Con las mejillas heladas, tiesas como platos, entro con retraso en clase. La Señora Ruby, ignorándome insolentemente, continúa sin interrumpir su lección de historia.
—Cargado con tan valioso pergamino para Lord Selkirk, el intrépido trampero mestizo salió, se calzó sus raquetas y, sin perder un instante, emprendió su destino. Era noviembre de 1893. La nieve, firme como el hierro, tupida como la arena, era lanzada con tal fuerza por el viento que parecía precipitarse sobre las casas en verdaderas oleadas oceánicas. Lagimoniére bajó las orejeras de su gorro de piel y comenzó como si nada hubiera en esa tempestad que hiciese temblar las piedras, que desplazara las montañas y que hiciera perder la ruta a plena luz del día. Guiado por su simple olfato, seguro de su mero coraje, movido por sus únicas piernas, tuvo que derribar con su ancha envergadura, segundo a segundo, día tras día, una jungla de vórtices metálicos, de muros batientes de granizo en la que ningún otro salvo él habría podido avanzar sólo abriéndose paso a golpe de hacha. Hacía tanto frío que no se atrevió a separar los labios en todo el recorrido, por miedo a que la saliva se le congelara en la lengua, por miedo a que sus dientes se resquebrajaran como botellas dentro del fuego. A principios de enero Lagimoniére llegó a Montreal, en menos de dos meses tras su salida de Winnipeg. Con la boca negra, con los párpados soldados, se mostró dichoso de haber resuelto con éxito su misión.
Juraría oír de nuevo la misma voz de la Señora Ruby, sus mismas palabras. Pero sin duda me lo imagino. Ya que la señora Ruby no bordaba la asignatura, la sableaba. Un recuerdo brota, sus ramas crecen en la cabeza. Solo las piedras mantienen una memoria fiel. La mente elimina todo lo que no puede nutrir, ni desarrollar por su laboriosa industria. Por aquí no hay invierno. Siento una nostalgia cada día más imperiosa del agrio perfume, casi ácido, de esta estación. Siento un dolor cada vez más febril de esas noches en las que, al abrir los párpados en el silencio de la abadía, sentía el frío caminar por mis ojos.
Corren, desde la mañana, rumores agonales. Pero no es porque sea la fiesta de San Honorato. ¿Por qué razón no es la fiesta de San Honorato? Esta pregunta es una pregunta perfectamente inútil. ¿Por qué esta pregunta es una pregunta perfectamente inútil? Esta otra pregunta también es una pregunta perfectamente inútil. La nodriza de San Honorato plantó su pala de tahona en la tierra y, milagro, unas ramas ponderosamente cargadas de hojas y frutos se alzaron, como rayos de un sol que se alumbrara de golpe. Una vez que Christian, obedientemente, se metía en la cama, Chamomor, lealmente, iba a besarle y a contarle un cuento. Con el invierno las efusiones se prolongaban, se alargaban, se adornaban de sabios juegos. Yo los espiaba, analizando cada una de sus palabras, diseccionando cada uno de sus gestos, aprovechando a fondo el abundante sustento ofrecido para mi insaciable cólera, alimentándome de crímenes que vengar. Violenta por naturaleza, creyendo que el odio debía estar justificado, avivaba fríamente mis celos, atizaba hasta convertir el dolor en insoportable, inicuo por su atrocidad. Era tan pequeña que tenía que colgarme del picaporte de la puerta para mantener mi ojo frente al ojo de la cerradura. Seguida de su gato, con su misal de vitela incrustada de amatistas bajo el brazo, Chamomor entraba en el dormitorio de Christian y suavemente volvía a cerrar la puerta. Sostenía a Christian encajado entre sus brazos y su pecho. Le masajeaba el pecho y las piernas para hacerle entrar en calor. Sacaba del armario empotrado diez mantas de lana de diversos colores y las amontonaba sobre él con dulzura. Sonreía. Rondaba por su cara con su boca. Se peleaban. La calma regresaba. Mientras que él se volvía a acostar, ella acercaba una silla y se sentaba a la cabecera. Abría sobre sus rodillas su enorme misal de canto bermellón y se ponía a leer, con su hermosa voz ronca, la leyenda del santo del día. Christian la interrumpía para hacer preguntas perfectamente estúpidas.
—¿Cómo se llamaba Honorato?
Yo, para hacer el amor, tenía, al igual que San Honorato, una gorda y fea nodriza. Cerremos de inmediato este paréntesis intempestivo. Volvamos de inmediato a esta mañana.
Corren, desde esta mañana rumores agonales. No sé por qué. No es San Honorato. Ya que Israel no es católico. Ya que en Israel, por San Honorato, una bandada de comulgantes de blanco unidos de de la mano de dos en dos no rueda pendiente abajo. De repente, un cabo cubierto de barro baja a la bodega. Lleva en sus hombros dos barriles de cerveza envueltos en banderas, dos barriles que me hace pensar cada uno de ellos en un ataúd. Todos bebemos sin moderación. Pronto, todos estamos borrachos. Yo, por mi parte, he absorbido tanta cerveza que tengo la barriga llena de bolas de billar y la cabeza llena de pompas de jabón. Somos una treintena. Eructamos y gritamos unos más fuerte que otros. Queremos que se nos oiga pero no queremos saber nada. Ni siquiera nos oímos. Yo, por mi parte, colgada de los brazos a una viga vocifero.
