Después de aquello, nadie pudo divertirse —dijo Claire—. Yo estaba como sonámbula. Cancelamos las visitas a Guanajato y a Dolores Hidalgo, y volvimos a los Estados Unidos.
Estaban comiendo en un restaurante de la carretera. Barney y Ed habían decidido evitar alimentos grasos… ambos tenían problemas… y Barney estaba tomando sopa de crema de espárragos con leche mientras Ed comía un plato de ostras y galletitas. Sin embargo, Claire parecía disfrutar ampliamente de un churrasco con patatas fritas; como si, habiendo arrojado su destino en el regazo, de Barney, hubiese arrojado también todas sus preocupaciones. El pensamiento lo deprimió un poco. Ed y Claire eran como dos huérfanos abandonados en el umbral de su puerta.
—¿Está segura de que mencionó el nombre de una mujer? —preguntó Barney—. ¿Mona…?
—Tenía la voz débil, pero yo lo oí.
—Mona significa, la hembra del mono en español. «La mona, aunque se vista de seda, mona se queda»[2].
—¿Qué quiere decir eso?
—Que la mona, aunque se vista de seda, siempre seguirá siendo una mona —Barney sonrió—. Johnny no puede haber tenido muy buen gusto… no lo tome como cosa personal… —agregó con rapidez—. Me refiero en lo que concierne a esa Mona.
El delicado rostro de Claire se ruborizó y Barney decidió que le gustaba eso. Ese canalla de Talbot había sido un individuo afortunado hasta que lo atropelló el autobús. ¡Vivan los chóferes mexicanos!
—De todas maneras —dijo Claire— Johnny apenas podía decir «hola» en español. De manera que no ha podido significar eso que dice usted.
Barney se encogió de hombros.
—Probablemente nunca lo sabremos. El director de la excursión se encargó del entierro de Talbot, ¿verdad?
Claire asintió.
—Pero yo pedí sus cosas y me las dieron.
—¿Y qué eran?
—Nada extraordinario. El reloj, la billetera… —se detuvo—. Había algo extraño. No tenía fotografías, ni instantáneas, ni ninguna de esas pequeñas notas o tarjetas profesionales que se acostumbra a guardar. Su billetera estaba casi vacía.
—¿Dinero?
—Muy poco. Menos de cien dólares mexicanos.
—¿Y la maleta?
—No se encontró. El hombre que le llevó desde Tula hasta San Juan del Río dijo que había llegado al taxi con las manos vacías.
—Pero… la tenía en Tula.
—No podría asegurárselo, ¿comprende? Estaba algo distraída por mi propia situación. —Apartó su plato con un gesto de disgusto—. Jadeaba como un puma. No podía considerar la estúpida muerte de Johnny sino en términos personales. Pienso que no estoy psicológicamente preparada para el amor.
Pero en cambio, querida, pensó Barney mientras la observaba cómo se llevaba la servilleta a sus labios, desde luego que estás hecha para el amor.
Ahora conducía Ed, Barney meditaba sobre la historia de Claire. Se abría en tantas direcciones que no sabía cuál elegir.
—Talbot habló de obtener mucho dinero —le dijo Barney a Claire—. ¿Tuvo usted la impresión de que realmente tenía algo grande entre manos? .
Ella negó con la cabeza.
—No tuve ninguna clase de impresión; Siempre estaba bromeando. Pensé que también era una broma.
—¿Y sus ausencias?
—Bien, me llevó a un restaurante de mariscos después de su desaparición en Cuernavaca. Y me trajo esa estatuilla de Tula. Presumo que me dijo la verdad, que lo único que quería era estar solo por un rato tal cómo afirmaba. Siempre me decía lo que había hecho cuando se iba… observar la gente, merodear por los mercados, tomar un par de copas y cosas así. He tratado de creerle… hasta después de muerto.
—¿Qué quiere decir con eso?
—Cuando volvimos a Estados Unidos, fui a su casa de Los Angeles para informar a sus parientes… el director de la excursión no lo había conseguido, ya lo sabe. Supongo que yo quería desentrañar el misterio de Johnny Talbot y luego tratar de olvidarlo. Pero la dirección era falsa y nadie en la vecindad sabía hada acerca de él. Desde luego, no tenía fotografías para mostrarles. No encontré pruebas de que jamás hubiera existido.
—¿Tampoco encontró a una muchacha llamada Mona?
—No la busqué.
—¿No recurrió a ningún archivo policial para obtener una fotografía de Talbot?
—No.
Barney movió negativamente la cabeza.
—Sin embargo tenía razones para pensar que él había cumplido una condena. Era obvio que su cara y sus huellas dactilares estarían archivadas en alguna parte.
—No me regañe. No soy detective.
—Usted quería creer que era Mr. Virtuoso.
Ella tuvo un gesto de dureza.
—Supongamos que así fuera. —Luego Claire rió—. Me parece que usted está celoso.
—¿De un hombre muerto? —se burló Barney—. No soy de ésos, querida. A Talbot puedo olvidarlo con facilidad, pero creo que es la clave de todo lo que nos tiene en danza. Fue a México para llevar a cabo algo sospechoso. Utilizando el grupo de la excursión como pantalla.
Ella pareció sorprendida.
—¿Realmente, piensa eso?
Barney se limitó a mirarla.
—¿Y… utilizándome a mí…?
