La policía los confinó durante una semana en el hotel principal de Tula, con un guardia en cada habitación. A sugerencia de Barney… y expensas de Ed… la policía cablegrafió a Indianápolis, Detroit, Chicago, St. Louis, Colorado y Texas. Los cables que llegaron en respuesta comenzaron a cambiar la balanza a su favor; la llegada del rudo sheriff de Colorado, acompañado por el experto del laboratorio, les trajo la libertad. La muestra de pintura encontrada en el deshecho coche de Barton respondía exactamente a las raspaduras del Buick negro.
Durante la larga semana, Claire había estado impaciente y enojada con Barney. Él pensó que era una reacción de los disparos y la frustración de estar encerrada. Se mostró suave con ella.
Cuando estuvieron en libertad, Ed y Liz se dispusieron a coger el autobús para Monterrey, desde donde volverían en avión a su casa.
—¿Cuánto le debo? —preguntó Ed, sacando su libreta de cheques.
—Cinco mil cubrirán todo.
—Tengo ocho. Con mucho gusto se los daré.
—No sea tan generoso. Ustedes dos podrán utilizarlos para tomarse vacaciones. Esta vez vayan juntos.
Liz tenía de la mano a Ed, como si fuera para toda la vida.
—No volveremos a separarnos, Mr. Burgess.
Se despidieron y Barney se dirigió a la habitación de Claire. Ella estaba cerrando su maleta.
—Lo que llega con facilidad se va ligero —dijo Barney meneando el cheque—. ¿Dónde nos los gastamos, querida? ¿En Acapulco?
—No, Barney.
—Tienes razón. Yo también estoy harto de México. ¿Qué te parece Barbados?
Claire le daba la espalda, bregando con el cerrojo de su maleta.
—Barney, no creo que tenga deseos de…
Todavía está bajo los efectos de la impresión, pensó él.
—Bien, vayamos a un lugar tranquilo. Hay algunas islas en las Indias Occidentales qué son bastante poco visitadas. Nadaremos, pescaremos, viviremos al aire libre…
Ella se volvió entonces para mirarlo. Sus facciones de camafeo estaban rígidas.
—Barney, necesito un descanso.
—¿Cómo…?
—Tengo que estar sola un tiempo. Algunos días, por lo menos. Tengo mucho en qué pensar. Especialmente con respecto a ti y a mí. Si llego a la conclusión de que no era una cosa pasajera, te telefonearé.
Todo ha terminado, pensó Barney. Los obstáculos femeninos de siempre. Pero ya ha tomado su decisión. Miró el cheque de Ed Tollman, frunció el ceño y se lo guardó en su bolsillo.
—Claire, ¿adónde vas?
—Creo que será mejor que no lo sepas. ¿Por qué no vas a Acapulco y me esperas? Digamos tres días. Te cablegrafiaré por American Express.
Barney sonrió.
—¡Confía en una mujer que cargue los dados! Tú sabrás dónde estoy yo, y yo no sabré dónde estás tú…
—Barney, tendrás que ser paciente conmigo.
Barney se acercó y la besó en la mejilla, se volvió y salió. Oyó que la maleta hizo un click final cuando él cerraba la puerta.
Bajó por la colina y cruzó el río dirigiéndose al lugar arqueológico. Había allí una docena de coches y tres autocares. Los turistas se escabullían por todas partes. Barney reconoció al capitán de policía posando para los fotógrafos, señalando las resquebrajaduras en el Chac-mool, donde había golpeado la bala de Barney. Hombres de chaqueta blanca vendían helados que llevaban en carritos; mujeres viejas vendían chicharrones; las banderas flotaban desde un puesto donde se servía cerveza fría y gaseosas. Un grupo de hombres, mujeres y niños se apiñaban con curiosidad alrededor del área cercada por una cuerda, donde Green había muerto. La mancha era más grande de lo que él la recordaba. Barney pensó que la habían agrandado; sin duda alguna la renovarían después de cada lluvia.
Se marchó. ¿Dónde podría estar el dinero? Aquí no, de eso estaba seguro., había registrado las ruinas con mucho cuidado. Algún día darían con él, descolorido por el moho y deshaciéndose, un descubrimiento accidental hecho por alguna viejecita de Dubuque.
Un desaliñado chiquillo con una camisa rota sostenía una estatuilla de arcilla.
—¿Quieres comprar un mono?
—No. —Barney siguió caminando. Hasta los niños aquí estaban en el juego.
