4

La mujer se llamaba Ingrid Johns; era una bibliotecaria de cincuenta años que trabajaba en una compañía de investigación química. Vivía en una antigua mansión de cuatro pisos que había sido convertida en casa de apartamentos baratos.

Barney estacionó el coche al otro lado de la calle, a media manzana de distancia.

—Espere media hora, Ed, luego marque este número. Si no responden, llame a la policía.

Mientras cruzaba la calle se movió una cortina; tuvo la visión fugaz de una cabeza retrocediendo en una ventana del segundo piso. Había un apartamento con el letrero de «Se alquila» en la esquina del viejo edificio. Entró y comenzó a subir la escalera. En el segundo descansillo se oyó el «click» de una cerradura cuando pasaba frente a la puerta; volvió la cabeza para mirar y vio un ojo brillante espiando desde la abertura, que luego desapareció cuando se cerró la puerta, Barney subió al otro piso.

Llamó a la puerta del apartamento de Ingrid Johns. Mientras esperaba, advirtió que se había instalado una cerradura nueva; había bisagras brillantes y algunas raspaduras en la madera. Parecía como si la puerta hubiera sido golpeada recientemente, luego reparada. Barney volvió a llamar con los nudillos. Esperó cinco, minutos y bajó las escaleras. La puerta del descansillo del segundo piso volvió a abrirse, esta vez completamente; vio una cabeza de pelo negro como el betún y una cara llena de arrugas. Los ojos como botones de zapatos reían como si la anciana estuviera festejando una broma.

—¿Busca a Ingrid? —preguntó con vehemencia.

—Sí. Parece que ha salido.

—Ha muerto —dijo la anciana con satisfacción. Barney comprendió que había estado esperando precisamente ésto. En su fuero interno había sumado la puerta golpeada y el cartel de «se alquila», y había llegado a esa triste conclusión.

—¿Cuándo?

—Hace tres noches.

—¿Cómo sucedió?

—Puede pensar lo que quiera. —La extraña anciana comenzó a cerrar la puerta.

—Espere, señora. ¿Cómo piensa usted que ha sucedido?

Barney percibió un aroma de ginebra mezclado con lilas en el apartamento de la anciana.

—La asesinaron, eso fue lo que le pasó.

La puerta se cerró definitivamente ésta vez; Barney oyó el «click» del cerrojo al correrse. Volvió a llamar y esperó, luego se encogió de hombros y salió del edificio.

En el coche le dijo a Ed Tollman:

—Ingrid Johns ha muerto. Hay una vieja medio loca ahí arriba que dice que la han asesinado. Si me lo hubiera dicho cualquier otra persona, dadas las cosas con que hemos tropezado, lo creería enseguida. Pero tratándose de ella… —meneó la cabeza—. Será mejor que lo verifiquemos.

Se dirigió a una estación de servicio y desde una cabina exterior llamó a la policía. Era verdad que Ingrid Johns había muerto. Se había asfixiado con el gas de su cocina. El veredicto oficial había sido accidente o posible suicidio. La señorita Johns había vivido sola; parecía tener pocos amigos y ningún familiar; estas cosas suceden continuamente.

—Una vecina, dijo que fue homicidio —explicó Barney al policía que atendió el teléfono.

—¿Cómo se llama la vecina?

—No lo sé. Vive en el piso de abajo.

—Un momento. —El hombre tardó cinco minutos. Cuando volvió dijo—. Tengo el informe aquí. Tomamos la declaración de la vecina pero no tenía mucho sentido. Es una persona adicta a la ginebra. Dijo algo sobre un gato y un perro que ladraba.

Barney tuvo que hacer un gran esfuerzo para controlar su voz.

—¿Un perro? ¿Qué tipo de perro?

—Ni siquiera sabemos que hubiera un perro. Ciertamente no encontramos rastro de él. Mire, la mujer estaba muerta sin lesión alguna. El gas del horno estaba abierto y no había llama. No se llevaron nada del apartamento, por lo que nosotros sabemos; No había una sola señal de que se hubiera forzado la entrada ni de violencia. No había evidencia alguna de crimen.