—Tal vez. Pero usted debe haberle impresionado mucho, porque le dijo más de lo debido —Barney se tiró de la nariz—. He tratado, de obtener alguna pista de él en Los Angeles, pero hay huecos en los que ni usted, ni ese director gordo de la excursión metieron las narices. Podríamos repasar la galería de los malhechores.
—Entonces, ¿por qué no lo hacemos?
—Por falta de tiempo. Aun cuando identificáramos a Johnny, tendríamos que averiguar con quién trabaja. Hasta con mucha suerte, nos llevaría algunos días. Entretanto, ellos tienen a Mrs. Tollman.
Ed se volvió en el asiento del conductor diciendo:
—Claire, ¿le dijo Liz por qué había ido Talbot a su habitación aquella noche?
—Johnny le pidió que me dijera que no había nada entre ellos. Liz le respondió que eso sería inútil, porque si yo no había creído a Johnny, menos la creería a ella. La única forma en que dos personas pueden convivir, según Liz, es confiar uno en otro,
—Liz es una mujer sensata, —exclamó Ed con suavidad.
Su evidente devoción fue demasiado para Claire. A pesar de sí misma, sé encontró diciendo:
—Liz no estaba enamorada de él, de manera que le resultaba fácil hablar. —Luego se sintió avergonzada—. Lo siento, Ed. No debí decir eso.
—No se preocupe —exclamó Ed—. Lo comprendo. Usted ha sufrido mucho últimamente.
—¿Le dijo Liz alguna otra cosa? —preguntó Barney.
—Me contó que había venido a mi habitación pero que no había podido despertarme… yo había tomado aquellas píldoras para dormir. Le dijo a Johnny que me vería por la mañana y me daría su mensaje, luego se volvió a la cama.
—¡Ahí está el asunto…!, exclamó Barney.
—¿Qué asunto? —preguntó Ed.
—¡La razón de que secuestraran a Liz! Johnny estaba trabajando en algo gordo, algo que le reportaría unos cien mil dólares. Imagínense una explosión en cuatro direcciones, de cerca de medio millón de dólares. Pero el botín… joyas, dinero, fórmula secreta, o lo que fuera… estaba perdido, robado u oculto, y la muerte de Johnny hizo saltar todo el asunto. Sus cómplices se enteraron de alguna forma de que Liz había sido la última persona con quien él había hablado, de manera que imaginaron que sabía dónde estaba el botín.
—¡Pero ella no lo sabe! —exclamó Ed.
—Mientras ellos crean que lo sabe, está a salvo. Deténgase en aquella estación de servicio; voy a ver si mis muchachos han averiguado algo.
Desdé la cabina telefónica exterior, Barney llamó a los dos hombres que había contratado para vigilar las amistades de Liz y las relaciones en su ciudad natal. No habían encontrado nada que indicara que Liz se hubiera puesto en contacto con nadie. Barney les dijo que abandonaran el caso y le mandaran las cuentas. Llamó a la policía de Chicago y sacó otro cuaderno de notas. La lista de personas perdidas había aumentado mucho durante su ausencia; el nombre de Liz había sido incluido en el registro de los «no urgentes». Barney también telegrafió a la policía de Los Angeles, solicitando información de cualquiera que usara el nombre real o ficticio, de John Torrance Talbot. Les pidió que enviaran una telefoto de cualquier persona sospechosa, con la esperanza de evitar pérdida de tiempo en un viaje a la Costa Occidental.
Volvió al coche pensativo. Las ruedas burocráticas giraban despacio y no veía manera de avivar el fuego de la policía sin poner en peligro la vida de Liz. Le pidió a Ed que les llevara al apartamento de Tollman, sin esperar encontrar nada.
Pero cuando Ed abrió la puerta del apartamento, Barney percibió el aire ligeramente viciado y entró; Ed apretó el brazo con nerviosismo.
—Alguien ha estado aquí —dijo en un susurro.
—¿Cómo lo sabe?
Ed indicó un interruptor en la pared.
—Eso pone en movimiento el abridor automático de la puerta, de manera que funcione cuando se pisa la rejilla. Siempre lo desconecto cuando salgo del apartamento. Ahora está conectado.
—¡Salgamos! —espetó Barney—. Cierre la puerta con suavidad.
Se encontraron con Claire en el vestíbulo.
—¿Quién más tiene una llave del apartamento?
—Liz y la encargada.
—Vaya y averigüe si es ella la que ha entrado.
Mientras Ed subía las escaleras, Barney examinó la calle y los callejones inmediatos. No encontrando nada sospechoso, volvió para encontrarse con Ed que esperaba en la puerta del apartamento.
—No ha sido la encargada. Tampoco ha visto entrar a nadie. Pero como puede ver, la entrada está oculta del resto del edificio. No podría ver a nadie, a no ser que estuviera en el vestíbulo.
—¿Hay alguna entrada posterior?
—Por el cuarto de calderas.
—Quédese aquí. Claire, entregue su arma a Ed.
Ella llevó la mano al bolso, luego se detuvo:
—Yo sé usar un arma.
—Désela a él; él la utilizará sin titubeos. Usted vuelva al coche; si alguien sale, vigile adónde va. No trate de detenerlo, ¿entiende?
En silencio Claire tendió a Ed Tollman la 32 y salió. Barney dio la vuelta al edificio, cruzó un fondo donde se arrojaban los desperdicios y bajó los escalones del sótano. Pasó por un depósito de carbón y una caldera.
Utilizó la hoja de su cortaplumas en la cerradura de Tollman y con suavidad abrió la puerta trasera, con el revólver listo.
