Barney Burgess era uno de los pocos detectives privados que tenía el aspecto que la gente piensa que deben tener los detectives privados, de acuerdo con la vasta experiencia que dan las películas y las series de televisión. En la vida real, la mayor parte de los detectives poseen una cintura de 46 pulgadas y una gran cantidad de libras, lo que es mucho peso aún para sus grandes pies; son casados, tienen una numerosa prole y luchan para cumplir con las cuotas de la hipoteca y de los préstamos y probablemente no han empuñado un arma desde tiempo atrás, cuando vestían el respetable uniforme azul de la fuerza policial. Sus casos, en general, se reducen a seguir las huellas de maridos desertores, o a obtener las pertenencias, mediante fotografías, de esposas descarriadas, a vigilar a algún miembro de una familia opulenta afectado de cleptomanía, o a inmiscuirse en algún pequeño e inofensivo espionaje industrial.
Barney era distinto. Por lo pronto, tenía permiso para llevar arma, la limpiaba con regularidad, y en general, la usaba con más frecuencia de lo conveniente en una sociedad amante de la paz. Esto se debía a su clientela, de la cual cuanto menos se diga, mejor. También se parecía a sus colegas de la TV, pero de otra manera. Tenía treinta años, soltero, le gustaban las muchachas hermosas y su vida sexual era más que satisfactoria. En las sastrerías, buscaba los trajes especialmente cortados, sin hombreras, corbatas de seda y zapatos terminados a mano. Físicamente parecía haber surgido del más próximo aparato de televisión en color: alto, con los hombros naturalmente anchos, sin ayuda externa, ojos azules soñadores que sin embargo lograban verlo todo, pelo rubio oscuro, ondulado, y la piel tostada a causa de la continua exposición a las lámparas solares del gimnasio; poseía el tipo de cara que los anuncios comerciales de cigarrillos hicieron popular, hermosa, pero en cierta forma, fea. A lo Humphrey Bogart.
La verdad era que Barney. Burgess se había modelado a sí mismo según Humphrey Bogart. Cuando era un adolescente se había sentido obsesionado por los recios infantes de marina de la familia, pero así como otros muchachos fueron persuadidos,; por las películas de guerra a dedicar sus vidas a la Infantería de Marina de los Estados Unidos, Barney prefirió los misterios tipo Bogart y resolvió convertirse en detective privado. Así: fue como salió al mundo y se convirtió en uno de ellos. Un caso más de la vida imitando al arte.
Pero la imitación no era hueca y rellena de paja. Barney era en verdad un tipo muy recio. Había nacido así, y ninguna otra vida le habría satisfecho. En ciertos aspectos superó a la pantalla. Su oficina estaba en su apartamento. No tenía una muchacha de curvas opulentas para los viernes; las mujeres eran para los ratos de ocio y él era un hombre de negocios. También tenía una veta sentimental que algunas veces le molestaba.
Ed Tollman le molestó. No era, obviamente, un típico caso para Barney, sino un individuo trabajador con un gran problema quien probablemente pensaría que cien dólares era una tarifa alta. No eran buen negocio clientes cómo Tollman.
Sintiendo pena por el individuo, Barney dijo con tono sarcástico:
—De manera que su esposa hace seis días que se fue y usted está resentido con la poli —hasta hablaba como Bogart.
Los hombros de Ed se levantaron en una actitud de puercoespín.
—El detective sargento Frannie me dijo que no podía dedicar ningún agente regular al caso, sin evidencia de un crimen. Me aconsejó que contratara a un detective privado y me recomendó a usted.
—¿Por qué a mí? —¡Como si Barney no lo supiera! Frannie lo odiaba; todos los policías lo odiaban, porque no quería entrar en su pequeño juego de acomodo «tu me rascas a mí y yo a ti» y esta era la mezquina manera que tenía Frannie de retribuirle, enviándole a este cornudo de ojos asombrados por las travesuras eróticas de su mujer.
—Me dijo que usted es muy hábil en esto de encontrar gente.
Hermano, musitó para sí Barney mientras se repantigaba en su mullida silla de cuero, no sabes lo afortunado que eres de haberte librado de ella. Probablemente en este mismo momento se está entregando a las caricias de un Casanova, gozando de cada minuto. Sin embargo, Ed Tollman quería que volviera. ¿Por qué? Ella no era más que un conglomerado de ojos, nariz, boca, pelo, pechos, muslos… hecha del mismo material que cualquier otra mujerzuela.
