5

No había más que un vaso en el cuarto de baño. Claire sacó una botella de whisky de su maleta y llenó el vaso. Tomó un trago, todavía temblando y se lo pasó a Ed, que estaba al lado de ella, sentado en la cama. Barney en una silla frente a los dos se acercó a Ed y tomó a su vez, sintiéndose feliz. Así era mejor. Eran tres viajeros en una caverna refugiándose de una tormenta amenazadora. Por primera vez en varios días se sintió relajado.

Una luz pálida atravesaba la ventana opaca por la suciedad; el borde exterior estaba lleno de excrementos de paloma. La habitación tenía el olor rancio de los hoteles baratos… colchones hundidos y alfombras desgastadas. El olor estaba débilmente suavizado por el perfume del jabón de baño de la muchacha. Delicioso.

Barney le pasó el vaso, observándola tomar otro largo y sediento trago. Su mirada cayó sobre los hoyos gemelos encima de la clavícula. Sus pulgares encajarían con justeza allí, podría sentir el pulso golpear bajo la piel. Los ojos bajaron por el cuerpo delgado, hasta donde la bata se habría para revelar un poco de muslo. Sería agradable volver a verla desnuda, pero esta vez sin miedo… mejor que eso, en una postura accesible. Y de pronto allí estaba ella, tendida sobre la cama… de espaldas…

—¿Por qué me mira así, Mr. Burgess?

Barney se sorprendió. Ella todavía estaba sentada sobre la cama. Dios mío, pensó, una alucinación de buena fe. Puro cansancio. Se preguntó si se le vería tan agotado como Ed Tollman.

—Tengo una intriga —le respondió—. ¿Por qué no pidió ayuda a la policía?

—¿Y por qué no lo hizo usted?

Barney asintió con un poco de admiración. Además de todo, es inteligente.

—Tenían a la esposa de Ed.

Los ojos de ella se volvieron a Ed, que estaba al lado y su color esmeralda se suavizó. Estaba sentado tieso como una momia, dormido con los ojos abiertos. Claire se volvió a Barney.

—¿Y bien? Veo que no tiene el monopolio de la lógica, Mr. Burgess.

—Por favor, llámeme Barney.

—Bien, Barney. Llegué a la misma conclusión cuando descubrí que Liz había desaparecido.

Eso también parecía razonable. Sólo que algo andaba mal. Tras un momento de reflexión Burgess supo qué era.

—Pero usted no se enteró de eso hasta que telefoneó al sheriff de Colorado. ¿O no fue usted?

—Oh, sí fui yo.

—¿Y también visitó a Ingrid Johns en Indianápolis?

—¡Sí! —Sus cejas se levantaron—. ¿Me siguió?

—Sólo. incidentalmente. Estábamos en la misma pista. Me pregunto—dijo Barney—¿cómo olfateó usted todo eso?

Claire English echó hacia atrás los hombros apoyándose en los codos.

—Comenzó cuando robaron mi estudio. Hace de esto tres semanas.

—¿Tanto tiempo? El conductor fue asesinado hace una semana solamente.

Ella asintió.

—Aparentemente volvieron por segunda vez. Por eso me oculté aquí, donde puedo vigilar el estudio; pensé que podrían volver una tercera vez, en cuyo caso iba a llamar a la policía. La sola publicidad del hecho me hubiera reportado diez mil dólares.

Barney la miró con sorpresa.

—Pero jamás hubiera vivido para leerlo en los diarios.

—Le he capturado a usted —replicó ella sonriendo.

—Porque no he querido mostrarme rudo —Barney hablaba provocativamente.

—Eso lo dice porque es hombre.

—Escuche, Claire ¡Tuve dos oportunidades para saltar sobre usted por lo menos!

—¿Sí…?

—¡Está actuando como una niña! ¿Sabe algo de armas?

—Sé cómo cargarlas, apuntar, disparar. ¿Hay algo más?

Barney terminó el whisky.

—Pues olvídelo. No sabe en lo que está metida. A estos hombres les gusta matar. Es su segunda naturaleza. Un arma es una tercera mano. No tienen que pensar antes de disparar. Usted sí porque usted es un ser humano. Es esa diferencia de fracción de segundo lo que le hubiera costado la vida.

Eso la tranquilizó, pero él sabía que no había comprendido del todo.

—Ya le he dicho que estoy muy contenta de que hayan aparecido ustedes dos, ¿no es así?

—Espero que no tenga qué aprenderlo de la peor manera —musitó Barney—. De cualquier modo, estamos perdiendo el tiempo. Siga hablando. ¿Qué le robaron la primera vez?

—Equipo fotográfico, y una colección de fotografías que saqué en México. No descubrí que faltaba hasta después; en aquel momento pensé que era un asalto corriente, algún ladrón vulgar. En realidad, lo único extraño fue que entraron durante el día. —Estaban buscándola a usted.

—Ahora lo sé. Pero yo estaba trabajando fuera de la ciudad. No descubrí el robo hasta que regresé.

—Y no llamó a la policía.

—Lo hice, con respecto al robo. Pero supongo que no armé bastante alboroto; el equipo estaba asegurado. La policía no parecía muy interesada. Un par de días después descubrí que habían robado las fotografías. Alamo Tours había ordenado algunas copias, de manera que les escribí diciendo que no podía entregárselas. También pregunté por el conductor, ya sabe, por cortesía. Cuando me respondieron, mencionaron de pasada que había desaparecido.

»En ese momento —continuó Claire— decidí ponerme en contacto con los otros miembros del grupo; tenía la impresión de que querían las fotos por algún motivo confidencial. No comencé a preocuparme hasta que supe que el viejo matrimonio Barton había muerto, probablemente asesinados. Me asusté de verdad cuando me enteré de que Liz había desaparecido. De manera que cerré el estudio, tomé esta habitación en la vereda de enfrente, y traté de reflexionar y comprender todo esto. La única respuesta que hallé era que alguien estaba matando sistemáticamente a la gente que había estado en México conmigo. Fui en mi coche a Indianápolis, ya que era el lugar más próximo y persuadí a Ingrid de que se ocultara. Luego…

—Ingrid no lo hizo —respondió Barney—. Fueron esa noche y la mataron con el gas de su propia cocina.