La cocina parecía estar como la habían dejado; las tazas de café estaban aún sobre la mesa. Rápidamente revisó el resto del apartamento. Al no encontrar nada, abrió la puerta de la entrada y se encontró con el cañón de una pistola.
—Apártela, Ed. No hay nadie aquí.
Ed bajó la 32 de Claire y se la guardó en el bolsillo.
—¿Piensa usted que fueron ellos?
—No lo puedo afirmar, ¿y usted? Eche un vistazo.
Ed registró el cuarto, colérico. De pronto se encaminó hacia su tablero de dibujo y revisó sus papeles.
—No cabe duda que alguien ha estado por aquí. Guardé estos diseños en orden: primero el proyecto general y luego los diagramas de detalle, uno, dos y tres. Ahora están mezclados.
—¿Le falta algo?
—No. Aquí no falta nada.
Mientras Ed continuaba buscando, Barney estudió el interruptor para abrir la puerta. Se encontraba por lo menos a dos pies de distancia de la puerta, en forma tal que no podía haber sido desconectado accidentalmente por alguien que hubiera entrado. Además se trataba de una palanca imposible de desplazar por rozamiento. ¿Podría alguien haberla confundido con un interruptor de luz? Seguramente no, puesto que el interruptor de la luz estaba colocado en forma muy visible al lado del marco de la puerta.
—Creo —le dijo a Ed— que su esposa ha estado aquí.
Ed se enderezó de un Salto.
—¡Qué…! ¿Por. qué?
—El abridor de la puerta ha sido dejado así deliberadamente. Ella quiso que usted supiera que había estado aquí.
El rostro de Ed adquirió un color ceniza.
—¡Si me hubiera quedado…!
—Por suerte no lo hizo, Ed. ¿Por qué no le dejó una nota?
—¿Estarían con ella…?
—Por supuesto, y si hubiera estado usted aquí, lo hubieran matado, o lo hubieran torturado para hacerla hablar. ¿No falta nada?
—Hasta ahora, no. —Ed se inclinó sobre la mesa de trabajo de Liz—. Jamás ponía las cosas en orden…
Barney se detuvo para observar con atención el tablero de ajedrez.
—Vea esto, Ed.
Ed se acercó y estudió el tablero.
—Esa jugada no pudo hacerse.
—Exactamente. Aquí es donde estaba la reina blanca cuando nos fuimos —Barney señaló una de las casillas del tablero, sin polvo—. Ahora está amenazada por una torre. No puede moverse sin dejar al rey en jaque. Usted sabe cómo trabaja la mente de Liz; ¿qué significado tiene esto?
—Me dice que está prisionera, —dijo Ed, reflexionando un minuto—. Acostumbraba a dejarme mensajes en acrósticos. Yo represento el rey, creo. Ella no puede moverse sin ponerme en peligro. —Se volvió hacia Barney—. Deben haberle mentido. Liz cree que ellos me retienen en alguna parte; por esa razón coopera.
—Sin embargo, no está completamente convencida —dijo Barney—. De otro modo no le hubiera dejado ese mensaje a usted. Más tarde pudo haber encontrado una oportunidad para conectar el interruptor y ha mezclado sus papeles tratando de cubrir todas las posibilidades. Siga buscando, Ed. Tuvieron alguna razón para traerla aquí.
De pronto recordó a Claire en el automóvil. Salió y se acercó a ella; Ed se les reunió en la puerta.
—Faltan los documentos de Liz.
—¿Qué documentos?
—Certificado de nacimiento, certificado sanitario internacional y el registro de la vacuna del perro.
—Esas son las cosas que ella necesitaría para salir del país —comentó Barney.
—¡México! —exclamó Claire.
—Llamaré al FBI —dijo Ed dirigiéndose al teléfono.
—Espere —exclamó Barney—. Vamos a pensarlo. Prepare café.
—¿Pensarlo? ¡En nombre de Dios, Barney… se la llevan a México! Allá no podemos actuar. Ahora es un caso internacional.
—Por eso debemos pensarlo. Vaya a preparar café.
Con violencia Ed llenó el filtro y lo colocó en la cafetera.
—Usted está en lo cierto con respecto a una cosa, Ed, —comentó Barney—. No podemos esperar ayuda de las autoridades de México. Tendremos que ir como turistas comunes, como van ellos. Si hay tiros, será una guerra privada.
—Entonces ¿por qué no apelamos al FBI? Tenemos pruebas suficientes para denunciar un secuestro.
—Tendrán que verificar nuestras declaraciones antes de entrar en la investigación. Eso llevaría dos, tres días. Por supuesto que podrían cerrar las fronteras inmediatamente.
—¿Y entonces?
—Pero ¿y si esos criminales se ven en un aprieto en la frontera…? Póngase en su lugar, Ed. Ya han cometido asesinatos en cuatro estados.
—Tendrían que abrirse paso a tiros… escudándose en Liz…
Barney asintió.
—Muy bien —decidió Ed—. Lo haremos a su manera.
—Mientras Barney se bebía el café sugirió que lo primero que había que hacer era organizar una investigación en la frontera, en Laredo.
—¿Por qué en Laredo? —preguntó Claire—. Hay un par de docenas de cruces de caminos.
—No podemos vigilarlos a todos. Es razonable pensar que han seguido la misma ruta que tomó la excursión. Por la misma razón tenemos que presumir que están viajando en automóvil.
