La voz no traslucía emoción alguna. Este hombre era un profesional. Podría matar al más mínimo pretexto.
—¿Han entendido? Nadie se mueva, nadie hable —se aclaró la garganta—. Bien, señora, ponga en marcha el motor y diríjase a la carretera.
Claire maniobró con lentitud. Dio el contacto y puso la palanca en velocidad. Al soltar el pedal del embrague el coche dio un salto.
—No vuelva a hacer eso —dijo la voz—. Tengo el dedo en el gatillo. Si da un salto, se disparará y el tiro le dará en la espalda. ¿Comprendido? —Como Claire no respondió él la conminó— ¡respóndame!
—Sí. —La voz de ella chirrió como un gozne enmohecido.
—Bien, entonces andando.
Ella condujo con las manos apretadas sobre el volante. En la intersección aminoró la marcha y se pasó la lengua por los labios.
—¿Hacia qué lado?
—Al sur. Póngalo en cuarenta millas y manténgalo en esa velocidad. Ya le diré dónde debe dar la vuelta.
Claire llegó a las cuarenta y se mantuvo ahí.
El hombre rió.
Barney pensó, si su gatillo es tan sensible como dice ese maldito cualquier movimiento repentino podría matar a Claire y provocar un desastre que nos mataría a todos incluyéndolo a él. Era indudable que planeaba deshacerse de sus cautivos en el primer camino lateral. De manera que cuando Claire aminorara la marcha… No tendría nada que perder si le hacía frente al arma a último momento.
Oyó un crujido cuando el raptor volvió a subir a su asiento. Barney levantó los ojos al espejo retrovisor. El hombre tenía una cabeza grande y redonda; el pelo color ratón con grandes entradas. La piel parecía una fruta de cera. Era joven, menos de treinta años. Barney pensó que debía ser Garner. Sus gafas con armazón de plata enmarcaban unos ojos grisáceos no más expresivos que un reloj. Por un instante sus miradas se encontraron.
Un rugido llenó el coche y el espejo estalló. Barney sintió un punzante dolor en la frente y en la mejilla. Miró a sus compañeros; Ed Tollman con los ojos fijos hacia adelante temblaba como un perro mojado. Claire luchaba con el volante.
La voz dijo:
—Conserve los ojos fijos adelante, muchacho. La próxima vez que se haga el listo, le arranco una oreja de un disparo.
Barney sintió la sangre caliente goteando en la comisura de la boca. Se acumulaba entre los labios, luego bajaba y goteaba de la barbilla. No hizo ningún movimiento para limpiarla. Al maldito le gustaba tirar del gatillo.
El automóvil estaba saturado de olor a pólvora y a sudor nervioso. Claire había recuperado el control y mantenía el velocímetro exactamente en los cuarenta. Se había comportado bien bajo la amenaza del arma, pensó Barney. La envidiaba. Ella por lo menos tenía algo que hacer.
—Lo he hecho con habilidad, ¿no es así? —comentó el hombre riendo—. ¿Tienen idea de quién soy?
—Garner —respondió Barney.
—¡Bien, maldito sea! De manera que usted es el listo. Tiene razón, camarada. Soy Garner. ¡No se mueva!
Barney se quedó rígido al sentir que Garner se levantaba y le metía la mano dentro del bolsillo interior de su chaqueta. Le quitó el arma y la billetera con habilidad. Luego exploró los bolsillos de Ed Tollman, y tomó el bolso de Claire que estaba entre ella y Ed.
—Llevan ustedes mucha ferretería —dijo Garner— ¡como si anduvieran de caza! —rió como si se tratara de una broma ingeniosa—. ¡Bien, Claire English! Esto me resulta agradable. Pensaba que estaba bajo tierra, Claire, También Edward Tollman, el fiel marido de Liz, y Barney Burgess, detective privado, ahora en su último caso. ¿Hay alguien más en este safari? No se molesten en responder.
Andaban por un terraplén muy alto cruzando una zona llana de matorrales. El sol poniente pintaba las nubes de un rojo intenso. Barney oyó el crujido de los resortes del asiento cuando el hombre se inclinó.
—Les miro a ustedes, patanes y siento algo parecido a la envidia, pronto va a aclarárseles todo el misterio… la vida, la muerte… todo. Y usted, Burgess, ¿cómo se siente?
Barney se sentía con la cabeza vacía y furioso, como si profesionalmente se hubiera introducido en un escenario donde se representaba una obra en la que nadie conocía sus papeles y todas las actitudes eran de amateurs.
—Tengo curiosidad —dijo Barney—. ¿Cómo, nos ha localizado?
—Todavía trabajando, ¿eh? Como las muchachas en Pompeya que continuaban realizando sus tareas hasta que las cubrió la lava. ¡Admiro el espíritu!
De manera que Garner no era un criminal ordinario. A pesar del latido en su oreja, Barney se preguntó quiénes eran este hombre y sus compañeros. Parecía una asociación curiosa.
