dará usted cuenta de que aunque sea una persona que habla siempre muy claro, no soy en absoluto vulgar. Y ahora, siéntese —dijo, y volvió a llenar los dos vasos de tequila—. Hasta ahora he sido yo el inquisidor. ¿Qué es lo que le gustaría a usted saber?

Lo que yo quería saber era su vida. Hay poca gente que me haya despertado tanta curiosidad de un modo tan inmediato. ¿Sería una refugiada de Hitler, una veterana del Reeperbahn de Hamburgo que emigró a México antes de la guerra? Y se me pasó por la cabeza que quizá no era ella quien dirigía este negocio, sino, como la mayoría de los encargados de burdeles y patrones de sex-cafés americanos, no era más que una fachada de empresarios mañosos.

—¿Le ha comido la lengua el ratón? Bueno, estoy segura de que querrá usted conocer los aspectos financieros de nuestro contrato. Los honorarios estándar por una cita de una hora son cincuenta dólares a repartir mitad y mitad con nosotros, aunque puede usted quedarse con las propinas que el cliente le dé. Claro que los honorarios varían. Habrá veces en que sacará usted mucho más. Y podrá disponer de bonificaciones por cada cliente aceptable o por cada empleado que reclute usted. Ahora bien —dijo, apuntándome con aquellos ojos que eran como un par de escopetas—, hay una serie de reglas a las que tendrá usted que atenerse. No podrá usted drogarse ni beber en exceso. Bajo ningún concepto tratará usted directamente con un diente; será el servicio quien haga todas las citas. Cualquier intento de negociar un trato privado con un cliente implicará el despido inmediato. Cualquier tentativa de chantajear o molestar de algún modo a un cliente será motivo de un severo castigo, con lo cual no me estoy refiriendo a un simple despido.

De modo que estas arañas negras sicilianas son de hecho los que tejen esta maraña.

—¿He hablado claro?

—Clarísimo.

El secretario se coló en la oficina:

—La llama Mr. Wallance. Es muy urgente. Me parece que está borracho.

—No nos interesa su opinión, Butch. Limítese a ponerme con él.

Miss Self levantó entonces un auricular, uno de los muchos que había en su mesa.

—Miss Self al habla. ¿Cómo está usted? Le creía en Roma. Bueno, lo leí en el Times. Que estaba usted en Roma y tenía una audiencia con el Papa. Oh, estoy segura de que tiene usted razón. ¡Quelle loca! Sí, le oigo perfectamente. Ya veo, ya veo. —Tomó unas notas a toda prisa, pero pude leer lo que escribía, ya que uno de mis dones es leer al revés: Wallance. Suite 713. Hotel Plaza—. Lo lamento, pero Gumbo ya no está con nosotros. Ya se sabe lo que pasa con estos negros, no se puede confiar en ellos. Sin embargo, le enviaremos a alguien inmediatamente. En absoluto. Gracias a usted.

Después se me quedó mirando durante un rato.

—Mr. Wallance es un cliente muy valioso. —Volvió a prolongar su mirada—. Wallance no es su nombre, por supuesto. Utilizamos pseudónimos con todos nuestros clientes. También con los empleados. Usted se llama Jones, nosotros le llamaremos Smith.

Arrancó la hoja con la nota. La hizo una bolita y me la tiró.

—Creo que sabrá usted llevar este asunto. En realidad no se trata de una… situación física. Se trata más bien de… un problema de niñera.

Llamé a Mr. Wallance desde una de las endebles cabinas doradas del vestíbulo del Plaza. Contestó un perro. Se oyó el ruido de un auricular cayéndose estrepitosamente, seguido de unos ladridos de sabueso infernales.

—Eh, eh, ha sido mi perro —explicó una voz correosa—. Cada vez que suena el teléfono se engancha al auricular. ¿Es usted el chico del servicio? Bueno, suba volando.

Cuando mi cliente abrió la puerta, el perro se precipitó hacia el pasillo y se abalanzó contra mí, como un defensa de los Gigantes de Nueva York. Era un negro bulldog inglés manchado, de setenta centímetros de altura, y es posible que un metro de ancho. Pesaría unos cincuenta kilos y al atacarme me empujó contra la pared con la fuerza de un huracán. Yo grité de lo lindo y su dueño se rió.

—No tenga miedo. Es que mi viejo Bill es muy cariñoso. Pero les aseguro que el hijo de puta iba salido y se estaba restregando contra mi pierna como un semental drogado.

—¡Bill, estáte quieto! —El dueño de Bill dio la orden con una voz metálica, entre risitas tontas y confusas por la ginebra—. Te estoy hablando en serio, Bill.

Al final ató una correa al collar del maníaco sexual, y me lo quitó de encima al mismo tiempo que decía:

—Pobre Bill, es que no he estado en condiciones de pasearle. Durante dos días. Por eso he llamado al servicio. Lo primero que quiero que hagas es llevártelo al parque.

Bill se portó bien hasta que llegamos al parque.

En route, pensé en Mr. Wallance. Era un enano fornido y panzudo, hinchado de alcohol, con un teatral bigote pegado encima de unos labios lacónicos. El tiempo había deteriorado su aspecto, ya que solía ser razonablemente presentable. No obstante, le reconocí inmediatamente, aunque sólo le había visto una vez, y de eso hacía ya diez años. Aun así, recordaba con toda claridad ese instante en que le vi, ya que en aquella época era el escritor americano más aclamado, y, para mí, el mejor. Además, la curiosa mise en scène me había ayudado a refrescar la memoria: fue en París, pasada la medianoche. Yo estaba en la barra del Boeuf sur le Toit, y él se encontraba en una mesa con mantel rosa acompañado de tres hombres, dos de ellos putas caras, piratas corsos vestidos de franela británica, y el tercero era nada menos que Summer Welles. Los fans de Confidential se acordarán del aristócrata Mr. Welles, exsubsecretario de Estado, gran y buen amigo de la Hermandad de los Mozos de Estación de los Coches Cama. Su Excelencia, empapado en alcohol como melocotones al brandy, empezó a mordisquear las orejas de los corsos; la escena fue todo un tableau, y un tableau especialmente vivant.

Los paseantes otoñales deambulaban lentamente por los atardecidos senderos del parque. Una pareja de nipones se paró a hacerle caricias a Bill, y al tirarle de su enroscada cola y apretujarlo, cometieron en cierto modo una locura. Era algo comprensible, ya que Bill, con su cara mellada y sus patas de Quasimodo, con su físico intrincadamente retorcido, era un objeto tan atrayente para el sentido estético oriental como los bonsais, los ciervos enanos y un pez de colores que alimentan hasta que llega a pesar dos kilos y medio. No obstante, yo no soy oriental, y cuando Bill, tras arrastrarme hasta la hierba, volvió de pronto a atacarme sexualmente, no se lo agradecí en absoluto.

Al no poder competir con un violador tan decidido, me pareció que lo más oportuno sería echarme boca arriba en la hierba y dejarle a su aire, incluso darle ánimos.

—Eso es cariño, métemela bien, córrete bien.

Teníamos público, rostros humanos que se agitaban más allá de los ojos saltones y drogados de pasión de mi travieso amante. Una mujer dijo severamente:

—¡Degenerado repugnante! ¡Deje de abusar del animal! ¿Es que nadie va a llamar a un policía?

—Albert, quiero volver a Utica. Esta misma noche —dijo otra.

Entre babas y jadeos, Bill se santiguó.

Me empapó los pantalones Robert Hall, pero ésta no fue su única afrenta antes de que finalizara la tarde. Cuando le llevé de vuelta al Plaza y entré en el recibidor de la suite, puse el pie encima de un considerable montón de mierda húmeda, la mierda de Bill, patiné, y me caí de bruces encima de un segundo montón de mierda. A Mr. Wallance no le dije más que:

—¿Le importa que me dé una ducha? Y él dijo:

—Es algo en lo que siempre insisto.

Sin embargo, como me había indicado Miss Self, Mr. Wallance, al igual que Denny Fouts, era, más que una persona sensual, un brillante conversador.

—Eres un buen chico —me hizo saber—. Bueno, ya sé que no eres tan chico, no estoy tan borracho. A la vista está que tienes muchas horas de vuelo, pero no importa, eres un buen chico. Lo llevas en los ojos. Ojos heridos. Humillados y ofendidos. ¿Has leído a Dostoievski? Bueno, ya me imagino que no es eso a lo que te dedicas, pero eres uno de sus personajes. Humillado y ofendido. También yo, por eso me siento seguro contigo.

Con sus ojos recorrió, al igual que un espía, todo el dormitorio iluminado por una lámpara. Por el aspecto de la habitación, parecía que hubiese pasado por ella un maleante de Kansas. Ropa sucia y en desorden por todas partes, mierda de perro por todos lados y, en las alfombras, marcas de charcos secos de orín de perro. Bill estaba dormido al pie de la cama, y sus ronquidos rezumaban la melancolía del postcoito. Al menos consintió en que su dueño y el huésped de su dueño compartieran un poco la cama; el huésped desnudo, mientras que el dueño permaneció totalmente vestido, con zapatos negros, un chaleco con lápices en el bolsillo y un par de gafas de concha. En una mano, Mr. Wallace tenía agarrado un vaso de los de enjuagarse la boca que rebosaba de Scotch solo, y en la otra un puro en el que la ceniza se iba acumulando temblorosamente. De vez en cuando se acercaba para acariciarme y una de las veces la ceniza ardiendo me chamuscó el ombligo. Pensé que había sido a propósito, pero decidí que quizá no.