—Pero la vecina del piso de abajo…

—¿Habla usted de la anciana de ojos como cuentas y el pelo teñido de negro, con una cara arrugada como ciruela seca?

—La misma.

—Demonios, la anciana, nos llama por lo menos una vez a la semana —respondió el hombre de la comisaría con disgusto—. Dice que una persona sospechosa la sigue desde el autobús hasta la casa, o que ha visto una cara en su ventana… ¡en el segundo piso…!, toda suerte de fantasías. Puede usted perder el tiempo si lo desea, Burgess, pero nosotros tenemos demasiadas cosas que hacer.

Barney colgó y volvió al coche.

—Tenemos que hablar con la anciana. La tienen en la lista de los maniáticos, pero me dijo una cosa que tiene sentido.

La anciana se negó a dejarlos entrar, o a discutir la muerte de Ingrid Johns. Enganchó la cadena de seguridad.

—Ese hombre es un detective —dijo, señalando a Ed—. No confío en los detectives.

—¿Y qué cree usted que soy yo? —Barney sonrió.

—¿Usted?

—Yo soy el detective —le enseñó su credencial—. Estoy trabajando para él. Estamos tratando de encontrar a su esposa. Era amiga de Ingrid.

La anciana trató de cerrar la puerta, pero Barney se lo impidió con el pie.

—Llame a la policía. Creen que usted está loca.

—¿Y qué creé usted? —preguntó la mujer con sutileza.

—Creó que usted está fingiendo, dejando que la gente piense que tiene un tornillo flojo. Usted se divierte teniendo a la policía de un lado al otro de su apartamento. Es un bonito juego, sólo que tiene un inconveniente. Llega el momento en que usted necesita que le crean y eso no sucede porque usted los ha convencido de que está loca.

—No tengo porqué oír esas cosas —respondió de pronto la vieja.

—No, y tampoco tiene ya que fingir que hay rostros en la ventana. Los peligros imaginarios han pasado, señora… ahora tiene los verdaderos. —Le mostró la fotografía del desastre del coche desmoronado—. Esta gente estuvo con Ingrid en su viaje por México. Esto es lo que les ha sucedido. Al hombre que conducía la excursión le dispararon un tiro en la nuca. Dos de los otros han desaparecido.

La anciana miró la fotografía con ávido interés. Luego quitó la cadena, abrió la puerta diciendo:

—Entren, muchachos.

La habitación estaba húmeda, y demasiado caldeada. El único sillón estaba ocupado por un gato persa, que se puso tieso cuando entraron Ed y Barney. Cuando se sentaron en las sillas, el gato volvió a echarse sin quitarles los ojos.

—¿Ese es Charles? —preguntó Barney de pronto, señalando el gato.

La mujer pareció sorprendida.

—¿Cómo lo sabe? Ingrid quería que yo lo tuviera.

—¿En verdad, dijo eso?

—Me lo trajo poco antes de morir.

Barney frunció el ceño, diciendo:

—No comprendo. —Le hizo una seña a Ed Tollman, que parecía a punto de estallar, para que guardara silencio.

—¿Exactamente qué es lo que no comprende, Mr. Burgess? —Antes de que éste pudiera responder la anciana continuó—. Vivo sola y hago lo que quiero. Algunas veces mi fantasía echa a volar, pero cuando veo algo, lo veo. No estoy loca.

—¿Qué fue lo que usted vio?

—Oí, es una palabra mejor. La noche que ella murió, oí unos pasos pesados que subían las escaleras. Oí ladrar un perro, una sola vez.

—¿Qué tipo de ladrido? —preguntó Ed a pesar de sí mismo.

—Agudo, un chillido. Como un perro pequeño.

Los dos hombres se miraron.