—Es una suposición que no entiendo muy bien —arguyó Ed.
—Tienen a Liz y al perro. En un automóvil los tienen bajo su control, en un avión, Liz podría armar un alboroto.
Ed asintió gruñendo:
—De acuerdo, ¿y qué haremos?
—Utilizaré su teléfono. —Barney llamó a la agencia de detectives más importante de la ciudad. Cuando una mujer respondió, dijo—. ¿Maureen? Mire en su guía de investigadores privados a ver si conoce a alguien en Laredo, Texas… ¿No tienen a nadie registrado allí? Bien, entonces vea en San Antonio… ¿Amado Díaz? ¿Quiere darme su número…? Gracias.
Barney colgó y volvió a marcar. Le respondió una voz con un fluido acento mexicano-americano.
—Agencia Díaz. Habla Amado Díaz.
—¿De cuántos hombres dispone? —preguntó Barney.
—Soy yo solamente. Mi esposa me ayuda.
—¿Querría encargarse de un trabajo para mí?
—Antes me gustaría hacerle unas preguntas…
—Pregunte todo lo que quiera. El asunto es así. Es posible que una mujer con un perrito pretenda entrar en México, por Laredo.
Hoy o mañana. —Brevemente Barney describió a Liz Tollman y a Bogus—. Estará con varios hombres, probablemente, en un Buick negro último, modelo. No estoy seguro acerca del coche.
—¿Cuántos hombres?
—Por lo menos dos. Podrían ser tres o cuatro.
—¿Descripciones?
—No tengo información que darle sobre los hombres. Lo importante es la mujer.
—¿Por qué?
—El marido la está buscando.
—Comprendo. Iré en seguida a Laredo. ¿Qué debo hacer si la veo?
—Nada.
—¿Nada?
—Es importante que ellos no sepan que los vigilan —dijo Barney—. No deje que sospechen siquiera que usted está interesado en ellos. ¿Puede hacerlo?
—Trataré.
Si no puede, olvídelo.
—Bien, sí. Puedo hacerlo, se lo aseguro. Tendré que cruzar el río y dar unas vueltas por el lado mexicano. No seré advertido. ¿Dónde debo encontrarme con usted?
Barney debió estudiar los horarios de aviones antes de llamarlo, pero… ya no tenía remedio.
—Hay una estación de autobuses en Laredo, ¿verdad?
—Al subir la colina, desde el puente.
—Estaré allí mañana a las ocho. Si no aparecemos, búsquenos nuevamente a las diez, y a mediodía.
—Muy bien. Acerca de los honorarios…
—Lo que usted considere que vale. Soy Barney Burgess, de Chicago. Verifíquelo con la policía de Chicago, si lo prefiere. Cargue la llamada en la cuenta.
—No será necesario, Mr. Burgess. Hasta la vista.
Barney condujo hasta el aeropuerto de Midway, dejó su coche en el aparcamiento y se informó de que el avión para San Antonio saldría dentro de cuatro horas. Barney y Ed se quedaron dormitando en la sala de espera hasta que Claire les despertó diciendo que estaban anunciando el vuelo. Barney volvió a dormirse en el momento en que se ajustó el cinturón en su asiento; no despertó hasta que Claire comenzó a sacudirlo.
—Estamos llegando. Usted es el compañero de viaje más aburrido que jamás he tenido.
—Y usted la más deliciosa —respondió Barney, estropeando la galantería con un bostezo como para desencajar la mandíbula.
Alquilaron un, automóvil y se dirigieron a través de una cálida llovizna hasta Laredo. A las 7.30 de la mañana estaban tomando café en un reservado del restaurante de la estación de autobuses. La sala demasiado caldeada adormeció a Barney otra vez; cabeceó varias veces antes de que un susurro lo despertara de golpe.
—¿Barney Burgess?
La voz provenía del reservado inmediato. Barney miró por encima de la división, viendo a un hombre joven delgado de tez olivácea, vistiendo uniforme kaki. Llevaba una gorra roja.
—¿Amado Díaz?
—Soy Díaz, sí.
—No le he visto llegar.
—Nadie ve a un hombre en uniforme; los maleteros usan esto al otro lado del río. —La cara de Díaz se ensombreció—. Pero ha sido una pérdida de tiempo y esfuerzo.
—¿Por qué?
—Esa mujer cruzó por aquí ayer a las diez de la mañana, cinco horas antes de que usted me llamara.
Barney silbó.
—Están volando bajo. Venga aquí y dígame todo lo que sepa.
El joven, entró en el reservado, se sentó al lado de Ed y sacó algunas anotaciones del bolsillo.
—Logré algunas descripciones de los hombres, tomadas de las copias de sus tarjetas de turistas. Había tres: Green, Brown y Garner, Con ellos estaban la mujer y el perro.
Barney leyó las anotaciones cuidadosamente escritas:
—Jamás ha visto tres hombres más claramente falsos —dijo Barney—. ¿No lo husmearon las autoridades?
—Tenían las narices tapadas por los billetes de veinte dólares que les dio cada uno de los hombres.
—¿Veinte dólares? Podían haberles sacado a nuestros hombres diez veces más.
Díaz levantó sus delicadas cejas.
—¿Sólo por ayudar a una mujer a huir de su marido?
Barney consideró que ahora Díaz no podía hacer nada que alarmara a los secuestradores. Además tenía otro trabajo que encargarle. Así que, brevemente, esbozó la historia del secuestro y los asesinatos. Amado Díaz quedó pensativo.