—Todo lo seguro que pueda sentirse un hombre perseguido. Un hombre con asesinos pisándole los talones. Puedo morir de repente. Y si eso me ocurre no será por muerte natural. Harán que parezca un ataque cardíaco, o un accidente. Pero prométeme que no creerás una palabra. Prométeme que escribirás una carta al Times contándoles que fue un asesinato.

Siempre hay que ser lógico con los borrachos y con los locos:

—Pero si cree usted que está en peligro, ¿por qué no llama a la policía?

—No soy un gallina —dijo, y acto seguido añadió—: De todas formas, soy un hombre moribundo. Voy a morir de cáncer.

—¿Cáncer de qué?

—De sangre, de garganta, de pulmones, de lengua, de estómago, de cerebro, de culo.

En realidad, los alcohólicos desprecian el sabor a alcohol. Vertió la mitad de Scotch que había en su vaso, y tuvo un escalofrío.

—Todo empezó hace siete años, cuando los críticos se volvieron contra mí. Todo escritor tiene sus trucos, y los críticos, tarde o temprano, terminan por descubrirlos. Y mientras te tengan fichado, muy bien, les encantas. Mi error fue que me harté de mis viejos trucos y aprendí algunos nuevos. Pero esto los cristianos no lo soportan. Odian la versatilidad. No les gusta ver crecer o cambiar a un autor, ese de ningún modo. Y ahí es donde apareció el cáncer. Cuando los críticos empezaron a decir que mis viejos trucos eran «pura fuerza poética», y que mis nuevos trucos eran «míseras pretensiones». Seis fracasos seguidos, cuatro en Broadway y dos fuera de Broadway. Me están matando, movidos por la envidia y la ignorancia, y sin ninguna vergüenza o remordimiento. ¡Les trae sin cuidado que el cáncer me esté comiendo el cerebro! —Luego, y de un modo bastante complaciente, dijo—: No me crees, ¿verdad?

—No puedo creer en un cáncer galopante que dura siete años. Es imposible.

—Soy un hombre moribundo. Pero tú no me crees. No te crees lo más mínimo que tenga cáncer. Crees que lo mío es de psicoanalista.

No. Lo que yo creía era lo siguiente: aquí tenemos a un tipo regordete y bajito con una mente dramática, el cual, al igual que sus heroínas abandonadas a su suerte, lo que busca es llamar la atención y que le compadezcan, ofreciendo mentiras semicreíbles a personas totalmente desconocidas. Desconocidas porque no tiene amigos, ya que sólo se compadece de sus propios personajes y de sí mismo; cualquier otra persona forma parte del público.

—Pero, para tu información, he estado con un psicoanalista —prosiguió—. Me gasté setenta pavos la hora, cinco días a la semana, durante dos años. Lo único que hizo ese hijo de puta fue interferir en mis asuntos personales.

—¿Acaso no se les paga para eso? ¿Para que interfieran en nuestros asuntos personales?

—No te pases de listo, amiguito. No estoy bromeando. El doctor Kewie arruinó mi vida. Me convenció de que yo no era marica y de que no amaba a Fred. Me dijo que, a menos que me librase de Fred, estaba acabado como escritor. Pero la verdad es que Fred era lo único bueno que había en mi vida. Es posible que yo no lo amara. Pero él me amaba a mí. Me mantenía vivo. No era el embustero que Kewie decía que era. Kewie decía: «Fred no te quiere, sólo quiere tu dinero». El que quiere el dinero es Kewie. Bueno, yo no pensaba dejar a Fred, de modo que un día Kewie le llamó en secreto y le dijo que la bebida iba a matarme si él no desaparecía de mi vista. Y en esto que Fred recoge sus cosas y se larga. Y yo sin comprender nada hasta que el doctor Kewie, muy orgulloso de sí mismo, me confesó lo que había hecho. Y yo le dije: «Ves, Fred te ha creído y de tanto que me amaba se ha sacrificado». Pero me equivocaba, ya que cuando encontramos a Fred, para lo cual alquilé a unos detectives que le localizaron en Puerto Rico, Fred dijo que lo único que quería era romperme las narices. Pensó que había sido yo el que había incitado a Kewie a que le llamase, y que todo lo había manipulado yo. Sin embargo, hicimos las paces. Total, para lo que sirvió. A Fred le operaron en el Memorial Hospital el diecisiete de junio, y murió el cuatro de julio. Sólo tenía treinta y seis años. Pero él no fingía, tenía cáncer de verdad. Y eso es lo que ocurre cuando los psicoanalistas interfieren en tu vida privada. Fíjate qué desastre, tener que alquilar a putos para que paseen a Bill, ¡imagínate!

—No soy un puto.

Aunque no sé por qué me molesté en contestar; soy un puto y siempre lo he sido.

Gruñó sarcásticamente. Como todos los llorones, era una persona fría.

—¿Qué te parece? —dijo al mismo tiempo que soplaba la ceniza de su puro—. Date la vuelta y extiende esos mofletes.

—Lo siento, pero no pongo el culo. Meterla, sí; poner el culo, no.

—¡Ohhh! —dijo con una voz que se perdía a lo lejos, pastosa como un pastel dulce de patatas—. Si no voy a perforarte muchachito. Sólo quería apagar el cigarrillo.

Chicos, me largué de allí pitando. Me precipité en el baño con toda mi ropa y eché el cerrojo. Mientras me vestía, oí a Mr. Wallace riéndose entre dientes.

—¿Muchachito? —dijo—. ¿No pensarás que hablaba en serio, lo has pensado de verdad, muchachito? No sé, ya nadie tiene sentido del humor.

Pero al salir me lo encontré roncando ligeramente, como un suave acompañamiento al robusto ronquido de Bill. El puro seguía ardiendo entre sus dedos; es probable que un día en que no haya nadie para salvarle, sea ése el modo en que desaparezca el Sr. Wallace.

Aquí en el YMCA. hay un hombre ciego de sesenta años que duerme en la celda contigua a la mía. Es masajista y ha estado empleado durante varios meses en el gimnasio de abajo. Se llama Bob y es un tipo barrigón que huele a aceite de niños y a linimento Sloan. En una ocasión le comenté que yo había trabajado de masajista, y me dijo que le gustaría ver qué tal masajista era, de modo que intercambiamos técnicas y mientras me frotaba con sus gruesas manos sensibles de ciego, me contó un poco su vida. Me dijo que había estado soltero hasta los cincuenta años, edad en que se casó con una camarera de San Diego.

—Helen, ella misma se describía como una rubia magnífica de treinta y un años, divorciada. Pero yo creo que exageraba, de otro modo, ¿por qué se habría casado conmigo? Helen tenía buen tipo sin embargo, y con estas manos la ponía muy caliente. En fin, compramos una camioneta Ford y una roulotte pequeña de aluminio, y nos fuimos a Cathedral City, en el desierto de California, cerca de Palm Springs. Supuse que encontraría algo de trabajo en uno de los clubs de Palm Springs, y así fue. Desde noviembre hasta junio es un lugar espléndido, el mejor clima del mundo, caluroso durante el día y frío por la noche; pero en verano, Dios mío, podía llegar hasta cuarenta o cincuenta grados, y no era un calor seco como cabría esperar, al menos desde que construyeron por allí millones de piscinas: las piscinas volvieron húmedo el desierto, y la humedad a cuarenta grados no está hecha para hombres blancos, ni para mujeres.

»Helen sufría terriblemente pero no podíamos hacer nada. Durante el invierno nunca llegaba a ahorrar lo suficiente para salir de allí en verano. Nos freíamos vivos en nuestra pequeña roulotte de aluminio. Nos quedábamos allí metidos, Helen viendo la televisión y empezando a odiarme. Quizá me había odiado siempre, o había odiado nuestra vida, o su vida. Pero dado que era una mujer tranquila, y apenas nos peleábamos, no llegué a saber lo que sentía hasta el pasado mes de abril. Fue entonces cuando tuve que dejar el trabajo e ingresar en el hospital para operarme. Varices en las piernas. No podía pagarlo, pero era un asunto de vida o muerte. El médico me dijo que si no me operaba podía darme una embolia de un momento a otro. Tres días después de la operación, Helen vino a verme. No me dijo cómo estás, ni me dio un beso, nada. Lo que dijo fue: “No quiero nada, Bob. Abajo he dejado una maleta con tu ropa. No me llevo más que el camión y la roulotte”. Y yo le pregunto de qué me está hablando y me dice: “Lo siento, Bob, pero debo seguir mi vida”. Me sentí aterrorizado y empecé a llorar. Le supliqué, le dije: Helen, mujer, por favor. Estoy ciego, y ahora también cojo y tengo sesenta años. No me puedes dejar así, sin un hogar y sin ninguna parte donde meterme. ¿Y sabes qué me dijo? “Si no tienes dónde meterte, mete la cabeza en el horno”. Y ésas fueron las últimas palabras que me dirigió. Cuando salí del hospital sólo tenía catorce dólares y setenta y ocho centavos, pero quería distanciarme lo más posible de aquel lugar, de modo que haciendo autostop me largué a Nueva York. Espero que Helen, dondequiera que esté, sea más feliz. No le guardo ningún rencor, aunque creo que me trató muy pero que muy mal. Aquello fue muy duro, un hombre ciego y medio cojo, haciendo auto-stop de una punta a otra de América.

