Mis leones marinos duermen. Cuando los leones marinos cosidos entre mis dedos se acaloran y se dan cuenta de la trampa, del engaño, forcejean. Y las heridas de la sutura sangran. Cuando aprieto la mano contra mi oído, oigo latir los corazones de mis leones marinos y tengo miedo. Cuando el águila de enormes proporciones plantada en mi pecho se encoleriza, cuando sacude con aletazos de blanca envergadura sus ligaduras enraizadas en la piedra, un ciclón sin escape me infla, me sacude, me hace sufrir y sudar como a una parturienta. Pertenezco a las ciénagas, a los rabiones y a los árboles, mi sitio no está aquí entre estos mamíferos. Soy una fúnebre abeja de las arenas[69]; he elegido todas las flores, todos los campos. No tengo nada que hacer en esta madriguera. Las preocupaciones de los seres humanos son sexuales. Mis únicas preocupaciones son afromorales. Sexual es francés. Afromoral es bérénicino y con un significado que es y que permanecerá oscuro.
Gloria, siempre me quedaré corta, es de una grosería asombrosa, de una santa irreverencia. Ni se lava ella ni lava su ropa. Despide un rico olor a leche podrida. Estamos sentadas bajo este olivo y filosofamos. Dos cabos recién salidos dan cuatro vueltas alrededor de nuestro árbol y acaban colgándose a cada uno de nuestros lados.
—¿Quién de entre ustedes dos apesta, soldados?
—¡Yo, capitán! —exclama Gloria, manifiestamente halagada.
Toda sonriente, tiende su axila al cabo y le invita a oler. Gloria no apesta de manera pasiva. Apesta a sabiendas, con conocimiento de causa y conscientemente. Expone los términos de su ética al cabo.
—Ser repelente para repeler. Repeler para que se alejen de mí, para que no se me acerquen, para que no lleguen a inducirme a error, para que no me molesten mientras fermento tranquilamente mi miseria.
—¡Los tullidos, al Apótetas! ¡Los cadáveres, al cementerio! ¡Los pobres, los vejestorios, los hombres que tengan cinco niños y que estén sin empleo, a la horca!
Así habla Gloria, después de haber desplegado una octavilla comunista en sus rodillas.
—Un estibador no llegará lejos con su fardo a los hombros. ¿Adonde llegará la humanidad que carga con un leproso en cada hombro? Sin aliento, se vendrá abajo con el primer obstáculo.
¿Hay que prestar seria atención a las frases de esta supuesta lesbiana cuyos padre, madre, hermanos y hormonas[70] fueron incinerados vivos por la Gestapo?
—¡El resto, a la mezquita de Ornar! ¡Al minarete más alto! ¡Decapitemos a los enanos, a los huelguistas, a los eunucos, a los borrachos! ¡Los enanos agobian inútilmente con su peso el estómago de la tierra! ¡Los huelguistas nos estarán agradecidos por crucificarlos; nos agradecerán por dar así a los huelguistas del futuro una excusa para realizar otras huelgas! ¡Los eunucos, considerándose los favoritos de Dios, cantarán en el fuego al que les arrojemos; como tantos otros, reirán y bailarán en el suplicio! ¡No priven a los borrachos de su mayor gloria; quémenlos, hagan de ellos unos mártires!
El sentimiento de ser uno mismo, de haber sido y de perpetuarse, ese alma del que se habla, ¿no podría, de manera más sencilla, llamarse memoria? La conciencia, la ciencia del bien y del mal, ¿acaso no es solo una memoria muerta, un instinto guía basado en recuerdos degenerados en una red inextricable de reflejos condicionados? Al nacer, un hombre no tiene alma; no tendrá una hasta pasada la infancia. Un ser humano que nace con quince años sería algo así como yo sin mi pasado, sin focas en las arterias, sin cóndor en la cavidad pulmonar. ¡Cha cha chá!
Leo mi diccionario. Solo leo las palabras. No leo su significado.
«Chenopodiáceas. Chensi. Chenu. Chenyang. Chéops. Chefrén.»
¡Seis pirámides! ¡Seis pirámides de las cuales cuatro son de mi cosecha! ¡Demasiado! ¡Qué fuerte! Lanzo el diccionario al techo. El diccionario golpea en el plafón y, al cascarse, el plafón se apaga. Estoy tendida al bies sobre la cama, con la cabeza en el pie de la cama y los pies en el travesaño, con la mirada clavada en ese punto de la esquina de la habitación donde confluyen las dos paredes y el techo. La calzada de los faraones, pienso, se abría paso entre dos filas de esfinges en pie apoyándose las unas en las otras para formar un arco con las patas. Veo esfinges de oro rojo tan grandes como secuoyas. En mitad del suelo, yace el telegrama de Einberg. «¡Escribes en vano al hijo de esta mujer! ¡Todas tus cartas son interceptadas y destruidas!» Cuando apoyo mi frente en un espejo, mis ojos se funden en un gran ojo nublado y me viene a la cabeza un Cíclope. Sigo clavada en ese punto hacia el que las dos paredes y el techo apuntan. He recibido una postal de Chamomor. «Vergiss mein nicht escogriffe. No me olvides grandullona. Mamá.» ¡Aplico toda mi fuerza en ese punto, al fondo de la esquina! Hay cuatro esquinas arriba de la habitación y cuatro esquinas debajo de la habitación. Creo que si cortara la esquina en cuyo fondo tengo la mirada clavada y la pusiese encima del escritorio, obtendría una pirámide. Sería una pirámide vacía pero, colocada sobre el escritorio, nadie se daría cuenta de que está vacía. ¡Horror! De repente, a partir del punto que miro fijamente nace una pirámide, toma volumen, se acrecienta, desciende, se acerca hacia mí. Veo la sección de la pirámide crecer, crecerse, engrandecerse. Siento como la pirámide se precipita sobre mí, me aplasta, me engloba, crece a la velocidad de un tren, se desarrolla más allá del suelo, más allá del terreno, más allá del universo. Mordiéndome los puños, grito. Graham Rosenkreutz, a quien he despertado, martillea insolentemente la pared. Grito más fuerte, salpica un chorro de sangre del colmillo. Graham Rosenkreutz aparece encima de mí, cargado de buenas intenciones. Con una violencia indómita, le mando al infierno de paseo. Ya no como. Nunca tengo hambre. Comer me disgusta. Para mantenerse, hay que comer. Las arañas que caminaban sobre el agua del pantano se llaman argyronetas. Esos crustáceos de los que solo pescábamos una pareja en primavera y cuyo mitológico aspecto nos desconcertaba se llaman cíclopes. ¡Argyroneta y cíclope! Han tenido que pasar diez años entre el descubrimiento de dos animalitos y el descubrimiento de sus nombres. Sigo sin saber cómo se llaman los pequeños moluscos de color bruno que vivían enganchados a los tallos de los anegados juncos y cuya concha se chafaba entre chasquidos de cáscara de huevo entre el pulgar y el índice.