70

Einberg me lleva otra vez a su despacho. Y, de repente, como por arte de magia, la metalepsis de ayer se aclara. ¡El ostracismo! ¡Todavía el ostracismo! ¡Siempre el ostracismo!

—Tu, digamos, amistad por Christian se pasa de la raya. Más allá de la raya, no hay límites. Sales para Israel mañana, al amanecer. Allí encontrarás el plomo con que asentar la cabeza. ¡Que Yaveh te bendiga!

—¡Yo sí que te voy a meter plomo en la cabeza, yo, Mauritius Einberg; y no con un fusil! ¡Eres un miserable! ¡Eres peor que todo cuanto pudo imaginar el pobre Victor Hugo! ¡Eres una mala pécora cochinchinesca! ¡Me tienes hasta la punta del mismísimo tiroides!

Llamo a Christian en mi auxilio. Entretanto, he cogido un diario de Montreal (La Prisa[61]) y he recorrido algunas columnas de anuncios clasificados especializados en alquiler de habitaciones.

—¡Christian, cariño mío, si nuestra amistad significa algo más que una mera palabra, ayúdame a liberar mi vida de ese loco furioso que es nuestro querido padre!

—¡No! —responde él de modo imperceptible, pero con firmeza.

—¡Si verdaderamente eres mi hermano, ven a compartir conmigo la miseria en la que quiero refugiarme para escapar de la despiadada agonía de ese loco furioso!

—¡No! —responde él de manera imperceptible, pero con firmeza.

—¡Alquilaremos un mugriento piso plagado de cucarachas, en un sótano, en el barrio de Montreal donde están los peores tugurios!

—¡No! —responde él de forma imperceptible, pero con firmeza.

—Yo te mantendré, tal como en las películas francesas la peripatética parisina mantiene a su Jules. Ya verás; pronto encontraré un empleo. Tengo mucha labia; soy desenvuelta y valerosa. Sé bailar. Sé tocar el corno inglés, la corneta y el trombón. Soy capaz de dar lecciones de kárate. Para aumentar mis ingresos, aprenderé mecanografía y taquigrafía. ¡Los pornógrafos se matan por las dactilógrafas que son estenógrafas! Hablo toda clase de lenguas. Tengo un diploma de mecánica; entre las cinco y las siete repararé neumáticos pinchados, lubricaré juntas Cardan, reemplazaré bujías, cambiaré limpiaparabrisas, serviré gasolina. Trabajaré día y noche; llevaré tanta agua al molino que podrás comprarte un coche deportivo europeo. Ahorraremos dinero y, cada año, haremos turismo: nos iremos a Cunaxa. En Cunaxa, correremos entre las ruinas de la derrota de Ciro, con los pies descalzos y las piernas al aire como cuando éramos chicos. Nos veo en Cunaxa como si lo viviera. Nos veo agachándonos para coger la herradura que perdió el caballo de Tisafernes cuando se puso a perseguir a los Diez Mil…

—¡No! —responde él imperceptiblemente, pero con firmeza.

—¡La mismísima pluma de Jenofonte! ¡La pluma de oca que remojaba con su propia sangre para ser historiador…!

—¡No! —responde él imperceptiblemente, pero con firmeza.

—Cuando estés curado, podrás, a tu elección, ponerte de nuevo a lanzar la jabalina o acabar tus estudios de biología. Yo costearé todo lo que quieras hacer. Pongamos que estudias meteorología. Regresas rendido de la Universidad. ¿Qué hago yo? Pasar a limpio tus apuntes, esmeradamente, con toda mi alma. Si te gustan las mujeres, haré que se arrodillen a tus pies la más bellas mujeres de Egipto.

—¡No! —responde él de forma imperceptible, pero con firmeza.

—«Por las aguas doradas de los vasos de Egipto…» —cantaba Nelligan.

—¡No! —responde él de manera imperceptible, pero con firmeza.

—De vez en cuando nos emborracharemos. Para que mi sexo no me impida frecuentar contigo las tabernas, llevaré pantalón y me cortaré el pelo a cepillo. Para que mi excesiva feminidad no nos suponga una traba, llevaré sombrero hongo y corbata a lunares, llevaré una barba postiza de morirse.

—¡No, Bérénice! ¡Deja de hacer el idiota! ¡Deja de decir tonterías!

—Dormiremos en la misma cama, como cuando éramos pequeños.

—¡No! —responde él de modo imperceptible, pero con firmeza.

—Moriremos de una manera trágica, como Tisbe y Píramo, por ejemplo, como Castor y Polux, si quieres, como la reina Elizabeth y el príncipe Philip, si lo prefieres.

—¡No! —responde él, imperceptiblemente pero con firmeza.

—Vivamos juntos. Vivamos juntos. Vayámonos a vivir juntos.

—¡No! —responde él imperceptiblemente, pero inflexible, aun sabiendo que no tengo ganas de reír.

¿No? ¿Aún no? ¿Siempre no? ¡Vale! ¡Venga para Israel!…

El avión funciona, aunque parezca que esté parado. Está como preso en este nubarrón tan blanco y tan consistente como la miga del pan. Desde donde estoy sentada, el ala del avión me hace pensar en una tizona hundida en una crema de champiñones. Y la crema de champiñones me revuelve el estómago.

Su desfavorecedor uniforme de comandante de aviación solo acrecienta su delgadez de fantoche. Ya no tiene mejillas, ni carne en el mentón. Una cicatriz rosa y agrietada hiende en su mano izquierda, casi de lado a lado. Del rabino Schneider ya solo quedan los enormes y herniosos ojos de vaca del rabino Schneider. Bordeamos el lago Tiberíades, dentro de una polvareda roja y oro que parece formar parte del tren del crepúsculo… más que del jeep que precede al nuestro. En el recodo de la carretera, unas jóvenes en camisa y falda caquis, con boina negra a la oreja y fusil en bandolera, marchan en filas de escuela al paso de la oca. El rabino Schneider guía el jeep a la cuneta y espera a que pasen.

—¡Saluuuuden!

Todas al mismo tiempo giran la cabeza en dirección al rabino Schneider, todas al mismo tiempo se pegan un manotazo seco contra la sien. Sin energía, el rabino Schneider les devuelve el saludo. Parecen tener de sobra eso que Chamomor llama fe.

—Van a vigilar una frontera señalada con algunas alambradas de espino. Pasarán la noche en el desierto, diseminadas en puestos de tres o cuatro, cara a cara con un enemigo astuto, falso y rencoroso.

—¿Acaso no es rencoroso cualquier enemigo?

—Yo no soy rencoroso. Algunas de esas jóvenes no son mayores que tú. La noche pasada, cayeron quince en una emboscada y fueron violadas, cruelmente torturadas y asesinadas.

«Cruelmente torturadas y asesinadas…» Presiento que este país me sentará bien. El comandante Schneider dirige una escuadrilla de reconocimiento y una escuela de pilotaje.

—Entreno a pilotos de caza. Solo entreno a israelíes autóctonos; es necesario para asegurar una buena Guardia Nacional. Llegas a un Israel infestado de advenedizos aventureros.

—Quiero aprender a pilotar. ¿Me enseñarás a volar, comandante Schneider?

Se ríe suavemente, de forma entrecortada.

—¡Vaya idea! Nunca dejarás de ser una granujilla, ¿verdad? Todo aquel que desembarca en Israel en los días que corren es considerado un intruso advenedizo y los comandantes de aviación tienen orden de no enseñar a volar a los advenedizos.