El director de «Alamo Tours» estaba sentado en una oficina con paneles de madera rodeado de figuras pre-colombinas y estampas mexicanas, piezas obviamente arregladas por un decorador de interiores. Era rechoncho, calvo y de piel oscura.
—Buenos días[1], señores. ¿En qué puedo servirles? —hablaba con acento mexicano.
—¿Puede darnos los nombres y direcciones de la gente que participó de su decimaoctava excursión de diciembre? —preguntó Ed Tollman.
La sonrisa estereotipada desapareció del rostro del director.
—¿Por qué? —La tonada mexicana desapareció y fue reemplazada por el característico acento tejano.
—¿Por qué no? —espetó Ed—. ¿Acaso sus registros son inventados?
Barney miró a Ed; el color grisáceo de su cara se había acentuado durante los dos días y una noche de viaje. Parecía desesperado. Barney a su vez también se sentía irritable, le dolía el estómago a causa de las grasientas hamburguesas y del pésimo café. Una llamada telefónica a la oficina de turismo no había conducido a nada; ahora estaban tratando de abordar personalmente al director.
—¡Por supuesto que no! —dijo éste con lentitud—. Pero tiene que haber una razón.
—La razón —respondió Ed—, es que una de las mujeres de la excursión ha desaparecido. La estamos buscando.
Los labios del director formaron un mudo «¡Oh!». Se levantó y salió de la habitación. Ed disparó a Barney una, mirada de triunfo.
—No ha sido tan difícil. No necesitaremos forzarlo más.
—Espere y verá —respondió Barney—. Cada director de oficina es un burócrata de alma. Usted lo ha puesto en movimiento. Se recobrará y comenzará a poner dificultades.
Por supuesto, el director volvió con las manos yacías. Caminaba con un contoneo que recordaba vagamente a un gallito joven.
—Me temo que no puedo darle esos nombres.
—¡Entonces, queremos hablar con el conductor que hizo la excursión!
Las pequeñas y cuidadas manos del director se cruzaron.
—El conductor ya no está con nosotros;
—¿Qué le pasó?
El director se puso de pie.
—Ustedes no pueden entrar a mi oficina para acribillarme a preguntas. ¿Quién demonios creen ustedes que…?
Barney entró en acción. Puso las manos en los hombros de Ed diciéndole:
—Tenga calma, Ed, —y volviéndose al director—: Mr. Tollman está alterado. Estoy seguro de que usted lo comprende.
—Francamente, no —respondió el director. Pero se sentó, observando a Ed con curiosidad—. ¿Por qué está alterado?
Barney se dirigió al escritorio y tomó una fotografía retocada, en un marco de plata. Mostraba una mujer de tez cetrina, algo canosa, en shorts y soutien, de pie al lado de un gran pescado.
—¿Es su esposa?
—Sí.
—¿Sabe dónde está?
—En casa, no comprendo…
—Este hombre —Barney señaló a Ed— no sabe dónde está su esposa. Póngase usted en su lugar. ¿Se sentaría usted a escuchar una cantidad de evasivas?
—¿Su esposa, dice?
—Hasta podría ponerse usted violento.
El director humedeció sus labios. Oprimió un botón y dijo por el intercomunicador:
—Traiga el registro de la decimoctava excursión de diciembre. —Luego abrió una caja de cigarros y les ofreció. Cuando el aire se volvió azul del humo, el hombrecillo se reclinó.
—Esa excursión me ha ocasionado una serie de problemas. Esa es la razón por la que me he puesto a la defensiva.
—¿Qué problemas? —preguntó Barney.
—Bien, antes que nada, uno de los del grupo fue muerto en México…
Barney miró a Ed:
—¿Lo sabía usted?
Ed negó con la cabeza.
—Liz nunca mencionó eso. Pero explica algo.
—¿Qué?
—Porqué no habló de la excursión,. Una cosa tan desagradable pudo estropearlo todo.
Barney se volvió al director.
—¿Quién fue?
—Un hombre joven llamado John Torrance Talbot. Por lo menos ese fue el nombre que dio.
Barney recorrió mentalmente las cartas de Liz. El único que parecía encajar era el que ella llamaba Cara de Piedra.
—¿Cómo lo mataron?