—Sospeché que en casa de Ingrid había gente rara. Ninguna de sus amistades traía jamás perros, porque Charles no los hubiera permitido en el apartamento. Subí y llamé. Después de un rato largo oí gritar a Ingrid que no quería ser molestada. A mí me pareció muy nerviosa. Bajé y llamé a la policía. Prometieron investigar. Media hora más tarde llamaron para comunicarme que habían hablado con Ingrid por teléfono y que les había dicho que estaba muy bien. Me dijeron que me acostara y no me preocupara. Así lo hice, pero desperté cuatro horas más tarde. Volví a subir y noté el olor a gas. Esta vez llamé al propietario que derribó la puerta. Encontramos a Ingrid muerta.

—¿No vio marcharse a sus visitantes? —preguntó Barney con brusquedad.

—Vigilé la fachada. Pero hay una escalera en el fondo que da a la calleja posterior. Deben haber salido por ahí.

—Y sin embargo, le dejó el gato antes de morir. ¿Por qué?

—El día de la muerte de Ingrid, yo volvía de hacer mis compras y encontré a una joven que nunca había visto antes, bajando las escaleras del lado del apartamento de Ingrid. Dije «buenos días» pero ella miró hacia adelante, ni siquiera sonrió, como si no me hubiera oído. ¡Me pareció muy preocupada! De manera que me fui a la ventana para verla subir a su coche, un descapotable nuevo, grande, color crema. Ella se marchó. No pude imaginar quién había estado visitando a Ingrid…

—¿Cómo era esa mujer extraña?

—Muy cuidada, bien vestida. De tipo conservador. Diría que una mujer de negocios, o con alguna profesión.

—¿El pelo?

—No recuerdo. Sí, me parece que lo usaba corto.

—¿Cuántos años tendría?

—Ya se lo he dicho. Era joven. Entre treinta y cincuenta.

Hasta Ed sonrió débilmente.

—De manera que usted subió y preguntó a Ingrid… —presionó Barney.

—Se equivoca. Ella bajó y me pidió que cuidara de su gato durante algunos días. Yo respondí: «Por supuesto que cuidaré a Charles. ¿Adónde va?», y ella respondió «Lejos. Es mejor que no lo sepa así no puede decírselo a nadie». Eso me sorprendió pero no dije nada, Ingrid parecía muy turbada. Y esa noche murió. De manera que no me cuente que se suicidó, ni que fue un accidente. ¿Por qué me dio el gato? ¿Y qué hay de esas pisadas pesadas, y el perrito y todo lo demás? Sostengo que fue asesinada.

Y yo digo, pensó en silencio Barney, que usted, anciana, jamás ha estado más acertada.

—La muchacha que la visitó debe haber sido Claire English —comentó Tollman cuando se hallaban en la acera.

—Quizás. Pero no necesariamente.

—Dijo que parecía una mujer de negocios…

—Y usted enseguida la vinculó con esa eficiente voz del teléfono. ¿Pero quién sabe lo que esta anciana vio, en realidad?

—No lo sé. Pero… pelo corto, traje a medida…

—Para mí, eso podría describir a una de esas muchachas que conciertan citas, fuera de su horario de actividad. Una mujer de negocios podría tener un pelo alborotado y trajes que fueran una bomba. —Entró al coche y se deslizó detrás del volante—. Si era Claire, pronto lo sabremos. Tenemos, sólo tres días de retraso. —Puso, el coche en marcha—. Verifique el mapa, Ed. Quiero la ruta más corta a Detroit.

Cuando entraron esa noche a un restaurante de la ruta, Ed expuso en palabras un pensamiento que hacía mucho sé le había ocurrido a Barney.

—Liz debe haber estado con ellos cuando mataron a Ingrid. Y ahora no pueden dejarla en libertad.

Barney revolvió con la cuchara su sopa de guisantes, en silencio. No se sentía optimista, pero Ed necesitaba que lo animaran.

—El ladrido del perro es una buena señal.

—¿Señal de qué?

—De que está viva y que probablemente la están tratando bien.

Ed le miró con agradecimiento.

—¿Cómo llegó a esa conclusión, Barney?