—Quiere que yo la encuentre…
—¡Por favor!
¿Este individuo no lo sabía…? ¿O no quería saberlo?
—¿Y luego qué? —preguntó Barney.
—No comprendo, Mr. Burgess.
—Liz vuelve a su casa… ¿Y? ¿Todo está perdonado?
Lo curioso de ésto, reflexionó Barney, era que el individuo parecía sincero.
—Usted habla como la policía —respondió Ed Tollman con voz colérica—. Me dijeron que volvería por la mañana, como la mayor parte de las esposas desaparecidas. Bien, pero no volvió… ni esa primera mañana ni las otras cinco, Sólo puede haber una razón para eso, Mr. Burgess. No pudo volver.
Aparentemente no se le ocurrió al tonto que ella podría no querer volver. Con todo, ese detalle del trozo de pan caliente…
El hombre parecía agotado. Había manchas debajo de sus ojos, como de fina ceniza. Fumaba nervioso, encendiendo un cigarrillo, aplastándolo en seguida contra el cenicero, u olvidándolo mientras sé quemaba hasta el filtro… actuando en la forma en que actúa un individuo cuando su mujer lo ha abandonado.
De pronto a Barney Burgess se le ocurrió una idea: ¿estará actuando como lo haría un hábil actor si hubiera hecho desaparecer a su mujercita?
Y de pronto Barney se interesó. Se sintió atrapado, así lo calificó. Era su maldita curiosidad, una debilidad que con frecuencia deploraba. Había descubierto que la curiosidad no traía beneficios, sino problemas. La curiosidad no era negocio. Se sonrió para sí. Quizás yo sea un artista, pensó y luego sin más le dijo a Tollman:
—Muy bien, ha tenido seis días. ¿Qué ha hecho?
—¿Que qué he hecho?
—Sí. Ha registrado el vecindario, ha telefoneado a sus amigas, a su oficina, a los hospitales, a la policía. ¿Y luego? ¿Se ha sentado cómodamente a esperar?
El rostro de Ed Tollman enrojeció.
—La policía me dijo que me mantuviera a la expectativa.
—¿Por qué?
—Para poder hacer identificaciones. Anteayer me hicieron ver un cuerpo que extrajeron del río.
Barney sacó una botella de White Horse y un vaso.
—¿Y durante ésos seis días no salió de su casa ni anduvo por las calles mirándoles el rostro a todas las mujeres, esperando contra toda esperanza?
—Eso no es lógico…
—¿Vive usted según la lógica? ¿No le dio pánico?
Ed se retorció en el asiento.
—Sucedió todo tan lentamente. Quiero decir, primero había desaparecido por unas horas, luego por toda la noche, después pasó otro día. Y siempre sin razón alguna. Uno no puede asustarse hasta saber de qué asustarse. Por supuesto, ahora tengo miedo. Pero también estoy sorprendido, Mr. Burgess. Es algo, que no tiene sentido.
Barney se sirvió un trago, no le ofreció a Tollman. El asunto era demasiado interesante para estropearlo dándole al individuo una carga de coraje holandés.
—De manera que ella sale a comprar pan. Ese es un matiz muy sutil, Tollman. Lo mismo que lo del perrito blanco. ¿Quién podría imaginar que un marido afligido pudiera inventar cosas así? ¿Eh…?
Ed Tollman se quedó mirándolo de hito en hito.
Barney amplió deliberadamente su sonrisa:
—¿Sabe usted lo que hace bastante bien? Es precisamente el tipo por quien las ancianas sentirían pena. ¡Pobre, pobre hombre! ¡Tan suave, tan sincero! Me parece oírlas: «No puedo creer que un hombre tan agradable hiciera una cosa así a su esposa».
—¿De qué está usted hablando, Mr. Burgess?
—¿No lo sabe, Tollman?
Ed se levantó del asiento. Su voz sonaba seca, dura y fría.