Un hombre desamparado, en la oscuridad, al lado de una carretera desconocida y esperando: así es como debió de sentirse Denny Fouts, ya que yo me porté con él tan desalmadamente como Helen con Bob.

Denny me había enviado dos mensajes desde la clínica de Vevey. El texto del primero era casi incomprensible: «Me es difícil escribir porque no puedo controlar mis manos. El padre Flanagan, el conocido propietario del Café Reina Negra del padre Flanagan, me ha dado mi cheque y me ha dicho dónde estaba la puerta. Mera, merci pour toi. De otro modo me habría sentido muy solo». Seis semanas más tarde, recibí una tarjeta escrita con toda firmeza: «Por favor, llámame al 46 27 14 de Vevey».

Llamé desde la barra del Pont Royal. Me acuerdo que mientras esperaba oír la voz de Denny, observé cómo Arthur Koestler abusaba metódicamente de una mujer que estaba sentada con él a su mesa. Alguien dijo que era su novia. La mujer lloraba, pero no hacía nada para protegerse de las ofensas. Es intolerable ver llorar a un hombre o ver a una mujer tiranizada; sin embargo, nadie intervino, y los encargados del bar y los camareros fingían no darse cuenta.

En ese momento, la voz de Denny descendió de las altitudes alpinas. Su voz resonaba como si tuviera los pulmones llenos de aire brillante. Me dijo que la cura había sido dura, pero que ahora estaba dispuesto a dejar la clínica, y me preguntó si podía reunirme con él en Roma, el martes, donde el príncipe Ruspoli («Dado») le había prestado un piso. Soy un cobarde, en el sentido frívolo y también en el más serio. Nunca puedo ser más que moderadamente sincero en mis sentimientos hacia otra persona, y digo sí cuando quiero decir no. Le dije a Denny que nos reuniríamos en Roma, ya que ¿cómo iba a decirle que mi intención era no volver a verle porque me daba miedo? Y no era por las drogas y el caos sino por ese halo fúnebre de desecho y fracaso que se cernía sobre él, y la sombra de ese fracaso parecía amenazar de algún modo mi propio e inminente triunfo.

De modo que fui a Italia, pero a Venecia, no a Roma, y hasta principios del invierno, una noche que estaba solo en el bar de Harry, no supe que Denny había muerto en Roma unos pocos días después de cuando se suponía que iba a encontrarme con él. Me lo dijo Mimi. Mimi era un egipcio más gordo que Farouk, un traficante de drogas, que iba y venía entre El Cairo y París, Denny sentía devoción por él, o al menos por los narcóticos que Mimi le suministraba, pero yo apenas le conocía y me sorprendió que Mimi, al verme en el bar de Harry, viniera hacia mí como un pato y me besara en la mejilla con sus babeantes labios de frambuesa.

—Tengo que reírme —dijo—. Cada vez que pienso en Denny, tengo que reírme. Él se habría reído. ¡Morirse así! Eso sólo le pudo ocurrir a Denny. —Mimi levantó sus cejas depiladas—. ¡Ah!, ¿no lo sabías? Fue la cura. Si hubiera seguido con la droga habría vivido otros veinte años. Pero la cura le mató. Estaba sentado en el water, cagando, cuando se le averió el corazón.

Según Mimi, a Denny le habían enterrado en el cementerio protestante de Roma, pero la primavera siguiente, cuando estuve allí buscando su tumba, no la encontré.

Durante muchos años tuve una gran afición por Venecia, y pasaba allí todas las estaciones del año, siendo mis preferidas el final del otoño y el invierno, cuando la bruma se arrastra por las piazzas y el susurro plateado de las campanas de las góndolas hace temblar los velados canales. Allí pasé mi primer invierno en Europa, en un piso sin calefacción, en la última planta de un palazzo del Gran Canal. Nunca había padecido tanto frío en mi vida. Había momentos en que un cirujano hubiera podido amputarme los brazos y las piernas sin producirme el menor dolor. No obstante, no me sentía desdichado, ya que estaba convencido de que la obra que tenía entre manos, Millones insomnes, era una obra maestra. Ahora la reconozco como lo que era. Una comida de perros de prosa surrealista como condimento a una receta de Vicky Baum. Aunque me avergüence admitirlo, pero en fin, para que conste, trataba de una docena de americanos (una pareja divorciada, una chica de catorce años en la habitación de un motel con un joven voyeur rico y guapo, un general de la marina que se masturbaba, etc.) cuyas vidas estaban vinculadas únicamente por una circunstancia, y es que estaban viendo una película de madrugada en la televisión.

Trabajaba en el libro todos los días, desde las nueve de la mañana hasta las tres de la tarde, y a las tres, hiciera el tiempo que hiciera, me iba a dar una caminata por el laberinto veneciano hasta que caía la noche y se hacía la hora de ir al bar de Harry, meterme allí empujado por el frío, y sentarme al calor de la chimenea del microscópico palacio de comidas y bebidas selectas de Cipriani. En invierno, el bar de Harry es un tipo de casa de locos diferente de la que es durante el resto del año. Está igual de abarrotada, pero en Navidad el local no pertenece a los ingleses y americanos sino a la excéntrica aristocracia local, jóvenes condes pálidos y afectados, y príncipes chirriantes, ciudadanos que no ponen un pie en el lugar hasta pasado octubre, cuando la última pareja de Ohio se ha ido. Todas las noches gastaba nueve o diez dólares en el bar de Harry en martinis, bocadillos de gambas, y recipientes colmados de pasta verde con salsa boloñesa. Aunque mi italiano no ha sido nunca gran cosa, hice un montón de amigos y podría hablarles de muchos ratos increíbles (pero, como decía un antiguo conocido mío de Nueva Orleáns: ¡chico, no permitas que empiece!).

Los únicos americanos que recuerdo haberme encontrado aquel invierno fueron Peggy Guggenheim y George Arwin, este último un pintor americano con mucho talento que tenía aspecto de rubio entrenador de baloncesto con el pelo al rape. Estaba enamorado de un gondolero y vivió durante muchos años en Venecia con el gondolero, la esposa del gondolero y los hijos de éstos (de un modo u otro este arreglo se terminó finalmente, y cuando esto ocurrió Arwin se metió en un monasterio italiano, donde, llegado el momento, se convirtió, según me dijeron, en hermano de la orden).

¿Se acuerdan de Hulga, mi esposa? Si no hubiera sido por Hulga y por el hecho de que estábamos legalmente encadenados, me habría casado con la Guggenheim, aunque era treinta o quizá más años mayor que yo. Y si lo hubiera hecho, no habría sido porque me hacía gracia, a pesar de su costumbre de hacer sonar su dentadura postiza y de que tuviese todo el aspecto de una Bert Lahr con el pelo largo. Era un placer pasar toda una tarde de invierno veneciano en el sólido y blanco Palazzo dei Leoni donde la Guggenheim vivía con once terriers tibetanos y un mayordomo escocés, el cual continuamente estaba escapándose a Londres para ver a su amante, hecho del que su patraña no se quejaba ya que era una esnob, y se decía que el amante era un criado del príncipe Felipe. Era un placer beber el vino tinto de la dama y escucharla rememorar en voz alta sus matrimonios y aventuras, y me asombró oír entre aquella brigada de gigolos el nombre de Samuel Beckett. Es difícil imaginarse un acoplamiento más extraño, la judía rica y mundana, y el monacal autor de Molloy y de Esperando a Godot. Hace que uno se cuestione la pretenciosa soledad y austeridad de Beckett. Ya que si un escritorzuelo inédito y en la miseria, que es lo que era Beckett en el momento de la liaison, se echa como amante a una heredera del cobre, americana y fea, no lo hace sin pensar en algo más que en el amor. Yo mismo, no obstante mi admiración hacia ella, supongo que habría estado bastante interesado por su riqueza. Pero la única razón por la cual no me comporté según acostumbro, intentando sacarle algo, fue porque la vanidad me había convertido en un simple y maldito idiota. El día en que Millones insomnes apareciera impreso, el mundo sería mío.

Salvo que nunca apareció impreso.

En marzo, cuando terminé el manuscrito, envié un ejemplar a mi agente Margo Diamond, una lameculos picada de viruelas a la que otra de sus clientes, mi antigua descarte Alice Lee Langman, había convencido para que se encargara de mí. Margo contestó que le había enviado la novela al editor de mi primer libro, Plegarias atendidas. «Sin embargo —me escribió—, sólo lo he hecho por cortesía, y si me lo devuelven, me temo que tendrá usted que buscarse otra agente, ya que pienso que ni a usted ni a mí nos interesa que yo siga representándole. Reconozco que su actitud para con Miss Langman, el modo increíble en que usted le ha recompensado su generosidad, ha influido en mi opinión. Sin embargo, esto no sería un obstáculo para mí si yo creyera que tiene usted un talento tal que hubiese que estimularlo a cualquier precio. Pero no lo creo ni lo he creído nunca. Usted no es un artista, y si no es usted un artista, al menos debería usted mostrarse dispuesto a convertirse en un auténtico escritor profesional cualificado. Pero hay en usted una carencia de disciplina y unos altibajos tan constantes, que me hacen pensar que la profesionalidad no es su fuerte. Y ya que es usted todavía joven, ¿por qué no piensa usted en otra carrera?».