—¿Quiere que se lo cuente? —preguntó Garner como si estuviera divirtiéndose—. Mis socios estaban viendo fantasmas. Veían enemigos debajo de cada alcantarilla. De manera que yo me separé en Durango para asegurarme de que no nos seguían. Vi este coche, con un hombre y una mujer adelante y otro hombre detrás. Curiosa combinación, dos hombres y una muchacha; no es el tipo corriente de turistas. Así es que tomé un taxi y miré de cerca al hombre que estaba en la parte de atrás y reconocí a Tollman por un retrato que llevaba su mujer. Dejé el taxi y alquilé un coche frente al hotel… algún turista de Oregón estará denunciando un maldito crimen a la policía en este mismo momento. Les he visto en la estación de servicio, allí arriba, en las montañas, y entré en escena. Estaban verificando todas las estaciones de servicio. Muy listos, pensé, porque el Buick consume mucha gasolina. Subí a las montañas y me detuve en aquella estación de servicio que dejamos. El administrador se imaginó que estaba loco cuando le deslicé un billete y le dije que no echara a perder mi broma. Estaba seguro de que ustedes se detendrían allí para obtener información. Y, en consecuencia… caí sobre la damita, y aquí estoy. Y aquí están ustedes.
Los otros no sabían que ellos les seguían, pensó Barney, y estaban inquietos. Eso significaba que Liz Tollman no corría más peligro que antes… ¿pero cuánto peligro era? De algo estaba seguro: si Garner lograba matarlos, Liz también moriría.
Barney pensaba ahora con gran claridad; el latido había cesado. Estaba oscureciendo; con la oscuridad se presentarían oportunidades que eran demasiado arriesgadas a la luz del día. El asunto era, entonces, hacer hablar al asesino.
—¿Quién mató al perro?
—Uno de mis compañeros. Green tiene úlcera y es un caso nervioso grave. No puede soportar el ruido ni la espera. Estaba convencido de que Liz nos estaba conduciendo por una pista equivocada. —Volvió a reír— ¿Eddie, supongo que no le molesta que la llame Liz? Hemos estado juntos tanto tiempo, que tenemos una relación en cierto aspecto informal, casi íntima, podríamos decir.
Ed se estremeció al lado de Barney, luego deliberadamente se relajó. Barney lo aplaudió en silencio; Ed ya estaba listo para entrar en acción, pero bajo control. Eso significaba que, cuando llegara el momento, podría contarse con él.
—¿Pero por qué han matado el perro? —insistió Barney.
—Green comenzó a darle bofetadas a Liz, aún cuando sabía que ella había dicho la verdad. Sólo la estaba castigando porque a él le dolía el estómago. El perro se soltó y mordió a Green. Dejamos que matara el perro. ¡Qué diablos… Lo calmó por un rato!
Liz en un coche con tres locos. Una pesadilla. Se alegraba de que no fuera su mujer. Podía imaginar lo que estaba pasando en el interior de Ed Tollman.
—¿Los otros asesinatos también calmaron a Green?
—Oh, fui yo quien los hizo. Deténgase aquí, Claire.
Claire frenó cuando se aproximaban a un camino de tierra que interceptaba la carretera. Barney sintió un frío en la espina dorsal; todavía no estaba bastante oscuro. Dos peones aparecieron por el camino con burros cargados de plátanos.
—Siga conduciendo —ordenó Garner; Barney se sintió mejor.
Comenzó a hacer trabajar sus músculos sin moverse, contrayéndolos y aflojándolos, preparándose.
El camino se apartaba de la costa y ascendía por las estribaciones de las colinas. Garner continuaba hablando en un tono amistoso que le dio qué pensar a Barney. El hombre parecía bastante sensato, pero en cualquier momento podría correrse la cortina para revelar su retorcida psicología. Barney trató de analizar el tipo de alteración; no se atrevía a hacer su juego sin saber cómo reaccionaría Garner. Pero no podía llegar a ninguna conclusión por la forma en que actuaba.
Garner se sentía bien. La gente siempre se había apartado de él antes de descubrir cuán lleno de amor estaba. Solo en un momento como éste, cuando tenía un arma en la mano, podría retener su atención y convencerles de que era su amigo.
—¿Usted los mató? —preguntó Barney con cara ceñuda—. ¿A la pareja de ancianos, aquellos de Colorado, al conductor, a todos ellos?
Garner se preguntó si el detective lo había captado. Algunas personas advertían que formaban parte de su fantasía, y eso los hacía reales, tan reales como él mismo.
—A todos ellos —respondió Garner con amabilidad.
—Pero ¿por qué?
¿Por qué? Eso probaba que el detective no había intuido nada, y Garner se sintió apesadumbrado con la disipación de su fantasía. La fantasía destruía los temores que habían aherrojado su vida. Temor de no poder graduarse en la escuela de farmacia… temor de perder su trabajo en la droguería… temor de que otros pensionistas hurgaran en su habitación mientras él estaba trabajando. La fantasía había comenzado cuando la muchacha entró con una receta falsificada, pero era tan hermosa que él se la preparó a pesar de todo. La muchacha volvió varías veces; él no había dejado de pensar en ella… la próxima vez le pediría que saliera con él. Pero la oportunidad nunca se presentó. La policía le arrestó, ella dio su testimonio en el juicio y él fue condenado a dos años. En su fuero interno se encontró una vez más desdeñado y condenado a asociarse únicamente con otros traficantes. Y hasta ellos se burlaron de él, por haber sido un estúpido. Pero Garner escuchó y aprendió a mezclar los alcaloides y se formó una clientela. Descubrió dónde obtener heroína pura y dónde estaban los hombres que proporcionaban el capital siempre que algún otro corriera el riesgo. Y pensaba: ¡Por Dios que lo lograré!
Conoció a Green y a Brown cuando salió de la prisión. Fumaban grandes cigarros y vestían trajes que desde lejos se advertía que estaban hechos a medida. Pertenecían a country-clubs, y tenían casas de verano y mujeres elegantes y mandaban a sus hijos a colegios particulares. Ellos le despreciaban, pero a él no le importaba. Eran capaces de jugarse cien mil dólares en una apuesta si tenían la oportunidad de ganarse un millón; eso era lo que importaba.