—Esto duplica la cuantía de mis honorarios, Mr. Burgess. Es un asunto peligroso.
—No haga la cuenta todavía. Tengo otro trabajo para usted.
Barney estudió las anotaciones de Díaz. El coche tenía un permiso de importación temporal a nombre de Philip Brown. Era un Buick negro, modelo 1964, con matrícula de California.
—Quiero que investigue ese coche. Puede haber sido robado. En caso contrario infórmese bien acerca del propietario. Y averigüe todo lo que pueda sobre Green, Brown y Garner con la policía de California. Añada otro nombre a la lista: John Torrance Talbot, altura 6 pies y 3 pulgadas, peso 180 libras, más o menos, pelo negro y… —se volvió a Claire— ¿qué color de ojos?
—Azules —respondió Claire— pero con un matiz de gris, como bruma de humo.
Barney la miró por un momento. Luego se volvió a Díaz:
—Ese es un alias también, pero la policía puede tener un cargo contra él. Averigüe qué vínculos unen a los cuatro. Puede haber una muchacha implicada, llamada Mona. Si usted sabe de alguien conectado con ellos aquí en Estados Unidos, no lo pierda de vista. Me pondré en contacto con usted en su oficina.
El joven asintió.
Barney le indicó a Ed que extendiera un cheque por 500 dólares para cubrir los gastos. Díaz lo cogió y miró a Barney.
—¿Usted planea entrar en México, detrás de ellos?
—Sí.
—Entonces necesitará un permiso especial para su revólver. Yo podría tratar de acelerarle el trámite.
Barney pensó: «Cuando vea al miserable de mi sastre le diré todo lo que pienso. El traje no me ha abierto ninguna puerta».
Díaz le escoltó a través del fárrago burocrático de los permisos para portar armas, lubricando el camino con algunas cuñas. Al enterarse de que Claire tenía un arma, Díaz sugirió que Barney también la llevara. Seguramente se extrañarían, pero Díaz le aseguró que iba a ser más fácil que obtener un permiso para que una mujer portara armas en México.
—Los mexicanos no consideran elegante que una mujer se proteja a sí misma —dijo Díaz sonriendo—. ¿Y quién soy yo para decir que están equivocados?
A las once ya estaban rodando a toda velocidad por la desértica llanura llena de mosquitos al sur de Nueva Laredo. La ruta era nueva y Barney mantenía el velocímetro alrededor de las 90 millas por hora. El cielo se había aclarado, excepto una bruma baja que atrapaba y retenía el calor del mediodía como un sudario.
—Hasta ahora —dijo Barney a Claire— están siguiendo la misma ruta que tomó el grupo. Debemos suponer que se mantendrán en ella.
—¿Por qué?
—Creo que están buscando algo. Han decidido que ninguno de su grupo lo tiene así es que han regresado a verificar la teoría de que Johnny lo ocultó en alguna parte a lo largo del camino. De cualquier manera, ésta es nuestra hipótesis de trabajo. Claire, necesito que usted piense retrospectivamente y señale todos los lugares donde se detuvieron, cada uno de los atajos que tomaron.
—Muy bien.
El tono de Claire era sombrío y Barney la miró. El labio superior le sudaba; el calor era sofocante dentro del coche. Después de dejar Nueva Laredo, Claire había cambiado su blusa por una especie de corpiño que dejaba su bronceado diafragma al desnudo.
—¿Por qué está tan triste?
—Es este recorrido por el «Sendero del Recuerdo» —musitó Claire—. Es doloroso.
Barney frunció el ceño; la sombra de Johnny Torrance Talbot estaba comenzando a molestarle. Sacó un mapa de México de la guantera y lo arrojó al regazo de Claire.
—Mientras se lamenta por la muerte de su amado, podría ser útil. Marque la ruta que siguieron en el mapa. Ponga una X en todos los lugares en que se detuvo la excursión.
Claire lo miró asombrada. Luego extendió el mapa sobre su regazo, hurgó en su bolso, sacó un bolígrafo y comenzó a marcarlo. De vez en cuando echaba una mirada furtiva al árido paisaje, miraba el velocímetro un poco nerviosa, y volvía al mapa.
Ed se impacientaba en el asiento de atrás.
—Comienzo a sentirme como un tercer pie, Barney. No sirvo para nada. ¿No hay algo que pueda hacer?
—Duerma mientras pueda —respondió Barney—. Tendrá que reemplazarme en el volante. No nos detendremos en ninguna parte.
El día se hacía más sofocante a medida que el sol subía. Barney oyó un largo suspiro a su lado y miró para ver a, Claire desabrochándose la falda y quitándosela por las caderas.
—Espero que no le importe, Barney.
—¿Quiere que los arroje fuera del camino?
—No tiene por qué mirar.
Llevaba unos shorts a cuadros debajo de la falda.
—Podría habérmelo dicho —comentó Barney.
—¿Para echar a perder su momento lujurioso?
Barney rió y volvió los ojos a la carretera. Era una chica estupenda, aceptaba las bromas, y era una verdadera mujer. De pronto deseó que no hubiera secuestradores, ni Liz, ni un marido molesto roncando a intervalos detrás de ellos. Lo que los dejaría a él y a Claire, solos en el coche, como en una luna de miel. ¡Mi Dios, pensó, me estoy volviendo sentimental con esta mujer!
—Aquí —dijo Claire cuando se acercaban a un villorrio de adobe—. Esta fue nuestra primera parada.
