El asunto comenzó en Chicago una fría y ventosa tarde de abril, en un apartamento de un subsuelo en el North Side.
Comenzó con Edward Tollman, las pisadas y el trozo de pan.
Ed estaba, proyectando un gabinete para un combinado radiofónico en su mesa de trabajo cuando oyó abrirse suavemente la puerta de la calle, un ruido de pasos que se hicieron más fuertes al cruzar el rellano, y que luego se detuvieron frente a la puerta del apartamento. No les prestó atención, y siguió trabajando, con los puños de su camisa blanca vueltos hacia arriba mostrando su velludos antebrazos.
Su reloj de pulsera marcaba las siete y cinco.
A las siete y quince se reclinó. Flexionó sus dedos y sacudiendo el paquete que estaba sobre la tabla de dibujo sacó un cigarrillo, imitando inconscientemente los anuncios comerciales de la TV.
—¿Cuánto falta para la comida? —gritó. Liz no le respondió, y él se volvió en su silla—. ¿Liz? —Todo lo que percibió fue silencio.
Se deslizó de la silla, se asomó a la cocina y al baño. Estaban vacíos. Volvió a cruzar el living, donde había estado trabajando, y echó un vistazo al dormitorio. Liz tampoco estaba allí. No estaba en casa.
Volvió al living. Este se hallaba tres escalones más abajo del nivel del pequeño rellano de la puerta del apartamento. Subió los escalones, abrió la puerta y miró hacia el vestíbulo. No había nadie. Pero apoyada contra la pared al lado de la puerta de la entrada había una bolsa de papel. Supo lo que contenía antes de agacharse a recogerla; podía sentir el aroma. Contenía un trozo de pan recién sacado del horno, todavía caliente.
Pero ¿dónde estaba Liz?
Ed Tollman frunció el ceño, cruzó él pequeño vestíbulo hacia la puerta, la abrió y salió llevándose consigo el pan. Podía ver bastante bien en el crepúsculo; la calle estaba desierta, exceptuando los inevitables anuncios de los diarios de Chicago, balanceándose en el viento. El viento cortante atravesó su camisa y lo hizo estremecerse. Volvió al apartamento.
En la cocina, apagó el gas que había debajo de la cacerola y la colocó sobre la llama piloto, donde permanecería caliente. Miró el reloj del horno y comprobó que faltaba media hora para que terminara de cocer. Volvió a su mesa de dibujo.
Tomó el encendedor y encendió un cigarrillo. Probablemente Liz había olvidado algo y había ido a buscarlo.
Ed fumó con lentitud inclinando la cabeza para estudiar el bosquejo. Luego cogió una goma, borró una línea, volvió a poner la goma en el soporte al lado de la mesa, cogió un cepillo y quitó los restos de goma del dibujo, echándolos en la palma de la mano y arrojándolos a una papelera que había a un lado del tablero. Sus movimientos eran lentos y precisos.
Afiló, la punta de un lápiz de dibujo en un pedazo de papel de lija y con suavidad trazó una línea. Trabajaba completamente absorto, el pelo negro cayéndole sobre los ojos, haciéndole pestañear. Desde arriba llegaban ocasionales pisadas y el ruido de las tuberías de vapor. El tren elevado traqueteaba no muy lejos.
Cuando sonó el timbre, abandonó el banco con impaciencia, se dirigió a la cocina y apagó el horno. La bolsa de papel atrajo su mirada. La contempló durante treinta segundos, rascándose la mejilla derecha.
¿Dónde diablos estaba Liz?
De pronto sacó el abrigo del armario y salió del apartamento. El angosto callejón estaba ahora casi a oscuras; la única luz llegaba desde el distrito comercial a dos manzanas de distancia. Caminó hacia la panadería de la esquina. Una mujer estaba cortando tallarines detrás del mostrador. Era gruesa, y sus poderosos brazos estaban sucios de harina.
—No hace mucho mi esposa vino a comprar un pan sin levadura. Quisiera saber si volvió para comprar alguna otra cosa.
—¿Pan sin levadura?
—Traía un perro. Un poodle francés muy pequeño.
La mujer continuaba cortando la masa amarilla, negando con la cabeza.
—Vino una sola vez, por el pan.
