Las lenguas humanas son malas lenguas. Tienen demasiado vocabulario. Sus diccionarios, los más abreviados, cuentan con mil páginas de más. Esta profusión da lugar a la confusión. Los sentimientos se reconocen al tacto. Todo lo que se identifica en mi ojo, mi estómago y mi corazón gracias a un mismo y único fenómeno debería llevar un mismo y único nombre. Esos estados de opresión visceral que lo mismo pueden llamarse pesar como pena, dolor, odio, asco, angustia, remordimiento, miedo, deseo, tristeza, desesperación y hastío en el fondo solo confirman una única realidad. Siempre los confundí, sin ninguna vergüenza. Los filólogos y los charlatanes deberían hacer lo mismo. El hombre está solo y su agresividad procede de esta soledad. Cuando era niña, llamaba miedo a ese mismo fracaso doloroso que encontraba cada vez que me agarraba a mi soledad. Pasteur pudo curar la rabia porque supo ver el mismo agente patógeno en cualquier parte donde la rabia se manifestaba. Si los seres humanos se empeñan en creer en leones, rayas, lobos, anguilas, hienas y triceratops donde únicamente hay un piojo, jamás podrán encontrar remedios para los males que padecen. Os lo dice Bérénice Einberg.
Ahí va la historia de un serrucho. Una mañana de septiembre bastante fría, la corteza terrestre, en dos puntos distantes a un palmo, tembló, se abombó, se agrietó y dos cabezas despuntaron. Vieron la luz entonces dos seres humanos de quince años a quienes la coincidencia en sus salidas de los pantanos subterráneos inspiró una recíproca amistad. Vivieron juntos. Se les veía ir de la mano de país en país. Pero, pese a estar ambos animados por un ardiente deseo de comunicarse, Grisée y Eésirg jamás se habían entendido. Faltaba transparencia entre ellos. Esta carencia se manifestaba sobre todo en sus diálogos. Grisée decía: «Tengo mucha hambre, comamos picante.» Eésirg respondía: «Cal y en té.» Grisée decía: «Esta montaña es tan pequeña que ni siquiera se eleva por encima de la superficie de la llanura.» Eésirg respondía: «Esmaltes en mayo.» Grisée decía: «Este gusano está ácido, uf, malo, puf.» Eésirg respondía: «Aros en la nariz.» Grisée decía: «Ese príncipe que corría no era un príncipe azul, era un príncipe jadeante.» Eésirg respondía: «Vitrales en hadas.» Grisée se enfadaba y decía: «¡No entiendo tus expresiones!» Impasible, Eésirg respondía: «Toros en taco.» Grisée se rindió ante la evidencia: había que actuar. Existía un muro entre ella y su compañero de nacimiento: debía atravesar ese muro. Rascando el muro con las uñas, pudo sacar algunas moléculas que dio a examinar a un hombre de gran nivel técnico. «Se trata de un metal maleable y resistente. —¿Qué sugiere usted? —El empleo de un serrucho.» Grisée compró un serrucho en una papelería y fue a encontrarse con su compañero. Le hizo hablar durante unos instantes para asegurarse de que el obstáculo aún los separaba, trazó en el aire un círculo, agarró su serrucho y, guiándose por el círculo de tiza, se puso a serrar. Acabada la operación, sacó la pequeña luna recortada e introdujo el codo en el agujero. Eésirg se puso a reír como un caballo y, por fin, pronunció algo con sentido: «¡Me haces cosquillas!» Escandalizada, Grisée se puso a llorar, se rebanó el cuello con el serrucho y se murió. Fue Jerry de Vignac quien me contó esta historia. Cuando, en el caso de un ser humano, la angustia alcanza cierta intensidad, asistimos a una diarrea de palabras. Podemos remarcarlo en el particular caso del pornógrafo, también llamado escritor, autor, novelista y poeta. Dado que la angustia se diferencia tan poco del catarro, me asombra que se haya escrito tan poco bajo la inspiración del catarro. El malentendido se produce al valernos de la intensidad de la angustia y no de la del catarro como criterio para medir la belleza y definir los palos que recibimos de la vida. De hecho, ¿acaso no llamamos «bello» a lo que produce angustia, y «más bello» a lo que provoca más angustia? ¿Qué significa que un cielo o una puesta de sol te haga perder el juicio? Significa que un cielo o una puesta de sol duelen tanto que hay que detenerse en el dolor, y analizarlo. ¿Qué haces cuando te duele mucho la cabeza? Te paras y lo piensas. ¿En qué consiste la angustia, el mal, el dolor del alma? ¡Curadlos! Es Bérénice Einberg quien os lo pide.
El teatro está lleno, tan lleno que sus paredes se han abombado como los costados de una mujer encinta, como las duelas de un tonel. Estamos en el entreacto. Hemos bailado fatal, nos han aplaudido mucho y nuestras profesoras, brincando entre bastidores como canguros con el encéfalo trufado de cenuros, nos felicitan. Una de ellas, una ardiente eslava, viene a encontrarse con nosotros, con Jerry de Vignac y conmigo.
—Os cubrís de gloria. ¡Bravo mis muchachos!
—Pero si me he caído dos veces.
—¡Qué más da! ¡Qué importa! Como dice el proverbio chino: ¡Caer de narices es llevar la delantera! ¡Adelante, seguid!
—¿Y caer de culo?