Barney se detuvo frente a un edificio largo que anunciaba cerveza, gaseosas y souvenirs. Todos los letreros estaban escritos en inglés. Dejando a Ed dormido en el coche, entraron con Claire al lugar. Uno de los lados estaba lleno de anaqueles y cajas colmadas de artesanías mexicanas. Al otro lado brillaba una barra de cromo plateado.
—¿Qué hicieron aquí? —preguntó Barney a Claire.
—Caminar, mirar las chucherías. Algunos tomaron cerveza, los otros tomamos refrescos.
—¿Qué hizo Talbot?
—No lo sé. Todavía no me había fijado en él —se sonrojó— en verdad, no podría decir lo que hizo nadie. Para mí, no eran individuos aún, solo un grupo.
Barney caminó hacia el cantinero de chaqueta blanca.
—«¿No ha visto a tres hombres y una mujer con un perrito?»[3].
El cantinero repitió las palabras de Barney, esperó un momento luego preguntó:
—«¿Cuándo?».
—Ayer por mediodía.
El cantinero se alejó meneando la cabeza.
—«No me acuerdo, señor».
—No recuerda haberlos visto —explicó Barney cuando se abrían paso hacia afuera entre un torrente de pasajeros que habían bajado de un autobús Greyhound—. De cualquier manera no creo que hayan entrado todos. Probablemente uno se quedó en él coche con Liz y el perro.
Cuando ya estaban otra vez en carretera, Claire preguntó:
—Usted habla muy bien el español, ¿dónde lo aprendió?
—Un curso acelerado de seis semanas en la Escuela de Lenguas del Ejército hizo ese milagro. Si uno dice una sola palabra en inglés, le lavan la boca con jabón del ejército.
—¿Y luego, qué?
—Que uno comienza a escupir.
—Me refiero, qué sucedió luego del colegio.
—Me tiñeron el pelo de oscuro, oscurecieron mi cara, y me enviaron a Alemania Oriental.
—¿Alemania, después de aprender el español?
—Los caminos que utilizan los militares están más allá de toda comprensión. Yo simulaba ser un revolucionario cubano.
—¿De veras? .
—Cuando en realidad era un agente ruso que se había infiltrado en el ejército a fin de robar una fórmula secreta para el jabón del Ejército.
—¡Barney Burgess, es usted un charlatán!
Barney se alegró de oírla reír. Johnny Talbot parecía muy lejano.
En Monterrey, le dijo que no necesitaba señalar todos los lugares de la ciudad que habían visitado, salvo que pudiera describir con exactitud los movimientos de Talbot. Puesto que ella no pudo hacerlo, fueron al hotel donde se había alojado la excursión y efectuaron una rápida escapada hasta Horsetail Falls. Pasaron frente a una cervecería y una fábrica de artesanías visitadas por el grupo. Mientras Barney conducía por una larga pendiente hacia Saltillo en el borde de la planicie central, se sintió absurdamente optimista,
—Deberíamos estar acercándonos a ellos —dijo, entrecerrando los ojos por el infernal resplandor del mediodía—. Nosotros buscamos un Buick negro con tres hombres, una mujer y un perro. Si no estoy totalmente equivocado, ellos buscan algo mucho más pequeño.
—Pequeño, ¿como qué?
—Más pequeño que una maleta. Johnny debe haberlo llevado consigo.
Claire se mordió el labio.
—Eso me recuerda algo.
—¿Qué? —Barney se enderezó.
Ella miraba por la ventanilla.
—Nos detuvimos en alguna parte por aquí. Recuerdo haber visto esa colina con la columna arriba. —Señaló un ruinoso muro de adobe a cincuenta yardas de la carretera—. ¡Allí!
Barney apretó los frenos y se arrimó a la cuneta.
—Johnny quiso que nos detuviéramos —continuó Claire— dijo que era una emergencia, y por supuesto todos pensaron… ya se imagina. Se bajó del coche y se dirigió hacia el muro. Luego volvió corriendo, comentando que necesitaba algo de la maleta. Estaba nervioso mientras el conductor se la bajaba; nadie le miró por discreción. Todavía no nos conocíamos. Luego Johnny tomó su maleta y corrió hacia la parte de atrás del muro. Volvió como veinte minutos después, diciendo que lamentaba la demora y el viejo Maynard Barton salió con esa monserga de las diarreas aztecas…
—¿Volvió Talbot con la misma maleta que había llevado atrás del muro?
—No puedo decirlo. En realidad no me fijé. Parecía bastante lógico. Todos pensamos que tenía algún remedio en la maleta.
—Si era urgente, no hubiera venido a buscarla. ¿Y por qué había de tomar su remedio detrás del muro?
—No lo sé. No es el tipo de cosas que me planteo mentalmente.
Barney bajó del automóvil y se dirigió al muro. No había señales de que lo hubieran visitado recientemente. Un matorral de tunas crecía detrás de las ruinas, bastante grande como para ocultar un coche. Barney trató de imaginar la escena: Algún tipo de señal en el camino, quizás un trapo colgado en un cactus… Johnny iniciando su actuación… un hombre u hombres, esperando detrás de este muro, ya sea para recibir algo de él o para entregarle algo. Pero ahora no había nada más que cactus, espinos y algarrobos.
Barney volvió al coche.
Saltillo se extendía en un anfiteatro de montañas sombrías. El sol era un globo de oro que se iba ocultando. Barney se detuvo en una estación de servicio para inquirir acerca de un Buick negro, modelo 1964, pero el dependiente se encogió de hombros.