—Fue atropellado por un autobús en San Juan del Río, a la vista de todo el grupo. No, no hubo posibilidad de que se tratara de un crimen intencional. Por supuesto, el caso fue a parar a la policía mexicana, que de vez en cuando suele ser competente. Pero estaba el cadáver. Di el nombre que él me había indicado para notificar en caso de emergencia… siempre los pedimos a nuestros clientes… pero no existía tal persona. Su dirección particular resultó ser una lavandería pública. El estado de California no tenía registrado a ningún hombre llamado John Torrance Talbot. Tuve que ir hasta allá para encargarme personalmente del entierro. Eso se llevó la ganancia de la excursión.
—¿Y entonces despidió al conductor?
—No le despedí —el director se encogió de hombros—. Da lo mismo que se enteren de todo. El conductor no se ha presentado, a trabajar desde hace tres semanas. Ni siquiera su esposa sabía donde estaba. Al principio presentamos cargos criminales contra él, pues se había llevado la limousine de la compañía.
—¿La misma de la excursión a México?
—Sí. Cada conductor tiene asignado un vehículo de manera permanente. Esto se hace para darles una sensación de responsabilidad. De cualquier manera retiramos los cargos cuando se encontró el automóvil al lado de muestro garaje al día siguiente. Casi sin combustible, pero sin daño alguno. Sin embargo, el conductor todavía no ha aparecido.
Una mujer abrió la puerta, con cara azorada.
—¡Mr. Carmano, ese registro ha desaparecido!
—¿Desaparecido?
—He revisado todo el archivo, pensando que alguien podía haberlo puesto en un lugar equivocado. Pero no está allí.
—¡El robo! —exclamó el director—. Los problemas se presentan de tres en tres, señores. Hace un poco más de dos semanas alguien entró a mi oficina durante la noche. La cerradura fue abierta con ganzúa; ni siquiera nos hubiéramos enterado, si el ladrón hubiera cerrado la puerta con llave cuando se marchó.
—¿Lo denunció a la policía?
El director puso cara de amargura.
—Con la muerte de Talbot y la desaparición del conductor, ya tenía la policía de sobra. Además, no advertí que faltara nada. No se me ocurrió revisar el archivo.
Barney asintió. Un hombre muerto en México, otro con nombre y dirección falsos. Tres semanas atrás la desaparición del conductor. Dos semanas atrás un archivo robado. Ocho días atrás, Liz. Si encuentra las piezas perdidas de este rompecabezas y lo arma, allí estará Liz.
—Quizás…
El director estaba diciendo a su secretaria:
—Millie, haga lo siguiente: esa gente de la excursión nos escribió antes de venir. En el archivo de correspondencia encontrará sus cartas y las copias de nuestras respuestas. Haga una lista con sus nombres y direcciones y tráigamela. —Cuando ella se marchó, miró con el ceño fruncido a Barney—. ¿Alguna otra cosa?
—Dice usted que el conductor tiene una esposa. ¿Cuál es su dirección?
El hombre consultó una libreta al lado del teléfono.
—Mrs. Elbert Kiddoo, Laurel Tráiler Park.
Mrs. Elbert Kiddoo vivía en una roulotte descascarillada con tres niños muy rubios. El sol de Texas la había desteñido como a una cortina de chintz en una ventana. Dijo con una voz monótona y cansada que su marido volvería. No era la primera vez que se había marchado. Ella tenía mucha práctica en esperar.
Había un resabio de histeria en su voz que insinuaba que estaba más preocupada de lo que demostraba, pero Barney no lo podía afirmar.
—¿La policía todavía la está molestando? —preguntó con un tono de interés.
La cólera brilló en los ojos celestes de ella. Movió los delgados hombros.
—Han estado por aquí —respondió.
—Le aseguro que nosotros no tenemos nada contra él.
—¡Y a mí qué me importa! Métalo en la cárcel, si quiere. De todos modos, ¿de qué me sirve de esta manera?
A Barney le disgustaba seguir una investigación policial. Siempre ponía a la gente a la defensiva.
—Entiendo que su marido pesa trescientas libras.
—Doscientas sesenta.
—¿Pero todavía es ágil sobre sus pies? No es malo bailando… ¿eh?
Ella pareció sorprendida.
—¿Quién le ha dicho eso?
—No puedo revelar su nombre.
—Dígale a ese hijo dé… —De pronto su cara se humanizó y comenzó a llorar—. Ya no. puedo soportarlo más. Tres criaturas para alimentar, el bebé con cólicos… no puedo trabajar y cuidar a los niños al mismo tiempo. Si al menos hubiera venido a casa…
Barney le puso la mano en el hombro.
