Zambulléndonos de lleno en el juego de su lenguaje, a través de este calambur con el que Ducharme compone el título de su novela, lo primero con lo que damos es contra una firme roca: dos participios de un mismo verbo cuyo curso por la lengua de origen se remonta al siglo XI, un canto pelado que, acercado al oído, pule los laberintos de toda fonética: l’avalée des avalés, un canto rodado que arrastra treinta y ocho sinónimos y cuyo uso arcaico proviene de bajar, hacer descender, en principio por un río, dejándose llevar por la corriente o atado de una cuerda, como más tarde bajaba el tonel de vino a la bodega; aquí ya se descuelgan, como alpinistas por una garganta, hacer caer; soltar, aflojar y abismar. Es en el Siglo de las Luces, con Luis XV y María Antonieta, cuando el descenso empieza a ejecutarse por otra garganta, y su uso ordinario se generaliza hasta el día de hoy en TRAGAR, y de qué manera: con voracidad, con ruedas de molino, con todo y de todo: un pepino, una pirula, una pastilla, un pestiño, un pastelón, las palabras, un libro, su lengua, lo que uno piensa, el mar y el mundo, dependiendo de qué sed sufra uno, y para esto último nada mejor que los románticos del XIX, dispuestos a tragar agua, absenta o su partida de nacimiento. Hablando de malos tragos, ¿cómo sonaría entonces el título de esta novela en castellano?, ¿se nos a travesaría en la garganta nuestra propia lengua? Calma, no vayamos a tragamos un semáforo y choquemos de frente contra una farola o con alguien con quien no queremos enfrentamos de cara. Tampoco queremos tragarnos una multa por saltarnos abatir, aceptar, aguantar, aprender, ceder, cobrar, colgar, creer, devorar, engullir, gastar, hundir, leer; sorber, someterse, soportar… Tal vez con el primero de la lista se habría resuelto nuestro calambur en castellano. Veamos, «La (participio femenino) de los (participio plural)». Casi. Probemos con el siguiente. No, mejor con colgar, ¿y devorar? ¿Tragamos con tragar? De momento, un trago puntual.

Si hacemos acopio de todo este listado es para que se hagan una idea de toda la vida y muerte que encierra el significado de este verbo y para que sepan, cada vez que encuentren un verbo en bastardilla en la lectura de esta traducción, que se trata del verbo «avaler». Además de ahorrarnos algunas notas en beneficio de su atención y de la intención de su autor, les hará descender sujetos de este verbo por el gran río narrativo de este valle, sumiéndoles en la profundidad de sus tierras, dejándose absorber por su caudal, no sólo enciclopédico, como apreciarán en los asuntos que el autor maneja, sino con todo el sentido lúdico que Ducharme practica al tratar el lenguaje, con un estilo genuinamente lírico, profundamente universal.

Volvamos pues al origen de este verbo, «a-val-er», remontemos hasta su raíz: «val», cuyo valor castellano es, naturalmente, «valle». Y subrayemos, entre todos los vocablos que con sufijos y prefijos puedan derivarse de esta raíz, un humilde término francés: «val-et», que antes de ser el paje o sota en sus naipes, fue el lacayo, el vasallo de carne y hueso, el siervo; porque en definitiva pira servir hay que valer. Un término, valet, que en la actualidad el francés emplea para uso doméstico: el sirviente, acomodándolo al nuevo hábitat humano, del valle a la vivienda.

Así es, finalmente y a través del gusto por el medievo que demuestra Ducharme a lo largo de «L’avalée des avalés», como llegamos a la solución en castellano de este calambur: «El valle de los avasallados». Pueden contar con este valle como si fuera su propia casa, se puede visitar como cualquier templo, de hecho es un templo, un templo de la palabra.

Miguel Rei.