La ciudad en sí misma no ofrecía ningún indicio: aquí Johnny había ido al mercado con Rodney Aiken. Ambos estaban ahora muertos; lo que hicieron, perdido para siempre.
Compraron comestibles y luego siguieron hacia el oeste a través de la alta meseta del norte. Claire preparó unos emparedados dentro del automóvil y se los comieron sin detenerse. Ed tomó el volante cuando se puso oscuro y levantaron los cristales para protegerse del aire frío de la noche. Claire se enroscó en el asiento de atrás como un gatito, la falda cubriéndole las piernas y los brazos cruzados sobre el pecho. Barney permaneció despierto comparando el mapa de Claire con la carretera. Había dos puntos marcados: uno era un restaurante en un cruce de carreteras y el otro un caserío de adobe. Ambos estaban a oscuras y cerrados durante la noche. Ninguno podría haber ocultado un Buick negro.
Barney dobló, el mapa, se acomodó en una posición relativamente cómoda y trató de dormir. El dial luminoso de su reloj señalaba las 2 de la madrugada.
El sol estaba alto cuando despertó. El coche se había detenido. Ed apoyado en el volante fumaba, rendido por la fatiga. El asiento posterior estaba vacío.
—¿Dónde está Claire?
—La llamada de la naturaleza…
Barney miró hacia afuera, hacia los campos y a unas pocas cabañas, con el humo azul surgiendo de sus chimeneas. Un río cortaba el sendero verde a través de la meseta terrosa.
—¿Dónde estamos?
—Atravesamos Torreón hace una media hora. No había una maldita cosa que se moviera. Registré todas las calles en busca de un Buick negro estacionado, pero sin suerte.
Barney gruñó:
—Debió despertarme.
—¿Para qué?
—No hay mucho turistas que viajen por aquí. Los secuestradores son más notorios, pero también lo somos nosotros. Suponga que nos han visto y que ahora vienen detrás de nosotros.
—¡Demonio! ¡Pero ellos no nos conocen! —protestó Ed.
—Pero un automóvil, recorriendo las calles al alba, evidentemente buscando… —sacudió la cabeza—. Bien, ya no tiene remedio, pero no lo haga otra vez, Ed.
Barney encendió un cigarrillo y esperó irritado; estaba tenso y disgustado. Por fin dijo:
—Esa muchacha debe haber encontrado un salón de belleza. —Descendió del coche se desperezó y se dirigió hacia un grupo de pimenteros a un costado del río. El lecho de rocas tenía cien yardas de ancho pero la corriente seguía un canal serpeante que no tenía más de veinte pies de lado a lado. Encontró a Claire donde el río daba vuelta, bajo los árboles. Sus ropas estaban a un costado del agua. Estaba arrodillada en el agua qué apenas le llegaba a los muslos, sin mirar a nada.
—Su coche la espera, madame.
Claire dio un salto y lanzo un grito.
—Debo haber estado soñando despierta. —Entonces recordó que, estaba desnuda. Barney fue recompensado con un repentino rubor que le cubrió todo el cuerpo; Claire hizo un frenético intento de cubrirse con sus manos, volviendo la espalda.
—Parece una virgen —dijo Barney.
—¡Maldito, sea! Alcánceme la ropa.
—¿Olvida usted que es así como nos conocimos? Hemos pasado por todo eso antes, incluyendo el agua.
—Bien, ¡entonces salga de aquí!
—Mire, querida —gruñó Barney— he visto cueros crudos antes. Si quiere que me marche, me marcharé.
—¡Usted es un gruñón! —lanzó una carcajada—. Me sentía tan acalorada y sudada en el coche ayer… estoy acostumbrada a bañarme todos los días. De veras, es así…
Barney se sentó en una roca y se quitó los zapatos y los calcetines y se internó en el agua para alcanzarle la ropa. Claire permaneció de espaldas en una actitud de sumisión curiosamente atractiva.
—¿Qué le doy primero?
—¿No lo sabe?
—Conocí una muchacha cierta vez que lo primero que se ponía era el sombrero. Otra…
—No importa, deme la culotte, por favor.
Se la alcanzó por encima del hombro, dejando que sus dedos se demoraran sobre su piel fresca. Ella se la puso con facilidad y dejó que el elástico se ajustara suavemente alrededor de su cintura.
—¿Y ahora…?
—Parece que se está divirtiendo, ahora deme los shorts.
Se los tendió. Y ella se los puso, trastabilló y hubiera caído si él no la hubiera sostenido del brazo.
—¿Ahora el corpiño, verdad? .
—¡Experto…! —sonrió ella.
Deslizó los brazos por las hombreras e intentó abrocharlo en la espalda.
—Yo lo haré —se ofreció Barney.
Ella dejó caer las manos y permaneció quieta mientras Barney trataba torpemente de prenderlo. La hizo dar vuelta… ella se puso rígida.
—Barney… es demasiado pronto…
—Nunca es demasiado pronto, en cambio con frecuencia es demasiado tarde.
—Precisamente estaba pensando en Johnny y en mí en aquella laguna de la jungla. Me siento muy lastimada, Barney.
Barney la sacudió.
—Maldita sea, ¡él está muerto y tú estás viva!
—Más o menos.
—¿Quieres estar muerta?
—Algunas veces.
La sacudió de nuevo.