—¿Por qué no mataron enseguida al perro para quitárselo de encima? Es un perrito chillón, y ese tipo de animal puede ser un serio inconveniente, cuando se está en esas cosas. Además, es una revelación fatal de la identidad de su esposa. A pesar de todo eso, no lo han matado. De manera que deben querer algo de Liz, y podemos estar bastante seguros de que no le harán daño hasta obtenerlo.

—Pero ¿qué puede ser? —preguntó impotente Ed. Luego murmuró—. Como si importara. Sea lo que sea, cuando lo obtengan, también la matarán a ella.

Barney volvió a su sopa. Ed tenía razón.

Todavía estaba oscuro cuando entraron en Detroit. Encontraron la pequeña casa de madera del profesor Rodney Aiken, en un nuevo barrio recién construido.

Estaba aclarando cuando Barney llamó a la puerta. Se abrió hacia dentro con el impacto de los nudillos. Barney hizo bajar a Ed del coche, y juntos entraron a la pequeña casa.

En la cocina encontraron la cafetera llena y conectada a un despertador eléctrico para sonar a las 7 a.m.

—Registremos el dormitorio —dijo Barney.

La manta estaba arrojada hacia atrás y la almohada arrugada. Al lado de la cama, doblados sobre un sillón, había unos pantalones y una camisa blanca. Debajo de la silla un par de zapatos brillaban muy limpios y puestos en forma paralela, con unos calcetines planchados colgados de la punta.

—Soltero crónico —dijo Barney—. Y soltero de toda la vida, o jamás hubiera desarrollado hábitos tan meticulosos. ¿Qué es esto?

En la mesita de noche, al lado de un libro abierto, había un frasco de farmacia pequeño que contenía diminutas tabletas blancas. Barney lo levantó. El farmacéutico había escrito a máquina en la etiqueta «Para tomarse en la forma indicada» y el nombre «Rodney Aiken». Pero alguien, Aiken evidentemente había colocado una estrecha tira de cinta adhesiva alrededor de la botella y había escrito en ella con letras mayúsculas en caracteres firmes y masculinos: «Nitro».

—Tabletas de nitroglicerina —continuó Barney dejando la botella—. Un vaso-dilatador, usado por los cardíacos… Es fácil de comprender todo esto, Ed. Este hombre se levantó en algún momento después de haberse acostado… se levantó o lo despertó algo. No se vistió, porque sus ropas de calle todavía están aquí. Me huele a que emplearon la fuerza. Lo sacaron en pijama, o todavía está en la casa.

—He visto una puerta al salir de la cocina —dijo Ed. Se humedeció los labios como si tuviera la boca seca.

La puerta llevaba a una escalera que bajaba al sótano impregnado de un acre olor a aserrín. El sótano tenía un taller completo de carpintería: torno, sierra, cepillo mecánico, taladradoras eléctricas. Contra el cepillo mecánico estaba hundido un hombre en pijama, con mechones de pelo bordeando la cabeza calva. Los ojos vidriosos parecían saltarse de una cara congestionada e hinchada. Como los ojos, la boca estaba bien abierta; la lengua colgando afuera.

—Ya debería estar acostumbrado a esto —dijo Ed Tollman débilmente— pero en cierto modo no me he acostumbrado. Muerte, nada más que muerte. ¡Estoy harto de muertes!

—Tranquilo, Ed —respondió Barney. Ed tragó y se volvió. Barney estaba examinando el cuello del muerto. No podía encontrar indicios de estrangulación—. Parece como un ataque al corazón.

—Esa es una variante —comentó Ed.

—¿Pero por qué habría de salir de la cama a media noche para venir aquí? Vea como está retorcido ese pijama y puesto lo de atrás para adelante. No tenía el pijama puesto cuando murió, Ed. Se lo pusieron después de muerto, alguien que tenía demasiada prisa para fijarse en lo que estaba haciendo.

Se inclinó y comenzó a quitarle él pijama al hombre.

—Tendrá que ayudarme, Ed.

