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«¡No estaremos viejos sino ya cansados de vivir!»

En el palacio de justicia donde las voces reverberan como en un túnel, preside Constance Exsangüe, amargada, en toga y verdugo de lana. Constance Exsangüe declama, como a golpes de cadena, los versos de Nelligan. «¡No estaremos viejos sino ya cansados de vivir! ¡Mi amiga[71], cultivemos nuestros rencores!» Cada sílaba resalta su perfil, vibra con irrevocable decisión. ¿Qué haces ahí, Bérénice, tan lejos? ¡Rápido, suicídate! ¿Qué haces, tan lejos de mi cadáver? Cada sílaba me embiste, me aturde. ¡Rápido, Bérénice, clava en nuestro ataúd lo que la disyuntiva aún no ha desgajado del rostro que yo reconocía, que yo respetaba, a cuya sombra caminaba y dormía! ¡Tendríamos que estar desangradas por la misma tizona, como la corteza y la madera!, ¡haber sido enterradas, aún caliente la una de la otra, en la misma caverna, como un solo árbol! ¡Tendrías que haberme transmitido por contacto, en nuestro último abrazo, mientras aún te corroía, la muerte que te corroe! Graham Rosenkreutz come su carne cruda, entre dos lonchas de pan. La miga* se empapa de sangre. Por no aparentar vivir, por aparentar ser fiel a Constance Exsangüe, solo tomo agua, un alimento estéril. Te pudres. Te corrompes. Te degradas. Y das tu brazo a torcer. Por no aparentar traicionar con demasiada obediencia a lo que ha sido bello en sí, disimulas no tener hambre.

Constance Exsangüe me increpa.

—¡Escucha, Bérénice Einberg, tocino con patas! ¡Disgrégate! ¡Dentro de poco ya no tendrás nada que salvar! ¡Dentro de poco ya solo serás bebercio y jodienda! ¡Acuérdate, furcia! ¡Me diste tu palabra! ¡Me prometiste no dejarte poseer!

Como si no hubiera entendido bien, contesto: «¡Nájani! ¡Nájani! ¡Nájani!» Tengo accesos de locura. Tengo épocas de realidad. La locura no es sinrazón sino fulminante lucidez. Durante esos instantes de fulgor, el pensamiento se adueña del asunto, el espíritu agarra la materia y la doblega, la fuerza anímica se aplica de lleno en cada acto. Cuando he interpretado de Aricia con Céline, estaba loca, era Aricia. Cuando tengo mis accesos de locura, mi vista se intensifica, solo veo lo que yo quiero ver, solo veo en mí a quien yo quiero ver. Yo odio. ¿Dónde clavar mi odio? ¿En qué fijar mi odio? Cuando me vuelvo loca, difícilmente sé que nada pueda ser considerado responsable de mi tortura, que esto no merece mi venganza más que aquello. Elegir está descartado, se convierte en imposible. Pero un odio tiene que determinarse. Mi odio se orientará, como un pájaro. Odio sin distinción, al instante, todo lo que se apodera de mis sentidos o de mi imaginación. Todo lo que de forma abrupta se materializa es odiado. He odiado un ángulo agudo con tanta ferocidad como los griegos odian a los turcos. ¡Yo no me opongo a que se odie a los griegos! A lo que me opongo, es a que se considere sinceramente justificado odiar a los griegos. Es un sofisma. Los tecnólogos aferrados al odio, los auténticos magos de este arte, no buscan excusas. Han aprendido que ninguna pasión es justificable. ¡No basemos el odio en los datos de un inventario o de una página de la historia; es pura engañifa! ¡Amigos míos, odiemos de entrada! Dejo correr el grifo hasta que el suelo se inunda de agua. Fascinada, me arrodillo y contemplo la lisa y delgada película de agua extenderse, ligeramente redondeada en el borde. Observo como el agua avanza lentamente y veo un continente avanzar en un océano. Tengo sed. Lleno un vaso de agua. Intento beber por las orejas, después por la nariz. Tomo un poco de agua en el cuenco de la mano e intento morderla. Vierto un poco del líquido incoloro sobre mi manga roja y veo como mi manga roja se vuelve negra. Voy hacia la plaza del mercado y allí me desgañito en bérénicino. Nada de lo que he dicho hasta ahora ha fecundado. Por tanto todos esos seres humanos no pueden entenderme. Solo provoco, al pregonar mi odio, lo que provoca un vegetal al crecer.

—Istascouroum emmativieren menumor soh, atrophoques emoustafoires! Uh! Uh! ¡Demamiféres! ¡borogénes! ¡Mu! ¡Mu! ¡Mu! ¡Quo la terre templera no ma fara trembler! ¡Ma fara danser!

Un trayecto de cuarenta de kilómetros en jeep nos conduce a Gloria y a mí al puesto 70 de la avanzada. El jeep se despide y damos unos cuantos pasos para desentumecer las piernas. La arena casi se ha tragado la célebre casamata. En forma de rotonda, su amplia tronera se abre como una boca humana. Entramos. El puesto de radio funciona. La casamata está repleta de buenos y hermosos troncos. No necesitaremos ir a recoger leña. Tanto mejor. Lo único que debemos hacer durante toda la noche es mantener un fuego lo suficientemente grande para que los refuerzos apostados en la montaña puedan ver lo que pasa con sus sucios telescopios, con sus sucios microscopios. Y algo pasará. Siempre pasa algo en el puesto 70 de la avanzada. Casi todas las bajas de la Milicia han sucedido aquí. Aquí fue donde se llevo a cabo la masacre de quince milicianas que acababa de tener lugar cuando llegué al país. No todas las noches ocurre algo en el puesto 70. Pero cuando, como en esta noche, no arriesgan más que a dos voluntarios, es porque están seguros de que algo va a suceder. Dos exploradores sirios aparecen al otro lado de las alambradas de espino. Hacen gestos obscenos. Se van de vuelta. Cuando anochezca, volverán cincuenta, tal vez cien.