¡Perra babosa degollada! ¡Chico (pensé), ésta se va a enterar! Y al llegar a París, me encontré en el American Express con una carta del editor diciéndome que habían rechazado el libro («Lamentándolo mucho, pensamos que no le haríamos ningún favor patrocinándole su debut como novelista con una obra tan artificial como Millones insomnes») y preguntándome qué quería que hiciesen con el manuscrito; pues bien, ni siquiera entonces flaqueó mi fe. Me imaginé simplemente que, por haber abandonado a Miss Langman, ahora estaba siendo la víctima de un linchamiento literario a manos de sus amigos.

De mis diversas estafas y ahorros me quedaban mil cuatrocientos dólares, y no quería regresar a casa. Pero si quería ver publicado Millones insomnes no me quedaba otra alternativa: a esa distancia y sin un agente sería imposible sacar el libro al mercado. Es más difícil dar con un agente competente y honrado que con un editor acreditado. Margo Diamond figuraba entre los mejores. Era tan amiga de la redacción de fanfarrones esnobs de la New York Review of Books, como de los redactores-jefes de Playboy. Quizá Margo pensaba de verdad que yo carecía de talento, pero en realidad era envidia, porque lo que esa perra caliente siempre había querido era tocarle la vagina a la mismísima Langman. No obstante la idea de volver a Nueva York hizo que se me revolviera el estómago y se me viniera abajo con la agresividad de una montaña rusa. Mi impresión era que nunca podría volver a poner el pie en esa ciudad donde, en aquel momento, no tenía amigos y sí muchos enemigos, a menos que fuese precedido de pasacalles y de todos los confeti del éxito. Para regresar allí con el rabo entre las piernas y con una novela sin vender a rastras, se necesitaba una persona con un carácter inferior o superior al mío.

Entre las tribus más patéticas del planeta, más triste incluso que un grupo de esquimales sin hogar y con hambre en un invierno que dura siete meses, está la tribu de los americanos que hacen del destierro una carrera, sea por vanidad, por supuestas razones estéticas, o por problemas sexuales o financieros. El hecho de sobrevivir en el extranjero año tras año, o ir siguiendo la primavera desde Taroudant en enero hasta Taormina, Antenas o París en junio, es por sí mismo un modo de justificar una actitud superior y un sentido de logro excepcional. Y, de hecho, es todo un logro si se tiene poco dinero o, como la mayoría de los americanos desterrados con ingresos, «el suficiente para ir tirando». Si se es lo suficientemente joven, está bien para un par de años, pero los que siguen así hasta pasados los veinticinco, o los treinta como máximo, se dan cuenta de que lo que parecía un paraíso es un mero decorado, un telón, que al levantarse revela horcas y hogueras.

Sin embargo, gradualmente fui absorbido por esta escuálida caravana, aunque tardé cierto tiempo en descubrir lo que me había ocurrido. Como el verano ya había empezado y había decidido no regresar, sino intentar sacar mi libro al mercado enviándolo por correo a diferentes editores, mis días de quebraderos de cabeza empezaban con unos cuantos Pernods en la terraza del Deux Magots. Después cruzaba el bulevar hasta la Brasserie Lipp, para tomar choucroute y cerveza, litros de cerveza, todo ello seguido de una siesta en mi agradable cuartito con vistas al río en el hotel Quai Voltaire. Empezaba a beber en serio sobre las seis, cuando un taxi me llevaba al Ritz y me pasaba las primeras horas de la tarde gorroneando martinis en el bar. Si no establecía algún contacto, o abordaba a algún marica reprimido para que me invitase a cenar, o de vez en cuando a dos damiselas que viajaban solas, o a una ingenua pareja americana, me solía quedar sin comer. Me imagino que, nutritivamente hablando, consumía menos de quinientas calorías al día. Pero el alcohol, sobre todo las copas de Calvados que me ponían enfermo y que vaciaba noche tras noche en los retorcidos cabarets senegaleses y en bares sospechosos como Le Fiacre y Mon Jardín y Madame Arthur’s y Boeuf sur le Toit, me mantenían, para lo que era mi desintegración interna, en un aspecto vigoroso y bien alimentado. Sin embargo, a pesar de mis resacas torrenciales y mis constantes cascadas de náuseas, me dominaba el sentimiento de que estaba pasando por una época espléndida, por una de esas experiencias educativas que todos los artistas necesitan. Y es bien cierto que un buen número de las personas que se cruzaron en mis juergas atravesaron las nieblas del Calvados para dejar garabateadas en mi mente firmas que aún permanecen.

Y esto nos conduce a Kate McCloud. ¡Kate! ¡Kate McCloud! ¡Mi amor, mi tormento, mi Götterdämmerung, mi propia Muerte en Venecia: ineludible y peligrosa como el áspid en el pecho de Cleopatra!

Fue en París, a finales del invierno. Había regresado a París después de pasar varios meses nada sobrios en Tánger, casi todos ellos como un habitué de Le parade de Jay Hazlewood, un pequeño tugurio muy bien puesto que llevaba un tipo larguirucho y amable de Georgia, el cual se había hecho con una fortuna moderada sirviendo auténticos martinis y hamburguesas enormes a los americanos que padecían de morriña. Asimismo, a sus clientes extranjeros predilectos les ofrecía culitos de muchachos y muchachas árabes, por supuesto, sin ningún recargo, sólo como cortesía de la casa.

Una noche conocí en la barra del Parade a alguien que influiría inmensamente en futuros acontecimientos. Tenía el pelo rubio peinado hacia atrás y con la raya en medio, como un anuncio de tónico para el cabello de los años veinte. Era pulcro, pecoso y con buen color en la cara, además de una bonita sonrisa y dientes saludables, aunque con unos cuantos de más. Llevaba un bolsillo lleno de cerillas que encendía siempre con la uña del pulgar. Tendría unos cuarenta años y era americano, pero con uno de esos acentos descentrados propio de la gente acostumbrada a hablar varias lenguas; no se trataba de una falta de naturalidad sino más bien de un defecto indefinible del habla. Me invitó a un par de copas, jugamos un poco a los dados y, más tarde, le pedí a Jay Hazlewood que me hablase de él.

—No es nadie —dijo Jay con su engañosa lentitud arcillosa—. Se llama Aces Nelson.

—Pero ¿a qué se dedica?

Jay dijo, y lo dijo así de solemne:

—Es amigo de los ricos.

—¿Eso es todo?

—¿Todo? ¡Mierda! —dijo Jay Hazlewood—. Ser amigo de los ricos, ganarse la vida de ese modo… Una jornada así es más dura que el trabajo que hacen veinte negros encadenados durante un mes.

—Pero ¿cómo consigue ganarse la vida con eso?

Hazlewood abrió un ojo y bizqueó el otro, como un comerciante de caballos del sur. Pero yo no le estaba tomando el pelo, de verdad que no lo entendía.

—Mira —dijo—, hay un montón de peces piloto como Aces Nelson. Aces no tiene nada especial, salvo que es algo más mono que la mayoría. Está bien, comparativamente hablando. Va a Tánger dos o tres veces al año, siempre en el yate de alguien. El verano se lo pasa de un yate a otro, el Gaviota, el Siesta, el Christina, el Sister Anne, el Creóle, el que quieras. El resto del año está allá arriba en los Alpes, en St. Moritz o en Gstaad. O en las Antillas, Antigua, Lyford Cay. Haciendo altos en París, Nueva York, Beverly Hills, Grosse Pointe. Pero, esté donde esté, siempre está haciendo lo mismo. Ganándose el pan. Jugando desde el almuerzo hasta que se apagan las luces. Al bridge, al gin, al cutthroat, al old maid, al backgammon, resplandeciente, sonriendo con sus dientes con fundas y haciendo felices a los carcamales en sus salones de alta mar. Así es como se saca el dinero para sus viajes. El resto procede de extorsionar a tipas de diferentes edades y pasiones, culos acaudalados con maridos a quienes no les importa un rábano quién se lo haga con tal que no tengan que hacérselo ellos.

Jay Hazlewood no fumaba nunca, era un verdadero hijo de las colinas de Georgia que masticaba tabaco. En ese momento soltó un salivazo marrón en su escupidera particular.

—¿Que si es un trabajo duro? Pregúntamelo a mí. Casi me he follado cobras. Así es como conseguí las pesetas para abrir este bar. Pero lo hacía pensando en mí. Para llegar a convertirme en algo. Aces ya ha perdido el rumbo. Ahora mismo se encuentra aquí, con la panda de Bob.

Tánger es un bloque blanco de escultura cubista expuesta contra un fondo montañoso frente a la bahía de Gibraltar. Desde la cima de la montaña se baja por un barrio de clase media salpicado de feos chalets mediterráneos hasta llegar a la ciudad «moderna», un miasma hirviente de bulevares excesivamente anchos, rascacielos color de cemento, hasta el laberinto de la Casbah circundada por el mar. Excepto los allí presentes por motivos de negocios supuestamente legítimos, prácticamente todos los forasteros tangerinos se instalan allí por una, si no todas, de estas cuatro razones: la facilidad para conseguir drogas, la lujuriosa prostitución adolescente, los agujeros fiscales, o porque se trata de alguien tan indeseable que en ningún lugar al norte de Port Said le dejarían salir del aeropuerto o desembarcar. Es una ciudad aburrida donde se han suprimido todos los riesgos esenciales.