—Pero entonces —dijo Garner a sus nuevos amigos—, vi la forma de evitar el riesgo para mí mismo. Conocí a un individuo joven en la playa que había cumplido una condena por robar un automóvil. La droga estaba aquí en México; todo lo que el muchacho tenía que hacer era entregar el dinero y recoger la droga. Hablaba español… me parece que lo había criado un matrimonio mexicano en California…
—¿Johnny…?, no sabía que… —súbitamente Claire calló. Su pelo estaba recogido en la parte superior de la cabeza, pero algunos cabellos se le escapaban como hilos de oro. Garner sintió una humedad en las palmas de las manos, se acercó y tocó el pelo con sus dedos. Luego le pellizcó el cuello… al principio con suavidad, después con fuerza. Sintió que la piel de la muchacha se erizaba, pero ella no se movió. Garner se acercó un poco más y le deslizó la mano dentro de la blusa, entre los pechos. El corazón de Claire latía contra la palma de su mano. La retiró. Este no era el momento; el detective estaba atento. Una vez estuviera muerto el detective, Garner conseguiría que ella le deseara, como debió de desear a Johnny Talbot.
Garner había estado esperando detrás del muro de adobe. El tocadiscos estaba oculto por los cactus; dentro de él estaba la nevera portátil en la que había introducido el dinero en México. Estaba esperando con el dinero guardado en una maleta idéntica a la que Johnny había llevado. Entonces, Johnny apareció caminando por detrás del muro. Depositó su maleta y abrió la otra.
—Está todo ahí, —dijo Garner—y más vale que vuelvas cuanto antes con los turistas.
—No les importa esperar —respondió Johnny—, los tengo a mi disposición. —Rió y terminó de quitar los cerrojos de la maleta—. Un par de papeles de estos son un montón de dinero. Va a ser un hermoso viaje. —Johnny encendió un cigarrillo, y se puso en cuclillas a mirar el dinero—. ¿Supongo que no se te habrá ocurrido quedarte con esto y mandar al diablo la compra de la droga…?
Garner recordó los ojos de Green y de Brown, cuatro pedazos de piedra.
—No lo disfrutaríamos por mucho tiempo. Mejor es que hagas lo que debes hacer.
Johnny recitó en un tono aburrido:
—Seguiré con el grupo hasta que lleguemos a Cuernavaca. Desde allí llamaré por teléfono al número que me has dado y concertaré el encuentro. Me entregarán la nevera portátil blanca y yo les daré la verde. La traeré de vuelta y me encontraré contigo en la estación de Monterrey. Colocas la droga en la nevera portátil y lo pasas a través de la frontera. Y eso es todo.
—Correcto.
Johnny lo miró de soslayo.
—Haces que parezca bastante complicado. ¿Por qué?
Garner no respondió. La verdad era que tenía miedo de tocar la droga. Un aduanero había dejado pasar la nevera, sin saber que el aislante había sido reemplazado por dinero. Otro lo sacaría, también ignorante del hecho de que había 25 libras de heroína pura entre las paredes esmaltadas. Sólo dos veces tendría Garner que tocar la droga: para ponerla en la nevera y cuando se la entregara a Brown y a Green.
En Monterrey la nevera portátil había permanecido en el apartamento de Garner, desconectada y vacía durante tres semanas. Luego éste había ido al lugar convenido, en la estación de autobuses. Esperó durante tres días; y para evitar sospechas del hombre que vendía los billetes paseaba de un lado, a otro, fuera de la estación.
Pasó una semana.
Visitaba la estación dos veces al día.
La mayor parte del tiempo permanecía echado en la cama mirando el cielo raso, viendo los ojos como piedras de Green. «Si se te ocurre la idea de quedarte con este dinero, Garner, puedes olvidarte de ello. No lo disfrutarías mucho tiempo». Brown observaba en silencio. Brown hablaba rara vez. Su silencio era peor que las amenazas de Green.
Era obvio que Talbot no vendría.
En un momento de pánico, Garner telefoneó al contacto, quien le dijo que Johnny había sido atropellado por un autobús en San Juan del Río. Garner lo verificó con la agencia de turismo, que confirmó la historia. Durante dos días permaneció en un hotel de San Antonio, sin saber qué hacer. No podía comer ni dormir, no hacía más que sudar. El tercer día se encontró mirando hacia la calle, ocho pisos más abajo. Pero luego pensó: Siempre estoy a tiempo para eso. Entrevistarme con Green y Brown no puede ser peor que suicidarme.
Los buscó y les, dio la mala noticia.
—¡Estúpido! —vociferó Green—. El mexicano te ha engañado. ¡Se ha quedado con el dinero y ha matado al muchacho por añadidura!
Garner volvió a México con Green y Brown y buscó al contacto. Juan Santoza no parecía mexicano; era muy alto rubio y de ojos azules, de finas y aristocráticas facciones. Miró el 45 en la mano de Green, se encogió de hombros y salió caminando del bar delante de los otros.
—Jamás he visto el dinero —dijo en inglés cuando estuvieron en el automóvil—, no me lo ha enseñado ni una sola vez, a pesar de que he estado con él en tres ocasiones.
—Cuéntenos qué sucedió —gruñó Green. Brown estaba en el volante; el mexicano sentado a su lado. Green y Garner detrás de ellos, Green sosteniendo la automática.