—No me harás creer eso. Su muerte no te impidió trabajar. No impidió que corrieras por todo el medio oeste tratando de salvar tu vida. Casi me disparaste un tiro para lograrlo. ¡Quieres vivir tanto como cualquiera!
Claire levantó su rostro hacia él suspirando. Sus ojos verdes estaban inexpresivos y vacíos.
—¿Quieres apostar?
Él la atrajo hacia sí y se inclinó hacia sus labios. Eso fue todo, un contacto de los labios. Ella no hizo nada ni para impedirlo ni para colaborar.
La apartó.
—¿Lo ves, Barney?
—No te molestaré de nuevo.
Caminó hacia la orilla, se secó con el pañuelo, se puso los zapatos y volvió hacia el coche. Esperó hasta que Claire apareciera y subiera a la parte posterior del automóvil y entonces arrancó sin mirarla.
Una hora después Barney vio un trío de buitres. Se alejaron volando cuando pasó el coche.
—Bogus —exclamó Ed.
—¿Quién?
—¡El perro de Liz!
Barney consiguió detener el coche cien pies más adelante. Retrocedió y Ed saltó del coche. La disección se había producido rápidamente en el aire seco y cálido; los buitres habían cumplido su trabajo. Ed no tocó el perro. Lo movió con el pie. Cuando volvió al coche, parecía tan muerto como el perro.
—Le han volado la mitad de la cabeza. Parece como si hubiera sido un balazo en la nuca. Como al conductor de St. Louis —hizo un gesto de desaliento—. Sigamos, Barney. No tiene objeto enterrar lo que queda.
Barney condujo en silencio. Luego de cinco minutos, Ed angustiado preguntó:
—¿Qué demonios significará esto?
No había manera de explicárselo con rodeos.
—Significa que ahora que han cruzado la frontera ya no necesitan de la buena disposición de ella. ¿Qué otra cosa podría ser? —replicó Barney.
—Sí —comentó Ed con un tono desalentado—. ¿Qué otra cosa…?
Barney comprendió que Ed había equivocado el sentido. ¿Qué otra cosa le estaban haciendo a Liz? ¡Pobre tipo…!
—Por lo menos —era Barney quien hablaba— sabemos que seguimos la pista correcta.
Media hora más tarde se detuvo en una estación de servicio de PEMEX en la aldea de Cuencamé, a mitad de camino entre Torreón y Durango. El dependiente era bajo y moreno, con un bigote cayéndole a los lados de la boca.
—¿Tres hombres?
—Sí.
—¿Una mujer?
—Sí.
—¿Buick negro? ¿Sesenta y cuatro?
—Entonces sí. Pasaron por aquí ayer.
—¿Ayer? ¿A qué hora? —Se volvió hacia Ed, que tenía dificultad para permanecer tranquilo—. Estuvieron aquí ayer. Estoy tratando de averiguar a qué hora. —Volvió a preguntarle al hombre—. ¿A qué hora pasaron?
El hombre pensó y le dijo que le parecía que alrededor de las dos de la tarde. Lo recordaba bien por la forma extraña en que habían actuado los hombres. Primero el Buick se había detenido frente a los surtidores, y dos de ellos se habían dirigido al cuarto de aseo. Cuando volvieron fue el tercero. La mujer no se bajó, trajeron una botella de Coca-Cola al coche. El empleado supuso que estaba, enferma, porque la habían arropado en una manta a pesar del tiempo caluroso. Una bufanda le cubría la cara.
La tienen atada y amordazada, pensó Barney.
Le dio al dependiente diez pesos y volvió al coche, sin decirle a Ed una palabra sobre la conclusión a que había llegado.
—Todavía la están tratando bien —comentó cuándo estuvieron de nuevo en la ruta—. Le trajeron bebida fresca.
—No morirá de sed —respondió Ed con amargura— antes de que la violen y le corten el cuello.
Barney mantenía los ojos en la carretera. El único consuelo que podía ofrecerle era que estaban acortando distancia. El otro coche sólo les llevaba dieciocho horas de ventaja.
Claire dijo que recordaba bien el viaje anterior entre Durango y Mazatlán; durante ese período, Johnny Talbot no se había alejado de su vista. Pasaron rápidamente por Durango, luego de prisa por El Salto, y ascendieron por la impresionante cima de la Sierra Madre a media tarde. Al atardecer se detuvieron en una estación de servicio en el cruce de caminos donde la ruta de montaña intercepta el camino de la costa. Al norte estaba Mazatlán, al sur San Blas.
—Trataremos de ahorrar tiempo; —le dijo Barney a Claire, que estaba cumpliendo su turno en el volante— bajaremos a preguntarle a aquel hombre si sabe hacia dónde se dirigieron.
Barney y Ed bajaron del coche y entraron. El administrador se mostró displicente. Había visto muchos Buicks negros con patentes de California; esta era, después de todo, la ruta costera principal entre California y la ciudad de México. ¿Los señores necesitaban gasolina? Si no era así, sería mejor que se apartaran de los surtidores para poder atender a otros coches.
—Insolente —murmuró Ed mientras subía al asiento de adelante al lado de Claire.
Barney gruñó y se sentó al lado de Ed. Golpeó la puerta al cerrarla y se fijo en Claire. Ella miraba hacia adelante con fijeza, como si estuviera en trance.
—¿Qué te pasa?
Una voz masculina habló desde el piso entre los asientos.
—No se vuelvan. Tengo una cuarenta y cinco apuntando al cuello de la dama.