Mademoiselle Bovary era una enamorada de las bombas y las granadas. Iban a abrochar un cinturón de granadas alrededor de los riñones de Mlle. Bovary. Le faltaba un segundo para darse una razón: se puso mística. Mlle. Bovary, soy yo.
Hoy por hoy, en este mundo, te tiene que haber atravesado un arma antes para que haya delito, tiene que correr la sangre antes para que tengas derecho a defenderte. Hoy por hoy, las legislaciones han obnubilado de tal forma al ser humano que ni siquiera se atreve a disfrutar del privilegio de defenderse (verbo pasivo) también llamado «derecho a la vida y a la muerte». Cuando otro ser humano te daña tu alma, intenta destruir tu alma, tienes tanto derecho a hacerlo papilla como si intentara derramar tu sangre, destrozarte las piernas. Mañana por la mañana, mañana al alba, la Igualdad, la Fraternidad y la otra habrán vuelto al ser humano tan timorato, tan tímido, que ni siquiera se atreverá (ya no se lucha por ilusiones) a poseer media hectárea de esa tierra que antaño podía tomar por entero. Creía ser judía; se acabó, está claro. He creído en Yaveh durante dos días y estoy hasta el gorro. Conmigo, no duran las ilusiones. Si el fusil que me ha cargado ese israelí me lo hubiera entregado un sirio, aspiraría con la misma voluptuosidad el olor agrio que deja la bala en el cañón al dispararla. Arrasar una mezquita para erigir una sinagoga es un vaivén giratorio rotativo dando vueltas. Todos los dioses son de la misma raza, de una raza que se ha desarrollado dentro del mal que tiene el hombre en el alma, como los bacilos dentro de un chancro. Luchar por una patria es luchar por una cuna y un ataúd, es ridículo y falso, eso huele a excusa podrida. El único combate con lógica es un combate contra todos. Ese es mi combate. Ese es, en resumidas cuentas, el combate de todos aquellos que hacen la guerra. A mí, por ejemplo, me vuelven loca los yeyunos frescos, los yeyunos aún calientes de sangre y trémulos de vida. Esta pasión me alza en contra de todos los demás humanos… ¿Porque qué humano me dejará abrirle el vientre para echarle el guante a su yeyuno? Solo puedes realizarte plenamente como individuo sometiendo a todos los seres humanos. Este hombre se ha dejado engañar por su mujer y quiere cortarle el cuello. Si quiere cortarle el cuello a su mujer y, al mismo tiempo, no dejarse prender por la justicia, tiene que convertirse en el jefe de todos los jefes patibularios del mundo, por tanto, de todos los seres humanos. ¿O. K.? ¿Quién no quiere una ciudad en lugar de una choza, una jungla en vez de un gato, un harén en vez de una mujer? ¿Qué ser humano no se pasa la vida esperando las cosas que los demás no quieren darle? ¿Qué ser humano no prefiere dominar a ser aplastado? ¿Quién no se siente llamado a ser el rey? ¿Cuántos se atreven a sublevarse?
La Milicia estudiantil, ahora que la he probado, me decepciona, incluso me provoca risa. Me la imaginaba sosteniéndose las tripas en las manos. La he encontrado sebosa y aburrida de sí misma. En una palabra, mis impresiones, después de una semana de guardia en el frente, son deprimentes. Un abismo se abre entre nosotros y el enemigo. Un tratado de paz ha sido firmado. El menor acto de agresión convierte a su responsable en punible por la corte marcial y convierte al Estado en punible por la Corte Penal Internacional. Por lo demás no entiendo muy bien todo este asunto.
—Vuestras armas son simbólicas. Se ha firmado una tregua, y el Estado, muy ligado a sus aliados, no puede permitirse romperla. Si permanecen a este lado de las alambradas están protegidos por la O. N. U, son invulnerables. No existe, teóricamente, ningún peligro: pueden traer libros y leer, pueden traer lana y tricotar.
