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En la mesa, atrincherado cada cual tras su vaso de zumo de naranja, Céline y Graham Rosenkreutz, pugnan.

—Y yo, floripondio mío, cuando se me mete una idea en la cabeza, no se me mete en los pies.

—¡Me alegro por ti, tesorazo mío! ¡Lástima que solo tengas ideas retorcidas en la cabeza! Se agradecería si tuvieras alguna idea divertida en la cabeza, alguna vez de cuando en cuando. Si tuvieras alguna idea divertida para esta noche, por ejemplo…

Herido en su amor propio, Graham Rosenkreutz, con traviesa mirada, recoge el guante.

—El estriptís, ¿te parece eso divertido?

—Es bastante divertido sí…

—Y bien, floripondio mío, te apuesto a que puedo hacer hacer estriptís a cualquier mujer que se encuentre esta noche en esta casa, salvo Bérénice por supuesto, la pobre…

—¡Acabas de perder tu apuesta, tesorazo mío! ¡El cabezota que tenga ganas de hacerme hacer estriptís necesita ser todavía más cabezón que tú!

—Hagamos un trato, floripondio mío. Me comprometo a hacer que hagan, sobre esta mesa, un estriptís todas las invitadas. Me pongo manos a la obra con una condición: que tú te comprometas a imitarlas si cumplo mi compromiso.

—¿Y de qué te vas a valer para convencerlas, tesorazo mío? ¿De una metralleta…?

—No amenazaré a nadie. Solamente usaré, no te lo tomes a mal, el encanto de mi personalidad.

—¡Trato hecho, tesorazo! ¡Si logras convencer a la mujer del capellán de que se desnude, sobre esta mesa, delante de todo el mundo, sin amenazarla, podrás mandarme a hacer todo lo que tú quieras!

Te pasas el día en la Universidad. Te pasas la noche dándote cabezazos contra las paredes. Te deslizas bajo las mantas preguntándote hasta qué hora te quedarás ahí tendida con los ojos abiertos como platos, oyendo tu alma retorcerse de miedo y aburrimiento. De repente, Graham Rosenkreutz irrumpe con estrépito en mi habitación. Le sigue una estela de risas y canciones. Se tambalea y, excepcionalmente, esta noche parece tener un beber sereno.

—¿Te he despertado, pulguita? —me pregunta con afecto, la voz cascada.

—¡No! ¡Pero no me gusta que me despierten en ningún momento, ni siquiera cuando no duermo!

—No está muy claro lo que dices, sabes… No está nada claro clarito, sabes… Todo lo que me cuentas es mortalmente enrevesado, sabes… ¡Venga! ¡Vamos! ¡Sorpresa! ¡Sorpresa! ¡Graham te ha reservado una bonita sorpresa! Sabes, yo no te odio. Casi que siento cariño por ti, sabes. En parte eres como mi hermana pequeña y en parte soy como tu hermano mayor. ¡Vamos! ¡Ven conmigo! No puedo por más consentir que te hastíes en tu enorme agujero negro. Ven a reírte un poco, colega. ¡Sorpresa! ¡Sorpresa! ¡En pie! ¡En pie!

En un soberbio ademán, con una sola mano, coge todas mis mantas y se las pasa por encima de la cabeza. Se inclina para tocar el suelo. Lo encuentra frío.

—¡Demasiado frío! ¡Muy frío! No permitiré que te aventures con los pies descalzos por este suelo. ¿Dónde están tus pantuflas, tus calcetines, tus zapatos, tus botas?

—¡Yo ni tengo pantuflas, ni calcetines, ni zapatos ni botas!

—No te hagas la dura. Es inútil. Te conozco. Sé como eres. Te apuesto a que podría hacerte llorar, solo con ser amable contigo, solo con ser un buen chico contigo. Te conozco. Eres como yo: te afecta todo, tienes buen corazón. ¿No tienes pantuflas, ni calcetines, ni zapatos ni botas? No hay problema. Cuando se tiene un amigo, no hay ningún problema.

Se quita sus zapatos, me los pone, me los ata. Desarmada, enternecida, doy mi brazo a torcer. Teniéndome bien calzada, me coge en brazos, me levanta de la cama, me lleva.

—Pero si lo pienso. De repente caigo. ¿Qué pinta voy a tener yo, haciendo un estriptís sin zapatos?… Pero shhhhhh, es una sorpresa. ¡Sorpresa! ¡Sorpresa!

En el salón de estar, están el capellán protestante del cuartel general francés y su mujer, el coronel Schlyt y su mujer, el ordenanza del coronel Schlyt y su mujer, dos desconocidos y sus mujeres. Graham Rosenkreutz me instala en el más confortable sofá del salón de estar y me cuchichea al oído para que abra bien los ojos.

—Estate atenta, pulguita. ¡Te vas a reír! Ves a estas viejas gordas cortadas todas por el mismo patrón… ¡Pues bien, todas van a subir a esta mesa y a desnudarse! Estate atenta, colega. ¡Te vas a reír! ¡Todas van a encaramarse ahí encima y a despelotarse, todas estas viejas gordas confeccionadas en serie!

Céline me pone al corriente de la situación. Al igual que todo el mundo, está borracha.

—¡Ese cabrón ha ganado su apuesta, sabes! Les ha dicho: «¿Si me hago un estriptís, señoras, saldréis a hacer vuestro estriptís?» ¡Y las muy guarronas han dicho que sí!

Y, encaramándose en la mesa uno tras otro, bajo salvas de risas, como en una pesadilla, Graham Rosenkreutz, las cinco viejas gordas y Céline se desnudan.