—No sabemos donde está, pero lo encontraremos. ¿Quiere ayudarme, Mrs. Kiddoo?
—He preguntado en todas partes, en los lugares que suele frecuentar, sus amigos, su familia. Nadie le ha visto.
—¿Tiene una fotografía de él?
Ella se dirigió a la parte de atrás de la roulotte, secándose los ojos con el delantal. Volvió con la fotografía de un hombre que era más bien grande que gordo. Estaba de pie con una mano en el capot de una brillante limousine, con aire de propietario.
Barney se metió la foto en el bolsillo, le dijo a la mujer que no se preocupara, y se marcharon.
Cuando estuvieron otra vez en el camino, Ed movió la cabeza con admiración.
—Tengo que felicitarlo, Barney. La forma en que logró encolerizarla, luego preocuparla y después hacerla llorar. ¿Qué técnica usa con los hombres?
—Hombres o mujeres, no hay diferencia. Todo el mundo está lleno de preocupaciones y problemas. Siga la línea de sus problemas particulares, y parta de ahí. Si conoce la naturaleza humana, no puede fallar. Todos los vendedores con éxito utilizan el mismo truco. —Se, dirigió a la carretera—. Revise esa lista que el hombre de la excursión, Carmano, nos dio. ¿Quién está más cerca?
Ed extendió una hoja escrita a máquina.
—Maynard y Susan Barton, Rural Route 2, Corby, Colorado.
—La pareja de viejos jubilados, Fibber McGee y Bess Truman. Nos detendremos en un hotel si está cansado.
—No podría descansar. Sigamos.
Abajo, en el valle, una aldea se extendía entre sombras. Las alejadas cimas cubiertas de nieve se veían color salmón en el sol poniente. Una entrada de grava conducía a través de un portón donde se leía una tosca tablilla: «LOS BARTON». Una vieja casita de madera se apretaba un poco más lejos tras aromáticos pinos.
—¿Para qué demonios quisieron ir a México cuando viven en un lugar como éste? —preguntó Barney—. Pero supongo que los ángeles se cansan del Paraíso. ¿Hay alguien en casa?
No había ningún automóvil en el pequeño garaje. La puerta de la entrada tenía cerrojo y estaba cerrada con candado.
—Un candado nuevo —dijo Barney—, es curioso.
—Quizás —respondió Ed— los Barton estén haciendo otra gira.
—Registremos las ventanas.
Todas las ventanas tenían las persianas corridas menos una que daba a una anticuada cocina. Un ramo de espuelas de caballero se marchitaba en un florero. Platos sin lavar llenaban el fregadero.
—Por lo general la gente no deja platos sucios cuando sale de viaje, —dijo Barney—. Traiga la palanca de las cubiertas del coche, Ed, y forzaré esta ventana.
—¡Espere! —Ed señaló un delgado alambre aislado que corría entre la moldura de la ventana y el marco. Su dedo lo siguió hasta donde se introducía en la casa—. Si usted levanta esa ventana, Barney, cortará una conexión.
—Usted es el electricista.
Ed se encogió de hombros.
—Podría estar conectada a una bomba.
—No hay más que una forma de averiguarlo —respondió Barney.
Localizaron un rollo de alambre en el garaje y lo engancharon al de la ventana. Desenrollando como veinte yardas, Barney se colocó detrás de un árbol y tiró. Estaba preparado para una explosión, pero no sucedió nada. Después de dos minutos Ed salió de atrás de otro árbol y examinó la ventana. Escuchó por un momento, luego volvió.
—Ha puesto en marcha algún mecanismo dentro de la casa. Me parece que es un dispositivo de señales.
—Barney hizo una mueca.
—Ocultaremos el coche, nos cubriremos y veremos quién ha colocado la alarma.
Estacionaron en el monte a cien yardas del camino, luego se ocultaron detrás de una mata de siemprevivas, al lado de la entrada. Descendía un aire frío de las cumbres como un torrente de montaña, y comenzaron a tiritar.
—¿Cuánto tendremos que esperar? —preguntó Ed—. Ya ha pasado una buena media hora.
—Alguien se está acercando.
Había aparecido un coche en el camino de abajo, los faros rastreaban aquí y allá como busca-huellas, mientras tomaba las curvas del camino. Continuó la última media milla con las luces apagadas y se detuvo frente al portón haciendo chirriar los neumáticos. Barney sacó su arma.