Ed salió de la panadería y caminó media manzana hasta el supermercado. Un hombre y dos mujeres empujaban los carritos entre las estanterías, dos inspectoras se pulían las uñas, una cabeza calva brillaba a través de las barras de la ventanilla de la caja.
Salió del supermercado, y algo más adelante, desde la calle, atisbo el interior de una tienda de comestibles, empañando el cristal con su aliento. Sólo había un empleado. Cruzó la callé y entró en un bar llamado Kirch’s Korner. En una cabina del fondo una mujer de pelo oscuro, con una chaqueta negra de mouton, tomaba cerveza. La miró.
—Perdón —se disculpó Ed—. Pensé que era mi esposa.
—¿Sí…?
Se volvió para salir pasando frente al mostrador. El camarero clavó los ojos en él.
—Excúseme, estoy buscando a mi esposa —explicó.
—¿Y…?
—Llevaba un perro blanco. Vestía una chaqueta negra de piel, chanclos, una falda verde. Mire. —Sacó su billetera, abrió el compartimiento de las fotografías. Una joven de busto prominente miraba por la abertura de plástico; llevaba el pelo espeso recogido. Tenía la cabeza echada hacia atrás y estaba riendo.
—No ha venido por aquí —dijo el camarero con displicencia.
Ed volvió a la calle, ahora tenía el ceño muy fruncido. Miró con ansiedad a un restaurante lleno de hombres comiendo con los sombreros puestos; pasó por un restaurante especializado en mariscos inspeccionó otro, chino. Exploró las dos aceras, sus pies chapoteando en el barro. Al final del distrito comercial se detuvo. Ocho manzanas más allá, una intensificación de la luz marcaba el próximo distrito comercial; entre ellos había tiendas de muebles con las luces apagadas, lotes en los que se vendían coches usados, oficinas de préstamos, inmobiliarias, garajes. No tenía objeto buscar en ese lugar.
¿O sí…? Caminó rápidamente hacia la estación del tren elevado.
La estación estaba desierta exceptuando a la mujer que detrás de la ventanilla enrejada vendía cospeles. Ed acercó la fotografía a la ventanilla.
—¿Puede decirme si esta persona ha tomado algún tren en la última hora? Llevaba un pequeño poodle blanco.
La piel arrugada de la mujer se volvió azul a la luz fluorescente. Sus ojos ignoraron la foto y se detuvieron en la cara de él.
—¿Es usted policía? —preguntó interesada.
—Soy su marido.
Comenzó a menear la cabeza aún antes de mirar la foto.
—No recuerdo ni a ella ni al perro. Pasa mucha gente por aquí. Hágase a un lado, señor.
Ed volvió al apartamento desierto. Eran las ocho y treinta; el asado estaba aún caliente. Lo retiró del horno, cortó una tajada fina del extremo y la colocó entre dos rebanadas de pan. Se sentó a la mesa y comenzó a masticar sin saborearlo, con los ojos fijos en la puerta. Por fin dejó el emparedado, a medir comer, y encendió un cigarrillo. Fumaba y miraba la puerta. Sus pensamientos giraban en pequeños remolinos de pánico. Se repetía: «¡Ella está bien!».
A las nueve puso el asado en la nevera y el pan en su caja, y se dirigió al teléfono, instalado en la pared de la cocina. Con el dedo recorrió una lista titulada «Números a los que se llama con frecuencia», hasta que llegó al nombre de Connie. Marcó. El teléfono sonó seis veces antes de que una voz femenina dijera con fastidio:
—¿Quién es?
—Ed Tollman.
—¿Quién? ¡No, Ray…! ¿Quién es?
—Ed Tollman. El marido de Elizabeth.
—¡Oh… Liz! ¿Está allí? .
—No. Precisamente llamo por eso.
—¿Estás buscando a Liz?
Ed abrió la boca e inspiró profundamente antes de responder.
—Sí.
—Bien, tienes mala suerte, querido. No la he visto desde que salió de la agencia a las cinco.
—Ya lo sé, Connie. Volvió a casa en el tren como siempre, empezó a preparar la comida, luego fue a la panadería a comprar pan. Ha debido volver, porque encontré el pan afuera, junto a nuestra puerta. Y desde entonces no la he visto ni he sabido de ella. Pensé que podía haber vuelto a la agencia. No sé qué pensar.
—¿A qué hora ha pasado todo eso?
—A las siete.