—No, no lo sé. Mire, Mr. Burgess, tengo ocho mil dólares ahorrados. Iba a poner un negocio… era idea de Liz. Todo lo que soy se lo debo a Liz. Le daré los ocho mil dólares si la encuentra. ¿Cree usted que haría un ofrecimiento así, quedándome sin un céntimo… si tuviera algo que vez con su desaparición?
—Ya lo creo que lo haría, Tollman. Si usted fuera muy listo y la hubiera puesto donde pensara que nadie la iba a encontrar.
Barney vio enturbiarse las facciones del hombre. Su mano derecha era un puño de nudos pálidos.
El golpe no dio en el blanco. Barney lo cogió de la muñeca e hizo dar a Ed Tollman una media Vuelta. Ed luchó, pronunciando palabras ininteligibles que resumían, o parecían resumir toda su ansiedad y frustración de casi una semana. Pero Barney mantuvo fácilmente el brazo retorcido detrás de la espalda del hombre y mientras lo sostenía advirtió un corte, un corte de afeitada, debajo de la oreja ele Tollman. Algo de la sangre había aflorado a pesar del lápiz coagulante y se había secado con la forma y el color de una cucaracha. Mientras estudiaba el insignificante corte y permitía a Ed Tollman gastar su cólera en la fútil lucha, Barney pensó que un tipo verdaderamente frío incluiría esto en su actuación, la cólera, el ataque…
—Adelante, desahóguese, Tollman —le dijo al oído— puede continuar, porque no le soltaré hasta que lo haga usted.
Y de pronto los esfuerzos de Tollman cesaron y su cuerpo pareció derrumbarse.
—Suélteme, Mr. Burgess.
Barney lo soltó. Ed se frotó la nuca. Por debajo de sus cejas caídas miró al detective curiosamente.
—Aquí ha estado jugando conmigo…
—Enfurece a un hombre y lo desenmascararás. —Barney se encogió de hombros—. Quería saber cómo reaccionaba usted. —Sirvió otro vaso y se lo ofreció—. No debería atacar con la derecha. Tome un trago. —Ed meneó la cabeza—. Vamos, Tollman, lo necesita. No está pensando bien. Dígame, ¿cuál cree usted que es el problema?
—¿El problema? Es encontrar a Liz. Anda extraviada.
—Se equivoca. Ella sabe exactamente dónde está. El problema es suyo, Tollman; usted es el que la está buscando. Y siente mucha lástima por usted mismo. Tome. Beba.
Ed tomó el vaso y se lo bebió de un trago. Miró vagamente alrededor, y Barney tomó el vaso de su mano.
—¿Acepta el trabajo, Mr. Burgess?
—Lo haré, Ed. Descubriré qué le ha pasado a su esposa. Mis honorarios dependerán del tiempo que me lleve. Pero no estoy trabajando para usted. Trabajo para mí. ¿Está claro?
—No —respondió Ed Tollman.
—Lo que quiero decir es que llevaré la investigación hasta el fin. Si eso significa que usted termina aspirando vapores de cianuro, le mandaré una tarjeta deseándole buen viajé. Y desde este momento en adelante, yo me hago cargo.
Ed tragó.
—Muy bien, Mr. Burgess. —Se sentó de pronto en la banqueta—. Ahora, algunas preguntas. ¿Liz bebía?
—En sociedad y muy poco.
—¿Era amiga de salir de parranda?
—No.
—Bien, usted y la policía han descartado casi por completo la posibilidad de un accidente, verificando en los hospitales y el depósito de cadáveres. ¿Qué posibilidades hay de un secuestro?
Ed se mojó los labios.
—Ya pensé en eso. Pero ¿justamente, ante mi puerta?
—¿Por qué no?
—El perro. Cuando la gente se aproxima a Liz, Bogus da unos chillidos que rompen los cristales.
—No lo haría con una mano sobre la boca. Dos hombres trabajando juntos podrían haberles silenciado a los dos.
—¿Pero, para qué? Yo no tengo tanto dinero…
—Quizás alguien quería evitar que hablara. ¿Tenía que testificar en los tribunales en algún proceso criminal?
—No.
Barney se dirigió al teléfono y marcó un número.
—¿Clyde? Soy Barney. Hazme un favor, ¿quieres? Busca en el registro la noche del 13 de abril, en las inmediaciones de West Pine 3200. Busca atracos, asaltos, asesinatos, violaciones, robos, cosas así. Esperaré. —Barney miró a Ed—. ¿Dónde trabaja?