Por aquella época, las cinco reinas que gobernaban en la Casbah eran dos ingleses y tres americanas. Entre las féminas se encontraba Eugenia Bankhead, una mujer tan original como su hermana Tallulah, alguien que por sí misma producía un delirante resplandor solar en los atardeceres de la bahía. Y Jane Bowles, ese diablillo genial, esa conciencia torturadora, regocijante y riente. Autora de una novela siniestramente maravillosa, Dos damas muy serías, y de una única comedia, En la casa de verano, de la que podría darse la misma descripción. La difunta Mrs. Bowles vivía en una casa infinitesimal de la Casbah, una vivienda a una escala tan pequeña y con el techo tan bajo que para ir de una habitación a otra había casi que arrastrarse. Vivía allí con su amante mora, la famosa Cherifa, una vieja y ruda campesina que era la emperatriz de las hierbas y de las especias raras en el más grande de todos los bazares al aire libre de Tánger, y una personalidad abrasiva que sólo un genio tan ingenioso y consagrado a las rarezas más extremas como Mrs. Bowles podía haber aguantado («Pero —decía Jane con una risa de querubín—, yo quiero a Cherifa. Cherifa no me quiere. ¡Cómo iba a quererme!, ¿a una escritora? Una judía tarada de Ohio. Sólo piensa en mi dinero. Mi dinero, el poco que me queda, y cómo quedarse con la casa. Cada seis meses por lo menos, intenta muy en serio envenenarme. Y no creas que estoy paranoica. Es la pura verdad»).

La casa de muñecas de Mrs. Bowles era todo lo contrario al palacio amurallado propiedad de la genéticamente tercera auténtica reina del vecindario, la marajá de los almacenes de «todo a perra gorda», Barbara Hutton. La Ma Baker de la panda de Bob, por citar a Jay Hazlewood. Miss Hutton, con un entorno de maridos temporales, amantes espontáneos y otros de oficio (si es que lo tenían) no especificado, solía reinar en su mansión marroquí algo así como un mes al año. Frágil, aterradora, apenas iba más allá de sus muros, y poquísimos lugareños eran invitados a traspasarlos. Como una niña desamparada y errante, hoy Madrid, mañana México, Mrs. Hutton nunca viajaba, únicamente cruzaba fronteras, llevándose detrás cuarenta baúles y todo su ambiente insular.

—¡Eh, tú! ¿Te gustaría ir a una fiesta?

Aces Nelson. Me estaba llamando desde la terraza de un café en el Petit Soco, una plaza de la Casbah y un gran salón al aire libre con una barahúnda que duraba las veinticuatro horas del día. Eso fue pasadas las doce de la noche.

—Mira —dijo Aces, que no estaba exaltado por nada excepto por su propia exaltación. De hecho, estaba bebiendo té árabe—. Tengo un regalo para ti.

—E hizo aparecer entre sus manos una perrita rolliza de vientre bailón, un cachorrito negro con el pelo a lo afro y dos círculos blancos que le rodeaban sus ojazos temerosos, como un panda, como un panda de gueto.

—Hace cinco minutos que se la he comprado a un marinero español —dijo Aces—. Se estaba paseando con esta cosita tan divertida metida en el bolsillo de su chaquetilla. Llevaba la cabeza colgando y he visto esos ojos encantadores. Y las orejas encantadoras, mira, una caída y la otra tiesa. Interrogué al marinero y me dijo que su hermana le había enviado a venderla al señor Wu, el chino que come perros asados. De modo que le di cien pesetas, y aquí la tienes.

Aces me puso la perrita delante, como una mendiga de Calcuta que ofreciera a una criatura afligida.

—No he sabido por qué la he comprado hasta que te he visto deambulando por el zoco. ¿Mr… Jones? ¿Me permite usted? Aquí tiene, Mr. Jones, cójala. Estáis hechos el uno para el otro.

Perros, gatos, niños, nunca he tenido nada que dependiera de mí. Cambiarme mis propios pañales ya era una faena que me quitaba demasiado tiempo. De modo que dije:

—Olvídalo. Dásela al chino.

Aces me lanzó una mirada de jugador. Puso al cachorrito en medio de la mesa del café, donde se quedó un instante temblando traumáticamente, y al momento se agachó para mear. ¡Aces! ¡Hijo de perra! Las monjas del orfanato. Los precipicios encima de St. Louis. La agarré, la envolví en un pañuelo Lanvin que Denny Fouts me había dado hacía tiempo y la acerqué a mí. La perrita dejó de temblar, sorbió por el hocico, suspiró y se quedó profundamente dormida.

Aces dijo:

—¿Y cómo vas a llamarla?

—Chucho.

—¿Ah, sí? Ya que he sido yo quien los ha presentado, lo menos que podrías hacer es llamarla Aces.

—Chucho. Lo que es ella, y tú, y yo. Chuchos.

Se rió.

Alors. Pero te prometí una fiesta, Jones. La esposa de Cary Grant se encarga esta noche de darla. Será un aburrimiento, pero en fin.

Aces, al menos a sus espaldas, se refería siempre a la hotentota (una invención de Winchell) llamándola la esposa de Cary Grant.

—Es por respeto, de verdad. Fue el único de sus maridos con un nombre importante. Él la adoraba, pero claro, ella tuvo que dejarle. Es incapaz de confiar o comprender a un hombre que no vaya detrás de su dinero.

Un senegalés de dos metros con un turbante carmesí y una chilaba blanca abrió las puertas de hierro. Las puertas daban paso a un jardín donde los árboles de Judas brillaban a la luz de las farolas y la fragancia hipnotizante de los nardos bordaba el aire. Pasamos a una habitación pálidamente viva con una luz que se filtraba por unos paneles con filigranas de marfil. A lo largo de las paredes había banquetas de brocado cargadas con cojines de brocado de un limón sedoso y de un lujo plateado y escarlata. Había preciosas mesas de latón brillantes con velas y cubetas de champán perladas. Los suelos eran espesos, con capas superpuestas de alfombras de las tejedoras de Fez y de Marrakech que semejaban extraños lagos de colores intrincados y antiguos.

Había pocos invitados y todos ellos sumisos, como si estuviesen esperando a que la anfitriona se retirase para lanzarse a una libertad exuberante, con esa inhibición propia de los cortesanos que esperan a que se retire la realeza.

La anfitriona, con un sari verde y una cadena de esmeraldas oscuras, estaba reclinada en los cojines. Sus ojos tenían esa vacuidad que se observa en las personas que han estado muchos años presas y, al igual que sus esmeraldas, presentaban una distancia mineralizada. Su vista, o lo que optaba por ver, era misteriosamente selectiva. Me vio a mí, pero no se fijó en el perro que llevaba encima.

—¡Oh, Aces, querido! —dijo con una vocecita apagada—. ¿Qué has encontrado esta vez?

—Te presento a Mr. Jones. P. B. Jones, creo.

—Usted es poeta, Mr. Jones. Yo también lo soy, y siempre reconozco a los poetas.

Con todo, de un modo conmovedor y marchito, era bastante bella, una belleza desfigurada por esa apariencia suya de estar precariamente en equilibrio al borde del dolor. Recuerdo haber leído en un suplemento dominical que de joven era una mujer regordeta, una bola de manteca, flor de pared en los guateques, y que por indicación de un maniático de las dietas se había tragado una o dos solitarias, y ahora, debido a su rígida desnutrición y a su ligereza plumosa, uno se preguntaba si esos gusanos no seguirían siendo enormes inquilinos que daban cuenta de la mitad de su actual peso. Evidentemente, me había leído los pensamientos.

—No es una tontería. Estoy muy delgada, estoy demasiado débil para caminar. Me tienen que transportar a todas partes. Me gustaría leer sus poemas, de verdad.

—No soy poeta, soy masajista. La anfitriona retrocedió.

—Moretones. Me cae una hoja encima y me hace un morado.

Aces dijo:

—Me dijiste que eras escritor.

—Bueno, lo soy. Lo era. Algo así. Pero parece que soy mejor masajista que escritor.

Mrs. Hutton consultó a Aces. Era como si estuvieran cuchicheando con los ojos.

—Es posible que pueda ayudar a Kate —dijo ella. Y él, dirigiéndose a mí, dijo:

—¿Estás dispuesto a viajar?

—Pues sí. No tengo nada que hacer.

—¿Cuándo podrías reunirte conmigo en París? —preguntó, esta vez enérgico, como un hombre de negocios.

—Mañana.

—No. La semana próxima. El jueves. En el bar del Ritz, por el lado de la rué Cambon. A la una y cuarto.

La heredera suspiró entre los brocados rellenos de pluma de ganso.