—Me encontré con el señor Talbot en Cuernavaca, como se había planeado —dijo Santoza—. No tenía el dinero; deseaba arreglar un segundo encuentro para el intercambio. «Muy bien» le dije, y sugerí la ciudad de México. Pero una vez más falló en traer el dinero. Dijo que tenía miedo de que yo tuviera amigos esperando y de que cogiéramos el dinero sin darle nada en cambio. Entonces le propuse que eligiera el lugar. Quedamos en que sería San Juan del Río en tal y cual momento. Fui allá y nos encontramos por la mañana temprano. Tampoco había llevado el dinero.
—¿Y usted había llevado la droga? —preguntó Green.
—¿Después de fallar dos veces en traer el dinero? Él no confiaba en mí, así es que yo no confié en él. Talbot me dijo: «Deme la droga y yo le daré una llave del lugar en donde está el dinero».
Respondí: «Permítame ver la llave». Me dijo que no la había traído. Pero que tenía algo que me conduciría al lugar donde había ocultado la llave.
—Eso, señores —continuó—, era demasiado. En cierto momento debe afrontarse un riesgo. Le dije que si me daba la llave y me decía dónde había ocultado el dinero, le daría la droga. Desde luego, no pensaba dársela hasta tener el dinero, pero, eso no se lo dije. Talbot ofreció llevarme a donde estaba la llave, pero que antes debía despedirse de una mujer.
—Cuando se fue —continuó Santoza— le seguí. Vi cuando lo atropelló el autobús, y aprovechando la confusión lo registré. No encontré nada en sus bolsillos. Fui al hotel donde se había hospedado en Tula y supe que se había mudado sin maleta alguna. Supuse que alguno de los otros turistas tenía su equipaje. Volví a buscarlos pero se habían ido. Yo no podía entrar en los Estados Unidos. Vendí la droga a otro comprador y traté de olvidar el asunto. Esa mujer de quien iba a despedirse era evidentemente de su confianza. Ella tenía el dinero, señores; no sé cómo, lograrán recuperarlo, pero les deseo buena suerte.
Green miró a Brown cuando el mexicano concluyó su historia. El hombre silencioso hizo un gesto negativo con la cabeza.
—No le creemos —dijo Green.
—¡Es verdad, lo juro!
Brown detuvo el coche en una oscura entrada de automóviles, y Green ordenó a Garner que cambiara de lugar con el mexicano. Cuando Garner pasó al asiento delantero, Green le entregó la pistola. El peso de la misma sorprendió a Garner; nunca había tenido una pistola en sus manos. Apoyó el 45 en el respaldo del asiento y observó a Green golpear el rostro del mexicano con sus pesados puños. ¡Oh! El brillo de la sangre, el chasquido de los nudillos sobre la carne. Garner se estremeció de excitación.
—Señores —boqueó el mexicano—. ¡No puedo cambiar mi historia porque es la verdad!
Green sacó una navaja de su bolsillo y la abrió.
—¿Sabe lo que voy a hacerle?
,—No…
—Quítese los pantalones y lo sabrá.
Los ojos del mexicano giraron en sus órbitas. Su rostro estaba empapado de sudor.
—¡No por favor! ¡Preferiría morir! —sus ojos imploraron a Garner—. Por favor, no les deje…
Fue entonces cuando Garner sintió el golpe del 45 contra la palma de su mano y escuchó un rugido que lo ensordeció. Un chorro rojo brotó y empapó todo. El cuerpo, del mexicano cayó como un árbol tronchado, sobre el regazo de Green. Green lo miró con fijeza y luego apartó con brusquedad el cuerpo. Cayó entre los asientos.
—¿Por qué has disparado?
—Santoza no sabía nada —respondió Garner.
—Estaba asustándolo, nada más. Pedazo de idiota. Devuélveme la pistola.
Garner lo miró preguntándose porqué había tenido miedo de Green. Pero eso había sido antes de haber notado el 45 saltar en la palma de su mano, y ver a un hombre vivo convertirse en un montón de carne.
—Me quedaré con la pistola: —¿Tenía la voz más fuerte o era sólo su imaginación? Se sentía como un gigante.
—No se te puede confiar eso. ¡Dámela, estúpido!
Garner dirigió el cañón hacia la bulbosa nariz de Green.
—No vuelva a llamarme estúpido. Estoy cansado de eso. —Apretó el gatillo. La bala hizo volar el sombrero de la cabeza de Green saliendo por la ventanilla posterior. Green cayó hacia atrás en el asiento, con los ojos despavoridos. Garner movió el arma cubriendo a Brown—. ¿Quién es el jefe, ahora?
Green miró a Brown quién asintió.
—Muy bien, —espetó Green—. Eres el jefe, ¿y ahora qué hacemos?
—Enderece para el campo. Arrojaremos a este mexicano y luego registraremos su casa. Si no encontramos nada volveremos a los Estados Unidos. Tengo una idea. Estoy lleno de ideas…
No encontraron el dinero entre las pertenencias del mexicano. Volvieron a los Estados Unidos. La docilidad de sus compañeros no engañó a Garner; sabía que pensaban matarlo cuando encontraran el dinero y ahora tratarían de matarlo por puro placer. Con la 45 siempre en la mano no sentía temor. Qué cosa más fabulosa era el poder. Nunca se había sentido tan fuerte. Podría matarlos. ¡Podría matar a cualquiera!
