Constance Exsangüe, la pequeña reina, ha tomado como mausoleo una de esas iglesias donde su poeta, loco de palabras, pasaba sus noches. Yo, convertida en dos, montaba guardia a cada lado del pórtico mayor de la iglesia, tan derecha como podía, en jubón de seda y calzas cortas, apuntando con un revólver con dos de mis manos y manteniendo cautivo contra cada uno de mis vientres con mis otras dos manos a un furioso león. Madura cae la calabaza del árbol. Me he derrumbado de golpe, me he dormido y desde entonces, al igual que un gallinero, el mausoleo de la pequeña reina ha quedado habitado por gallos y gallinas. ¿Por qué, a pesar de la pared ósea, este recuerdo de ella que pende sobre mi pecho no proyecta una sombra más potente sobre mi alma? Renuncio a los bienes de este mundo, como una santa. Tendré una corona de gloria cuando haya muerto. Me convierto en una sierva bien obediente del titán. Ya no me rebelo solo por costumbre. Hace un momento he bruñido y lacado mis cadenas; bien lustrosas y bien lacadas gozan de muy buen aspecto al sol. Al retín que retiñe…
Gloria aspira a un doctorado en cifras. Ella me gustó de entrada porque, para expresar que no merece la pena detenerse en nada, tiene por costumbre decir: «Es decimal.» El rector de la Universidad de Tel Aviv es un decimal. Los catedráticos de la Universidad de Tel Aviv son unos decimales. Los tenientes, sargentos y cabos de la Milicia son unos decimales. El comandante Schneider es un decimal. Graham Rosenkreutz es un decimal. Como sistema filosófico, es fácil de aprender de corrido y de aplicar.
—Comandante, he venido a veros para recordarle, una vez más, que me muero de ganas por aprender a volar y que su papel de padre exige que me enseñéis a hacerlo.
—No eres lo suficientemente mayor. No eres varón. No eres autóctona.
—Graham Rosenkreutz no es autóctono.
—Tú no eres un héroe.
—Solo me falta para héroe un acto heroico.
—De falso padre a falsa hija, te aconsejo que desconfíes de Gloria.
—¿Cómo?
—Granuja idealista. Serás presa fácil para ella. ¿Te has recortado tu hermoso pelo?
—Quiero a Gloria como a una hermana. Le prohíbo ese tipo de alusiones. Me insultáis. ¡Me decepcionáis!
—Si quieres que te conserve como amiga, te aconsejo que no te exhibas más junto a esa basura.
—Consejo por consejo, os aconsejo que os metáis de una vez por todas en la cabeza que no solo me compongo de sexo, que a su vez tengo dos brazos y dos piernas, como Belerofonte, como Ayante Oileo, llamado Ayante el Menor.
—Sal, Bérénice. Vuelve cuando tengas más plomo en la sesera.
«Salen», como suele decir Shakespeare en sus obras de teatro.
Historia y teoría de la música en la Antigüedad clásica. Este es el título del libro que Gloria desea que lea. Gloria se sentirá ofendida, si no leo la inamovible obra del tal Gervaert. Leer un libro prestado une. Leamos y unámonos. Obedientemente, leo tres veces las páginas capitulares en las que me aparece una cadena de signos de exclamación imperativos. ¡Querida Anne! En mi cabeza, Anne es el femenino de asno[65]. Ella rodeó, laboriosamente, con una espiral de tinta en ocho círculos: «Las jovencitas danzaban juntas.» ¡Ay, mamita! ¡Cuánto sacrificio! ¡Qué minuciosa es ella! Entre las páginas ciento treinta y nueve y ciento cuarenta, me encuentro el poema de Verlaine en el que se ven dos colegialas jugando a marido y mujer. Entre las páginas doscientos treinta y nueve y doscientos cuarenta, encuentro el poema en el que se ve a dos comadres de la mitología griega representando al marido y la mujer juntos. ¿A cuántas muchachitas antes que yo, oh inconstante Gloria, has hecho leer estos poemas tan conmovedores? Tierras de pasto y de labor son las dos glándulas mamarias de Francia… Gloria se vanagloria de ser la mujer más viciosa que jamás haya parido la tierra. Ella dice que allá donde lo encuentra, solo puede leer el artículo indefinido «un[66]» en sentido contrario. En su cabeza, una mujer tiene seis vulvas: la de entre los muslos, las que forman las axilas, la que forma la boca y las que componen los ojos. Dice que ella ve en el artículo determinado francés «le» una señorita* en su aseo. Dice que fuma pavas porque, para ella fumarse una pava* es como besar a una nórdica que se llame Paava* .