Los Países Árabes, al parecer menos temerosos, quieren a toda costa que se reanuden las hostilidades. Pero ellos no dispararán los primeros. No quieren tener a la O. N. U. de enemigo. Para que seamos nosotros los primeros en disparar, nos tachan de cobardes.
—Son astutos, están llenos de malas artes. Les lanzarán cascos y piedras. Les insultarán. Les gritarán «¡Cobardes!». No les hagan caso. Les tenderán toda clase de trampas. Intentarán hacerles creer todo tipo de cosas. No abran fuego. No abran fuego. No abran el fuego. Según los términos de la tregua, un solo cadáver puede ser considerado como un acto de agresión. Sin embargo, eso no significa que cualquier cadáver pueda ser considerado como un acto de agresión. ¡Si se produce una baja, no aprieten el gatillo! Contacten con su teniente y esperen.
Hay que tener más paciencia que un santo. Aun así no desespero. La guerra duerme: la guerra está ahí. Un fumador acabará por despertarla para pedirle fuego. Si tardan demasiado en hacerlo, yo misma lo haré. Necesito saber. ¿Qué ve uno cuando se encuentra en la guerra, después de la guerra?
Conozco mis primeros instintos gregarios. Me gusta que me oigan: hablo alto y río fuerte. Me gusta que me sigan. Voy a encontrar al que siguen y voy a desafiarlo. Frecuento sobre todo la colonia canadiense, con una treintena de jóvenes que se agrupa en tomo al comandante Schneider y que se reúne en la bodega de su pabellón los lunes y los miércoles al atardecer. Es un círculo muy unido y muy inquieto. Los contactos allí son frecuentes, fecundos y peligrosos. Graham Rosenkreutz es nuestro galán principal. Lo observo de cerca, lo espío con rigurosidad, busco su punto débil. Me guardo de admirarlo, de dejarme vencer por él tal como mis necesidades me piden hacerlo. A Gloria (de apodo «Lesbiana») le parece que Graham Rosenkreutz trae cola[62], no como un pavo real, no como un ave del paraíso, sino como un reno, es decir sin necesidad de desplegarla, sin que le impida correr. Graham Rosenkreutz no tiene ni veinte años, pero se nota que se ha descubierto y que se sigue a sí mismo, que se ha impuesto a sí mismo y que podría imponerse a cualquiera sin ningún esfuerzo. Apenas se sabe nada de él. Recién llegado de cualquier parte, enclenque y sin papeles, a lo más crudo de la guerra, es detenido y encarcelado como intruso por orden del coronel al que acaba de solicitar uniforme y fusil. Se escapa, corre al frente, pilla la identidad y el traje de un soldado que muere a sus pies, combate y destaca. Es arrestado de nuevo. Se niega a decir quién es ni de dónde viene. Una vez más, escapa de sus carceleros. Y esta vez, en una sola noche, en mitad del fuego de un combate de una descomunal violencia, armado con un revólver y una bayoneta, escacharra dos carros de combate y destruye cuatro nidos de ametralladoras. El entonces teniente Schneider se fija en él, lo defiende en la corte marcial y, como garantía, propone responder de él. El misterio de Graham Rosenkreutz, lo que hay de turbio y perturbador en él, lo han tomado por un recibí, ya no intentan sondearle.