—¡Re! ¡Rex! ¡Rey! ¡King! ¡Monosílabos! ¡Solo monosílabos! ¡Fueron los primeros gritos del hombre! ¿Alguien tiene algo que decir? ¿Quién? ¿Quién?
A cuatro patas debajo de un taburete, Gloria charlotea a bocados, forzando la elocuencia hasta lo más recóndito de las vocales y las consonantes.
—¡Ya no hay peligra! ¡Desde que Urlisé, ese feo, ese decimal, mató al Cíclospe, ya no hay peligra! ¡Ya no hay Jujana de Arco porque ya no hay Ingles, ni una sola, ni la más míunima! ¡Podes dormi a perna solta! ¡Desde que Herculé, ese feo, ese decimal, mató al jubalí de Erimanto, ya no hay peligra!
El comandante Schneider predica, después de arrancar una bandera y ceñírsela a modo de taled.
—¡Yo, yo estoy harta! —canta Céline alrededor. ¡Yo, yo estoy harta, harta, harta!
—¡Mamá! —reclama uno al que ni su mismo padre conoce—. ¡Mamá! ¡Mamá!
Dotado de un voz atronadora, agrupa a su alrededor una decena de fanáticos, yo entre ellos, y nos arrastra hasta el pie de la escalera. Si fuésemos capaces de subir esa maldita escalera, lo de la mezquita de Ornar sería pan comido. ¡La tomaríamos y la incendiaríamos! Graham Rosenkreutz permanece quieto, distante, sin decir ni mu. Después de unos días de convivencia, el encanto que ejercía sobre mí se ha roto, por sí solo, sin bombo ni trombón. Me acerco a Graham Rosenkreutz con el firme propósito de acabar con él.
—¡Miren cómo se destrona a un impostor! ¡Miren cómo se derriba una estatua!
Acompaño la palabra con el gesto, agarro por el respaldo la silla que ocupa el nuevo Josué y la vuelco. Nos vemos de culo y patas arriba; y mi asalto, dada su loca audacia y el bochorno de su seria víctima, provoca un cataclismo de silencio. Graham Rosenkreutz intenta refugiarse en su habitual altivez, aunque en vano; ya no le sienta bien.
—Muérete de asco, enana, —pavonea.
—¡No te dejes insultar por ese decimal, Rébénice! ¡Recoge el guante! ¡Desde que murió el Nomitauro ya no hay peligra!
Los espectadores reciben el apoyo de Gloria con un abucheo unánime.
—Te escupo a la cara Graham Rosenkreutz Rosenkreutz ¿Rosenkreutz?
Una vez más, acompaño la palabra al gesto. Pero esta vez, el alma de mi víctima se subleva tal como la de los franceses se sublevó contra Luis XXXIX en 1789. Graham Rosenkreutz se pone en pie, me planta cara de repente y, los huesos le crujen de ira, con una sola mano, de un solo movimiento me aprieta como si fuera a estrangularme. Suelta la presa, casi por piedad, y me lanza violentamente al pie de la escalera. Me vuelve a coger por la garganta, me levanta y, con los dientes apretados, habla.
—¡Vete a dormir, pulguita! ¡Sube! ¡Acuéstate! Frota un poco tu vulva antes de dormirte; eso te aliviará, te calmará los nervios.
Desearía vomitarle encima. Gracias a una especie de milagro, me encuentro totalmente sobria. Así cojo ventaja sobre mi adversario, que está tan borracho que solo se mantiene en pie por el apoyo que toma sobre mí. Pruebo con un violento brinco que aplico sobre Graham Rosenkreutz con todas mis fuerzas, y va a dar de cráneo contra el hormigón. Se sacude, manifiestamente rabioso. Se pone en pie con la soltura de un gato, levanta los puños y con violencia me aplica uppercut tras uppercut[68]. Ha perdido por completo el control, toda la piedad.
—¿Esto es lo que querías, verdad? Quieres ser tratada de igual a igual, de hombre a hombre… Me comportaré como un príncipe. ¡Toma, campeón! ¡Pilla, gorila!
Levantándome por los aires con cada puñetazo, con la lengua seccionada, las mandíbulas partidas, el tórax hundido, salto de mesa en mesa, reboto de silla en silla. El martilleo para de golpe y porrazo. De cara contra el suelo, molida de pies a cabeza apenas puedo moverme. Gloria me ayuda a ponerme en pie. Con los párpados abiertos, no veo nada. Tengo los ojos llenos de sangre. Si tuviese un revólver y pudiera ver a Graham Rosenkreutz, lo mataría. Lloro como una descosida. Por mi cara corren la sangre y las lágrimas.