Un día, «Zéro», el perro del jardinero, volvió del continente cabizbajo, con el hocico ensangrentado y las orejas desgarradas. El jardinero, borracho, le miró con desprecio y le dijo, me acuerdo como si fuera ayer: «¡Te has dejado vencer, viejo cachi’endos[55], verdad!» Entro en el dormitorio de la gran enferma, con los ojos bien cerrados. No quiero verla feúcha. No querer ver fea a tu madre es un modo de ver como otro cualquiera.
—Tápate la cara. No quiero ver lo fea que estás.
—Hecho, mónita. Acércate. Ven a cuidar de mí.
Aún mantengo los ojos cerrados. No quiero ver como se retuerce entre sollozos.
—¿Vas a ponerte a llorar como una idiota? ¿Hay alguna lágrima en tus ojos? Oyéndote hablar, parece como si se te fuera a salir el corazón.
—No, mónita. Cálmate. Tengo el corazón en su sitio, estoy bien. Espero que tú también.
Abro los ojos. No tiene la cara tapada. Me sonríe como si no pasara nada, con la cara de un amarillo nauseabundo y repulsivamente tumefacta.
—Te la he jugado.
—Así es, me la has jugado. ¡Estás horrible! ¿Dónde está Christian?
Christian está en Vancouver. Participa en unas competiciones de atletismo. Luego la gran enferma, consciente de que no deseo decir nada, para que el silencio no nos incomode, me cuenta con su voz ronca y risueña una historia que colma mis oídos.
—Christian solo pasó aquí una noche. No parecía sentirse en su casa. No durmió en toda la noche. Anduvo y anduvo, fumó y fumó. Se marchó al amanecer. Ni siquiera tuvo tiempo de comer. Lo justo para darme un beso. Sin embargo yo llevaba preparando su regreso desde tiempo atrás. Aún así estaba segura de mi baza. No sé si has estado en las cuevas… Siéntate, Bérénice. ¿Vienes a sentarte a mi vera? No te haré trabajar mucho. Yo me encargo de toda la conversación. No tendrás que decir ni pío. Y no te diré nada personal. No te diré ni lo guapa ni lo delgada que te encuentro. Así que ven a sentarte a mi lado. Si viste las cuevas, sin duda las debiste encontrar cambiadas. Es obra mía. Yo misma me ocupe de todo, sola. El acuario del tiburón, lo instalé yo sola. Y el tiburón, encontré la forma de meterlo yo sólita en el acuario. Hay cuarenta acuarios; yo diseñé el plano de cada uno. ¿Has visto el acuario de amebas? Yo sólita tuve la idea de las lentes binoculares que las agrandan en un dos mil. No dirás que no está bien pensado. No dirás que lo que he hecho en las cuevas no es una obra maestra en su género. No puedes decir que, al menos, no te ha gustado el impacto visual, a ti que como a él tanto te gustaban los animales acuáticos. ¿Te has fijado en la iluminación?… Se podría decir que la que alumbra es el agua, ¿verdad? Ideas que registré en mi cabeza una vez más… Y el agua salada, ¿quién, crees tú, que fue a sacarla del océano Atlántico? Siempre yo, sola. Y Christian no duró ni dos segundos en las cuevas. He trabajado durante un año entero como un negro nada más que para sorprenderle. Rápido subió de las cuevas diciendo que estaba encantado de conocer mi interés por los peces. Sentí que mi corazón se partía como un huevo entre sus manos. Solo tiene en mente su maldita jabalina. Creo que solo estudia biología para darse postín. Sin duda no le gusta la biología tanto como presume. ¡En fin!… Al principio, ni siquiera sabía lo que era una ameba. Había oído decir, a uno de sus profesores, que Christian se interesaba por las amebas, solo eso. Leí trabajos de miles de páginas inabordables, consulté biólogos de todo tipo; tanto y tan bien que logré criar una floreciente colonia de amebas. Si ya es difícil criar un gato. ¡Imagínate: tres millones de amebas!
La gran enferma se troncha de risa. No me atrevo a reír, por miedo a ponerme a llorar nada más abrir la boca. ¿Por qué siempre me dan, más o menos, ganas de llorar en presencia de esta maldita mujer? Debería taparme los ojos. En cuanto la veo, soy pan comido. Tendría que taparme los oídos. Ya que si sucumbo a la tentación de escucharla, me penetra, y ya estoy acabada, muerta, vencida.