—No puedo —después de un momento de reflexión— por supuesto que sí. —Se acercó y levantó el torso y Barney le quitó la chaqueta del pijama—. ¡Dios mío! —exclamó Ed.

Había grandes marcas de piel ampollada debajo de las axilas del cadáver. Barney también le sacó los pantalones del pijama. El profesor tenía los genitales quemados.

Ed volvió a tragar…

—Parecen quemaduras eléctricas —dijo—. He visto muchas.

—¿Eléctricas? —Barney registró el sótano. Sacó un cordón eléctrico largo con un enchufe en un extremo. Al otro extremo le habían arrancado el portalámparas y la cinta aislante, dejando los alambres pelados.

—El maravilloso mundo de la ciencia —comentó Barney—. No era suficiente el viejo encendedor de cigarrillos… ¡Pobre tipo!

—¿Supone usted que él les ha dicho algo? ¿Sea cual fuere el objeto de las torturas?

Barney miró la macilenta cara de su compañero. Sabía en lo que estaba pensando Ed. Si Aiken les había dicho a sus torturadores lo que querían saber, entonces probablemente ya no necesitarían a Liz Tollman.

Pero Barney negó con la cabeza.

—Aiken era un profesor. Los profesores son tipos bastante sedentarios. Y este tenía algunos hábitos afeminados. No me parece el tipo de persona que guardara un secreto si se enfrentara con la tortura. Además, sabía que estaba enfermo del corazón. De manera que no se hubiera expuesto a que le torturaran; habría dicho inmediatamente lo que sabía… cualquier cosa que quisieran saber. Fue una mala suerte para el pobre individuo que no le creyeran. De manera que lo torturaron, y su corazón falló después de todo. Mi impresión es que nuestros amigos no se enteraron de nada y que Liz todavía está a salvo.

Vistieron el cuerpo y lo dejaron allí. Mientras se dirigían al coche, apareció una mujer de la casa vecina qué se agachó para recoger la botella de leche.

—Buenos días —dijo Barney acercándose.

La mujer se enderezó de prisa. Se arregló el pelo nerviosamente y alisó la arrugada bata.

—¿Podría decirme si Mr. Aiken tuvo visitas anoche? —preguntó Barney. Sonreía.

La mujer pareció aliviada.

—No lo creo. Oí trabajar su máquina del sótano después de media noche. No estaría trabajando si hubiera tenido compañía.

No, pensó Barney, no estaba trabajando. Alguien necesitó el ruido de la máquina para ahogar los gritos de Aiken.

La mujer comenzaba a entrar a su casa. Barney preguntó con suavidad:

—¿Ha venido alguien estos últimos días? ¿Una muchacha, por ejemplo, en un descapotable Lincoln color crema?

La boca de la mujer se endureció y Barney supo que la había perdido.

—No espiamos los asuntos de nuestros vecinos —dijo ella—. Excúseme. —Y entró en la casa.

Al salir de la ciudad Barney se detuvo en un teléfono público para informar a la policía de que había un hombre muerto en la dirección de Rodney Aiken. Colgó antes de que le hicieran preguntas; no podía permitirse que le detuvieran por haber descubierto unos cuerpos muertos mientras todavía había uno vivo que faltaba encontrar.

—Y ahora quedan dos —exclamó con amargura Ed mientras se dirigían al sur—, Liz y Claire English. Los otros ya no estorban.

—Y si Claire English estaba tratando de avisar a las víctimas, ya ha terminado. Volvamos para ver si ha regresado a su casa a descansar.

Un coche de la policía estaba parado frente al estudio fotográfico St. Louis. Barney y Ed pasaron caminando sin volver las cabezas. En el teléfono de una droguería, a una manzana de distancia, Barney marcó el número del apartamento de la mujer. Una voz masculina respondió:

—Hola.

—¿Está Claire?

—¿Quién llama?

—Un amigo.

—Tendrá que esperar, amigo, la llamaré.

Barney dejó la droguería con rapidez.

—La policía está allí —le dijo a Ed—. El hombre ha tratado de entretenerme mientras localizaba la llamada.