Claire se puso pálida como el mármol.

—¡Oh, no…! ¡Pero ella me prometió marcharse en seguida!

—Tuvo que ocuparse de su gato. Resultó ser un gato muy caro.

—¿Y Rodney Aiken? El maestro… ya sabe usted. Traté de convencerle por teléfono que estaba en peligro, pero pareció creer que yo estaba ebria.

—Murió como un creyente, Claire. Su corazón falló a consecuencia de las torturas.

El mármol tomó un color marfil antiguo. Se incorporó en la cama, apretando su bata y llorando.

—Pero, por amor de Dios, ¿qué es lo que quieren? ¿Por qué nos están matando?

—Si supiéramos, eso —dijo con suavidad Barney— podríamos haber dado un paso gigantesco. Desgraciadamente, no sabemos nada… ni quiénes son, ni qué es lo que buscan, ni qué hay detrás de todo esto. A propósito…

—¿Qué Barney?

—¡Liz todavía está viva!

Ella le miró.

Haciendo un gesto afirmativo con la cabeza Barney continuó:

—La tienen con ellos. —Se levantó de la silla penosamente, el cuerpo le pedía a gritos un poco de sueño—. Y hablando de Liz, será mejor que volvamos a Chicago para ver si hay alguna novedad.

Claire saltó de la cama aterrorizada.

—¡No me deje!

—No tenía intenciones de hacerlo —respondió Barney, y se dijo para sus adentros… «Vaya bonita, podría tener toda clase de planes acerca de ti». Y, a pesar de su agotamiento miró como un hambriento su bata—. Esperaremos en el vestíbulo mientras usted se viste.. Luego Ed y yo tenemos-que dormir algunas horas o no serviremos para nada. Puede venir con nosotros, para su protección… ¡Ed! ¿Ed?, ¡despierte, hombre!

Su presencia agregó fragancia al coche.

Llevaba un traje que hacía juego con sus ojos. El pelo dorado-rojizo estaba peinado en ondas que complementaban las increíbles curvas de su cara. Ed estaba en el asiento de atrás y ella sentada, al lado de Barney; él apenas podía mantener sus ojos en el camino. «Qué bueno» se decía… y aspiraba su perfume.

Claire se había recuperado de las sorpresas de las últimas horas; estaba casi animada. Barney sólo podía esperar que ella se diera cuenta de los peligros que correrían.

—Ahora —pidió Barney—, cuénteme sobre ese viaje a México.

—¿Me ha traído para eso?

—En parte.

—Ah, entonces tiene algún motivo más.

—Todo hombre tiene algún motivo más cuando tropieza con una hermosa mujer e imagina cosas…

Ella rió de buen humor.

—¡Hermosa! Un libertino que conozco me compara con ese anuncio de la TV donde la muchacha se vuelve de piedra porque él está usando un tónico inadecuado para el pelo. ¿No está usted exagerando un poco, Mr. Burgess?

—Por favor, dígame Barney.

—¿Eh, Barney?

—No lo creo. No lo olvide, niña, que estoy en condiciones de saberlo. Aquello que vi sonrojarse, no era mármol.

El rubor subió hasta su cuello, pero Claire no parecía enfadada. Miró por la ventanilla del coche.

—Supongo que jamás me permitirá olvidar eso.

—¿Por qué había de hacerlo? No es frecuente que un hombre tenga un comienzo así.

—Los hombres…

—Ya lo sé, todos somos, iguales. ¿Y no sería muy desagradable para ustedes las mujeres, que no fuéramos así?

—Y, ¿qué pasa con las mujeres?

—También son todas iguales.

—¡Qué tontería!

—¡Créamelo! ¡Lo sé! Eso es lo que me ha conservado soltero todos estos años. Busco un tipo de mujer distinto.

Ella suspiró:

—Y ahora, dará comienzo a la vieja cantilena…

Él se volvió para mirarla.

—¿Qué quiere decir con eso?

—Usted es igual que un hombre que conozco. Pero nada, nada en el mundo me induciría a pasar por eso, otra vez.

Barney iba a responder… «¿quién te lo está pidiendo?», pero en cambio se concentró en el volante. Hubiera sido una mentira petulante. ¡Por supuesto que se lo había estado pidiendo, a su modo!

—No hay nada que desinfle más de prisa los neumáticos de un hombre que comprender qué él no significa para una mujer más de lo que la mujer significa para él —dijo Barney. Era cruel, pero por alguna razón sintió vehementes deseos de defender su ego. Pero Claire equivocó el sentido. Pensó que hablaba de un romance del pasado que se había malogrado.

—Lo dice como si estuviera decidido a no permitirse volver a pasar por eso—Claire le miraba—. ¿Fue tan malo?

—Iba a hacerle la misma pregunta a usted —respondió Barney mirándola.

Rieron juntos. Luego Claire comentó:

—El mío resultó un desastre. Sucedió en ésa excursión a México. Él murió.

—¿John Torrance Talbot?

Ella asintió.

—¿Estaba liada con él?

—Jamás he oído algo expresado con tanta vulgaridad. Pero sí, supongo que puede decir eso.

—¿Liada hasta dónde?

—Está haciendo que me ruborice otra vez.

—Me gustaría que me contara eso.

—¡Usted no es más que un amigo de paso!

—¿Qué es lo que piensa que debe ser un detective? En verdad, Talbot puede ser la clave de todo este misterio.

Ella se quedó mirando la larga cinta de asfalto de la carretera.

—He pensado en eso. Pero no consigo unir las piezas.

—Está demasiado cerca. Yo podría ver algo que a usted se le escapa.

—Está bien… pero no me mire cuando se lo cuente. Hay algunas partes embarazosas.

—Soy mayor de edad.

—A veces me pregunto si lo soy yo. Me comporté como una tonta desde el primer momento. Pero considérelo desde el punto de vista de una mujer. Allí estaba ese hombre, alto, delgado, joven, atractivo como el diablo, sin una preocupación en el mundo…

Ed Tollman habló desde el asiento de atrás.