—Pobre chico —dijo, y le dio golpecitos a una copa de champán con sus uñas curvas de albaricoque exageradamente esmaltadas. Era una señal para que el criado senegalés la levantara, la levantara y se la llevara por las escaleras de baldosas azules hasta las habitaciones iluminadas con fuego, donde Morfeo, el eterno hacedor de males de los frenéticos, de los ofendidos, pero sobre todo de los ricos y los poderosos, esperaba alegre para jugar al escondite.

Le vendí a Dean un anillo de zafiro, también regalo de Denny Fouts, el cual a su vez lo había recibido como regalo de cumpleaños de su príncipe griego. Dean era el propietario mulato del Dean’s Bar, el rival principal de Le Parade en lo referente a la trata de haute monde de la colonia. Lo vendí regalado, pero me permitió volar a París, a mí y a Chucho, aunque Chucho metida en un bolso de viaje de Air France.

El jueves, a la una y cuarto exactas, entré al bar del Ritz, con Chucho a rastras metida en su bolso de lona, ya que se había negado a quedarse en la habitación del hotel barato al que nos habíamos trasladado, en la rué du Bac. Aces Nelson, con el pelo terso y un humor radiante, nos estaba esperando en una mesa de un rincón.

Aces acarició a la perrita y dijo:

—Bien. Estoy sorprendido. De verdad que pensaba que no acudirías.

Yo me limité a decir:

—Más te vale que sirva de algo.

Georges, el jefe de la barra del Ritz, es un especialista en daiquiris. Pedí uno doble y Aces también, y mientras los estaba preparando, Aces preguntó:

—¿Qué sabes de Kate McCloud? Me encogí de hombros.

—Sólo lo que he leído en la prensa del corazón. Muy diestra con la escopeta. ¿No es ella la que disparó contra el leopardo blanco?

—No —dijo Aces meditabundo—. Estaba en la India de safari, y disparó a un hombre que había matado a un leopardo blanco. Afortunadamente, el tiro no tuvo consecuencias fatales.

Aparecieron las bebidas y nos las bebimos sin intercambiar una palabra más entre nosotros, excepto los agudos ladridos intermitentes de Chucho. Un buen daikiri es suavemente áspero y ligeramente dulce. Un daikiri malo es un frasco de ácido. Georges conocía la diferencia, de modo que pedimos otro, y Aces dijo:

—Kate tiene un apartamento aquí, en el hotel. Una vez que hayamos hablado, quiero que vayas a verla. ¿Te apetece un sandwich?

Pedimos dos sandwiches de pollo, la única variedad disponible en el bar del Ritz, en el lado de la rué Cambon. Aces dijo:

—En Choate tuve un compañero de habitación, Harry McCloud. Su madre era una Otis de Baltimore y su padre tenía muchas tierras en Virginia; en concreto, tenía una gran extensión de Middleburg, donde criaba caballos de caza. Harry era muy exagerado, un tipo muy competitivo y celoso. Pero de alguien tan rico como él, tan guapo y atlético, no se oyen nunca quejas. Todo el mundo le tenía por alguien normal, salvo en una cosa extraña, cada vez que los chicos empezábamos a decir guarradas sobre sexo, nombrábamos las chicas que nos habíamos tirado o queríamos tirarnos, en fin, todo eso, Harry no abría el pico. Durante los dos años que compartimos la habitación nunca tuvo una cita y nunca mencionó a ninguna chica. Algunos muchachos decían que quizá Harry era marica, pero yo tenía la certeza de que el asunto no iba por ahí. Era todo un misterio. Al final, una semana antes de la clausura del último curso, llevábamos encima unas cuantas cervezas de más, ¡ay!, ¡qué felices éramos a los diecisiete!, y le pregunté si su familia asistiría al acto de clausura. Harry me dijo: «Viene mi hermano. Y papá y mamá». Después dije yo: «¿Y tu novia? Olvidaba que no tienes novia». Se me quedó mirando eternamente como si estuviera decidiendo entre pegarme o ignorarme. Al final sonrió. Era la sonrisa más feroz que jamás he visto en rostro humano. No sé explicarlo, pero me dejó pasmado. Me entraron ganas de llorar. «Sí, tengo novia. No lo sabe nadie. Ni su familia ni la mía. Sin embargo, llevamos tres años prometidos. El día en que cumpla veintiún años me casaré con ella. En julio tendré dieciocho, y me casaría con ella, pero no puedo. Mi novia sólo tiene doce años». No se deberían contar la mayoría de los secretos, pero especialmente los que amenazan más al oyente que al hablante. Pensé que Harry se volvería contra mí por haberle sonsacado, o mejor dicho permitido, su confesión. Pero una vez que había empezado ya no hubo descanso. Era incoherente, con la incoherencia de los obsesos. El padre de la chica, un tal Mr. Mooney, era un inmigrante irlandés, una auténtica rata de alcantarilla de County Kildare, el caballerizo de la granja de los McCloud en Middleburg. La chica, o sea Kate, era una de las cinco hijas, todas eran chicas y todas espantosas, salvo la más pequeña, Kate. La primera vez que la vi, bueno, que me fijé en ella, tenía seis o siete años. Todas las niñas de los Mooney eran pelirrojas. Pero su pelo…, ¡incluso al rape, como un chico! Era una gran amazona. Era capaz de hacer brincar un caballo de tal modo que podía saltársete el corazón. Y tenía los ojos verdes. No sólo verdes. No sé explicarlo.

»Los McCloud tenían dos hijos, Harry, y otro chico más pequeño, Wynn. Pero siempre habían deseado tener una niña, y poco a poco, sin ninguna resistencia por parte de la familia de Kate, fueron absorbiendo a la niña en la casa principal. Mrs. McCloud era una mujer de muy buena educación, sabía idiomas y música, y era coleccionista. Le dio clases a Kate de francés y alemán, y le enseñó a tocar el piano. Y lo que es más importante, suprimió del vocabulario de Kate todos los dejos irlandeses. Mrs. McCloud la vestía, y Kate viajaba con la familia cuando iban de vacaciones a Europa. “Nunca he amado a ninguna otra persona”. Es lo que me dijo Harry. “Hace tres años le pedí que se casara conmigo, y me prometió que nunca se casaría con ningún otro. Le di un anillo de diamantes. Lo robé del joyero de mi abuela. Mi abuela llegó a la conclusión de que lo había perdido, reclamó incluso el seguro. Kate lo tiene escondido en un baúl”.

Cuando llegaron los sandwiches, Aces puso el suyo a un lado para fumarse un cigarrillo. Yo me comí la mitad del mío y el resto se lo di a Chucho.

—Y en efecto, cuatro años más tarde Harry McCloud se casó con esta extraordinaria chica de apenas dieciséis años. Yo asistí a la boda, fue en la iglesia episcopal de Middleburg, y la primera vez que vi a la novia fue cuando bajó por el pasillo principal cogida del brazo de la rata de alcantarilla de su papi. La verdad es que era todo un fenómeno. Su gracia, su porte, su autoridad: cualquiera que fuese su edad, era una actriz espléndida. Jones, ¿te gusta Raymond Chandler? Ah, bien, bien. Creo que es un gran artista. Y lo importante es que Kate Mooney me recordaba a una de esas heroínas de Raymond Chandler, niñas ricas, misteriosas y enigmáticas. ¡Ah!, pero con mucha más clase. Bueno, el caso es que Raymond Chandler escribió acerca de una de sus heroínas: «Hay rubias y, después, hay rubias». Es una gran verdad, pero aún es más verdad a propósito de las pelirrojas. Las pelirrojas siempre tienen algo que las estropea. O tienen el pelo arrugado, o de un tono que no es bonito, demasiado oscuro y estropajoso o demasiado pálido y mortecino. Y su piel rechaza todos los elementos, el viento, el sol, todo la decolora. Una pelirroja guapa de verdad es más difícil de encontrar que un rubí impecable color sangre de pichón de cuarenta quilates o, para el caso, uno defectuoso. Sin embargo, nada de esto se cumplía en el caso de Kate. Su pelo era como una puesta de sol en invierno, iluminado con los últimos fulgores del atardecer. Pamela Churchill es la única pelirroja que yo haya visto con un cutis comparable al de Kate. Pero, aun así, Pam es inglesa y se crió empapada del rocío de las nieblas inglesas, algo que todo dermatólogo debería embotellar. Y Harry McCloud tenía mucha razón a propósito de sus ojos. Generalmente es un mito. Suelen ser grises, grises azulados con destellos verdes por dentro. En una ocasión, en Brasil, conocí en la playa a un muchacho con una piel muy suave y los ojos tan ligeramente almendrados y verdes como los de Kate. Comparables a las esmeraldas de Mrs. Grant.

»Era perfecta. Harry la adoraba, igual que sus padres. Sin embargo había pasado por alto un pequeño factor; Kate era sagaz; podía pensar más que todos ellos juntos y estaba haciendo planes que iban más allá de los McCloud. Me di cuenta inmediatamente. Somos de la misma casta, aunque con esto no quiera decir que yo tenga ni la décima parte de la inteligencia de Kate.

Aces buscó una cerilla en el bolsillo de su chaqueta, la encendió con la uña del pulgar, y le prendió fuego a otro cigarrillo.