—Entonces la policía la tiene…

—No estoy seguro de eso. Veamos lo que dice nuestro amigo el diario.

La noticia principal del asesinato de Kiddoo era que no habían noticias. Un titular proclamaba «NO HAY INDICIOS EN EL MISTERIOSO ASESINATO». De acuerdo con lo que decía el diario, el ayudante de la fotógrafa, Arthur, se había atenido a la historia que Barney le había indicado… que llegó al estudio y había encontrado el cuerpo del hombre gordo. No se hacía mención a Barney ni a Ed; tampoco había ningún indicio de que la policía de St. Louis hubiera conectado el asesinato de Kiddoo con los de Colorado, Indianápolis, o Detroit. Barney emitió un suspiro de alivio; nada podría arriesgar más la vida de Liz que el pregón de la caza, de un hombre por toda la nación. La última línea de la historia le dio la información que buscaba: «Miss Claire English, la propietaria del estudio, todavía no ha aparecido».

Dobló el diario pensativo:

—Me pregunto por qué la English es tan arisca con los policías. Podría haberlos llamado para que la socorrieran en Colorado, Indianápolis, Chicago…

—A lo mejor pertenece al otro bando —respondió Ed.

—No es probable, teniendo el cadáver del conductor de la excursión en su estudio. Veamos, evidentemente no puede presentarse… —castañeteó los dedos de improviso—. ¿Sabe lo que haría yo si fuera ella?

—Me metería en un agujero aunque tuviera que arrastrarme.

—Sí. Pero sacaría la cabeza de cuando en cuando para ver si había moros en la costa. Veamos si podemos conseguir una habitación frente a su estudio.

Encontraron un hotel barato cuya entrada era un tramo de escaleras entre una librería y un restaurante. Barney pidió una habitación que diera a la calle.

—Le daré las tres-doce… No. Alquilé esa anoche. Le puedo ofrecer una en el fondo en el tercer piso. Tiene una buena vista… mejor que la del frente, en realidad.

Barney iba a marcharse, pero el registro abierto atrajo su mirada «Habitación 312, Clariss Engblom». Era demasiado parecido para ser coincidencia.

—Tomaremos la habitación del fondo —dijo Barney—. No tenemos equipaje, de manera que pagaremos ahora.

Subiendo las escaleras Barney le explicó a Ed lo que había visto en el registro. Hizo que Ed pasara por la habitación 312 llevándolo unas yardas por el vestíbulo.

—No queremos que huya… ¿Se le ocurre algo?

Ed estaba excitado.

—Deslice una nota por debajo de la puerta diciéndole quienes somos.

—¿Creería usted en una nota, después de todo lo que nos hemos encontrado?

—No, supongo que no creería. Le diré que las puertas tienen montantes, si es que sirve de algo.

—Ayúdeme a subir. Echaré una ojeada.

Barney vio una maleta abierta, que parecía muy costosa y fuera de lugar, sobre una cama ordinaria. Contenía cosméticos, ropa interior fina, y otros artículos de vestir igualmente costosos. En el borde de la ventana había un cenicero lleno hasta el tope de colillas de cigarrillos.. Pero no había nadie en la habitación.

De pronto, oyó el ruido de la ducha. Le hizo un gesto a Ed para que le dejara bajar.

—Está en el baño, duchándose. Quédese ahí para que no puedan verme desde el ascensor.

De su bolsillo sacó un cortaplumas con una pieza de acero flexible en lugar de hoja. Insertó el acero en el ojo de la cerradura y lo movió con cuidado, escuchando el seguro de la cerradura. La ducha producía un tranquilizador ruido de fondo. Esperaba que en cualquier momento cesara. Pero no fue así. La muchacha debía estar terriblemente sucia, pensó.

Al fin consiguió que la cerradura girara.

—Espere aquí, Ed. Si oye que alguien se aproxima, golpee dos veces, luego dos veces más. Si no, dentro de diez minutos, entre.