—Liz me escribió diciendo que era muy arisco.

Barney se había olvidado de que Ed estaba con ellos. En cuanto a Claire English, se volvió para mirarle sorprendida:

—¿Arisco, Johnny? No comprendo cómo Liz puede decir eso. No era arisco conmigo, tampoco con Liz. cuando la conoció mejor. Era un hombre a lo Errol Flynn… inquieto, alegre, bromista, arrollador… oh, no lo sé, podría ser el payaso del grupo. Johnny lo podía conseguir casi todo, porque nadie le tomaba en serio.

—Pero usted lo hizo —interrumpió Barney.

Claire encendió un cigarrillo, lo colocó entre los labios de Barney y luego encendió otro para ella. Esa acción trajo a su memoria las muchas veces que había prestado el mismo servicio a Johnny Talbot. Suspiró.

—Ese es mi problema. Me lo tomo todo en serio, hasta las bromas. Así fue como comenzó entre nosotros, como una especie de broma…

Se había fijado en él en el momento en que entró en la oficina de excursiones: Errol Flynn en pantalones y suéter. Inclinado sobre un mazo de folletos y mapas sobre el mostrador. Su cabeza se volvió cuando ella cruzó la habitación; sus ojos oscuros siguieron los movimientos de ella con una divertida intensidad que le dieron conciencia de lo ajustados que llevaba sus pantalones color carne en los muslos y nalgas, de cómo se destacaban sus pechos debajo del jersey. En general Claire no hacía alarde de su cuerpo. La mirada la puso furiosa.

—Vaya una pieza para un coleccionista —dijo él cuando ella llegó al mostrador. Claire examinó un folleto sin verlo, sintiendo el calor correr por sus piernas. No era posible que el hombre hubiera hablado de las estatuillas en la pared; no le había quitado los ojos de encima.

Sus palabras quedaron prendidas en el aire como la niebla y pensó que no se disiparía hasta que ella hiciera algo… tomara una actitud cualquiera a fin de disolver la expectación. Se decidió por la superioridad.

—Los niños no deben mirar así —le dijo fijando los ojos en él.

—¿Por qué no, si hay algo que vale la pena mirar?

En cierto modo, había salido bien. La hizo sentirse molesta consigo misma y se afanó buscando algo en su bolso. Él continuó mirándola. Luego rió y se inclinó diciendo:

—Me he equivocado, Dama Ruborosa—y se alejó.

¡Maldita sea!, pensó Claire. Debería haber una píldora para el rubor crónico.

Cuando ella se volvió él estaba fuera examinando con admiración el descapotable color crema, con su tapicería de piel de leopardo. Un cigarrillo pendía de sus labios y tenía las manos en los bolsillos. La fresca brisa de diciembre alborotaba su mata de pelo negro, y de pronto ella tuvo la sensación de una alegría que no había experimentado jamás.

Luego vino el asunto de convenir la excursión, y quizás se mostró más hábil negociante que de costumbre con el menudo director. Cuando salió de la oficina, el joven se había marchado. No sintió pesar, cosa curiosa, sino alivio, como si hubiera escapado de algún peligro sutil.

A la mañana siguiente él estaba ayudando al monstruoso conductor a colocar el equipaje en el techo del autocar. Se sonrió con ella como si compartieran algún secreto.

—Déjeme llevarle la maleta —dijo—, la pondré debajo de la mía.

Todo lo que decía parecía tener un significado sexual. Por un momento ella no vio las maletas, sino a sí misma y al joven, tendidos juntos en el coche. Era aterrador. Claire pensó que quizás no debería haber dejado a aquel psiquiatra.

—¿Va usted a México? —preguntó ella dándole la maleta.

—Nada podría impedírmelo.

Se le ocurrió el pensamiento absurdo, adolescente, de que planeaba ir a causa de ella. Claire se alejó con rapidez.

Johnny Talbot no hizo más insinuaciones. Con los otros estableció con facilidad una camaradería. El anciano locuaz, Maynard Barton, había vivido en México como ingeniero durante los años veinte; el viejo Barton disfrutaba con la compañía de Johnny, porque el joven escuchaba sus interminables historias. Con la anciana Susan Barton, muy preocupada con la suciedad y los gérmenes, era tranquilizador y servicial. Era Johnny quien mantenía su termo lleno de agua pura para beber o si no disponía de eso, trataba el agua con tabletas química «Halazone» hasta que el termo arrojaba humo. El maestro calvo de Detroit, Rodney Aiken, había estudiado español en la secundaria; el vehemente deseo de Johnny de aprender ese idioma con Aiken no era más que; un calculado halago, y el interés que tenía Aiken por la sociología los llevaba a tales discusiones sobre sistemas penales y criminología que Claire no imaginaba donde habría adquirido Johnny sus conocimientos. Cuando abiertamente se lo preguntó, él dijo sonriendo:

—Solía ser un delincuente juvenil.

—¿Cuándo fue eso? ¿El año pasado?

Johnny la miró de arriba a abajo.

—Cuidado, podía tomar eso como un desafío.

Luego se fue a buscar el agua purificada de Sue Barton, dejando a Claire con el interrogante de si en verdad lo había dicho como un desafío.

Pero Johnny rara vez hablaba con ella cuando estaba atareado con los otros miembros de la excursión. Para cada uno de ellos tenía una expresión diferente. Con la bibliotecaria industrial de Indianápolis, Ingrid Johns, hablaba de un perro mudo que tenía cuando niño. En razón de su conexión con una compañía química, Ingrid tenía curiosidad acerca de las hierbas medicinales que usaban los indios; en Saltillo, Johnny llevó a Rodney Aiken al mercado y volvió con una bolsa llena de hierbas secas, cada una rotulada con su nombre mexicano.