—Solamente viven pulpos blancos, completamente blancos, realmente inmaculados, en las aguas de las islas Amani, al sur de Japón. Y los únicos pescadores de perlas que pueden atrapar estos pulpos blancos son los aún salvajes Ainos, que los han deificado y no aceptan bajo ningún precio capturar ni un solo ejemplar más de aquellos a los que rinden su culto. ¡Ves hasta qué punto mi empresa me ha convertido en erudita!… Pues bien, tenía ganas de una pareja de pulpos blancos. No retrocedería ante ninguna dificultad, ante ningún salvaje. Fleté un junco lleno de agujeros con dos jóvenes piratas de un rabal de Kagoshima, me embarqué con ellos y largamos la vela rumbo a las islas Amani. Yo no hablaba ni jota de japonés y mis dos niponcetes solamente hablaban en japonés. Muchas veces tuve la impresión de que largaban la vela rumbo a unas islas distintas de las Amani, pero trabajaba para Christian: mis intenciones eran puras, no tenía miedo. Además la mar se embraveció. Y yo, que nunca he podido aguantar el más mínimo balanceo, tuve que hacer frente al mismísimo gigante de los mares; a Adamastor. Más o menos a una milla de las playas del archipiélago, los dos piratas se rajaron. Echaron el ancla y me indicaron que hiciera lo posible por darme prisa. ¡Si quieres tus pulpos blancos, vete tú misma a buscarlos! Esperé a la noche. Hacía años que no había nadado. Me lancé al agua y nadé mi milla como si no pasara nada. Tenía fe; nadaba para hacer feliz a mi niño. Mis dos piratoncetes me habían guiado bien. Fui a dar a la isla que debía. En la cima de un acantilado, ardía una pira enorme. Me encaminé hacia el lugar ¿y? Los Ainos danzaban como locos en torno a la pira. Frente a la pira, encima de un altar de piedra, presidía un gran caldero. En ese caldero, lo sabía (por estudios…), me esperaban tranquilamente mis dos pulpos blancos, el padre y la madre. Me instalé confortablemente en mi matorral y esperé a que mis queridos Ainos fuesen a acostarse. Una vez acostados mis Ainos fue sencillo. Cogí los pulpos, los metí en mi bolsa, me colgué la talega al hombro, me volví a meter en el mar y volví a nadar mi milla. ¿Cómo me pude agenciar una medusa de sombrilla negra? No sé cómo. ¿Cómo me agencié los cnidarios, las cribella oculata, las nephtys hombergii[56] y todas esas especies raras que nadie quería venderme? Ni lo sé. Muchas veces me pregunto cómo he podido incluso retener sus nombres. Durante un año, he leído libros ilegibles, seguido cursos imposibles, viajado en todas direcciones, sudado sangre, agua y materia gris. Y todos mis esfuerzos no han servido para nada.
¡El parto de los montes[57]! Loca montaña que quieres parir un ratón. Loco ratón que no quieres una montaña por madre.
—Quería demostrar a mi hijo que una madre no es una mera muñeca a la que debe besar de mejor o peor grado. Quería expresar a Christian que yo era buena, brava, fuerte, valerosa, industriosa, ingeniosa, intrépida, digna de interés y, tal vez incluso, de admiración. Quise decirle que una madre es la esclava encantada de sus hijos. Y, para demostrarle que como esclava no me quedaba manca, intenté deslumbrarlo. Intenté deslumbraros, como un titiritero que busca empleo. Y no ha dado resultado. Eso significa ser mujer, madre, y es maravilloso. Te da la fe, Bérénice. Y sé que sabes lo que quiero decir. Todo lo que se hace con fe es maravilloso.
—¡Basta! ¡Basta!
Ya es hora de hacerla callar. ¿Cómo se lo digo?
—¡No quiero que me quieras! ¡Christian no quiere que le quieras! No queremos nada de ti. No necesitamos nada. No queremos recibir nada de ti. No queremos deberte nada. No queremos deber nada a nadie. No te necesitamos.
—Si no soy útil para vosotros, mónita, ¿para qué soy útil entonces? Pregunto.
—Para ti misma. Es decir para nada, como yo, como todos los demás. ¿Soy yo útil para alguien, yo? ¿Acaso me compadezco? No es tan grave. Uno se acostumbra; ya verás. No digas nada más. No hagas nada más. Déjame en paz.
Mi glándula de angustia se ha puesto a secretar. Estoy presa en la trampa, todavía. Levanto con un pie la cama de la gran enferma y la dejo caer. Repito mecánicamente este gesto. Mecánicamente, el halterófilo levanta la haltera y la deja caer de nuevo estrepitosamente. Pálidos, inmóviles, sus brazos parecen peces muertos. Clavo la mirada en el punto de la colcha bajo el cual se encuentra su vientre. Si tumbara mi cabeza en ese punto, pesaría menos que el aire. Si tumbara mi cabeza en ese punto, esos peces muertos me acariciarían el pelo. Siento como mi pelo se estira, como me devora un profundo sueño. Ya no puedo contenerme. Salgo pegando un portazo. Huyo.
«¡Te has dejado vencer, viejo cachi’endos, verdad!» —me digo.