A través de una delgada nube, se ve un cruasán de luna de una lineal concisión y de un amarillo violáceo. Hay al menos cincuenta sirios concentrados en las alambradas. Se oye a unos perros ladrar. Cada vez que salimos para ir a poner un tronco en nuestro fuego, somos bombardeadas. Somos bombardeadas con huevos podridos, cascos de botella, latas de conserva, piedras, insultos y risotadas. Se lo hemos contado todo a nuestros refuerzos. Nos ordenan mantenernos tranquilas, ellos lo ven todo con sus sucios telescopios, con sus sucios microscopios. Nos ordenan que nos mantengamos muy tranquilas. Nos llaman cinco veces cada cinco minutos para recordarnos que no abramos fuego bajo ningún pretexto. Tengo los nervios de punta. Si pierdo la paciencia, no serán esos sucios refuerzos los que me impidan disparar. Necesitamos dos voluntarios para el puesto 70 de la avanzada. ¡Si lo hubiera sabido! Huevos podridos, soy perfectamente capaz de lanzárselos yo sólita cuando me apetezca.

—¡Noventa llamado a setenta! ¡Noventa llamando a setenta! ¡Responde Setenta! ¡Alimenten el fuego, por el amor de Dios! ¡Ya no vemos nada con nuestros sucios telescopios, con nuestros sucios microscopios!

¡Alimenten el fuego! ¡Alimenten el fuego! Si te encontraras delante de mí, sucio voyeur, te alimentaría como nadie te ha alimentado nunca. ¡Te haría comer los huevos, sucio huevón! Salimos, Gloria con el tronco, yo con la metralleta. Un silencio de muerte se ha establecido en el desierto. No nos recibe ninguna bandada de huevos podridos. No estallan risotadas ni insultos. No ladran los perros. Nos damos prisa. ¿Qué nos reservan, esta vez? ¿Sonará, de improviso, una fanfarria en alguna parte? El silencio se prolonga. ¿Será lanzada, de golpe, una ráfaga de ametralladora grabada en vinilo? Volvemos a la casamata sin que nada haya sido lanzado, sin que nada haya turbado el silencio. Gloria contacta con Noventa, redacta su informe. Esperen cinco minutos y vayan de nuevo a dar de comer al fuego. ¿Qué se piensa ese sucio voyeur? ¿Se cree que está jugando al ajedrez? ¿Nos toma por peones? ¡Sucio huevón! ¡Jamás en mi vida me he puesto tan furiosa! ¡El sucio huevón!

—¡Presiento que se acabó! —declara Gloria repentinamente—. Sí, se acabó. Los condenados a muerte tienen derecho a un deseo. Yo te concedo el tuyo y tú me concedes el mío… ¿Vale?

—No digas estupideces. Me pones los pelos de punta. ¡Venga! ¡Coge tu tronco y vamos! Coge un par si puedes.

Ante los malpensados ojos de Gloria, retiro el seguro de mi metralleta, apoyo el dedo en el gatillo. De broma, por animarla, coloco el cañón en su espalda.

—¡Vamos, infame lesbiana! ¡Vamos! ¡Vamos!

Afuera, el silencio y la calma parecen acentuarse

en mis oídos que se aguzan. Avanzamos renqueando de cara a la luz y al viento. De repente, Gloria sacude la cabeza. Al igual que yo, ha oído unos crujidos detrás de nosotras, unos frufrús a paso ligero. Nos giramos.

—¡No dispares! ¡Son los perros! ¡Son los perros! ¡Estamos acabadas!

¡Demasiado tarde! Hice fuego. Los casquillos arrojados me rozan, candentes, los brazos. Las vísceras de los perros yacen esparcidas y relucientes entre los destellos de la hoguera. Los sirios no tardan mucho en reaccionar. Ahora, el fragor, las balas silban en mis oídos. Somos blancos infalibles. Solo Gloria puede salvarme. Dejo caer la metralleta, engancho a Gloria por detrás y la aprieto con todas mis fuerzas para mantenerla entre las balas y yo. Forcejea y grita como una posesa. Consigo sujetarla; el terror y la locura me otorgan plena autoridad. La sostengo pegada contra mí, cara al fuego. Siento, por consiguiente, como la penetra, como le sacude, como la fustiga cada bala. Se reblandece, se descoyunta. Su peso es más difícil de aguantar que su rabia. La casamata no está tan lejos. Dejo escurrir mi escudo y, arrastrándolo y arrastrándome de rodillas hacia atrás, me dirijo a reculones hasta la fosa que rodea la casamata. De súbito, veo a unos soldados correr, por centenares, a cada flanco. Son los sucios refuerzos. Son los sucios microscopios y los sucios telescopios. Y yo me desvanezco.

Gloria es enterrada el martes. Salgo adelante con los brazos en cabestrillo. Les he mentido. Les he contado que Gloria se había erigido a sí misma en mi escudo viviente. Si no me creen, pregunten a todos qué par de amigas éramos. Me han creído. Justamente, necesitaban heroínas.