Y el conductor… Claire jamás entendió la base de su amistad con Johnny. Kiddoo era un enorme balón que se llevaba bien con todos. Sabía poco acerca de México y su vocabulario español se limitaba a hacer arreglos con los hoteles y al servicio del coche. Dejaba que el grupo hiciera lo que quisiera… Él se limitaba a conducir el coche y a ocuparse de él; el rumbo a tomar era cosa exclusiva de sus pasajeros. Sin embargo, Claire vio que nadie se hizo realmente amigo de él. Era tanto lo que se borraba a sí mismo que se desarrollaba un tipo de relación patrón-lacayo, que hacía imposible la amistad. Con Johnny, Kiddoo era diferente. Johnny era el único pasajero a quien él permitía tomar el volante ocasionalmente. Cuando se detuvieron en la estación de PEMEX, Kiddoo no quería dejar la limousine hasta que Johnny volviera del baño, o de donde hubiera ido. Los dos hablaban de carreras de automóviles; Claire al principio pensó que Johnny había sido piloto de carreras, luego cambió de opinión y decidió que era sólo su manera de comportarse con la gente, a lo camaleón. Tenía la sensación de que si preguntara cómo era Johnny Talbot, recogería una respuesta distinta de cada miembro de la excursión.

Su relación con Liz Tollman fascinó a Claire más que ninguna otra; íntima, y sin embargo desprovista del doble sentido e insinuaciones que tanto enervaban a Claire. Podían decirse cualquiera cosa, y ninguno parecía tomarlo personalmente. Era como hermano y hermana. Cuando Johnny le ofreció a Claire su asiento al lado de la ventanilla… en una forma tan espectacular que hacía imposible aceptarlo… Liz le dijo:

—Deja de actuar como un actor de cine, Johnny.

—Diablos, ella me hace sentir como si lo fuera. ¿Qué me aconsejas, Liz?

—No lo sé, pero procede en forma más natural. Terminaréis con bolsas debajo de los ojos.

Johnny miró a Claire.

—¿Lo ve? Todo el mundo se mete con nosotros.

Claire no veía nada a qué acogerse; él no le daba pie. De manera que no hizo nada, aun cuando deseaba hacerlo.

Era la única mujer joven soltera del grupo, y Johnny el único soltero. La apagada Ingrid y el meticuloso Rodney Aiken habían desarrollado un tipo de romance platónico; se sentaban juntos y hablaban y hablaban, se veía que algo estaba creciendo. El viejo Maynard Barton tenía a su mujer, Kiddoo, él conductor, su coche y Liz Tollman… Liz tenía a todo el mundo. Liz era catalítica; cuando el grupo se separaba por alguna causa, ella hacía o decía algo que volvía a unirlo.

Cuando llegaron a Torreón, un animado oasis en la árida planicie, Claire se sintió atormentada por la sensación de que el tiempo se le iba de entre las manos. Estas eran las primeras vacaciones que se había permitido tomar en cinco años. Había estado trabajando mucho y cuando aproximaba el espejo a su cara, podía ver pequeños surcos alrededor de la boca. Tenía 30 000 dólares en el banco… no estaba mal para una mujer sola de treinta años. Nunca había intentado vivir sin hombres. Toma el placer cuando te plazca, se decía; despide a los hombres con un beso y no les debas nada.

En alguna parte entre Torreón y Durango, Johnny, que estaba sentado detrás de ella, sopló con suavidad sobre su nuca:

—Ya te he mirado bastante —le murmuró en el oído—. Escapémonos en Durango y vayamos a bailar.

Ella asintió sin pensar. Experimentó un inmenso alivio.

En Durango, Claire se bañó, empolvó y perfumó su cuerpo. Estaba eligiendo su ropa interior más delicada cuando de pronto pensó: «Vamos, muchacha, ¿qué es lo que eres, una mujer fácil? Tómalo con tranquilidad». Y siguiendo un impulso le pidió a Liz, con quien compartía la habitación, que fuera con ellos. Lo lamentó desde el momento en que Liz se vestía. Su fresca belleza hizo que Claire se sintiera artificial y envejecida.

Johnny entornó los ojos cuando las encontró en el vestíbulo. Pero luego sonrió a Claire, y galantemente las ayudó a subir al taxi. Después de comer bailó con Liz y dejó a Claire que se entendiera con Lotario, una persona de la localidad, cuyo inglés consistía en «¿Puede concederme este baile, por favor?».

A las once Liz dijo:

—Estoy cansada, Johnny. Si me consiguieras un taxi…

Pero Johnny las llevó a las dos, y Claire estaba furiosa consigo misma.

—Supongo que debo agradecerle la preciosa noche —dijo en el corredor, después que Liz entró.

—Vayamos a mi habitación —propuso Johnny.

No, pensó ella no. ¡Tonto vulgar!

—¿No hay ninguna frase más sutil en su repertorio?

Johnny se reclinó contra la pared diciendo:

—Rod Aiken me contó una historia sobre un pájaro australiano. El macho hace un pequeño enramado para la hembra, lo decora con hojas de papel de estaño, papel coloreado y luego se pone a cantar. La hembra se acerca y observa. Si ella hurga en el enramado, es porque se queda. Si no, lo hace trizas. Claire se rió.

—Eso me parece mucho mejor.

—Tengo una botella, hielo, una radio portátil que recoge música de El Paso…

—Estoy un poco cansada.

—Y una cama. Hasta la metería en ella.

Ella pensó «has vuelto a equivocarte» y en voz alta:

—Johnny, el pájaro australiano le dice a la hembra lo que va a suceder si se queda.

—Pero la hembra lo sabe…

—Mayor razón para no ser explícito.

—¿Qué dices, Claire?

—Digo, buenas noches.

—Claire, tienes un cuerpo hermoso. ¿Por qué no compartir tu fortuna? Yo creo que puedo mostrarte una o dos cosas, también.

—Buenas noches, Mister Talbot.

En la cama, en la oscuridad, Claire se sentía agitada. El hombre era imposible, un patán. Siempre había odiado a los hombres que eran crudos en su lenguaje, que no tenían finura. ¿Por qué tenía que ser así? ¡Podía haber sido tan maravilloso! Sentía que su cuerpo ardía, y sabía que de nuevo estaba ruborizada desde la cabeza hasta la punta de los pies, lo odiaba a él y a sí misma.