—Bien. —La voz de un hombre interrumpió en el fondo y la mujer dijo— Liz. Una mecanógrafa de la agencia. Su marido la está buscando. —El hombre respondió algo y la muchacha rió.
—Lamento no poder ayudarte, Ed. No ha vuelto por aquí.
—¿No sabes si ha mencionado algún plan para esta noche?
¿Si pensaba encontrarse con alguien?
—Que yo sepa no.
—¿Se ha mostrado amistosa con alguien en especial, últimamente?
—¿Con un hombre?
—Con cualquiera…
—Ed, Liz jamás ha mirado a ningún otro hombre.
—Digo con cualquier persona.
—Debería darte vergüenza, desconfiar de una muchacha como Liz.
—Ha estado ausente dos horas, Connie…
—Ya sé como pensáis los hombres. He pasado por eso con dos maridos…
Ed colgó el receptor y miró su reloj. Las nueve y media.
Dio otra vuelta por el vecindario, atisbando por las callejuelas y vestíbulos. Cuando volvió a su apartamento eran las once menos veinte.
Marcó el número de la Central.
—Por favor, con la policía —y aguardó. Luego de una larga espera una voz de hombre dijo:
—Departamento Dieciocho. Cabo Towns.
—Llamo a causa de mi esposa. Vino a casa…
—¿Quién llama?
—Edward Tollman. Vino a casa…
—¿Dirección?
—West Pine 3215.
—¿El nombre de su esposa?
—Elizabeth. Salió hace tres horas a comprar pan. Ha debido volver porque encontré el pan junto a nuestra puerta. Pero no volví a ver a mi esposa desde que salió para la panadería.
—Espere un minuto.
Se oyó un zumbador, un click y luego una voz diferente:
—Departamento de Personas Desaparecidas, Sargento Frannie. El corazón de Ed comenzó a latir con violencia.
—Me llamo Edward Tollman, West Pine 3215. Hablo con referencia a mi esposa Elizabeth…
—Deletree su apellido.
—T.O.L.L.M.A.N.
—T.O.L.L.M.A.N. Bien. Ahora, ¿qué decía con respecto a su esposa?
—Que vino a casa hace tres horas con el pan. Lo dejó en la puerta, en la parte de afuera, sin entrar, y aparentemente volvió a salir. He buscado en todo el vecindario y no la he encontrado. A decir verdad, sargento, comienzo a preocuparme.
—No corte.
Después de Unos minutos la voz dijo:
—No hay informes sobre ella. Quizás haya ido a ver a un pariente, Mr. Tollman.
—No tiene parientes en Chicago.
—Alguna amiga, entonces…
—No las tiene en el barrio; de cualquier manera me lo hubiera dicho, o hubiera llamado.
—Probablemente. ¿Tuvieron alguna discusión?
—No.
Hubo una pausa. Luego el sargento de policía continuó:
—Será mejor que me la describa.
Ed volvió a inspirar profundamente.
—Tiene veinticinco años, pelo castaño oscuro, ojos color avellana…
—Más despacio…
—Cinco pies y siete pulgadas de altura —Ed esperó.
—Cinco-siete. Continúe.
—Pesa ciento veinte libras.
—¿Qué vestía?
—Una chaqueta de piel negra. Falda verde, chanclos. Llevaba un perro, un poodle francés muy pequeño, blanco.
—¿El nombre del perro?
—Bogus.
—Repítalo, por favor.
—Bogus. Lo traía con el pedigree, pero éste era falso.
—Oh… Bogus. ¿Alguna cicatriz o marca de nacimiento? Me refiero a su esposa.
—Ninguna visible.
—No he preguntado si eran visibles. No quiero alarmarle, Mr. Tollman, pero estas cosas suceden.
Ed se humedeció los labios.
—Tiene una cicatriz de apendicitis. Eso es todo.
—Bien. Difundiremos esto. Si no ha regresado mañana por la mañana, traiga una foto a la policía.
—Espere… ¿Podría haber tenido un accidente?
—Acabo de verificarlo. No lo han denunciado.
—¿Pero es posible?
—Por supuesto. Alguien puede haberla atropellado y dejado en un hospital sin denunciar el incidente.
—Lo verificaré yo mismo.
Ed abrió la guía telefónica en las páginas amarillas y comenzó a llamar a los hospitales.