Durante un minuto no sucedió nada. Luego de pronto un poderoso faro brilló desde la parte superior del coche. Comenzó a recorrer la casita mientras una voz desde abajo, por altavoz, conminó:
—¡SALGAN CON LAS MANOS EN ALTO!
Barney suspiró. Estaba riéndose.
—Nos hemos conseguido un policía.
—Entonces no hay problema.
En ese momento la luz del faro de desvaneció. Una figura delgada vestida de kaki descendió del coche y caminó hacia la entrada proyectando la luz de la linterna ante sí. Pasó a diez pies de los hombres ocultos, y vieron el arma en su mano derecha. Barney apretó el brazo de Ed, advirtiéndole que permaneciera callado; había aprendido que era mejor no sorprender a los hombres que llevan armas. El policía se acercó directamente a la ventana alambrada, la estudió por un momento, luego dirigió la luz de la linterna a la cocina.
—El problema es —murmuró Barney— cómo hablarle sin que nos dispare.
—Podríamos marcharnos, —susurró a su vez Ed.
—¿Sin descubrir a dónde fueron los Barton?
—Quiero decir, buscar el coche y entrar como si acabáramos de llegar.
Barney se encogió de hombros.
—No creo que se trague eso… no es un campesino tan tonto si ha montado ese dispositivo. Pero podemos probar. Por lo menos nadie saldrá lastimado.
Se arrasaron fuera del camino hacia el monte, subieron a su coche, y lo condujeron hasta colocarlo al lado del otro automóvil. La palabra «sheriff» decoraba su puerta en letras de un pie de altura. Mientras Barney y Ed descendieron de su coche, la luz proyectada les dio en los ojos.
—Quédense donde están, muchachos —dijo una voz cascada desde dentro del automóvil del sheriff—. Y digan a qué han venido.
—Hemos venido a ver a los Barton —respondió Barney—. ¿Están en su casa?
La luz permaneció sobre ellos durante otros treinta segundos. Luego se apagó.
—¿Tiene permiso para llevar esa arma, hijo?
Barney pensó con rabia: doscientos dólares por un traje especialmente cortado y ¿qué beneficio me reporta? Me confunden con cualquiera…
—Sí. Soy un detective privado de Chicago.
—Tráigala aquí, hijo. Camine despacio. Tengo una cuarenta y cinco apuntando a su estómago.
Barney sacó con mucho cuidado su billetera y se adelantó hacia el otro coche. La boca del arma estaba apoyada en el marco de la ventanilla y era él rasgo dominante de la personalidad del sheriff por la luz del panel del coche, Barney vio una cara delgada, larga, como la del «Grandfather Fox». Una mano tomó la tarjeta y la sostuvo debajo de la luz del panel. El sheriff gruñó.
—Su licencia es válida para Cook County, hijo. No están en Cook County. Deme el arma, la culata primero.
Barney obedeció, moviéndose con lentitud.
—Ahora dé la vuelta por el otro lado de mi coche y suba. Volveremos a la ciudad. Su amigo puede conducir el otro automóvil. —El viejo se volvió a Ed—. Usted primero. Continúe delante de nosotros hasta que lleguemos a la ciudad. Si yo hago guiños con mis luces, para el coche y espera.
Mientras andaban por el camino serpenteante, el sheriff le dijo a Barney con afabilidad:
—No han tratado de entrar en la casa, pero han hecho sonar mi alarma. ¿Cómo sucedió?
—Queríamos saber quién aparecía.
—¿Por qué?
Barney había descubierto que con los rudos y viejos policías como este sheriff, la mejor estrategia era no emplear estrategia alguna. Le refirió al viejo toda la historia de la desaparición de Liz Tollman. El sheriff conducía en silencio. De pronto hizo pestañear las luces y arrimó el coche a la cuneta. Delante, las luces traseras del coche de Ed brillaron mientras éste se detenía instantáneamente.
—Han llegado dos semanas tarde para ver a Maynard Barton y a su esposa. Se despeñaron. —Señaló la barandilla; donde él apuntaba se veía golpeada e inclinada hacia afuera—. Tuvimos que recoger los restos en canastos.
Barney atisbo por encima del borde. Parecía que el abismo no tenía fin. Se volvió, con un escalofrío.
—¿Accidente?