Al día siguiente se detuvieron en la excursión bastante tiempo para hacer una comida campestre en la salvaje y hermosa Sierra Madre. El aire era tan fresco debajo de los perfumados pinos que tuvieron que ponerse los jerseys. Claire sacó su cámara y tomó una fotografía del grupo. De pronto advirtió que John Torrance Talbot volvía siempre la cara.

—¿Qué sucede, Johnny? ¿Eres tímido?

—No quiero romper tu cámara.

—¡Santo Cielo! ¿No puedes pensar en algo más original que eso?

Johnny se levantó y se marchó. Después de unos minutos, Claire sin decir una palabra, lo siguió. Lo encontró mirando distraídamente una ardilla en la copa de un árbol.

—¡Te cacé! —le dijo mientras el obturador hizo «click».

Él le disparó una curiosa mirada de disgusto; duró una fracción de segundo. Luego sonrió.

—Ven acá, quiero mostrarte algo.

Caminaron alejándose de la limousine. Alguien había abierto una caja de cerveza y todos estaban bebiendo, excepto la anciana Sue Barton, que insistía en que la cerveza mexicana contenía agua impura. Cuando estuvieron fuera del alcance del oído, Johnny le dijo:

—Pensé que sabías que no quería que me fotografiaras.

Lo dijo en un tono tan particular, que a pesar de lo absurdo que resultaba, Claire comenzó a sentirse nerviosa, deseando no estar tan lejos de los otros.

—No seas tonto —le respondió esforzándose para parecer trivial— te daré una copia.

—Prefiero el original —estiró los labios en una sonrisa que en cierta forma no pudo quebrar la rigidez de su expresión—. Es mi religión… No quiero fotografías.

—No comprendo, Johnny.

—Digamos que soy un loco con respecto a ese tema. Dame el original.

—¡Vaya… desde luego que no te lo voy a dar!

La mano de él se dirigió a la cámara. Claire emitió un sonido entrecortado y echó a correr. Johnny la alcanzó y le arrancó la cámara. Ella se abalanzó, pero él cogió la muñeca y se la retorció. Cuando habló era con un tono helado y directo.

—Sólo quiero el original. No me hagas romper la cámara.

Temblando, sin poder creerlo, lo observó mientras sacaba el rollo de película y lo arrojaba por el despeñadero. Cuando le devolvió la cámara ella la tomó con la mano izquierda y arrojó la derecha con toda su fuerza sobre el rostro de él.

—¡Miserable!

Lo que luego sucedió fue algo cómo extraído de sus pensamientos nocturnos. Él la cogió de los brazos atrayéndola hacia sí. Ella trató de desprenderse, pero Johnny introdujo sus grandes dedos en su cuello, por debajo de la mandíbula, y forzó su cara hacia arriba y hacia él. Luego inclinó el rostro y sus labios se posaron sobre los de Claire.

La besó de una forma que la ultrajó y humilló, y sintió que le subían por las piernas oleadas de calor. Ella luchó, hasta trató de morderlo. Pero el brazo y la mano derecha de él, que la tenían de la cintura inmovilizándola, y la presión de sus labios era tan fuerte que no pudo maniobrar con los dientes. Comenzó a sentirse mareada.

Y de pronto comprendió que ya no la estaba coaccionando. Ella respondía, presionada contra él con todas sus fuerzas, moviendo su lengua sedienta. El descubrimiento fue tan impactante que se retiró con un grito.

Él la miraba. Sus ojos reían.

—¿Compensa esto lo de la película?

Claire no sabía qué hacer, ni qué decir. Se tocó el pelo con futilidad.

—Podría matarte, Johnny Talbot.

—Eso no es más que orgullo. Yo lo tengo, tú también. Si no lo tuviéramos, hace mucho que nos hubiéramos acostado juntos.

Ella le miró y pensó: «Ahora mismo, bajo los pinos, antes de que yo lo eche todo a perder».

El claxon del coche sonó, y el embrujo terminó.

—Vendrán a buscarnos —murmuró ella, esperando que él tuviera alguna solución. Pero sólo la cogió de la mano y comenzaron a caminar.

—Esta noche —murmuró él cuando estuvieron a la vista del coche.

—Sí… —susurró Claire.

Pero esa noche el grupo descubrió que Mazatlán era muy sucio y que había demasiados turistas. Maynard Barton había estado en San Blas… cuarenta años antes y lo describió como un paraíso, de manera que votaron por seguir. Llegaron después de medianoche a causa de una rueda pinchada, y para la hora en que se registraron en un hotel, todos estaban agotados y furiosos con los mosquitos.

—Te veré luego —dijo Johnny cuando desaparecían en sus dormitorios.

—¿Cómo? —Claire estaba asombrada, pero él no le dio ninguna explicación. En la cama trató de permanecer despierta… por si acaso… pero al poco rato despertó, sacudida por Liz Tollman. El amanecer de un color rosa salmón bañaba la habitación y la brisa del mar se filtraba por las persianas.

—Tienes la visita de un caballero —murmuró Liz, luego se metió otra vez en la cama protestando acerca de los extraños hábitos, de una persona llamada Johnny Talbot.

Entretanto, él permanecía en el soleado porche.

—Tengo una embarcación, —dijo en voz baja—. Daremos un paseo río arriba.

—¿Los demás también vienen?

—No. —Los ojos de él la recorrían como la brisa, contra su pijama. Puede ver todos los poros de mi cuerpo, pensó Claire. ¡Bien!

Repitió la rutina de la preparación: la ducha, el perfume, los polvos, estudiándose en el espejo y pensando: «Tiene razón cuando dice que no se puede disfrutar de un panorama en soledad; sin él no es más que una apreciación intelectual de unos pechos cónicos y un estómago plano. Él le da emoción. Él lo desea y yo disfruto con que lo desee». Recorrió su cuerpo con las manos. «¿Qué se sentirá siendo una flor; con ambos elementos, el masculino y el femenino? Ah, pero las abejas tienen que llevar el polen, de manera que nada trabaja solo». De pronto sintió deseos de bailar; era como cuando ganó un premio por vender la mayor cantidad de galletitas «Girl Scout». Decidió salir y decirle: No nos molestemos con el paseo por el río, la escena del galanteo, la representación del pájaro australiano. Hagámoslo ahora.