—En Cárter Electric. Diseño artefactos.
—¿Y su esposa?
—En Waterhouse, Cárter y Prince. Es una agencia de publicidad.
—¿Tienen hijos?
—No.
—¿Cómo ocupa Liz su tiempo libre? ¿Tiene algunos hobbies?
—Toma parte en concursos. Ya sabe… «Me gusta Flow-Pop porque…» en 25 palabras o menos. Gana con mucha frecuencia.. Su último premio fue un viaje de Navidad pagado a México.
—¿Fueron los dos?
—Estábamos ahorrando dinero. No podía canjear el premio por dinero de modo que fue sin mí.
Barney arrugó el entrecejo. Pero en ese momento oyó a su interlocutor en la línea.
—Un asalto en ese barrio, eso es todo. Dos chiquillos le quitaron la billetera de un borracho con 22 dólares. Atrapamos a los muchachos.
—¿A qué hora fue?
—A las diez y media.
—Gracias, Clyde. —Colgó—. De manera que ella no pudo haber presenciado un crimen y por lo tanto no ha sido secuestrada para mantenerla en silencio. Eso deja en pie lo contrario… es decir que pudo haber sido secuestrada a fin de hacerla hablar. ¿Qué podía saber su esposa? ¿Negocios publicitarios? ¿Los secretos comerciales de su firma? Ninguno de los dos tenía acceso a ese tipo de información. Comprendo. Lo que nos trae de nuevo al comienzo: que Liz se largó por propia determinación.
—No puedo aceptar eso —respondió Ed-Tollman.
—¿Por qué no?
“—¿Es usted casado?
—No.
Ed se encogió de hombros.
—Sé que Liz no me dejaría. No deseaba nada que yo no pudiera darle.
Barney no sonrió. Había conocido parejas así… unidades cerradas, autosuficientes, como un huevo con dos yemas. (Con frecuencia se había preguntado qué se sentiría al tener esa coincidencia con una mujer). Si alguien tirara una piedra a ese huevo sería un desastre, pensó. Ed era un «Humpty-Dumpty» esperando ser reconstruido.
—Aún así —dijo Barney en voz alta— también consideraremos esto. La gente que desaparece rara vez se va por completo. Algunas veces se ponen en contacto, por costumbre. ¿Quiénes eran las amigas más íntimas de Liz?
—Una muchacha que trabaja en la agencia, Connie Greenberg. Otra compañera de escuela que vivía en Charlevoix, Michigan. Liz creció allí; también yo —agregó Ed Tollman.
—Bien, contrataré a un par de ayudantes; uno para vigilar la agencia y el otro para que lo haga en su ciudad natal. Sólo son jóvenes aprendiendo el juego, pero pueden hacerlo. Veinticinco dólares al día y los gastos.
Ed asintió.
—Hay algo más que quiero agregar —dijo—. No sé si es importante o no, pero hace dos noches llamó una mujer de larga distancia y preguntó por Liz. Traté de averiguar quién era, pero colgó; El operador rastreó la llamada hasta un teléfono público en una parada de autobús en Kingdom City, Missouri.
—Alguien que estaba viajando —respondió Barney pensativo.
—¿Pero quién? Me he puesto en contacto con todas sus amigas.
—Con todas no, amigo mío, si es que ella no le ha dejado voluntariamente. Vayamos a su casa. Quiero revisar sus cosas.
Ed se disculpó acerca del apartamento del subsuelo.
—Estábamos ahorrando dinero. Por eso ni siquiera tenemos coche.
Barney examinó un dispositivo aplicado en la parte superior de la puerta.
—Un abridor automático de puertas, de mi propia invención —explicó Ed—. Lo instalé mientras Liz estaba en; México. Si el perro quería salir y lo echaba mucho de menos… pisaba esta rejilla. —Apoyó la palma de la mano sobre una placa de metal en el suelo a un lado de la puerta, se oyó chirriar un motor eléctrico y la puerta se abrió—. Cuando estoy trabajando no me gusta que me molesten.
Barney entró al living. Estantes de libros no muy altos, simples tablas apoyadas sobre ladrillos sostenían estatuillas, misceláneas, recuerdos y algunos libros nuevos con pulidas cubiertas.