En la agencia de turismo esperaron hasta que el conductor Kiddoo se marchó en su limousine. Garner mandó a Brown que se detuviera junto al camino, en un lugar desierto. Obligaron a Kiddoo a detenerse y bajar de su coche. El hombre montaña no era nada, una simple masa de gelatina aterrorizada. ¡Qué diferencia establece una pistola! Casi se desplomó cuando Garner le apuntó. Hizo que subiera al coche de ellos y Brown condujo hasta donde Garner le indicó que se detuviera. Todos descendieron del automóvil y Kiddoo, Green y Brown le precedieron por una callejuela.
—¿Lo estás secuestrando? —preguntó Green a Garner, con respeto.
—Puede ayudarnos:
—¿Este hipopótamo? ¿Qué puede hacer?
—Puede decirnos quién era la preferida de Johnny durante la excursión a México ¿Puedes hacerlo gordito?
El conductor se lo dijo, con las mandíbulas temblando.
Aquella noche se dirigieron a St. Louis, al estudio de Claire English. Ella no estaba. Discutieron acerca de dejar alguno para esperarla, pero nadie quiso separarse de los demás por si se encontraba el dinero. Así que se llevaron algunas cosas para hacer que pareciera un robo… el archivo de fotos, que según Green, ayudaría a identificar a los miembros de la excursión. Volvieron a San Antonio y sustrajeron de la agencia los nombres y direcciones. Garner sabía que tenía que continuar en movimiento; cada vez que se detenían, Green y Brown se volvían más ásperos y él sentía que su dominio se relajaba. Al interrogar más a fondo a Kiddoo se enteró de que Johnny no había visto a Claire el día en que fue muerto, ni se le había acercado el día anterior. Pero Johnny parecía haber cultivado la amistad de una vieja, Mrs. Barton. Garner sólo podía concebir una razón para que Johnny se dedicara a una mujer de sesenta años: quería que le hiciera algún favor… que ocultara o pasara de contrabando alguna cosa a través de la frontera. A Brown y a Green les pareció lógico así es que marcharon a Colorado. Garner simuló ser un pariente de Johnny y, con el conductor, se aproximó a la casa y pidió ver los recuerdos que los Barton habían traído de México.
—¿Desea ver las cosas que trajimos de México? —preguntó el anciano—. Cómo no, esperen un momento.
Un minuto más tarde apareció en la puerta con una escopeta apuntando el estómago de Garner.
Ahora muchachos, lárguense por ese camino. Usted no es pariente de Johnny ni sé le parece en lo más mínimo. Usted se parece a algo que se arrastra cuando sale debajo de una piedra. Kiddoo, aquí presente, parece estar a punto de vomitar. ¡Largo, los dos!
Al volverse para marcharse, Garner sintió de nuevo el sabor de la antigua desesperación. ¡Derrotado por un viejo! Los otros se volverían contra él. Pero entonces empuñó la pistola.
—¡Cállense la boca! —gritó cuando empezaron a hacerle preguntas.
Se sentó en el automóvil con la automática sobre las piernas y esperó a que oscureciera. Cuando oyó que el coche de los Barton salía retrocediendo de la entrada de automóviles de su casa, hizo que Brown condujera hasta donde la carretera describe una curva a través de un profundo paso en la montaña. Cuando llegaron los Barton le dijo a Brown lo que debía hacer; le hubiera gustado hacerlo personalmente, pero no podía conducir y mantener al mismo tiempo la pistola.
—¡Ahora! —le ordenó a Brown y éste torció el volante con violencia mientras seguían al lado. Garner vio a la anciana mirando fuera de la ventanilla: Su pelo gris estaba recogido en un moño en la nuca. Parecía muy asustada. Entonces el automóvil de los Barton saltó por encima de la valla y Kiddoo vomitó sobre el asiento de atrás.
—¿Y para qué hiciste eso? —preguntó Green;
—Ahora no podrán hablar —respondió Garner.
—Desde luego; pero tampoco podrán hablar con nosotros.
—Podemos registrar su casa, ¿no es así?
Pero la búsqueda tampoco dio ningún resultado.
Garner sentía la necesidad de seguir andando. La mujer de Chicago, dijo Kiddoo, también se había mostrado amiga de Johnny. Allá se dirigieron y estacionaron en la calle donde se encuentra el apartamento de los Tollman, y esperaron hasta que Liz Tollman se dirigió al edificio.
—¡Ahora, andando! —ordenó Garner, apoyando su pistola en la espalda del conductor—. Ya sabe lo que tiene que hacer.
Garner se quedó detrás de un árbol observando a Kiddoo aproximarse a la muchacha en el vestíbulo. Ella pareció sorprendida mientras el conductor gesticulaba. Con el ceño fruncido, dejó la bolsa de pan y le acompañó afuera.
—¿De qué se trata, Elbert? —preguntó ella—. ¿Qué tipo de problema…?
Vio a Garner cuando avanzó desde atrás del árbol. Abrió la boca, pero él la asió mientras Green se acercó del otro lado y cogió el perro. Garner aspiró su perfume y pensó. A ésta no debo matarla. Pero ella era fuerte y se estaba liberando cuando Brown la golpeó detrás de la oreja con una linterna. La muchacha se desplomó y Brown se agachó para levantarla.
—Apártese de ella —gruñó Garner—. No vuelva a tocarla con sus sucias manos.
Recuperó el sentido cuando salieron de la ciudad. Garner le dijo que haba dejado a un hombre vigilando su apartamento; sólo tenía que hacer una llamada telefónica y su marido moriría. La muchacha insistió en que no sabía nada de los asuntos, privados de Johnny Talbot; Garner simuló llamar por teléfono y ella lloró y suplicó para que le creyeran. Garner decidió que estaba diciendo la verdad. Y esa vez Green y Brown estuvieron de acuerdo.