Tal como la mano del guitarrista salta con el pulgar de una cuerda a otra, a salto de coxis el comandante Schneider desciende de un peldaño a otro por la elevada escalera, escarpada y sin baranda de la bodega. Asombrado, todo el mundo calla y se vuelve. El comandante Schneider se pone en pie, muy digno, con su corbata amarilla del revés por encima del hombro. Luego, después de haber soltado un hipo, hablando a la trampilla, ordena a alguien que venga. Lanzados con fuerza, dos zapatos descascarillados, silbando por encima de las cabezas, van a estrellarse en el respiradero. Dos pies desnudos dejan atrás la apertura de la trampilla, seguidos de dos pantorrillas metiditas en carne. El vestido amarillo de la mujer se ciñe a la piel como la piel se ciñe a una serpiente. El grosor de las rodillas y la amplitud del trasero son recibidos con un abucheo. Después, el escándalo se desata.
—Muchachos —hipa el comandante Schneider, os presento a mi amante, os presento, más en carne que en hueso, a la amante de un rabino.
Ella no tiene pinta de autóctona. Comparte cierto aire de familia con «nuestros» pilotos franceses. Tambaleándose como un diablo, la coge del brazo y se dispone a presentarla a todos y cada uno.
—¡Vámonos! ¡Larguémonos de aquí! ¡El comandante ha perdido el norte!
Se pasan la consigna. Bajan la cabeza, se levantan y, en bloque, se dirigen a la escalera. De golpe y porrazo, en las mesas ya solo queda Gloria, Graham Rosenkreutz y yo. Ambos amantes, queriendo agradecer nuestro apoyo, nos hacen, imitando a un par de comediantes, una simpática reverencia. En principio, el asunto me deja totalmente indiferente, me parece completamente extraño. De pronto, la cosa cambia y toma visos de una inesperada oportunidad de mudar de barracón en la Milicia. Interpelo caballerosamente al comandante Schneider.
—Ahora que ya no tiene nada que esconder a nadie, tal vez podría hacer mi maleta y venir a alojarme aquí.
El asunto le cae como un jarro de agua fría.
—¿Te he negado jamás un favor, a ti que como Tiestes tienes que oírlo todo dos veces?
—No, comandante Schneider.
—¡Bueno! Pregunta a la querida Céline si está ella de acuerdo.
Pregunto a la querida Céline si está de acuerdo. La querida Céline eructa una especie de afirmación.
—¡Bien! —exclama el comandante Schneider—. Pregunta ahora a Graham si está él de acuerdo.
Su situación como inquilino convierte a Graham Rosenkreutz en súbdito de la democracia.
—¿Sí, Graham Rosenkreutz?
—Sí, pulguita.
La disertación francesa de trescientas palabras se aplaza para mañana, a primera hora. El tema es facultativo. Elijo demostrar la superioridad del punto de interrogación sobre el punto de ebullición. Al revés, «le» se convierte en «el», el artículo español. Abou-Djafar el Manzor, es decir el Invencible. De ahí, supongo, la señorita* en sus abluciones. Si me empeño en olvidar tal y como me enseñó Constance Exsangüe a comportarme, seguramente seré condecorada por la Academia holandesa. Tal vez incluso, la Academia luxemburguesa me entregue la cruz Danebrog. Y cuando esté muerta, los jueces del titán adornarán mi imagen con una mandorla, una corona de gloria, una gloria oval con forma de almendra.
Me quedo sola con Gloria, con Gloria y su gorda cara aceitosa, con Gloria que apesta de pleno en la nariz. Ella se jacta de no lavarse nunca. Cuando le reprochas que apesta no se pone a llorar. Tiene sentido del humor.
—Cuando tengo ganas de orinar, me quito las bragas, orino encima de ellas y me las vuelvo a poner. El resultado mantiene alejados tanto a ti como a los decimales.
Jamás entendí porque, en su historia, ella no acaba simplemente orinando sin preocuparse sin más de sus bragas.