—¿Su esposa leía mucho?
—No, pero tenía la idea de que debía hacerlo; Además, Liz no podía resistir las ofertas de esos clubs de libros baratos.
Barney miró la mesa de dibujo de Ed, vacía aparte de un montón de bocetos. Al lado de la tabla estaban ordenadas las herramientas de su oficio: regla, compás, bolígrafos, goma de borrar. Cerca había otra mesa con un revoltijo de trozos de periódico, crucigramas, notas y papeles llenos de garabatos y espirales.
Barney revisó la papelera en busca de cualquier cosa. Todo lo que encontró fueron evidencias de las indisciplinadas energías de la mujer ausente: la comunicación de un premio por la campaña de la Community Chest, una tarjeta nombrándola fiscal electora del partido Demócrata, un poema incompleto, media docena de formularios para participar en concursos, sin utilizar.
Un tablero de ajedrez en la estantería atrajo su atención, tenía las piezas colocadas para jugar, y algo hizo que se acercara a mirarlo. La reina blanca amenazaba al rey negro. Barney tomó la reina; dejó un círculo en el polvoriento tablero.
—Mate en tres, jugadas —dijo Barney—. ¿Quién juega? ¿Usted?
—Liz, por correo. Dice que no tengo paciencia para jugar con ella. Piensa demasiado entre un movimiento y otro.
Barney se dirigió al dormitorio, seguido de Ed. Las ropas de ella colgaban sobre la silla al lado de la cama, en orden invertido: encima de todo había un corpiño de nylon negro, un portaligas, medias de nylon; al lado de eso una combinación negra y una blusa blanca, y al final un traje beige. La ropa interior trajo a la mente de Barney una visión de la mujer ataviándose con ropa interior muy sexy… negro sobre una piel marfil… luego internándose en esta viciosa ciudad para… ¿qué?, cogió la combinación y aspiró su perfume. Una fragancia como de algarrobas mezclada con el aroma de la piel femenina. De pronto pareció que la mujer estaba en la habitación. Barney casi podía verla.
—No he tocado nada —dijo Ed Tollman.
—¿Por qué no?
Ed se volvió sin responder. Barney dejó la combinación sobre la silla.
—¿Tenía prisa ella la última noche?
—No. Siempre ha sido desordenada. Desde que trabajamos los dos, yo hago la limpieza y ella cocina.
—¿Dónde está el bolso de Liz?
—Lo llevaba consigo.
—¿Tienen cuenta común en el banco?
—Sí. Pero no ha cambiado cheques. Ya lo he averiguado.
Barney gruñó.
—¿Tiene café?
—Voy a prepararlo.
Cuando se marchó, Barney inspeccionó la foto de boda que había sobre el tocador. Viéndolos uno al lado del otro, pudo percibir lo que les mantenía unidos. Liz, alegre y romántica; Ed, serio, un hombre positivo. Creciendo en la misma ciudad, tal vez novios desde niños. ¿Fue la noche de bodas una noche de descubrimientos? Muy posiblemente no, pensó Barney. Ed la habría deseado siempre sin saber cómo lograrlo… hasta que, de pronto, el baile, el coche, un camino solitario, la llamada de la sangre en sus venas.,, o quizás un idilio de verano en dos bosques.,. Ed preocupado_por las manchas de yerba en el vestido de ella y Liz sin preocupación alguna, quizás levantándose para correr tras una mariposa. Seguramente Ed se sentaría a reflexionar sobre el acontecimiento mirándola con solemnidad. En tanto que Liz corría tras la mariposa, despreocupada, sabiendo que encontraría a Ed allí, sentado como lo había dejado, un ancla a la que podía adherirse.
«¿Qué ha pasado Liz?». Preguntó Barney a la foto. «¿Te has cansado de estar anclada?».
Los ojos de la muchacha parecían bailar en la belleza traviesa de su cara. Por un instante pensó que la comprendía; leal, afectiva, generosa… y un animalito femenino. Un nuevo entusiasmo… un hombre, una causa, una mariposa… podrían haberla hecho cortar amarras y salir a navegar alegremente.
Barney entró en la cocina cuando Ed estaba sirviendo el café.