—No —dijo Aces respondiendo a una pregunta que no había sido formulada—, nunca tuvieron hijos. Pasaron los años y todas las Navidades me llegaban tarjetas suyas, casi siempre una foto de Kate montada elegantemente a un caballo para alguna cacería, y Harry sujetando las riendas con la corneta en la mano. Bubber Hayden, un tipo que conocimos en Choate, acudió a una de esas cenitas familiares del Georgetown de José Alsop. Sabía que vivía en Middleburg, de modo que le pregunté por los McCloud. Bubber dijo: «Kate se divorció de Harry y se fue a vivir al extranjero, creo que hace unos tres meses. Es una historia horrible pero no sé ni la mitad. Lo que sí sé es que los McCloud metieron a Harry en uno de esos cómodos asilos de Connecticut con los portales vigilados y fuertes barras en las ventanas.

»Esta conversación debió de tener lugar a principios de agosto. Llamé a la madre de Harry, que estaba en la feria de primales de Saratoga, y le pregunté por Harry. Dije que quería hacerle una visita y me dijo que no, que no era posible, y empezó a llorar; dijo que lo sentía y colgó.

»En esto sucedió que ese año fui a St. Moritz para las Navidades. En el trayecto hice un alto en París y llamé a Tutti Rouxjean, que había trabajado de vendeuse para Balenciaga durante muchos años. La invité a almorzar y aceptó, pero teníamos que ir a Maxim’s. Le dije si no podíamos vernos en algún bar bistró tranquilo y me contestó que no, que teníamos que ir a Maxim’s, “es algo importante, ya verás por qué”.

»Tutti había reservado mesa en la sala delantera y después de habernos tomado un vaso de vino blanco me señaló una mesa libre que había cerca puesta muy ostentosamente para una persona. “Espera y verás —dijo Tutti—, dentro de poco la joven más hermosa del mundo se sentará a esa mesa, completamente sola; Cristóbal la ha estado vistiendo durante estos últimos seis meses y cree que desde Gloria Rubio no ha habido nadie que se le pueda comparar”. (Nota: la señora Rubio, una mexicana sumamente elegante a quien se le ha conocido en varias etapas de sus compromisos maritales como la esposa del conde alemán von Fürstenberg, el príncipe egipcio Fakri y el millonario inglés Loel Guinness). “Le tout París habla de esa mujer, y sin embargo, nadie sabe gran cosa de ella. Excepto que es americana y que almuerza aquí todos los días. Siempre sola. Al parecer no tiene amigos. ¡Ah, mira!, ahí viene”.

»A diferencia de cualquier otra mujer del salón, llevaba puesto un sombrero. Era un sombrero negro elegantísimo de ala blanda, grande, y con la forma de un Borsalino de hombre. En el cuello llevaba un pañuelo de seda gris con un nudo muy flojo. El sombrero, el pañuelo, todo eso era el drama, el resto era el más sencillo, pero mejor cortado, de los trajes de chaqueta cuadrados de Balenciaga en bombasí negro.

»Tutti dijo: “Es de alguna parte del sur. Su nombre es Mrs. McCloud”.

»¿La esposa de Harry Clinton McCloud?

»Tutti dijo: “¿La conoces?”.

»Y yo dije: debería. Estuve en su boda. Fantástico. Pero ¡Dios mío!, si no puede tener más de veintidós años.

»Le pedí un papel a un camarero y le escribí una nota: Querida Kate. No sé si te acuerdas de mí, pero fui compañero de habitación de Harry en la escuela y estuve en tu boda. Estoy unos días en París y me encantaría verte, si quieres. Me alojo en el hotel Lotti. Aces Nelson.

»Tutti no se ofendió porque la excluyera de la invitación. Estaba demasiado fascinada. “Ahora no voy a insistir, pero prométeme, Aces, que me lo contarás todo. Es la mujer más hermosa que he visto en mi vida. Pensaba que por lo menos tenía treinta años. Debido a su ‘ojo’, ese auténtico saber, ese gusto. Supongo que no es más que una de esas criaturas por las que no pasa el tiempo”.

»Y después de que Tutti se fuera, me reuní con Kate en su apartada mesa; me senté a su lado en la banqueta roja y, para sorpresa mía, me dio un beso en la mejilla. Yo me ruboricé, sorprendido y encantado, y Kate se rió, ¡oh!, ¡y qué risa! Siempre me hace pensar en una copa de brandy brillando a la luz del fuego. Se rió y dijo: “¿Por qué no? Hace mucho tiempo que no he besado a un hombre o dirigido la palabra a alguien que no sea un camarero, una doncella o un dependiente. Hago muchísimas compras. He comprado suficientes cosas como para amueblar Versalles”. Le pregunté cuánto tiempo llevaba en París, dónde vivía, y qué vida hacía en general. Y me dijo que se hospedaba en el Ritz, que llevaba en París casi un año. Y en cuanto a mis asuntos cotidianos, voy de compras, voy a probarme, voy a todos los museos y galerías, monto a caballo por el Bois, leo, duermo muchísimo y almuerzo aquí todos los días en la misma mesa; no es muy original por mi parte, pero desde el hotel es un paseo delicioso y no hay muchos restaurantes agradables donde una mujer joven pueda almorzar sin dar una impresión algo sospechosa. Hasta el propietario de este sitio, Monsieur Vaudable, creo que al principio pensó que yo debía de ser una especie de cortesana». Y yo dije: Pero debe de ser una vida tan solitaria. ¿No quieres ver nunca a gente?, ¿o hacer algo diferente?

»“Sí —dijo—. Me gustaría tomar otro tipo de licor con el café. Algo que no haya oído nunca. ¿Qué me sugieres?”.

»De modo que le describí el Verveine. Pensé en ese licor porque es del mismo color verde que sus ojos. Está hecho con un millón de hierbas raras de la montaña. Fuera de Francia, no lo he encontrado en ningún sitio y, dentro de Francia, en poquísimos lugares. Delicioso, pero te da un topetazo como el de un licor mal hecho. En fin, nos tomamos un par de Verveines y Kate dijo. “En efecto, es verdad que esto es diferente. Y sí, para responder en serio a tu pregunta, estoy empezando a sentirme… bueno, no aburrida, pero sí tentada; asustada, pero tentada. Cuando se ha sufrido durante mucho tiempo, cuando todas las mañanas uno se despierta con una sensación creciente de histeria, entonces lo que uno quiere es aburrirse, maratones de sueño, sentir el silencio dentro de uno mismo. Todo el mundo quería que fuese a un hospital, y habría hecho cualquier cosa por complacer a la madre de Harry, pero sabía que nunca podría volver a vivir, ser tentada, hasta que no lo intentara por mí misma, sin la ayuda de nadie”.

»De repente le dije: ¿Eres buena esquiadora? Y Kate dijo: “Podía haberlo sido. Pero Harry me arrastraba siempre a ese lugar horrible en Canadá. Grey Rocks. A treinta bajo cero. A él le encantaba porque todo el mundo era muy feo. Aces, esta bebida es un descubrimiento maravilloso. Tengo la sensación de que mis venas se derriten por completo”.

»Acto seguido le dije: ¿Te apetecería pasar las Navidades conmigo en St. Moritz? Y Kate quiso saber: “¿Se trata de una invitación platónica?”. ¡Qué Dios me bendiga! Nos hospedaremos en el Palace. Con la distancia que quieras entre planta y planta. Se rió y dijo: “La respuesta es sí. Pero a condición de que me convides a otro Verveine”.

»De esto hace seis años. ¡Dios mío, lo que habrá llovido desde entonces! ¡Pero aquellas primeras Navidades en St. Moritz! La joven Mrs. McCloud de Middleburg, Virginia, fue una de las cosas más importantes que sucedieron en Suiza desde que Aníbal cruzó los Alpes, de verdad.

»En todo caso, Kate era una esquiadora fabulosa, tan buena como Doris Brynner o Eugenia Niarchos o Marella Agnelli. Kate, Eugenia y Marella se convirtieron en las trillizas Bobbsey. Solían subir en helicóptero hasta el Club Corviglia todas las mañanas, almorzaban allí y bajaban esquiando por la tarde. La gente la amaba. Los griegos. Los persas. Los germanos. Los italianos. En todas las veladas, sin excepción, el Sha pedía que la sentaran a su mesa. Y no sólo los hombres, las mujeres, incluso las grandes bellezas, jóvenes rivales como Fiona Thyssen y Dolores Guinness, reaccionaron calurosamente; creo que por la actitud tan prudentemente correcta de Kate: nunca coqueteaba, y cuando asistía a las fiestas, iba conmigo y se retiraba conmigo. Algunos idiotas pensaban que lo nuestro era un romance, pero los más listos decían, con toda razón, que un cisne con el plumaje de Kate no iba a preocuparse lo más mínimo por un pobre diablo del backgammon como Aces Nelson.

»En cualquier caso, yo no aspiraba a ser su amante, sino su amigo, o quizá su hermano. Solíamos dar paseos bajo la nieve en los bosques blancos que rodean St. Moritz. Hablaba con frecuencia de los McCloud y de lo buenos que habían sido con ella y con sus hermanas, las feas Mooney. En cambio, evitaba hablar de Harry, y cuando le mencionaba se refería a él de paso, aunque de un modo cargado de amargura. Hasta una tarde en que paseábamos alrededor del lago helado que hay al pie del Palace. El caballo de un trineo resbaló en el hielo, se cayó y se rompió las patas delanteras.