Sacó su arma, se deslizó dentro de la habitación, y avanzó de puntillas hasta el cuarto de baño. Abrió de pronto la puerta e instantáneamente se dio cuenta de que había caído en una trampa. El agua de la ducha caía a una bañera vacía, y una voz detrás de él dijo:

—No se mueva o disparo.

Era una voz femenina gutural, tranquila y convincente.

Barney permaneció inmóvil.

—¿Claire English?

—¡Como si no lo supiera!

—Me ha engañado, miss English —dijo con una sonrisa, volviendo apenas la cabeza— quiero decir, abriendo el agua de la ducha.

—Estaba a punto de bañarme cuando oí la cerradura. De manera que me oculté en el armario. Ahora no trate de enredarme en una conversación… ¡y no se mueva!

—Miss English, le explicaré porqué…

—… ¿mientras entran sus amigos? No, gracias.

—Soy Barney Burgess…

—Y si hace un movimiento cualquiera, o alguien entra por esa puerta, dispararé.

A Barney no le importó la vibración de histeria que detectó bajo la calma de la voz. Comenzó a sentir una picazón en la espalda, en la espina dorsal. ¿Qué sucederá cuando Ed, en cumplimiento de lo acordado abra la puerta y entre?

—Me tiene atrapado, compañera —dijo con indiferencia—. Me portaré bien.

—Si cree que con eso me hará bajar la guardia, olvídelo.

Pasaron treinta segundos. Barney comenzó a sudar. La mujer no tenía la menor idea de lo que debía hacer ahora:

—Supongamos que dejo el arma en el suelo y entro en el cuarto de baño con las manos en alto. ¿Le parece bien?

Silencio. Ella estaba examinando su sugerencia por si tenía una segunda intención.

—De acuerdo. Pero si cree que podrá volverse y disparar antes de que yo apriete el gatillo, le prevengo que lo olvide. Morirá.

Barney tuvo mucho cuidado. Se arrodilló y dejó el arma como si fuera un huevo, en el suelo. Se enderezó y con lentitud avanzó hacia el cuarto de baño, pulgada a pulgada.

—¿Puedo volverme? —preguntó deteniéndose.

—Sí, quiero verle la cara.

Fue un impacto para los dos. Ella estaba desnuda, y él advirtió enseguida que la muchacha había olvidado que estaba desvestida. La 32 de cañón corto en su mano izquierda comenzó a temblar.

Era la misma figura delgada que había visto, fascinado, repetida una y otra vez en los nichos de la pared de su estudio. Al parecer era cierto que había estado entrando en la bañera cuando lo oyó hurgar en la cerradura; gotas de agua brillaban en el vientre y en sus flancos y habían dejado huellas en sus piernas. Sus ojos eran de un color verde selvático, profundos como esmeraldas, con una vislumbre de precaución y un poco de miedo. Su actitud hubiera sido cómica en otras circunstancias. Quería cubrirse los puntos vitales, mientras una mano sostenía la 32 apuntándole. La otra mano hacía lo que podía, que no era mucho.

La cara que había estado en sombras en las fotografías, estremeció las entrañas de Barney. Era de una belleza trágica, de tipo griego… de aletas apasionadas, la nariz cincelada en mármol, labios de camafeo que armonizaban con la finura de la nariz, y un mentón que formaba una base perfecta. Barney comprendió la razón por la cual no la había fotografiado. Ningún estudio fotográfico hubiera hecho justicia al cuerpo y al rostro en el mismo marco; tenía que ser uno u otro, pues de otra manera no hubiera habido centro de atención.

La pequeña arma tembló un poco más.

—Tranquila —dijo Barney con sobriedad; se esforzó en mantener los ojos en el dedo del gatillo—. Mire, miss English, he estado buscándola…

—Ya ha encontrado a algunos de nosotros —respondió ella con una sonrisa amarga.

—Usted es la primera que encontramos viva.

—La pareja de viejos de Colorado, ese inmenso conductor…

—Pero está equivocada. Yo no los he matado. Soy detective privado. Estoy trabajando para el marido de Elizabeth Tollman… la turista de Chicago.