—¿Y ahora, qué? —preguntó Green. No nos sirve para nada.
—Nos sirve de rehén —respondió Garner.
—Tenemos a Kiddoo.
—Una mujer es mejor que un hombre.
—¡Estás loco! —Green estaba pálido—. Dos secuestros, dos asesinatos… —De pronto su palidez se volvió amarilla y se apretó el estómago—. ¡Y ahora mis úlceras! Nos estás arrastrando a un verdadero desastre, maldita sea. —Sus ojos ya no eran como piedras, revelaban sufrimiento. Brown se mantuvo en silencio, pero tampoco era el de antes. Garner jamás se había sentido tan poderoso y confiado.
—Volveremos a St. Louis —dijo—. Su amiga ya debe haber regresado.
En el camino, el gigantesco Kiddoo volvió a vomitar. Liz Tollman le refrescó la cara con un pañuelo mojado y trató de calmar sus temores, pero el conductor sólo atinaba a lamentarse. Garner de pronto decidió liquidarlo. La hermosa muchacha le estaba dedicando toda su atención.
En St. Louis dejaron a Liz en el coche con Brown; ella se conduciría bien mientras pensara que tenían a su marido como rehén. Claire English todavía no había llegado, pero en el anotador de su oficina Green encontró varios números de teléfono. Uno era el de los Barton, en Colorado; otro el de Tollman, en Chicago. También había direcciones de Indianápolis y Detroit.
—Esa muchacha está sobre nuestra pista —gruñó Green.
—Pues iremos a Indianápolis. Primero, echemos otro vistazo.
Garner llevó consigo al conductor. El gabinete oscuro era exactamente lo que estaba buscando, pequeño y a prueba de ruido.
—Bien podría ayudar —le dijo al hombre grande—. Registre ese armario.
—¿Qué es lo que debo buscar?
El conductor grandote se había convertido en un perro, moviéndose automáticamente en respuesta a la voluntad de Garner.
—Ya lo sabrá cuando lo encuentre. Levante los ojos —dijo Garner.
El conductor levantó la mirada y Garner sostuvo la pistola a seis pulgadas del rollo de gordura de su cuello y tiró del gatillo. Por un instante Garner pensó que iba a desmayarse. La habitación se achicó hasta que el espacio se hizo imperceptible; las paredes eran como una película pegada a sus ojos. De repente estuvo fuera de la habitación, fuera de su propio cuerpo.
Es una pesadilla, pensó. Estoy tendido en el camastro de mi celda y estoy soñando todo esto, el hombre muerto, Green, Brown, la mujer que está allá afuera, hasta sueño conmigo mismo…
Green entró a la habitación y miró hacia abajo al bulto caído.
—¡Maldito maniático! —exclamó.
Garner sonrió y volvió la pistola hacia Green. El hombre resolló.
—Tranquilízate, Garner… Sabes lo que haces… pero…
—Y no lo olvido nunca.
—¡Es que estás dejando pruebas en todas partes! Por eso me enfurezco. ¿Y ahora, cómo nos deshacemos del cuerpo de Kiddoo? Necesitaríamos una grúa.
—Déjelo.
—La mujer sentirá pánico.
—Yo me ocuparé de ella.
Cuando volvieron al coche, Liz preguntó:
—¿Dónde está Elbert?
—Le he dado dinero para el billete de autobús. Va camino de su casa.
—¿No irá a la policía?
—No, porque sabe que la tenemos a usted.
Ella se mordió el labio.
—Supongo que tiene razón…
—Si la gente cumple las órdenes, usted no sufrirá daño, alguno. Recuerde eso.
Durante un tiempo largo ella pareció perpleja. Luego Garner se detuvo especialmente en Terre Haute para comprarle al perro algunas galletitas. La mujer pareció relajarse y Garner pensó: ¡Qué inocencia! Confiar en un hombre solo porque piensa en alimentar a un miserable perro. ¡Lo bueno vendrá cuando ese hombre, al fin, trate de arreglarse con ella!
En Indianápolis encontraron a Ingrid Johns asustada y con las maletas preparadas para, salir de viaje. Pero la presencia de Liz la confundió. Les dejó entrar.
—Sólo queremos hablar—dijo Garner—no tiene porqué tener miedo.
—Pero Claire English dijo que nuestras vidas están en peligro.
Garner sonrió:
—Está tratando de arrojar tierra a los ojos de todo el mundo. Sólo buscamos lo que nos pertenece y creemos que lo tiene ella. Si mantiene su actitud, alguien saldrá lastimado. Usted no quiere que eso ocurra. Díganos adónde se fue ella.
Ingrid todavía desconfiaba, aun cuando despidió a una vecina que llegó hasta su puerta y luego tranquilizó a la policía. Garner persistió con suavidad, y finalmente admitió que Claire había mencionado haber prevenido a Ronald Aiken en Detroit. Garner les dijo a los otros que volvieran al coche.
En el vestíbulo Green exclamó:
—Está demasiado asustada para hablar. ¡Por favor, otra, muerte, no!
—Mañana no estará asustada —sonrió Garner.
—Pero nosotros nos habremos ido.
—Y ella no sabe a dónde vamos. Vaya al coche y espéreme.
Vio el miedo otra vez en los ojos verdes de Green y sintió un divertido desprecio. ¿Cómo es que alguna vez obedeció órdenes de este peso ligero? La vida era tan hermosa estos días…
De nuevo con Ingrid, experimentó un surgimiento de afecto. El pelo gris… los ojos suaves…
—Usted se parece a mi madre.