El muchacho lo siguió:
—¿Mono? Como los grandotes… Mono…
Barney se detuvo como si le hubieran hecho un disparo. El muchacho retrocedió, pero luego que Barney le dio un puñado de pesos de plata, sonrió y salió corriendo como si pensara que Barney se los sacaría. La estatua era una miniatura de las figuras de los guerreros sobre la pirámide. Barney la dejó caer en el bolsillo y corrió al hotel. Claire se había marchado. En la parada de taxis, cruzando la calle, le preguntó a un conductor:
—La mujer que estaba aquí, ¿tomó un taxi?
—Sí, señor.
—¿A dónde fue?
El hombre se encogió de hombros.
—No estoy seguro. A México, yo creo.
¡A la ciudad de México…!
Barney saltó al taxi del hombre y le dijo que tratara de alcanzar al otro taxi. Había pasado un cuarto de hora cuando el conductor señaló hacia adelante.
—Me parece que es ese el coche. ¡Sí…!
Barney se dobló en el asiento:
—Acérquese y vea si la mujer va en él.
El conductor obedeció.
—Sí. Está en el asiento de atrás.
—Bien, reduzca la marcha. Pero no los pierda de vista. Cuatro horas después el taxi de Claire se detuvo ante la estación de autobuses La Estrella de Oro. Ella descendió del coche de prisa y entró. Desde su posición en la acera de enfrente, Barney la observó ir a una fila de cajas de depósitos, tomar una llave de su bolso, y abrir una de las cajas. Sacó una maleta y se dirigió hacia la puerta. Un mozo de cuerda vino a ayudarla, pero ella lo rechazó. El conductor de su taxi quería poner la maleta en el maletero, pero Claire negó con la cabeza y la llevó consigo al asiento. El taxi se puso en marcha; Barney la seguía. Se detuvo frente a un hotel modesto y Claire entró llevando la maleta.
Barney esperó cinco minutos, luego la siguió. Le dijo al empleado del hotel que la mujer había olvidado el cambio.
—¿Qué habitación ha tomado?
—La veintidós, señor.
Barney subió y llamó a la puerta. Hubo un momento de silencio, luego la voz de Claire:
—¿Quién es?
Barney imitó la tonada del empleado.
—Traigo sus toallas, señorita.
—Oh, un minuto.
Abrió la puerta. Quedó con la boca abierta, se recobró, luego embistió la puerta. Barney la apartó y se dirigió a la extraña maleta que estaba sobre la cama. La abrió. Una hermosa camisa de hombre doblada al descuido encima. La apartó. Debajo de ella aparecieron, fila sobre fila, los paquetes de dinero americano.
Barney se volvió. Claire estaba de pie delante de la puerta con su pequeña pistola apuntándole el pecho.
—Hemos completado el círculo, querida. La única diferencia entre ahora y nuestro primer encuentro es que esta vez estás vestida.
Ella se alisó la falda con la mano libre; un brillo de sudor cubría su rostro. Pero la pistola no se movía.
—Hay otra diferencia, Barney. Ambos sabemos que puedo disparar.
—Estás gravemente enferma de codicia. —Barney meneó la cabeza—. ¿Desde cuándo lo sabías?
—Desde San Blas. Mientras Garner hablaba, yo recordé todo lo que Johnny Talbot me había dicho. La última palabra que pronunció, Mona… pensé que tendría algo que ver con el dinero. Sabiendo ahora que él hablaba español saqué mi diccionario mexicano y busqué la palabra. Mona o mono era una muñeca. Recordé esa miniatura del guerrero tolteca que había elegido en la calle. Todavía la conservaba. A la mañana siguiente la examiné en el coche y encontré una raspadura pequeña cerca de la base. Luego recordé que la figura era una copia de esos gigantescos guerreros que están sobre la pirámide de Tula. Pensé que debía haber ocultado la llave allí, era la llave que mencionó al mexicano. No la encontré el primer día ni el segundo. Pero la última mañana, mientras registraba la estatua por vigésima vez vi el lugar donde una pequeña piedra había sido encajada a golpes en una hendidura, entre dos rocas. La saqué y allí estaban las llaves de la maleta, y de la caja de seguros y un pedazo de resguardo, donde se indicaba la estación de autobuses en que se encontraba.
—Por eso estabas ansiosa por llegar a Tula. Te importaba un comino lo que le pasara a Liz.
—Ella está bien, ¿no es así? ¿Y ahora qué importa?