—No pensará que voy a creer eso. —Pero vio que sus ojos verdes titubeaban.

—Tengo papeles que lo prueban. —Hizo una tentativa de movimiento hacia el bolsillo, pero se detuvo, mirando el dedo en el gatillo.

No lo haga.

Levantó el brazo para juntarlo con el otro. Le dolían los brazos. Sentía el sudor correr por su espalda. La mujer estaba muy tensa. Su desnudez, su situación, toda la absurda situación era demasiado para que pudiera controlarlo. Tenía que hacer algo rápidamente para sacarla de la apurada situación. Y ahí estaba siempre Ed Tollman en el vestíbulo, esperando el momento de entrar.

—Miss English, esto es ridículo. ¿Qué quiere que haga, que me quede aquí mirando? Me hubiera encantado en otra circunstancia. Tengo alergia a las armas, y no me gusta la forma en que usted tiene esa.

Barney jamás había visto un sonrojo cubrir el cuerpo entero. Fue como si la rosada erupción de un bebé hubiera hecho presa en ella de pronto.

—¿Le importaría que le hiciera una sugerencia? —continuó él con suavidad—. Hagámoslo como los policías y los ladrones. Yo me doy vuelta, pongo las manos contra la pared del baño y permanezco allí con los pies bien separados. Eso permite que usted se acerque, tome mi billetera sin peligro de que salte sobre usted. ¿Qué dice?

Después de un momento ella asintió.

—Bien, hágalo.

Barney lo hizo como los policías y ladrones. El contacto de la mano de ella en su pecho le provocó mariposas en el estómago. Ella retrocedió y con más habilidad de lo que Barney le hubiera atribuido, mantuvo el arma frente a él mientras exploraba la billetera.

—Edward Tollman está conmigo —dijo—. Le he dejado en el vestíbulo. Entrará pronto —guardó, silencio—. Ahora que ha visto mis credenciales…

—¿Cómo sé que el verdadero Barney Burgess no está muerto en una zanja en alguna parte?

—¡Diablos! Ahí está mi fotografía.

—¿Y cómo sé que está foto es de Burgess? Es de usted…

Barney dijo con paciencia:

—¿Puedo cerrar la ducha? Me está salpicando los pantalones.

—Hágalo. Quédese en el baño.

Barney cerró la ducha y al hacerlo se empapó. Cuando se volvió ella había desaparecido. Oyó la puerta del armario. Reapareció un momento después, llevando con la mano derecha el cinturón de una bata de toalla blanca. La izquierda le apuntaba con el arma.

—Llame a su amigo —dijo Claire English—. Prevéngale que estoy armada.

Barney pasó frente a ella hasta la puerta de la habitación. Elevó la voz:

—¡Ed! Puede entrar. Despacio. La dama tiene un arma.

La puerta se abrió, y Ed Tollman asomó la cabeza dentro de la habitación con cautela. Se detuvo de improviso, mientras Claire salía del baño con la 32.

—Me ha atrapado con uno de los trucos más viejos —dijo Barney con timidez—. Miss English, Mr. Tollman. Ahora ¿queda todo aclarado?

Claire examinó la macilenta cara de Tollman como si estuviera haciendo un estudio preliminar para un retrato. Luego bajó el arma.

—Usted es el marido de Liz. Ella tenía su retrato.

Se dejó caer en una silla como una prenda de vestir desechada. El arma cayó al suelo. Sus hombros se estremecieron y comenzó a llorar. Y de pronto se estaba riendo.

—¡Oh, Dios! ¡Me sentía tan estúpida con esa arma y sin ropa!

Y luego todo era alegría, su preciosa cara renovada, con una esperanza resucitada.

—¿Pueden imaginarse lo que he pasado? ¿Qué pesadilla ha sido…? ¿Y qué maravilloso es no tener que seguir sola ya? Me siento como si hubiera encontrado un par de hermanos mucho tiempo perdidos. Hermanos, ¿quieren tomar una copa?