—El laboratorio de la Policía Estatal verificó lo que quedaba del coche. Encontró rastros de pintura de otro coche en la puerta del lado derecho. Un Buick negro último modelo. Las huellas de los neumáticos en el pavimento nos informaron que los Barton fueron empujados. Fue asesinato y premeditado. No hay otro lugar en este camino donde se pueda estar más seguro de matar a alguien.
Hizo señas con las luces otra vez y ambos coches continuaron su marcha.
—El viejo Barton estaba jubilado, no tenía muchos años más de vida, de cualquier manera. Sus esposa, Sue, supongo que habría deseado, marcharse con él si hubiera podido elegir. Los conocía a los dos desde hace cuarenta años, motivo por el cual me indigné tanto cuando huyeron los asesinos. Pensé en tomar vacaciones y tratar de seguirles el rastro, pero parece que usted está en la misma huella. Le diré lo que yo se y usted cumpla con su cometido. Pero cuando los encuentre, hágamelo saber.
—Trato hecho —dijo Barney—. ¿Qué es lo que usted sabe?
—Se lo diré en mi oficina.
En su oficina junto a la cárcel de condado, el sheriff sacó una fotografía de cuatro por cinco del desastre. Barney había visto muchos accidentes, pero éste era una pesadilla; una confusión de pedazos de metal casi hechos una pelota; dos cuerpos mezclados y cortados por el acero mellado y vidrios rotos al punto de no poder distinguir un cuerpo del otro. Ed echó una mirada a la foto y se volvió, presa de una arcada; tenía la cara verde.
—El baño está al fondo del vestíbulo —dijo el sheriff.
Ed salió de prisa. Barney preguntó:
—¿Puede darme esta fotografía?
—¿Para qué?
—La gente a veces tiene vergüenza de hablar. Quiero mostrarles la especie de alimañas que estamos buscando.
—Muy bien —respondió el sheriff. Se acomodó, enderezándose en su silla giratoria—. Maynard me llamó la noche en que les mataron y me dijo que había unos hombres acechando en los montes cerca de su casa. Imaginaba que esperaban a que oscureciera. Le dije que apagara las luces y tuviera a mano el rifle cargado hasta que yo llegara. Fui hasta allá, pero él y Sue habían desaparecido, la casa estaba abierta, no estaba el coche. Pensé que se habían ido por temor.
»Emprendí el camino de regreso a la ciudad y esta vez advertí la barandilla rota. Por radio pasé la noticia del desastre y pedí una ambulancia, descendimos al barranco y encontramos lo que ve en esta fotografía.
»Luego regresé a la casa de Maynard. Había sido registrada mientras yo estaba en él barranco. Pedí un hombre del laboratorio para que investigara. No encontró huellas dactilares, explicó que era un trabajo de profesionales. Habían usado las herramientas que utilizan los ladrones para abrir cajas fuertes. Pero parecía que no habían encontrado lo que buscaban. Tampoco habían abandonado la búsqueda de improviso; todo había sido verificado.. Pensé que podrían volver, de manera qué instalé mi alarma.
»Tres días después me llamó una mujer por teléfono, preguntándome si sabía dónde estaban los Barton. Había estado tratando de localizarlos…».
Ed Tollman habló desde la puerta; el color de su cara había mejorado.
—¿Era una voz nerviosa, como autoritaria?
El sheriff le miró:
—Sí, diría que un poco autoritaria.
—¿De dónde llamó?
—Colgó antes de que pudiera preguntárselo. Pero rastreé la llamada. Era de un teléfono público en una droguería de Kansas City.
Ed asintió.
—La misma mujer me llamó a mí desde Kingdom City. A unas cien millas o algo así de Kansas City.
El sheriff se volvió a Barney.
—¿Qué dice a eso, Burgess?
—Puede haber llamado para asegurarse de que los viejos estaban muertos. O para prevenirlos. —Barney se dirigió a Ed—. Veamos esa lista de turistas.
La dama fotógrafa, Claire English, era de St. Louis. Sería su próximo objetivo.
Será mejor que nos pongamos en marcha, sheriff. Ahora los asesinos nos llevan más de una semana de ventaja.
Conduciendo más de prisa de lo permitido por la ley, llegaron a St. Louis. El apartamento de Claire English estaba cerrado con llave, lo mismo que su estudio.
—¿Y, ahora qué hacemos? —preguntó Ed.
—Alguien, en alguna parte, debe estarse preguntando dónde está… sus amigas, parientes, la gente que trabaja para ella. Todos habrán verificado ya los lugares obvios.