—¡Bravo! ¡Bravo! ¡Seguid! ¡Acercad vuestras hermosas caras para que bese vuestras dulces bocas! ¡Hummmm! ¡Hum! ¡Qué bien! ¡Qué orgullosa estoy de vosotros!
Arrastro a Jerry de Vignac fuera. Llueve como en ese tapiz de la Edad Media que representa el diluvio. Llueve a chorros claros, rectos, paralelos, prietos, tan gruesos como cadenas. De la especie de concha que cubre la bombilla eléctrica fijada encima de la puerta, pende un cono de luz amarilla a través del cual las gordas gotas de lluvia se doran. Doy vueltas alrededor de una invisible torre, con los ojos cerrados y los brazos al aire como un bailaor de flamenco, machacando el barro con mis desvalidas zapatillas de satén. Mientras siento, como Danae, que se me abren las entrañas, el marcado de mi pelo y la gran corona de tul de mi tutú se desbaratan.
—¿Qué te pasa? —repite Jerry de Vignac, mientras tiembla y se cubre la cabeza con su impermeable—. ¿Qué ocurre?
Paro de dar vueltas, voy a su encuentro hacia la escalinata y le respondo:
—Debes grabarlo todo en tu memoria con el ojo derecho: las sombras grises y decadentes de las traseras de estas casas, la oscura alambrada de esta cerca de hojalata, el color rojo de los ladrillos de la trasera del teatro, el contorno medio ovalado de este charco de lluvia ahora pardo; todo. Cierra el ojo izquierdo y memorízalo todo.
De repente, poco a poco, el cielo se estremece. ¡Mira! ¡Mira! Justo encima de nosotros, los pilotos verde y rojo de un aerobús cuatrimotor parpadean.
—¡Loca! ¡Loca! ¿Vas a decir por fin algo sensato?
Me arrodillo, agarro una de sus piernas entre mis
brazos y la beso de la rodilla al pie.
—Sí, cariño, rápido. ¡Vayámonos! ¡Vámonos de aquí sin perder un segundo más! Soy incapaz de bailar ya. ¡Es absurdo, demasiado absurdo! ¿Por qué tantos rodeos, tantos meandros, tantas perífrasis, tantos trenzados? ¿Por qué sometemos a tanta tontería? ¡Vayamos derechos al grano! ¿Por qué esperar, día tras día, durante sesenta años? Ya lo tengo todo pensado. Tengo algo de dinero. Alquilamos una habitación de hotel y allí, no nos entregaremos al amor, sino al cariño; nos daremos cariño hasta quedarnos vacíos, secos, liberados, muertos. Estoy harta de andarme por las ramas. Un poco de cariño y la muerte… Eso es todo. No hay que esperar nada distinto. ¡Vamos y, en una noche, lo liquidamos!
Me levanto izándome a lo largo de él, echo hacia atrás la cabeza, le abro la boca, dejo, para que los tome, mis labios colgando entreabiertos entre el cielo y la tierra. El detonante que esperaba no se hace esperar. ¡No desea besarme! ¡No le gusto! Me rechaza. Lívido, Jerry de Vignac balbuce unas cuantas palabras de disculpa, se desengancha y pega la espantada. ¡Hin-ha! ¡hin-ha! ¡hin-ha! ¡hin-ha! ¡hin-ha! Vuelvo a encontrarme entre bastidores. La propia Sra. Krostyn es quien me recibe allí. No se cree lo que ven sus ojos. Se niega a creer que mis zapatillas estén llenas de barro y mi tutú deshecho. Se pone a dar voces. Ya puedes gritar.
—¡Imbécil! ¡Qué barbaridad! ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Veamos! ¡Pero…! ¡Pronto te toca a tí! Date prisa en cambiarte… ¡Venga! ¡Rápido! ¡Sígueme!
—Me vuelvo a casa.
—Tú… ¿Qué? ¿Adonde vas ahora?
—Me vuelvo a casa.
Me encamino bordeando el escenario, con mi interlocutora pisándome los talones.
—¡Bérénice Einberg! ¡Bérénice Einberg! ¡Vuelve! ¿Adonde vas ahora?
—¡Me vuelvo a casa! Ya puedes gritar, palomita. Me vuelvo a casa. Atravieso el teatro por el interior ya que es más corto. ¡Me fastidia esquivar sombras!
Al pie del telón, la Sra. Krostyn me alcanza, se pega a mí.
—¿Te enfadas así, sin más? Al menos date un momento para dar una explicación. ¿Qué te hemos hecho? ¿Quién te ha molestado?
—No tengo nada que decir. Me enfado, así, sin más. ¿Por qué siempre tiene que haber un motivo para enfadarse? ¿Acaso los motivos cambian en algo los hechos? Me deslizo bajo el telón. Franqueo el proscenio sin escatimar en reverencias ni en genuflexiones. Atravieso la orquesta dando tobas en la cabeza de los músicos calvos. Cruzo el auditorio caminando unas veces con los talones, otras con las rodillas y otras con las manos. Me hago la picara. Más o menos se ríen. Llamo un taxi. Le doy la dirección del columbario, como si fuera tan natural. Me digo, mirando la nuca abombada del chófer, que los taxistas están atiborrados de tubos. Chófer, chófer, ¿sabe de alguien que, por veinte dólares, acepte entregarse al cariño hasta que la muerte le sobrevenga con una perra amaestrada en tutú mojado?