»Kate dio un grito. Un grito que debió de oírse en todo el valle. Echó a correr y se metió de cabeza bajo otro trineo que doblaba por esa esquina. No estaba herida físicamente, pero entró en un estado de coma histérico que la dejó prácticamente inconsciente hasta que la llevamos al hotel. Mr. Badrutt tenía ya un médico esperando. El médico le puso una inyección que pareció reanimarle el corazón y colocarle de nuevo los ojos en su sitio. Después quiso llamar a una enfermera, pero yo me negué y dije que me quedaría con ella. De modo que la acostamos y el médico le puso otra piqure que borró por completo cualquier huella de terror. En ese momento me di cuenta de que, nadando bajo esa primorosa superficie, siempre había habido un niño temeroso a punto de ahogarse.

»Bajé las luces y Kate dijo: por favor no me dejes, y yo dije: si no me voy, me siento aquí, y ella dijo: no, quiero que te eches a mi lado, en la cama, y así lo hice; nos cogimos de la mano y dijo: lo siento. Ha sido por el caballo, el que se cayó en el hielo. Yo siempre había deseado tener un palomino y Mrs. McCloud me regaló uno el día de mi cumpleaños, hace dos años, una yegua, ¡qué buena cazadora y qué valiente era, cuánto nos divertimos juntas! Como es natural, Harry la odiaba. Su manera de comportarse conmigo desde que éramos niños, todo, formaba parte de sus celos de hombre demente. En una ocasión, el primer verano después de casarnos, destrozó un jardín de flores que yo había plantado. Al principio dijo que había sido un zorro, pero después admitió que lo había hecho él: dijo que le dedicaba demasiada atención al jardín. Y por ese mismo motivo no quería que tuviese hijos. Su madre siempre sacaba ese tema a colación y un domingo, en la comida, delante de toda la familia, Harry le dijo gritando: “¿Es que quieres tener un nieto negro? ¿Es que no conoces a Kate? Folla con negros, se va al campo, se tumba en el suelo y los negros se la follan”. Fue a la facultad de derecho en Washington y en Lee, y lo suspendían porque no podía concentrarse a menos que me tuviese vigilada. Abría todas mis cartas y las leía, antes incluso de que yo pudiera verlas. Controlaba todas mis llamadas: siempre se le oía respirar ligeramente al otro lado del hilo. Desde hacía tiempo ya nadie nos invitaba a fiestas, ni siquiera podíamos ir al club de campo; Harry, sobrio o ebrio, estaba siempre dispuesto a soltar un puñetazo, normalmente a cualquier hombre que me sacara a bailar más de una vez. Lo peor de todo es que estaba convencido de que yo tenía una aventura con su padre y con su hermano, Wynn. Centenares de noches me sacudía y me despertaba, y, poniéndome un cuchillo en la garganta, me decía: “A mí no me mientas, cerda, puta, follanegros. Reconócelo, o te rajo el cuello de oreja a oreja. Te corto la cabeza. Dime la verdad. Wynn es un auténtico semental, el mejor que has tenido nunca, igual que papá, también es un gran verraco”. Y así nos quedábamos en la cama durante horas, Aces, y ese frío cuchillo en mi garganta. Mrs. McCloud me imploraba y me suplicaba que no me fuese, ya que estaba completamente segura de que Harry me mataría si yo me iba. Entonces sucedió lo de Nanny, el palomino. Incluso Mrs. McCloud tuvo que reconocer el verdadero alcance de la demencia de Harry, sus celos dementes. Porque lo que Harry hizo fue bajar al establo y romperle a Nanny todas las patas con una barra. Incluso Mrs. McCloud vio que era inútil, que Harry, tarde o temprano, me mataría. Alquiló un avión y volamos a Sun Valley, donde permaneció conmigo durante todo el tiempo que duraron los trámites para obtener el divorcio en Idaho. Una mujer maravillosa. La llamé el día de Navidad y se sintió feliz de que estuviera en St. Moritz y que saliera y conociera a gente. Quiso saber si había conocido a algún hombre interesante. ¡Cómo si me fuera a casar otra vez!

—Pero ¿sabes? —dijo Aces—. Se casó. Y tardó menos de un mes.

Sí: me acordaba de un montón de portadas de revista en los quioscos de París: Der Stern, París Match, Elle.

—Sí, claro. Se casó con…

—Axel Jaeger. El hombre más rico de Alemania.

—¿Y ahora se ha divorciado de Herr Jaeger?

—No exactamente. Es una de las razones por las que quería que la conocieses. Está corriendo un gran peligro. Necesita protección. También necesita a un masajista que viaje con ella todo el tiempo. Alguien con educación. Presentable.

—Yo no tengo ninguna educación.

Se encogió de hombros y echó un vistazo a su reloj.

—¿La llamo ahora y le digo que ya vamos para arriba?

Debería haberle hecho caso a Chucho. Gimoteaba como si me avisara. En lugar de eso, me dejé llevar al encuentro de Kate McCloud. Kate, por quien mentiría, robaría, cometería crímenes por los que me podrían, y aún pueden, haber metido en la cárcel para toda mi vida.

Cambio de clima. Chubascos, un spray tonificante que despeje el hedor de la ola de calor de Manhattan. Aunque, por supuesto, nada puede librarnos de los olores de la ropa de deporte y del Lysol en mi amado YMCA. Dormí hasta el mediodía, después llamé al Self Service para cancelar una cita que tenía concertada para las seis de la tarde con un carcamal que se hospedaba en el Yale Club. Pero esa zorra besada por el sol, Butch el dorado, dijo: «¿Estás loco? Éste es un idiota de cien dólares. Un Benjy Franklin sin problemas». Como seguí poniendo pretexto (de verdad, Butch, tengo un dolor de cabeza de cojones), me puso con la mismísima Miss Self, y ésta me soltó un auténtico Buchenwald, un castigo a lo Ilse Koch («¿Ah, sí? Que ahora quiere trabajar, que ahora no quiere, aquí no queremos diletantes»).

Vale, vale. Me di una ducha, me afeité y llegué al Yale Club con un botón del cuello desabrochado, el pelo bien corto, discreto, ni gordo ni femme, entre treinta y cuarenta años, con un buen paquete y buenos modales: justo lo que el carcamal había encargado.

Pareció encantado conmigo. Y no hubo ningún problema. Cuestión de recostarse, los ojos bien cerrados. Y, de vez en cuando, un falso gruñido de agradecimiento a medida que iba fantaseando para llegar al espasmo obligatorio («No te contengas. Échamela toda»).

El «patrono», por usar la terminología de Miss Self, era campechano, casi calvo, firme como una nuez, un hombre sesentón, casado, con cinco hijos y dieciocho nietos. Un viudo que se había casado hacía quizá unos diez años con su secretaria, una persona veinte años más joven. Era un ejecutivo de seguros retirado que poseía una granja cerca de Lancaster, Pennsylvania, donde criaba vacas y, como pasatiempo, cosas «raras». Me contó todo esto mientras me vestía. El tipo me gustó, y lo que más me gustó es que no me hizo una sola pregunta sobre mí mismo. Cuando ya me iba, me dio su tarjeta (caso único entre los clientes del Self-Service, siempre conscientes de su anonimato), y me dijo que si en algún momento me apetecía sacudirme el polvo de la ciudad, que le llamara: me invitaba a pasar unas vacaciones en Appleton Farms. Se llamaba Roger W. Appleton, y Mrs. Appleton, me informó con un simpático guiño en absoluto vulgar, era una mujer comprensiva: «Alice es una buena persona. Aunque inquieta. Lee mucho». Con lo cual me percaté de que me estaba proponiendo una orgía entre los tres. Nos dimos la mano. Su apretón de manos era tan musculoso que mis nudillos se quedaron entumecidos durante un minuto entero, y le prometí que lo pensaría. ¡Caramba, era para pensárselo! Vacas por ahí sueltas, prados verdes, rosas, ausencia de…

¡Todo esto! Ronquidos. Sucios resuellos. Asfixia. El chancleteo lúgubre de pies escrutadores. En el camino de regreso a «casa», ja, ja, me compré una pinta de ginebra, en oferta, el tipo de ambrosía sin mezcla que dejaría sin hablar a un montón de gargantas de mala vida. Me cargué la mitad en dos tragos, empecé a dar cabezadas, empecé a recordar a Denny Fouts y a sentir el deseo de bajar corriendo las escaleras, buscar un autobús, el Hongo Mágico Exprés, un torpedo alquilado que me lanzara en propulsión hasta el fin del recorrido, que me impulsara todo el camino hasta esa discoteca encalmada: el Café La Reina Negra del padre Flanagan.

Stop. Estás como una cuba, P. B. Eres un perdedor. Un perdedor borracho, un tonto del culo, P. B. Jones. De modo que buenas noches. Buenas noches, Walter Winchell, cualquiera que sea el infierno en donde te estés abrasando. Buenas noches, Mr. y Mrs. América, y todos los barcos del mar, cualquiera que sea el mar en donde os estéis hundiendo. Y un buenas noches muy especial a esa sabia filósofa de ocho años, Florie Rotondo. Florie, cariño, te lo digo en serió, espero que no alcances nunca el centro del planeta Tierra y que nunca descubras uranio, rubíes y Monstruos Perfectos. De todo corazón, el que aún me queda, espero que te vayas al campo y vivas allí por siempre feliz.