Debo permanecer fiel a Constance Exsangüe y a Christian; me debo a ello. Sé que es importante para mí, necesario, capital; pero no entiendo muy bien porqué. Y el que yo consienta en traicionarlos, en burlar este deber, me desequilibra. Debo permanecer con estos dos rostros de mi pasado: me lo repito sin cesar, tal como uno se repite para retenerlo algo que no tiene conexión alguna en su memoria, por ejemplo una cita en lengua extranjera. Debo permanecer fiel a ellos, es mi salvación. Es mi llave y, desde que el tiempo se escurre, como una anguila cada vez más vivaz y más viscosa, me cuesta horrores conservarla en mi mano. La eternidad es una especie de hora que no se acaba. Me niego a morir. Si me aferró a este pedazo de tiempo durante el cual creía en Constance Exsangüe y Christian, nunca seré una hora más vieja y no me moriré. Hay que agarrarse ahí, en el tiempo, donde uno desea que las cosas se detengan; hay que agarrarse ahí, en el pasado, donde uno cree haber sido bello. Hay que agarrarse en algún sitio. Pero no entiendo muy bien todo este asunto. Ser tenaz contra el titán, encarnizado y fiero contra el titán… Acuérdate, Bérénice Einberg; recuérdalo, mocarrón de pavo, no lo olvides, cachazas. Empecinarte. Negar la evidencia. Aferrarte, apretar la tapa al puchero para que no se escape el vapor, mantenerte ahí encerrada hasta la plena cocción. Abrazar la belleza en ti y en tu vida, como Tarcisio abrazaba su cáliz, como un naúfrago abraza su madero. Reflexiono en todo esto después de haber leído lo que ha escrito Lesbiana en la página de cubierta de la novela que me ha prestado. «Si se hace el vacío alrededor de un recuerdo, ya no queda nada más que ese recuerdo en el infinito que uno tiene y ese recuerdo se convierte en infinito.» ¿Acaso no estoy salvándolo todo? «¿Nos lo salvamos?» —se preguntaba ese querido Rimbaud.
El comandante Schneider tiene una manía: los autóctonos. Todo debe ser autóctono; tanto los soldados como los violines, tanto los violines como las hortalizas. Un auténtico autóctono, si lo he entendido bien, es un ser humano que nace en su tumba: apenas se mueve, no más que una raíz; se retuerce en un sentido, se retuerce en sentido contrario y luego ya no se tuerce más. Soy agresivamente apátrida, perdidamente sin origen. Solo siento nostalgia por un sitio. Y a ese sitio, se entra por la grieta de donde salté. Que es lo mismo que decir…
Regreso de la bodega del pabellón del comandante. Todo el mundo estaba inspirado. La O. N. U. fue atrozmente maltratada. He lanzado mi pequeño discurso. No lo bastante ultrasionista, fue abucheado.
—Iré a esa especie de Congreso de Troppau, y, de entrada, seré amable. Me levantaré, pediré la palabra, tomaré la palabra y, como todos esos buenos e indefensos vejestorios, abogaré por el armisticio y la amnistía, por el statu quo y la calma chicha del mar, por el desarme y la desinflación. Después, cuando todo el plomo se haya fundido en cucharas y cuerdas de violín, volveré a levantarme, sacaré mi metralleta, blandiré mi metralleta. Diré: «¡Oh! ¡Oh!» Y añadiré: «¡Arriba las manos!» Dispararé sobre los mancos, para aleccionar a aquellos que no tengan la intención de levantar las manos en alto y para dar a los demás una idea precisa de lo que la obediencia quiere decir conmigo. Pausadamente diré: «¡Oh! ¡Oh!» Y añadiré: «De ahora en adelante yo soy la que manda aquí» Y así por quebrantamiento habré alcanzado la realeza universal. Me haré llamar Caligula, como aquel que desplegó sus soldados frente al mar y les ordenó embestir. Teniendo a la humanidad a tiro con la única arma de fuego que quedará, podré por fin dedicarme a gusto a mi pasión por los yeyunos frescos. Estaré sentada encima de un trono, o incluso bajo un trono. Una cadena interminable de niños, mujeres y hombres se desplegará ante mí. Dos enormes visires con una agilidad en los dedos impecable palparán los vientres. Colocan de lado mirando hacia mí, a compás de uno por mil, al ser humano que tenga el vientre más prometedor. Yo abro, con una hoja con filo de diamante, una ventana en los vientres más prometedores. Para dar tiempo a que la boca se me haga agua, admiro, antes de extraer el preciado yeyuno, las vísceras expuestas al sol.