Pero él ya se había marchado del soleado porche de manera que volvió a su habitación y comenzó a elegir la ropa interior que se pondría. Eligió las mejores prendas, y luego pensó: «¿Y qué sucede si se rompen? Me costaron ocho dólares noventa y cinco, y tendré que reemplazarlas con ropa mexicana ordinaria». Escogió una culotte más barata, pero, «¿para qué diablos?». La dejó a un lado y se puso los shorts encima de su piel desnuda.

El río era una serpiente de agua clara ondulando a través de mangles y helechos gigantes. Pájaros de brillantes colores chillaban; las orquídeas pendían de los troncos de los árboles maravillosamente inalcanzables; en cierto momento chapoteó un lagarto. Claire se alegraba de haber venido.

—Hemos retrocedido al comienzo del tiempo. Todo va a empezar aquí —dijo ella.

Johnny sonrió y levantó los hombros.

—Vamos, Claire, ábreme una lata de cerveza.

—Has roto el encanto, miserable. —Ella abrió la lata más fresca y sacó la cerveza del hielo. Para ella mezcló ron y Coca-Cola. Lo observó beber, advirtiendo con placer la mata de vello que se veía por la abertura de la camisa. Estaba descalzo. Su brazo musculoso descansaba sobre la caña del timón; estudiaba la costa como un corsario. Está buscando un lugar para disfrutar de su presa, pensó Claire. Se sintió poseída de una deliciosa sensación de anticipo.

Una hora después Johnny protestó.

—El hombre a quien le alquilé el bote dijo que el río terminaba en una cascada. Tenía la impresión de que quedaba mucho más cerca. Si me ha engañado, lo mataré.

—¿Cómo te las arreglas para tener esas complicadas conversaciones? —preguntó Claire—. No hablas español.

—Lenguaje mudo —respondió él recuperando el buen humor; y con los gestos representó una cascada, un río, un lagarto, y un bote con tan cómica fidelidad que ella rió hasta que se le saltaron las lágrimas.

Luego siguieron por una curva del río y allí estaba la caída de agua, formando una cascada que se vertía sobre una laguna límpida como un cristal. Parecía un lugar cinematográfico para un romance en la jungla. El sol se quebraba en mil astillas a través de un dosel de hojas. Cerca de allí había un refugio con techo de paja con dos mesas absurdas. Una mujer de piel olivácea revolvía una olla sobre el fuego de carbón; cerca de ella un hombre en cuclillas partía cocos con un machete. El aire estaba impregnado con el perfume de las flores.

—¡Hemos llegado, Mrs. Crusoe! —dijo Johnny.

Comieron camarones secos y maíz en la primitiva hostelería, luego fueron a nadar. Decidieron que sería divertido no cambiarse de ropa sino secarse luego al sol. Claire fue la primera en meterse en el agua transparente; Johnny se zambulló desde una tarima; su largo, cuerpo cortó como una flecha la superficie, mientras las burbujas lo seguían como pececillos. Se abrazaron debajo del agua hasta que ella casi se asfixió.

Él la sostuvo.

Sin motivo Claire se sintió poseída por el terror. Hubiera gritado si hubiese podido respirar. Se revolvió y se retorció y luchó mientras él la retenía sin esfuerzo debajo del agua. El pánico le dio un sabor sangriento en la garganta. ¿Qué trataba de hacerle?

Suéltame, suéltame

Johnny la soltó. Ella luchó por llegar a la superficie y nadó hacia las piedras sollozando y sollozando. Sentía un dolor agudo en el pecho.

—En nombre de Dios, ¿qué es lo que estabas haciendo? Casi me ahogo…

—Te hubiera salvado.

—Volvamos. No quiero nadar más.

Él se volvió de espaldas en el agua y quedó flotando.

—¡No…! —dijo perezosamente.

Claire tuvo el ridículo pensamiento de que era un psicótico. Actuaba de una manera extraña. ¿En qué se había metido? Estaba indefensa; la mujer de la orilla no le servía para nada, el hombre que partía los cocos se sonreía disfrutando del espectáculo. No podía comunicarse con ellos. Y la embarcación… ni siquiera sabía cómo hacer funcionar el motor.

Se incorporó con las rodillas flojas, temblando bajo el fuerte sol. Luego sucedió una cosa curiosa. De pronto no le importó. De cualquier manera, era absurdo. Johnny era un bruto, y se estaba divirtiendo con ella… ¡Bien, que se divirtiera! Jamás se había sentido más temeraria.

—Voy a pasear —dijo.

Él la miró divertido.

—¡Adelante…!

Trepó la pendiente rocosa hasta el borde desde donde caía la cascada. El sol se abría paso por entre los árboles. Se quitó la ropa mojada y la colgó en una rama, y estaba Sentada desnuda al sol cuando apareció Johnny con una manta.

—Precioso nidito, ¿quiere que nos metamos en él, miss English?

Odiándolo, lo observó extender la manta. Ella se incorporó un poco se sentó sobre la manta y se quedó mirando los árboles. Luego sintió las manos de él y cerró los ojos.

—Esto —rió Johnny— es lo que quise desde el primer día.

—Elegiste una curiosa manera de conseguirlo —respondió Claire.

—Me parece que lo he hecho todo perfectamente bien. Aquí estamos.

—Aquí estamos… —Ella miró hacia arriba por entre las hojas; un halcón daba vueltas, graznando como el cuervo. Un milano púrpura oscuro volaba contra el cielo brillante; descendía en espirales perezosas en alguna parte sobre la montaña. Había algo muerto por allí, pensó Claire. La manta le hacía cosquillas en la espalda sudada; percibió el olor a humedad del bosque y pensó en la muerte, en la desaparición de todo; silencio, nada. Sintió una repentina ansia de vida, de comer, de beber, de reír y llenarse de amor. Estiró la mano y lo tocó.

