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Gloria está en mi habitación con un par de tijeras. Para lograrlo, ha tenido que escalar el muro, a modo de Romeo. Gloria se descalza y se sienta en la cama. Sus pies están cubiertos hasta el tobillo con una granulosa costra de mugre. Sus dedos son largos y ganchudos como los dedos de un mono. Quiere que le corte el pelo lo más cercano a la piel posible. Mientras le corto lo más cercano a la piel posible su pelo podrido de caspa, se lame la yema de un dedo con la lengua y traza circulitos con relamida limpieza por la parte superior de sus pies.

—Al menos podrías quitarte la cera de los oídos, me da náuseas.

Gloria encoje los hombros y suelta unas risitas. ¿Pero quién soy yo para decirle lo que debe hacer? Estás muy bien así, Gloria. Impresionas al personal. Nunca les harás rabiar lo suficiente. Me pregunta si quiero que me corte el pelo. Le pido que no me lo rape tan corto como yo a ella. No quiero parecer un chico. Me dice que no tenga miedo. Y, mientras poda, le hablo de mi nada.

—Estoy sola. Por lo tanto no hay nadie. Y si no hay nadie, ¿quiénes son esos a los que recuerdo, a los que veo y a los que presiento? Son ilusiones, espejismos, espacios imaginarios. Son puntos de aplicación imaginarios obedientes al conjunto de fuerzas que me acosa. Tomemos tu caso como ejemplo, Gloria. Solo eres una imagen proyectada por mi fuerza anímica. ¿Queda claramente expuesto?

—Si así lo prefieres, —responde Gloria—. Continúa.

—Me han lanzado a la superficie del universo en una falúa agujereada. Cinco mil millones de sombras se mueven en mi campo visual. ¿Qué hago con esas sombras? Les impongo la única forma que conozco: la mía. ¿Cómo podría concebirlas de otra forma distinta a la mía? He coloreado una de esas sombras de amarillo, el color más bonito, y, casi por azar, la he llamado Constance Exsangüe, justo como yo me llamo Bérénice Einberg. He cogido la sombra que tú eras y la he coloreado de azul, el opuesto al amarillo. Tenía un poco de blanco en el fondo de un tarro, y había dejado el tarro abierto. Una sombra ha caído en el tarro; la he llamado Chamomor. Christian es mi sombra verde. Tengo un pozo lleno de rojo; no sé qué hacer con él… Tengo un plan: lo vaciaré en el lago donde, en verano, los cerca de cinco mil millones de sombras vienen a bañarse. A la mínima seña, con solo mover un dedo todas mis sombras me obedecen. Solo son lo que yo les ordeno que sean. Una sombra que he coloreado de azul permanece azul hasta que la vuelva a colorear. Si tuviera ganas de verte de color de rosa, solo tendría que colorearte de rosa. ¿Es lo bastante preciso como forma imperativa de ver a los seres? Estoy sola; estoy dispuesta a jurarlo. ¿Está lo suficientemente claro?

—Está muy claro, bien clarito.

—¡Acuérdate! Nos hemos encontrado una anciana en la calle. A mí, me recordaba a Melpóneme. A ti, te recordaba a Talía. ¿Qué nos hemos encontrado? ¿Seguro que era una anciana? ¿No era más bien una sombra, una superficie reflectante, un espejo para que nuestras almas se reflejen?

—Deja todo eso, Bérénice. Déjame vivir. Permítete vivir conmigo.

—¡Miasma! ¡Quilo! ¡Quimo! ¡Solo yo puedo probar el sabor que tiene la sed en mi garganta! ¡Solo yo puedo sentir en mi mano la fría humedad de una rana! ¡Solo yo sé cómo resuena mi voz en mis oídos!

—Al igual que tú, tengo hambre, tengo calor, tengo sed. Deja de decir tonterías.

—Que tú seas como yo, es algo que yo me imagino; nada me lo demuestra. Tus dolores son diferentes a los míos, totalmente. Los míos son imperativos, chillones. Los tuyos son virtuales, mudos, sin ningún efecto inhibitorio sobre mi sistema nervioso, sobre mi sistema digestivo, sobre mi sistema solar. Tus dolores me recuerdan a los de la duquesa de Langeais, la heroína de Balzac, de Zola, de Cyrano de Bergerac, del barbero de Sevilla. Estoy sola en el espacio que ocupo, dondequiera que ocupe este espacio. El espacio en el que estoy, dondequiera que esté, nadie puede traspasarlo. ¡Estoy sola! ¿Está lo bastante claro ahora? ¿Te ha quedado lo suficientemente demostrado, ahora? Además, ¿qué justifica esa idea de que solo hay que creer en lo que ha sido probado y comprobado?

—Yo —responde Gloria riéndose—, yo solo creo en lo que está desaprobado. ¿Está a tu gusto el corte de pelo?

Me tiento un poco el pelo. Así puede valer. Vete ahora, Gloria; estoy cansada de tus manos en mi pelo, de tu olor en mi habitación. Me desnudo, me deslizo bajo las mantas y le doy la espalda. Si Gloria se deslizase bajo las mantas conmigo e intentase sobarme, como se puede adivinar en su turbia mirada, ¿qué haría yo? La dejaría. Le diría: «Diviértete, Gloria… Revuélveme las tripas como es debido.» Me he servido tanto de ella, únicamente sería justo que ella se sirviera un poco de mí. Es más, me gustaría verla en acción. Estoy casi segura de que sus bonitas teorías del vicio solo son un farol; hasta tal punto que tengo ganas de intentar seducirla, solo por ver como se raja. Abro los ojos y me vuelvo, para ver si sigue ahí. Ya no está. Constance Exsangüe, ¿lees mis pensamientos? Si los lees, ¿no te avergüenzas por haberme dejado caer de esta manera?