—Nada; ¿y Garner? ¿Lo empujaste fuera del coche?
Claire asintió. Tenía la cara muy sudada.
—¿Y ese tiro que le disparaste a Brown? ¿Realmente creíste que quería sacar la pistola?
—Vi los fósforos —tenía los labios pálidos.
—Pero querías que todos murieran y no te importaba si mataban a Liz en el proceso. Sabías que si los capturaban hablarían sobre el dinero y entonces nunca sería tuyo, —Barney se encogió de hombros—. Ahora lo tienes, y me tienes a mí. ¿Qué sucederá?
Claire se humedeció los labios con la lengua:
—Planeaba llamarte desde Acapulco. Podemos llevar una buena vida, juntos…
Barney rió:
—Lo sabías en Tula. Podías habérmelo dicho entonces y podíamos haberlo buscado juntos. Todo el tiempo que estuviste conmigo, mantuviste tu miserable y sucio secreto para ti. Y te ofreciste a mí para distraerme, como una ramera.
—Barney, no fue así. Yo realmente…
—Lo lamento más que tú. Jamás podré pensar en acostarme contigo sin vomitar. —Vio el rubor, donde no había ropa. Pero la 32 permanecía firme.
—¿Bien? —preguntó Barney—. ¿Qué hacemos?
—Todavía podríamos irnos juntos —dijo Claire en un tono de voz bajo.
—Quieres decir que quieres sacarme del hotel sin escándalo. Recuerda Claire, que te he visto matar a Brown a sangre fría. Me matarás tan pronto consideres que no es peligroso. Es tu turno.
Ella mostró entonces los dientes:
—¡Muy bien! Has forzado la entrada en mi habitación, me has amenazado. Tengo derecho…
—¿A defender tu honor? —Barney rió—. Mátame. Hazlo, ahora y aquí.
Levantó la 32. Un nervio temblaba en su mandíbula.
—Oh, vamos —dijo Barney—. Dispara…
Apretó el gatillo espasmódicamente. Parecía despavorida. Apretó una y otra vez. Pero nada sucedió.
Barney meneó la cabeza.
—¡Pobre Claire! Los amateurs siempre se atascan en alguna parte. ¿Recuerdas cuando la policía devolvió las cosas? Me dieron las armas, puesto que era el único que tenía autorización para llevarlas en México. Allí fue cuando le quité las balas. Oh, no era porque supiera nada, entonces. Es que te había visto matar a Brown, y no pensé que fueras una de esas personas a quienes se les puede confiar un arma. Me felicito por ello.
Ella emitió un quejido de cólera y le tiró la 32 a la cabeza. Barney la esquivó y saltó. Ella le arañó la cara. Él la golpeó en la articulación de la mandíbula. Cayó, dio una vuelta y quedó tendida, la falda torcida envolviéndole los mulos tostados.
Hermosas piernas, pensó Barney. ¡Qué desperdicio! Pero la visión le entristeció. La codicia estropea hasta a las mujeres más bellas, para el propósito que las creó Dios.
Se dirigió al teléfono y comenzó a marcar. Pero luego se detuvo, mirando el brillante dinero de la maleta. Podía cerrar este caso y salir de aquí con esa maleta y ¿quién le detendría? Claire jamás lo denunciaría. Sólo aquellos que tienen las manos limpias pueden denunciar.
Pero estaba el problema de tener que mirarse la cara en el espejo por lo menos una vez al día.
Y su licencia… ¡le gustaba su licencia! Valía mucho dinero para él. Mucho más que el de la maleta.
De manera que quedaba decidido.
Comenzó a marcar el número de la policía otra vez.
Pero volvió a detenerse. ¿Cuál era el crimen de ella? El hombre que Claire había matado era un asesino, armado y disparando. Y ¿quién podía reclamar el dinero? Pertenecía a Green y a Brown, ya muertos, sin duda; ¿pero cómo podrían probarlo los herederos? ¿Y querrían probarlo, teniendo en cuenta lo que intentaban comprar con ese dinero?
No. La policía pondría a Claire en libertad y el dinero permanecería en el archivo durante un tiempo y un día ya no estaría allí. Lo pondrían en la caja fuerte de algún político de dedos ligeros o de un oficial de policía.
Barney colgó y salió de la habitación del hotel dejando a Claire English tirada en el piso y la maleta llena de dinero en la cama.
Se lo había ganado, pensó. Lo estaría pagando el resto de su vida.
— FIN —