Por el superintendente del edificio se enteraron de que el ayudante de la mujer fotógrafa tenía una llave del estudio. Vivía en el tercer piso de una vieja casa de pensión. Allá se dirigieron.
A pesar de que era casi mediodía, el martilleo de Barney en la puerta sólo provocó gruñidos soñolientos. Continuó llamando y una voz afeminada balbuceó:
—Un momento, maldita sea. —Esperaron.
Por fin abrió la puerta un esbelto joven de pelo rojizo y ondulado. Vestía una bata de seda color azafrán pálido y fumaba un cigarrillo de una boquilla larga de marfil. A Barney le pareció que tenía los ojos pintados.
—Estamos buscando a Claire English.
El rostro del joven hizo un gesto de mimosa decepción.
—Miss English no está en la ciudad. El estudio está cerrado.
—¿Dónde ha ido?
—No tengo la menor idea. —Estaba tratando de cerrar la puerta contra la mano de Barney—. Por favor…
Barney empujó. La puerta se abrió de pronto como una catapulta lanzando al joven al interior de la habitación. Tropezó en una alfombra y cayó, la bata alrededor de sus muslos flacos.
—No pueden… no pueden…
Barney empujó a Ed adentro y cerró la puerta.
—Bien, ahora dígame dónde está.
El joven se incorporó, apretando la bata contra su cuerpo. Dijo de mal humor:
—No lo sé. Una mañana fui a trabajar y encontré el estudio cerrado con llave.
—¿Cuándo sucedió eso?
—Hará dos semanas.
—¿Cuándo exactamente?
El muchacho humedeció sus labios rojos.
—Hizo una semana el jueves pasado. Hace doce días.
Barney frunció el ceño. Eso fue el día antes de que el sheriff recibiera esa llamada telefónica de una mujer desde un teléfono público de Kansas City, preguntando por el matrimonio Barton.
—¿Llamó a la policía?
—Por supuesto qué no. ¿Por qué habría de hacerlo? Miss English tiene treinta años y puede ir y venir cuando le plazca.
Barney sacó la fotografía del accidente de los Barton de su bolsillo y la puso debajo de la nariz del joven. Él la miró, tragó y se volvió de prisa.
—¿Qué es usted, un sádico o algo por el estilo? ¿Piensa que eso tiene que significar algo para mí?
—Su patrona conocía a esta gente. Fueron asesinados. Buscamos a los hombres que lo hicieron.
—No sé nada de la gente asesinada. De cualquier manera, ¿qué espera que haga yo?
—Puede abrir el estudio.
—¡Oh, no! No puedo hacer eso. Miss English se pondría…
—Entonces tendremos que llamar a la policía. ¿Ha visto alguna vez como queda una casa que ha registrado la policía? Todo tirado, negativos, películas, productos químicos…
—El joven se enfurruñó.
—Oh, está bien. Es usted un delator… eso es lo que es usted. Espere afuera hasta que me vista.
El muchacho hizo girar la llave, luego abrió la puerta del estudio. Percibieron como un soplo de muerte y podredumbre.
El muchacho se echó hacia atrás como si acabara de encontrar una víbora.
—¡Oh, Dios mío!
Trató de volver al hall. Barney le cogió del brazo.
—¿Dónde está la cámara oscura?
El joven señaló hacia la dirección correcta, impulsado por Barney. Abrió la puerta de la cámara oscura y el hedor salió en oleadas. Barney oyó a Ed abandonar el lugar; el ayudante amanerado se desmayó. Barney lo dejó caer, y tratando de no respirar, abrió el armario del depósito. La sangre estaba coagulada sobre las paredes y en los montones de papel fotográfico. Un hombre como un globo estaba acurrucado en posición fetal sobre el piso del armario, tan hinchado que las costuras de su uniforme azul marino se habían abierto. Barney trató de arrastrar el cuerpo afuera; era demasiado, pesado.
—Écheme una mano, Ed.
Entre los dos arrastraron el cuerpo fuera de la cámara oscura. Barney encontró un agujero del grosor de un dedo en la nuca; la cara era un cráter rojo-negruzco. Las manchas del armario le dijeron qué el hombre había sido herido a corta distancia mientras estaba de pie en el armario.
Con cautela, Barney le sacó la billetera del bolsillo interior.