—Ed, he aprendido una cosa en este asunto de personas desaparecidas. —Se sentó a la mesa—. La mayoría de las desapariciones son un repudio. La gente arroja su pasado, toma nuevas asociaciones, crea nuevos intereses, un trabajo nuevo. Algunas veces se puede volver sobre los detalles para ver cómo sucedió ¿Sabe lo que quiero decirle?
—Sí. —Ed también se sentó, con el rostro atento—. ¿Ha notado usted algo así?
—Hace mucho tiempo que su esposa no ha jugado el ajedrez. Ese crucigrama en que trabajaba fue hecho hace tres meses. Las solicitudes para los concursos están sin utilizar…
—Siempre hace eso, toma cosas y luego las deja…
—¿Cuál es su último hobby?
Ed frunció el ceño.
—Supongo que el viaje a México alteró su rutina. No ha empezado nada nuevo.
—Bien, el viaje a México. ¿Dónde están los souvenirs de ese viaje? —Barney con la mano señaló el cuarto de estar—. Hay recuerdos de todas partes menos de México. ¿Por qué?
—Supongo que ya ha pasado la etapa de coleccionar cosas en los viajes…
—O que estaba demasiado ocupada para preocuparse de ello.
La boca de Ed se endureció.
—¿Qué quiere decir con eso?
—Estoy investigando, Ed. ¿Ha advertido alguna diferencia en sus relaciones personales, últimamente?
—No, siempre nos hemos llevado bien.
—Me refiero a sus relaciones sexuales.
—¡Oh! —Ed se sonrojó y bajó los ojos fijándolos en su taza. Cuando habló su tono era defensivo—. Siempre hay un cambio, supongo. El sexo no es un ritual que se sigue desde el casamiento hasta la muerte, como la comunión. Cuando volvió de México, fue como una luna de miel. Pero… quizás nos hayamos quemado hasta destruimos. No lo sé. También, yo he estado trabajando más intensamente que de costumbre… —su voz se perdió.
Barney esperó un minuto.
—¿Puedo ver las cartas que le escribió desde México?
—Por supuesto. —Ed se levantó y se dirigió al cuarto de estar. Volvió con un paquete de media pulgada de cartas y tarjetas postales—. Están ordenadas por fecha. La primera, arriba.
Barney abrió un sobre azul con sello de San Antonio. Liz tenía una letra puntiaguda, inclinada, que bailaba como sus ojos.
Queridísimo Ed:
Mañana partimos. Alamo Tours nos ha tomado bajo su ala, nuestro conductor pesa trescientas libras, por lo menos, y nos trasportará en una limousine Cadillac con aire acondicionado. Conocí a los otros miembros del grupo y desde luego, no se puede juzgar de primera intención, pero hay una pareja de gente mayor, de Colorado, a quienes ya quiero mucho. Me recuerdan a aquella representación, transmitida por radio, Fibber McGee y Molly. El cuenta chistes que no son graciosos, pero que en realidad, lo son, si entiendes lo que quiero decir. Es como si te viera, mi querido gatito; los mirarías con una cara seria, pero por dentro te sonreirías. Su esposa me recuerda a Mrs. Truman.
También hay una bibliotecaria industrial de Indianápolis. Adora los animales. Cuando supo que tenía un perro ya no se separó de mí. Tiene un gato llamado. Charles, lo dejó… Oh, también hay algunas otras… una llamativa fotógrafa que es muy chic, la última palabra. ¡Qué ropas! Me hace sentir vestida como para recolectar heno. Hay un hombre que parece más bien hosco y extraño, pero supongo que se ablandará. Oh, sí, un profesor de la secundaria de Detroit, que va a estudiar a la gente. Me preguntó cual era mi «motivación»… muy estudioso y tozudo, como tú, sólo que no tan gallardo, querido. ¡Le dije que iba porque era gratis!
Estoy impaciente por llegar. Estaremos en México mañana a las diez y eso dice Blimpo, nuestro conductor. Desearía que estuvieras aquí, querido. ¿Pasaré tres semanas sin verte? No quiero pensar en eso.
Adiós, Liz.