—No —dijo Johnny.

—¿No?

—No…

Ella se volvió y con la nariz rozó el cuello de él.

—¿No, qué…?

Johnny rió de nuevo, y Claire sintió la risa dentro de su cuerpo.

—No quiero esperar.

Más tarde ella fumaba un cigarrillo con la cabeza apoyada entre las piernas de él.

—Eso es lo que me gusta de ti —dijo Johnny—. Consigues lo que quieres.

—Supongo que sí. Aun cuando tengo, que luchar por ello. Pero ¿no le sucede lo mismo a todo el mundo?

—No a todos. Y algunos saben que jamás lo lograrán.

—¿Por ejemplo, quién?

—Yo. En verdad podría llegar a unirme contigo para siempre.

—Continúa…

—¿Para siempre…? —y él hizo un gesto dubitativo con la cabeza.

Claire pensó que ese gesto lo hacía muy pocas veces, y sintió que algo se endurecía dentro de ella.

—Eso de para siempre… —respondió con ligereza— ni siquiera sé cómo te ganas la vida.

—Vivo.

—No podría mantener a un gigolo.

—Desde luego, es como tener un elefante faldero. Muy divertido, pero ¡qué costoso!

—No podría soportar a un hombre que dependiera de mí. Nos amargaría a los dos.

—Debo disponer de dinero propio, ¿eh? ¿Cuánto podría necesitar?

—Millones.

—Bromas a un lado. ¿Cien mil?

—Estamos entrando en el terreno de las fantasías.

—Está bien —respondió él—. Pero no vayas a desmayarte cuando cubra ese cuerpo tuyo con billetes de mil dólares.

Ella rió.

—Los coseré en un bikini y los llevaré a la playa.

—Con un brillante de diez kilates en tu ombligo.

Esa tarde se emborracharon un poco. La mujer mexicana mató un pollo y lo puso a freír y Claire deseó poder detener el tiempo para siempre;, la felicidad existía únicamente aquí, junto a esta pequeña laguna de la jungla. Esa noche durmieron sobre una estera en una cabaña con techo de paja. Los parásitos los hubieran devorado pero para evitarlo,, se friccionaron varias veces uno al otro con un repelente para insectos.

A la mañana siguiente llegó el grupo en la lancha, río arriba, algunos preocupados y otros simplemente curiosos por la ausencia de la pareja. Al principio hubo una tendencia a reír maliciosamente ante el hecho de que Johnny y Claire evidentemente, habían pasado la noche juntos. Pero la satisfacción de Claire y la serenidad posesiva de Johnny pronto pusieron fin a la delicada situación. El reencuentro de todos los turistas se convirtió en una celebración. Ya era tarde cuando todos volvieron al hotel.

Esa noche, en la mesa, Claire no pudo probar bocado. Le hizo una seña a Johnny y se encaminó a la playa. Él la siguió y la besó en el cuello.

—Tengo una habitación para mí solo, con mosquitero. Es como una glorieta.

—¿Qué me has hecho, Johnny?

Él sonrió.

—Si no lo sabes ya, es mejor que consultes otro analista.

—Tú me entiendes… me haces sentir como si estuviera a punto de explotar.

—Apretaremos el gatillo —él la acarició.

—¡Maldito seas! Deja la puerta de tu habitación sin llave.

Tres noches más tarde, en el repleto hotel en Guadalajara.

Liz dijo:

—Creo que de aquí en adelante voy a tomar una habitación para mí sola.

—¿Por qué? —Claire la miró.

—Nunca duermes en ella. Morirás a fuerza de correr por los corredores de noche en pijama. Deja que él venga a ti.

—Liz… jamás he hecho esto antes. —Sintió otra vez la oleada de sonrojo.

—No tienes nada que explicarme. Tanto daría que tomarais una habitación juntos. Es un hombre endiabladamente atractivo.

La personificación de la masculinidad. —Liz se encogió de hombros—. Me alegro por ti, pero…

—¿Qué?

—Es tan… tan evasivo, tan misterioso con respecto a cómo se gana la vida. Vaya, esto no es asunto mío. ¿Por qué no me callaré la boca?

Claire fijó los ojos en el cielo raso moteado por las moscas. Este aspecto también la molestaba a ella. Johnny se ponía vago y jactancioso cuando le tocaba el tema y ella había dejado de hacerlo. Sus evasivas le producían una sensación curiosa, además la hacían enfadarse consigo misma. Después de todo, ¿qué le importaba? Cuando terminara la excursión se separarían y cada uno seguiría su camino; probablemente jamás volverían a verse.

Había algo más. De vez en cuando él solía desvanecerse como el humo y Claire se encontraba paseándose por el vestíbulo esperando que él se: materializara…; Oaxaca… Taxco… Cuernavaca… ¿Se estaba cansando ya de ella? ¿Había encontrado otra muchacha? Una vez Liz le había dicho:

—No temas Claire. Volverá. Ha ido a buscar un restaurante de mariscos. —Y Claire sentía una cólera celosa porque él se lo había dicho a Liz y no a ella.

—Hubieras querido acompañarme —explicó Johnny cuando apareció—. Quería estar solo un momento.

—¿Por qué? —preguntó Claire ya aplacada.

—Para poder olvidarme de tu rostro. Ahora tengo el placer de descubrirte de nuevo.

Nunca podía ponerse seria con él; inmediatamente Johnny la eludía con sus bromas. Cuando él se sentó al lado de Liz en la corrida en la ciudad de México, Claire se puso furiosa.

—Llegué tarde —explicó Johnny—. Estabas sentada entre Rod Aiken y Mrs. Barton. ¿Qué podía hacer? ¿Quitar de un puntapié a alguno de ellos?

—¿Por qué llegaste tarde? He estado esperando fuera hasta que empezó el maldito espectáculo.

Él sonrió y sacudió su hermosa cabeza.

—Serás más feliz, Claire, si dejas a un lado tus tonterías.

—¿Qué tonterías?

—Dinero, orgullo, posesividad…

—¿Y qué hay de las tuyas?