—¿Qué va a hacer?
Estaba sacando una aguja hipodérmica del bolsillo de arriba de su chaqueta. Contenía un sedante que había comprado en Terre Haute.
—Esto la hará dormir hasta que nos marchemos.
La cara de ella se plegó como si fuera a llorar.
—¡No hablaré!
—Lo sé. Pero mis compañeros están preocupados.
—¿Me hará daño?
—Despertará dentro de unas horas sintiéndose muy bien. —Con lentitud ella le tendió el brazo; Garner sintió el calor seco de la piel, vio la vena azul latiendo. Puso la inyección y le miró los ojos. Vio allí, resignación y le hizo sentir algo cálido hacia ella. ¡Pobrecilla!
Pero mañana Ingrid lo olvidaría y lo odiaría.
Se sentaron a conversar de libros y de drogas; sabía tanto de drogas como él. Había sido única hija, y ahora que habían muerto sus padres no tenía a nadie.
Garner la miró con comprensión mientras ella se dormía.
Llevó a su silla al lado de la cocina, la sentó en ella, abrió la puerta del horno, dio vuelta la llave del gas, sin encenderlo, y se dirigió al estudio a esperar. Media hora después con un pañuelo en la nariz, entró, y vio que la cara de la mujer estaba roja como una cereza. Cerró la puerta con llave y bajó por las escaleras. ¡Pobre ser solitario! ¡Sus pesares habían cesado!
En Detroit vio las tabletas de nitroglicerina y comprendió que Aiken sufría del corazón. Pero Aiken hablaba sin necesidad de ser estimulado: Johnny había estado en la habitación de Liz la noche antes del accidente fatal… Aiken no podía dormir y había escuchado la conversación. Esto era nuevo. Green quería volver al coche para interrogar a Liz, pero Garner no lo permitió.
—Este hombre sabe más de lo que declara.
—No lo creo.
—Lo que usted crea, Green, no importa.
—Está bien, está bien —se apresuró a decir Green—. Ayudó a Garner a llevar a Aiken al sótano. Garner conectó el torno para ahogar el ruido, luego quitó la cinta aislante de los cables. Aiken comenzó a balbucear.
—¡Oh, Dios, moriré! ¡Les he dicho todo lo que sé…!
Green miró a Garner.
—Está mintiendo—dijo Garner.
Durante un tiempo Garner pensó que mentía. Aiken parecía soportar una gran cantidad de electricidad, aún cuando gritaba y se retorcía en el piso. Garner estaba tan absorto aplicando los cables tratando de leer en los ojos dilatados de Aiken, que no advirtió que el cuerpo ya no se retorcía, hasta que Green dijo con voz débil:
—Está muerto.
Garner se incorporó. Se sentía cansado. ¡Era una gran responsabilidad esto de ser un gran hombre!
—Estaba diciendo la verdad —dijo Garner— pero uno no puede fiarse de nadie. —De pronto rió, sorprendiéndose a sí mismo. Green se volvió apretándose su úlcera.
Después de admitir Liz haber hablado con Johnny en la habitación del hotel, Green propuso volver a Chicago y apoderarse del marido de Liz. No le creyeron cuando la muchacha insistió en qué Talbot sólo le había hablado de Claire English. Al no encontrar a Ed Tollman en Chicago, habían tomado la decisión de repetir la excursión a México. Quizás algo estimulara la memoria de Liz.
—Ella cree que cuando encontremos el dinero, la dejaremos ir —dijo Garner reclinándose en el asiento—. Se ha estado portando bien, pensando que tenemos a su marido. ¿Y no es curioso? Ahora me he apoderado de usted.
Ed respondió con cuidado:
—Si me mata, no puede utilizarme.
—Ya he pensado en eso. Pero no importa demasiado. Su esposa no sabe nada. En cambio me he apoderado de la muchacha que lo sabe —y acarició a Claire.
—¿Yo? ¿Qué le hace pensar eso? ¿Cree usted que le diría algo?
—¿Entonces lo sabe? —Garner rió.
Ella siguió conduciendo. El sol se había puesto. La media luna derramaba una luz lívida sobre el paisaje espectral. Los dos hombres al lado de Claire estaban muy silenciosos.
—Bien —exclamó ella de pronto—. Quizá lo sepa.
Garner no se sorprendió. Soy mucho más listo que tú, querida, pensó. Soy mucho más listo que todos.
—¿Por qué no me lo dijo antes?
—Porque en realidad no sabía a qué se refería Johnny hasta que usted ha mencionado algo… —Garner podía percibir el miedo de ella—. Johnny no dijo que se trataba de dinero. Dijo que si algo le sucedía a él, yo debería ir a cierto lugar…
Hablaba de prisa. Garner pensó que mentía. Por supuesto que podía no ser así. Si Talbot se lo había dicho a alguien era más lógico que fuera a la muchacha con quien se había estado acostando.
—Dígame dónde es —dijo Garner. Presionó el cañón de la 32 sobre la oreja derecha de ella—. Dígamelo o le volaré esa hermosa cabeza.
—Entonces jamás lo encontraría—respondió ella.
Garner estudió el delicado perfil en la semioscuridad y se preguntó cuántos millones de años habría tardado Dios en producir esa belleza. ¿Por qué lo había dotado a él de tanto amor por la belleza y de tal fealdad personal que la colocaba más allá de su alcance? Qué maravilloso sería hacer estallar la carne de todas las mujeres hermosas que le habían rechazado y de todos los hombres bien parecidos que se habían reído de él.