Por la noche, todos los gatos son pardos. Es bien sabido. Por la noche, cuando el comandante Schneider acaba con Céline, la manda con Graham Rosenkreutz. Cuando Graham Rosenkreutz acaba con Céline, la manda de paseo a que la parta un rayo. Céline siempre duerme sola. Algunas veces, Céline entra de puntillas en mi habitación y enciende su mechero encima de mis ojos. Si ve que no duermo, me da un cigarrillo y se sienta cerca de mi cabeza. No nos decimos casi nada.

—¡Carajo! ¡Otra vez olvidé traerme un cenicero!

—No te molestes, Céline. Hay un vaso en el escritorio.

Cuando ella se siente desesperada, procura enternecerme. Enciende la luz y me hace contar con ella los surcos que labran sus párpados. Se arremanga el camisón y me enseña las corvas, sus pobres gordas corvas medio gelatinosas cuya piel amarillea y deja transparentar ramificaciones rojas y azul leche de venas reventadas. ¿Por qué la piel amarillea de esta forma? ¿Por qué las venas revientan de este modo?

—Es lo que yo me pregunto, cariño. Me digo que es porque la vida está mal hecha.

—Pobre Céline. Es horrible. ¡Es espantoso!

Cuando estoy de humor para jugar, ella juega

conmigo. Al entrar en mi habitación, me encuentra de pie, bailando, vestida con un poncho que me he hecho practicando un agujero en el centro de una de las mantas. Se asombra. Sin decir palabra, regresa a su habitación y vuelve con un cubrecama y un par de tijeras.

—¿Cómo hiciste para conseguir tan buen resultado? —me pregunta.

—Muy sencillo. Mira lo que hago.

Cojo su colcha y practico en el centro, con su par de tijeras, un agujero en forma de rombo. Le pruebo el poncho. No le queda bien. ¿Por qué no le sienta bien? Es difícil de explicar. Quizá el buen Dios le hizo una cabeza demasiado grande, tal vez le hice un agujero demasiado pequeño. Después de ensanchar el agujero, le pruebo de nuevo el poncho. Le va como un guante. Una vez alisados los pliegues, proclamo mi nueva identidad.

—¡Soy Aricia! ¿Quién eres tú?

—¿Quién es Aricia?

—Soy Aricia, la dulce princesa ateniense a la que nadie presta atención. ¿Quién eres tú?

—Yo soy Júpiter, ni más ni menos.

—¿Eres Júpiter? —le digo a Céline, devolviéndole sus tijeras—. ¡Mejor para ti! ¡Aquí tienes tus rayos!, ¡y no me perdones la vida!

Me refugio en mí misma para meterme en mi papel, para convertirme en una dulce princesa.

—Soy Aricia. Soy tímida y tierna, soñadora y cándida. Me dan de lado. No pertenezco a la familia de los tiburones; no tengo mi sitio al sol; espero a que los tiburones me hagan un hueco al sol. Detrás de la puerta, se disputan el marido que adoro. Por mi falta de odio y de agresividad, lo he perdido. Porque soy frágil de espíritu, me han destituido. Tengo la voz demasiado suave, nadie me oye. Tengo la mirada demasiado dulce, me toman por una inútil. Espero en silencio, entre plegarias. Dentro de poco, cuando los marrajos se hayan ido, apretando su cadáver despedazado contra mi corazón, podré, una última vez, abandonarme a Hipólito.

Algunas lágrimas ruedan por mis mejillas, abultadas, abundantes. Lloro como nunca lloré. Lloro como un colador, con te los los nervios y músculos sin tensión, con las entrañas abiertas de par en par. Me noto tan fofa que me desplomo como un abrigo que cae de un perchero.

—¡Ten piedad de mí, Júpiter! ¡Apiádate de mí!

Júpiter se arrodilla, me coge entre sus brazos,

aprieta mi cabeza en su cuello, me frota la espalda.

—Te compadezco de todo corazón, Aricia. Llora; la cuesta se hace más suave…

—¡Déjame! ¡No me toques!

—Déjate llevar, Aricia. La compasión ayuda a llorar, y llorar ayuda.

—No insistas, Júpiter.

Siento mis lágrimas agriarse, emponzoñarse. ¿De qué tenemos pinta así, la una en brazos de la otra? ¡Parecemos dos lesbianas! ¡Basta! Me pongo en pie, y mientras seco mis ojos, alcanzo a ver mi bote de tinta. Me encanta la tinta. Céline llena el cuenco de mis manos del mudo líquido, ágil, volátil, etéreo, ligero como un vuelo de mariposas. Me baño la cara en mis manos llenas de dulce oscuridad. Con la cara bien bañada, con el poncho bien manchado, aplico el resto de dulce oscuridad sobre la cara en estado de putrefacción de Céline.

—Ahora somos dos negras de feria. ¡Sonriamos!

Gloria sabe zambullirse. Se lanza como una flecha desde el trampolín, arquea los riñones, planea con los brazos desplegados, se hace una bola, ejecuta tres rápidas piruetas, se endereza de golpe, y entra derecha como un clavo en el agua verde. Tras ella, solamente salpica un hervidero de agua blanca. Yo, entre el cielo y la tierra, pierdo todo tipo de contacto con mi faceta corporal. Y tras de mí, salpica más agua que con una bomba atómica. Al oeste, sin novedad. Los árabes cantan. Dormimos con nuestros fusiles entre los brazos mientras que, hoja por hoja, Gloria quema su manual de cálculo diferencial.