El carnet de conducir confirmó lo que había imaginado: Elbert Kiddoo, San Antonio, Texas. Barney estudió el cuerpo, estimando el tiempo que habría pasado dentro del atestado armario. Menos de una semana, más de tres días. Y hacía doce días que Claire English se había marchado.
—Dejemos entrar un poco el aire aquí —dijo.
Cubrió el cuerpo del conductor de la excursión con un paño negro de fotografías y comenzó a abrir las ventanas. Luego llevaron al ayudante al cuarto de baño. Ed echó agua fría en la cara del inconsciente joven.
—¿Qué le hizo pensar en la cámara oscura, Barney?
—Parecía el lugar lógico para registrar.
El ayudante volvió en sí, farfullando. Barney se inclinó sobre él.
—Oye, tú, ¿cómo te llamas?
—Art… Arthur.
—Bien, Arthur mariquita, alguien trasportó a un hombre todo el camino hasta aquí desde Texas, para matarlo en la cámara oscura de tu patrona.
—No comprendo…
—¿Quién te pide que comprendas? Bien, los individuos que le metieron allí están buscando algo. Quiero que revises y me digas si falta alguna cosa.
—¿Tengo que… volver ahí dentro?
—Por supuesto.
—No puedo.
—No tienes que mirar el cuerpo. Lo he cubierto. Además no hay nada que ver. Ha perdido la cara.
Arthur tuvo náuseas, y ellos esperarme
—Vamos, Artie —insistió Barney—. Hazte la cuenta que entras en una carnicería.
Arthur volvió a tener náuseas.
—El olor…
—He abierto las ventanas —Barney puso su mano debajo del brazo del joven y lo levantó sobre los pies—. Puedes ponerte un pañuelo en la nariz.
Arthur sacó dócilmente un pañuelo y se lo aplicó en la nariz más bien prominente. Se dio valor.
—Muy bien —dijo—, si usted insiste.
Encontraron pruebas de una experta búsqueda. Los paneles habían sido sacados y vueltos a poner en su lugar a martillazos. Pequeños rasguños indicaban dónde habían sido forzados los cajones y cerrados nuevamente. Una ocasional hoja arrugada en los archivos testificaba que también habían sido registrados.
Barney trató de reconciliar la investigación subrepticia con el hecho de que el cuerpo había sido dejado en el local. Probablemente era demasiado pesado para sacarlo, pensó. Se preguntó también, si el conductor había sido muerto antes o después de la búsqueda; y en cualquier caso, ¿por qué? Y lo más importante de todo, ¿habían encontrado lo que buscaban?
Siguió a Arthur a la oficina privada de Claire English. Estaba alfombrada y lo que más destacaba era un escritorio de línea moderna. Mientras Arthur buscaba en el escritorio y gabinete del archivo, la mirada de Barney fue atraída por una serie de desnudos femeninos que ocupaban un nicho iluminado en la pared.
—¿Quién sacó esas fotos?
—Miss English —respondió Arthur.
—Es muy buena fotógrafa. —Las fotos eran de una mujer delgada posando en distintos ambientes al aire libre: sobre yerba crecida al lado de un arroyo, en un ciénaga del bosque, con chorros de luz cayendo sobre la figura desnuda—. Pero es a la modelo a quien me gustaría conocer.
—Son retratos de ella misma—respondió Arthur.
Barney estaba fascinado por la flexible y pura belleza de la figura. No había carne superflua; todo el cuerpo era funcional.
—¿Quieres decir que ella tomó esas fotos de sí misma?
—Sí. Utilizó un disparador automático.
—¿A qué precio las vendé?
—No están en venta —respondió Arthur con un tono ultrajado, como si Barney hubiera preguntado el precio del Monumento a Washington.
Barney trató de reconstruir la escena en su mente: Claire English… Miss Figurín, como la había llamado Liz Tollman… saliendo al campo, quitándose la ropa, preparando su cámara, corriendo a posar, sacando fotos, todo con el fin de colgarlas en su despacho privado, para su propio placer. Jamás había conocido esa forma de narcisismo. Estudió las fotos con atención y advirtió que invariablemente la cara estaba oculta, por una sombra, por un sombrero, una rama con hojas, o por el pelo.
—¿Qué aspecto tiene? Me refiero a su cara…
—Dicen que es preciosa —respondió Arthur— pero en realidad no puedo ser juez, siempre he pensado que sus rasgos son más bien mordaces, pero supongo que es porque ella con frecuencia es mordaz conmigo. —Y Arthur se rió de su pequeña broma. Luego agregó—: Su pelo es de color rubio oscuro. Personalmente, creo que se tiñe.