Bajó el arma.
—No creo que usted sepa dónde está.
—Podría conducirle al lugar, directamente, desde aquí mismo.
—¿Queda muy lejos?
—Quedará a un día, creo. Tendría que estar allí para saber dónde era, exactamente. Fue un lugar donde nos detuvimos. No podría indicarle dónde es, tengo que llevarle personalmente.
Garner se compadeció de ella. Era un buen intento, pero sólo estaba ganando tiempo. No podía culparla. En su lugar habría hecho lo mismo.
—¡Deténgase! —conminó.
Ella se paralizó:
—¿Para qué?
—No necesitamos a estos dos. Tampoco necesitamos a mis compañeros. Nos libraremos del exceso de equipaje. De vuelta por aquí y entre en ese claro, entre los arbustos que hay allá.
El sendero de tierra estaba atravesado por surcos y pedazos de rocas que hacían sacudir el coche con violencia. Después de un cuarto de milla la huella daba vuelta bajo un elevado eucalipto.
—¡Deténgase aquí!
Claire detuvo el coche. La polvareda que levantaron los envolvió y luego siguió de largo. Garner se quedó sentado pensando. Había un problema, los dos hombres sabían que iban a morir. Si alguno viera la oportunidad de huir, no se quedaría porque al otro lo fueran a matar. Podía dispararles a ambos en el coche, pero el segundo hombre saltaría sobre él en el instante en que se hiciera el primer disparo. Sostendría el 45 en una mano y la 32 en la otra y haría fuego con ambas simultáneamente, pero eso provocaría una espantosa confusión en el automóvil. Y necesitaba el automóvil por varios días, todavía. Y esta vez no tendría a Green ni a Brown para liberarse de los cuerpos, como había ocurrido cuando lo del mexicano. Sus ojos se desviaron hacia la muchacha. Era fragante, la deseaba, y la tendría. Le enseñaría el placer de arrojarlo todo por la borda, principios, reglas, todo…
—Déme las llaves —dijo Garner—. Deje encendidos los faros.
Ella se las dio y él las guardó en el bolsillo. Entonces abrió la puerta posterior y descendió. Tenía las dos armas apuntando al automóvil.
—Vayan saliendo de a uno. Todos por este lado. Bien, detective… usted primero…
Observó al hombre mientras salía y pensó: Está pendiente de mis ojos, saltará sobre mí en el instante en que yo desvié la mirada.
—Dése la vuelta y ponga sus manos contra el capot y eche los pies hacia atrás. Así está bien. Ahora el marido fiel. Hágalo despacio. Al lado del grandote; eso es. Le toca el turno a la damita. Muy bien. Ahora caminen hacia la parte de adelante del coche. Quédese ahí, Claire. Ustedes avancen un poco. Un solo movimiento y disparo. Así está bien. Deténganse.
Garner se colocó entre los faros.
—Muy bien. Ahora dense vuelta.
Los faros los encandilaron. Garner estaba seguro de que no podían verlo contra el resplandor.
—Miss English. Póngase de espaldas a mí.
—¿Qué? —preguntó ella como si tuviera la lengua pegada al paladar.
—Tengo un trabajo para usted. Dése la vuelta.
Ella se dio la vuelta y tambaleó, con sus tacones apresados en el suelo rocoso.
—Sé que usted no sabe dónde está el dinero, pero pienso que usted sabe más que aquella muchacha, Tollman, que está en poder de mis compañeros. De todas maneras vamos a ir de caza, solos usted y yo.
—¿De caza? —tartamudeó Claire.
—De caza. ¿O prefiere morir?
—¡No…!
Garner caminó hasta colocarse detrás de ella.
—Aquí.
—¿Qué…?
—La 32. Estire la mano.
Como en un sueño Claire estiró la mano, derecha. Sintió el metal caliente de la 32 contra la palma de su mano. Instintivamente la empuñó.
—No, no se dé la vuelta. —La voz de Garner parecía venir desde las lejanas montañas. Absurdamente, Claire pensó en Dios—. Ahora escúcheme bien. Va a ser sometida a una prueba, Claire. La que podría llamarse una prueba de vida o muerte. ¿Está escuchándome?
—Sí… estoy escuchando.
—La 32 está cargada y tiene quitado el seguro. Lo que necesito que haga es disparar a matar contra esos hombres.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Claire.
—Y nos pondremos en marcha.
Claire se tambaleó:
—¡No…! —dijo débilmente.
—Solo la primera vez resulta difícil. —Sintió la mano de él sobre la suya, forzándola a una posición de nivel conveniente. Sintió que el sudor de su espina dorsal comenzaba a extenderse. La mano de Garner se separó y la de ella bajó—. Todavía no lo entiende, ¿verdad? —continuó Garner con paciencia—. De cualquier manera son hombres muertos… los mataré yo si usted no lo hace. Lo único que importa es usted, Claire. ¿Ahora, comprende?
—No…
—Si usted no les dispara, les dispararé yo, y a usted también. De manera que elija. Comenzaré a contar. Si uno de ellos no está muerto, cuando cuente cinco, le dispararé a usted este cuarenta y cinco en la espalda. Uno… Dos…
Para su horror, Claire vio la 32 levantarse en su mano. Se detuvo apuntando a Ed Tollman.
—No —dijo Garner detrás de ella— el detective primero. Él es peligroso. Tres… —un círculo de metal caliente presionó en la nuca de Claire—. Es mejor que se decida ligero, querida. Cuatro…