—Nómbrame una.

—Persecución cínica del placer mezclada con un poco de sadismo.

—Puedo morir mañana.

—No si tienes prudencia.

—Si tuviera prudencia me daría por muerto hoy mismo.

Eso no tenía sentido. Claire se marchó y no volvieron a hablarse durante el resto del día. Pero por la noche, cuando él llamó a su puerta, ella saltó como si hubiera sido despedida por una catapulta; se obligó a caminar despacio hacia la puerta. Después pensó que cuando estaban solos todo andaba bien; la culpa tenía que ser de los otros.

—Abandonemos el grupo, Johnny. Vámonos a Acapulco.

—No podemos hacerlo ahora, querida.

Claire se encontró diciendo:

—Si es cuestión de dinero…

—Nada de eso. Tengo algo que hacer en Tula. Entonces veremos.

En Tula desapareció mientras estaban visitando las ruinas Toltecas, en la colina que hay detrás de la ciudad. Pasó una hora. De pronto Claire advirtió que Liz Tollman también había desaparecido. Cuando los otros se reunieron en la limousine para volver al hotel, Claire trató de ignorar las miradas que le dirigían. Al caer el sol Liz llegó sola, caminando hacia el coche. Detrás de ella se destacaba la silueta de una pirámide coronada por figuras de piedra de doce pies de altura, parecidas a las Parcas. Claire no le dijo nada a Liz; su tensión nerviosa ya estaba en un equilibrio muy precario.

—¿Dónde está Johnny? —Preguntó el viejo Barton.

Liz pareció sorprendida.

—No lo he visto desde que dejamos las ruinas de la Cancha de Pelota.

Johnny se acercó al automóvil desde el lado opuesto. Caminaba con paso garboso, como si acabara de realizar algo notable. Le sonrió a Claire, y la sonrisa tornó su ansiedad en ira.

—Sonríes como un libertino. ¿Estás alistando a todas las mujeres del grupo en tu harén?

—A todas, excepto a la vieja Sue, A esa la reservo para algún paraje de maravilla.

—Le cedo mi lugar —dijo Claire apretando los dientes—. He terminado contigo.

La sonrisa de Johnny se desvaneció.

—¿Estás loca? Y eso, ¿por qué?

—Liz acaba de volver. Tú debes haber venido por el camino más largo.

Él se quedó como de piedra.

—No entiendo qué quieres decir.

—Si no has pescado a Liz estoy segura de que lo habrás intentado a la manera de Talbot.

—¡Oh, demonios, déjate de tonterías! ¡Mira! He comprado algo para ti, eso es todo. Una miniatura de aquellos guerreros toltecas que están sobre la pirámide.

—Dáselo a Liz. —Respondió ella y entró al coche.

Aquella noche él llamó a la puerta de Claire y con suavidad pronunció su nombre. Ella estaba acostada esforzándose por no levantarse a abrirle. Pero después de un minuto se encontró abriéndola. Johnny ya se había marchado. Claire caminó por el vestíbulo y escuchó la voz de él en la habitación de Liz. Llena de perplejidad, Claire volvió a su habitación, tomó dos píldoras para dormir y se metió en la cama. Un cuarto de hora más tarde, mientras comenzaban a cerrársele los ojos cambió de idea. Por Dios, tenía que ir al cuarto de Liz y saber lo que estaba pasando.

De pronto fue de mañana.

Johnny no estaba en su habitación. Tampoco estaba su maleta.

Cuando no apareció para el desayuno, Claire, ahora sobresaltada, comenzó a hacer preguntas. El conductor, Kiddoo, dijo que Johnny había tomado un taxi dirigiéndose a San Juan del Río. Que le había dicho que allí se uniría al grupo a medio día, en la plaza del mercado.

Estaban tomando cerveza en un café al aire libre y comparando sus compras de artículos de paja, cuando Claire vio a Johnny al otro lado de la calzada, destacándose entre los mexicanos que tejían los sombreros. Se le veía acalorado, como si hubiera estado corriendo. Sus ojos investigaban el concurrido mercado; Claire trató de llamarle pero su garganta de pronto se secó. Entonces la voz del viejo Barton exclamó:

—¡Hey, Talbot! ¡Aquí estamos!

Johnny los localizó, saludó con la mano y comenzó a cruzar la carretera. En ese momento se oyó un chillido espantoso y la estridencia de los frenos de un enorme vehículo. Pero el autobús venía demasiado rápido. Su hocico de bulldog lanzó a Johnny al aire, brazos y piernas agitándose como los de un muñeco de trapo. Cayó sobre el asfalto delante del autobús. Claire lo vio todo como si pasara allá muy lejos… muy lejos…

Vio a Johnny comenzar a arrastrarse sobre los codos. Luego las ruedas delanteras del vehículo pasaron por encima de su cintura…

Al volver en sí, Claire vio a, Liz frotándole las muñecas y a Rodney Aiken mojándole la frente con un pañuelo empapado en cerveza.

—Johnny… —gimió.

—Se lo han llevado en una ambulancia —explicó Liz—. Tranquilízate, Claire.

—¿Muerto?

—Casi —musitó el maestro— tiene una hemorragia interna. Te llevaremos allá.

Consiguió ponerse en pie. Trató de no mirar la sangre donde Johnny había caído. Pero algo le llamó la atención. Era la estatuilla que había tratado de darle a ella la noche anterior. De pronto todo pareció adquirir un profundo significado. La levantó y se la guardó en el bolso.

En el hospital, Maynard Barton, con la cara grisácea comenzó a disculparse:

—Creo que fue culpa mía. Si no le hubiera llamado de esa manera…

—Déjela entrar, Maynard —dijo su mujer—. Él ha estado preguntando por ti, querida.

Claire entró a la habitación. Había una cabeza agonizante sobre la almohada.

—¿Johnny? —sollozó.

Él abrió los ojos completamente y murmuró:

—Mona… Mona…

Luego murió.

Así suceden las cosas, pensó Claire más tarde. Amas a un hombre, y él muere con el nombre de otra mujer en los labios.