—Si tú dices que se tiñe —contestó Barney—, apuesto yo mi último dólar a que lo hace. Entiendo que gasta mucho dinero en ropa.
—Bien, desde luego. Es una mujer de negocios y de las buenas. Con una clientela de primera clase. Podría mostrarle fotografías de personalidades… importantes… ¡Oh! ¡Han desaparecido…!
Los ojos de Barney se entornaron. Arthur estaba mirando con pánico un espacio vacío en uno de los cajones del archivo.
—¿Qué es lo que ha desaparecido, Arthur?
—Los estudios que hizo en la excursión a México. Había cientos.
Barney miró a Ed Tollman, que estaba de pie en la puerta escuchando en silencio.
—¿Estudios de qué?
—Oh, escenas, nativos, la gente que viajaba con ella…
—La gente con quien viajaba —dijo Ed—. Eso es, Barney. Eso es lo que están buscando.
Barney asintió.
—Y están visitando a todos los excursionistas. Al principio visitaron a Kiddoo, el conductor para hacer las identificaciones. Cuando encontraron estás fotos aquí, ya no lo necesitaron. Daría lo que no tengo por saber lo que sucedió en esa excursión.
—No están visitando a todos los excursionistas —replicó Ed—. No visitaron a los Barton. Los mataron. Y luego mataron al conductor de la excursión. ¿Y eso adonde deja a mi mujer?
—En sus manos —Barney evitó la obvia respuesta de que Liz Tollman bien podría también, estar muerta—. Deben retener a Liz por distintas razones. Así lo espero, —pensó, y se volvió a Arthur, que estaba escuchando con avidez—. Ahora nos marchamos Arthur, mariquita. No podemos permitirnos demoras en este momento, de manera que danos una media hora para alejarnos cuando salgamos de aquí, antes de llamar a la policía para informarles sobre esa ballena varada que hay ahí dentro, ¿comprendes?
—Oh, comprendo —respondió Arthur con rapidez.
—Es mejor así. La policía te preguntará cómo encontraste el cuerpo. Diles que, no habiendo sabido nada de Miss English, viniste al estudio a ver si había alguna novedad. Y no digas una palabra de aquel señor ni de mí, ¿comprendes eso?
—Oh, sí —respondió Arthur, aún más rápidamente.
—Si lo haces —volvió a decir Barney— volveré y te haré algo muy feo. Muy feo, Arthur. Lo que yo te haga podría sacarte de «circulación», por un tiempo largo… muy largo, y eso no te gustaría, ¿verdad Arthur? ¿Perderte todo lo divertido que tiene la vida?
—Usted no haría eso —gimoteó Arthur, abrazándose a sí mismo.
—Ponme a prueba. Y recuerda, lo mejor tratándose de la policía es no dar información voluntaria. Limítate a contestar a sus preguntas y recuerda que debes mantenemos al margen de esto.
Cuando partieron, Arthur seguía abrazándose.
Cuando estuvieron en el camino Barney comentó:
—Podíamos detenemos a descansar, Ed.
—¿Usted podría descansar?
Barney rió.
—No.
—Yo tampoco, después de haber visto a ese conductor. Nunca pensé que me alegraría de ver a un hombre muerto y sin embargo me he alegrado. Pensé que habíamos encontrado a Liz. —Ed se estremeció.
Pocas millas después dijo…
—He estado pensando, Barney. Usted podría ir a ver a esa bibliotecaria de Indianápolis, mientras yo me encargo del profesor en Detroit.
—¿Y si se encontrara allí con los asesinos?
—Esa es la idea —respondió Ed indiferente.
—¿Solo? Probablemente sean tres. ¿Podría manejar a tres maleantes y liberar a Liz al mismo tiempo?
—La policía…
—¿Por qué cree que no he llamado antes a la policía pidiendo ayuda? No podemos mezclar a la «poli» antes de que su mujer esté fuera de peligro.
—Tiene razón, Barney. —Ed trató de relajarse; se reclinó en el asiento. Barney lo observó mientras Ed intentaba distenderse.
—Inspire profundamente, Ed. Y no piense en nada. Sólo concéntrese en respirar, como si hubiera estado medio ahogado.
Diez minutos después Ed roncaba.
Barney tragó una pastilla, encendió un cigarrillo y puso la radio en tono bajo.
Era su séptimo día de conducir.