Durante los primeros días había escrito una carta comunicativa todas las noches, como si estuviera hablando con él a través de la mesa a la hora de comer. Tenía la costumbre de apodar a la gente: Miss Figurín, era la dama fotógrafa, Cara de Piedra, el hombre que se había mostrado hosco el primer día. Se refería a la bibliotecaria de Indianápolis como a la Mujer del Gato.
Pero gradualmente, la nota personal exuberante, comenzó a palidecer. La última carta íntima había llegado desde Mazatlán, en la que describía su ida a pescar y a tostarse al sol:… «me quité el vestido en el hotel y parecía una doncella india con un bikini blanco. Si estuvieras aquí esta noche… vaya hombre, no habría… Aunque pensándolo bien, no estoy quemada ahí. ¡Vaya! Será mejor que cambie de pensamientos. Podrían alterar mis sueños…».
Pero no había más cartas como ésas. Las siguientes eran como cartas obligadas para la tía Tillie. Estas a su vez se convirtieron en meras postales que comenzaban «Querido Ed» y terminaban, «Liz».
Barney eligió seis de las postales y las abrió en abanico sobre la mesa como una mano de poker.
—Mire éstas, Ed. ¿Advierte algo extraño?
Ed miró furtivamente las postales.
—No.
—Están escritas con el mismo bolígrafo.
—¿Y…?
—Mire las otras: Casi ninguna carta consecutiva tiene el mismo color de tinta ni el mismo trazo.
—Puedo explicarlo. Liz tenía la costumbre de pedir prestado el bolígrafo. Debe haber empezado a pedírselos a los miembros del grupo. Al final compraría uno ella.
Barney tamborileó con los dedos sobre la mesa.
—Sí, esa es una explicación.
—¿Y cuál es la otra? —el tono de Ed era beligerante.
—Que escribió todas estás postales de una sola vez y las despachó desde distintas ciudades.
Ed respondió con lentitud.
—¿Para qué iba a hacer eso?
—Si hubiera abandonado el grupo…
—¿Quiere decir separarse para ir sola?
—Sola no, Ed.
—¡No lo creo!
—Trate de verlo en forma objetiva. Al principio le contaba todo lo que hacía, esto y aquello, sus paseos en burro, lo que sintió cuando el barquero la pellizcó, y cosas así. Al final, no le comenta nada.
—Sabía qué iba a verme pronto, y que podría decírmelo…
—¿Lo hizo?
—Me comentó lo que vio.
—¿Pero qué le dijo de sí misma? ¿De lo que hacía, incidentes divertidos que la involucraban a ella y a otros? ¿Le habló de eso?
Ed permaneció silencioso. Luego con voz extraña respondió:
—Si me pongo a pensarlo, no.
Barney continuó sin compasión. Era mejor hacerlo de esa manera:
—¿Después de volver, mantuvo correspondencia con otros miembros del grupo?
—… No lo creo.
—¿No es extraño? .
—Eh… ¡sí! Generalmente coleccionaba amigos en la forma, en que un perro atrapa pulgas. —Se detuvo impotente. Luego golpeó la mesa con la palma de la mano—. Pero ¡maldita sea! Hubiera, sabido algo. Liz no tiene talento para engañar.
—O un talento más grande del que usted le conoció.
Ed miró a Barney con chispas en los ojos; las ventanillas de la nariz estaban borrascosamente blancas. Pero luego pareció abatido y murmuró:
—Sí, ya veo que al fin resultará lo mismo. Pero no importa. Mr. Burgess, ¿verdad?, si me ha abandonado ella o se la han llevado. Como no lo sé tendremos que buscarla. —Era como si estuviera discutiendo los detalles del funeral de Liz.
Barney Burgess, sintió lástima por Ed.
—Me voy a San Antonio, Ed —dijo tomando la primera carta—. Tengo que saber qué sucedió en esa excursión. Estoy seguro de que su desaparición tiene allí el comienzo.
—Quiero ir con usted, Mr. Burgess.
—¿Cómo? —Barney lo miró—. ¿Y su trabajo?
—Tengo permiso desde anteayer. No puedo trabajar y no voy a quedarme sentado aquí al lado del teléfono como un maldito imbécil.
Barney siguió mirándolo. Al fin dijo:
—Está bien, Ed. Recoja algunas camisas limpias y saldremos. Yo siempre tengo una maleta, preparada en el maletero de mi coche.