A menudo las cosas se presentan, en cierta manera, de una forma inquietante. Si las dejas pasar por temor a envenenarte, se acabó, perdiste la baza. Las cosas no se vuelven a presentar. Hay que cogerlas sin falta, tal y como se presentan. Hay que poner la mano en el fuego, agarrar el toro por los cuernos. No tienes que quedarte ahí, viéndolas pasar para permanecer estúpidamente intacto, para quedarte tranquilo diciéndote que si hubieses cogido las cosas que acaban de pasar te habrían provocado quemaduras mortales. Cuando algo pasa, alguien pasa, es para mí. El avión que pasa por encima de la ciudad llama a mi puerta. No me suicido porque tengo ganas de marcharme. Cuando tienes ganas de algo estás a salvo. No me voy porque una vez fuera ya no tendré ganas de nada y debería exterminarme. Me asusta tanta lógica.
El hocico húmedo y los pies fríos de Constance Exsangüe gritan cada vez más fuerte, llaman de una forma cada vez más violenta. Paseándome por la calle, veo venir una muchachita rubia. Me intereso por ella, de forma perversa, tal como me intereso por todas las muchachitas rubias. La veo acercarse, como si yo fuera un tigre. Tiene los delgados brazos y las flacas piernas de Constance Exsangüe. Al llegar a mi altura, me mira con los enormes ojos negros de Constance Exsangüe, casi con los mismos pensamientos que Constance Exsangüe tenía en la cabeza. Mis músculos se anquilosan. Mi respiración se hace pesada. Me doy la vuelta, la veo desaparecer por una calle transversal. ¡La he dejado pasar! En mi interior se desencadenan unos engranajes ocultos y extremos. Sin salida alguna, las energías que se generan se acumulan, me inflan, me retuercen. Son ganas de morir, de liberarme. ¿Adonde me arrastrarían estos arrebatos si les diera rienda suelta? Distingo algunas formas de homicidio. Nunca habría debido dejar pasar a esa muchachita. Debería haberla cogido. Debería haberle dicho que se diera media vuelta y me acompañara.
«¡Ven a ser mi amiga! —tendría que haberle dicho—. Ven a vivir conmigo. Nos esconderemos en algún lugar. No permitiré a ningún adulto que alargue su sombra sobre tu pueril alegría. Protegeré por ti tu alegría infantil. Nada ni nadie, mientras yo viva, podrá ensombrecerla. Me armaré hasta los dientes para salvar tu alegría de niña. Lucharé hasta la última gota de mi sangre para que ninguna adúltera[49] te roce.»
Pues bien, ¿por qué he dejado pasar a esta muchachita que tanto hablaba a mi alma y a la que mi alma tanto tenía que decir? ¡Qué tonta soy! ¿Cuándo seré libre de hacer lo que me venga en gana? Como alma en pena, decido hacer pellas en la escuela. En recuerdo a Chamomor, entro en un cine polaco. La salita casi vacía huele a moho y frío. Para estar a solas con la pantalla, tomo asiento en primera fila. Relajémonos, dejémonos inspirar. Bellos y sin paraguas, una mujer y un hombre pasean por una playa bajo una lluvia diluviana. Caminan despacito, casi tambaleándose, abrazados, como si caminaran por una embriagadora riqueza, como si caminaran por entre las joyas de un inmenso cofre de piratas. Empujan las guijas a puntapiés, con ojos lánguidos, como si fuesen rubíes y esmeraldas. Se oye rasgar tristemente una guitarra. Se trasladan a una calle. Vemos unos tejados de chapa relucir de blanco entre la sombra gris de la lluvia. Vemos enroscarse una acequia alrededor de un pozo de acceso. Estas imágenes me han conmovido. ¿Qué se hace cuando estás conmovido? ¿Escribes poemas, pintas, esculpes? ¿Con qué fin esta hermosa mujer y este guapo caballero se pasean bajo la lluvia sin paraguas, empujando las guijas a puntapiés como si se tratara de rubíes y esmeraldas? Estoy muy intrigada. ¿Qué va a pasar ahora? Están en una habitación. Tendría que habérmelo esperado. Se ve una cama, el amor en todo su esplendor. ¡Están desnudos, los cariñines! Se ve una boca escalar un seno llenando toda la pantalla. La linda lluvia y las preciosas guijas encontraron su resultado. Todo cobra su lógica. Heme aquí instruida y asqueada. Salgo del cine dando portazos. Lo que con anhelo llamamos bello, con los párpados vueltos del revés, con «¡ohs!» y «¡ahs!», me ha descubierto su verdadero rostro. Lo bello es un contoneo afrodisíaco peor que la danza del vientre. ¿De qué se compone el arte y la poesía? ¡De fenol! ¿Qué es el fenol, Bérénice Einberg? ¿Quién transformará todos esos museos en cuarteles, todos estos trombones en trabucos, todos estos bucólicos en hoplitas? Señor, ¿a qué hora llega el tren del Mesías, el tren del hijo del Dios de los Ejércitos? Y hasta la noche, yerro por la tierra sin ton ni son, cantando de forma incansable: «Lo bello es un contoneo afrodisíaco peor que la danza del vientre» al son de Había una vez un barquito chiquitito. Emborrachémonos de asco. «Mi amiga, cultivemos nuestros rencores» (Nelligan).
En mi nueva escuela, una vez a la semana, los miércoles, soy monitora de gimnasia. Estoy encargada de las niñitas de quinto. Nunca falto al colegio los miércoles. Con estas niñitas, estoy en pleno éxtasis. Disfrutan. Se podría decir que, para ellas, disfrutar, desear de pleno corazón, es irreprimible. Hasta yo, que no tengo nada de amable, les gusto, les he gustado al instante. Vienen a concentrarse a mi alrededor tan pronto como aparezco, apretujándome con sus sonrisas, sus limpias miradas, sus ojos abiertos de par en par, sus almas hambrientas. Me hacen la pelota. Por ver quién sabrá complacerme más. Me siento tímida, humillada, torpe, emocionada, satisfecha. Hay una que me hace aullar a la luna, y es en ella en quien pienso mientras corro para no retrasarme. Basta solo con su nombre para que mi corazón se acelere: Constance Kloür. Entro empapada en sudor en la cancha de baloncesto. Tengo la sensación de entrar en un santuario. Mis pelotillas están todas ahí. ¡Me sube la moral! Siento que mi alma nada en la abundancia. Ya me han visto. Se lanzan a mi encuentro con Constance Kloür a la cabeza. Me zambullo en ojos tan profundos como pozos. Tomo, tantas como deseo, manitas húmedas y vi vitas como peces. Me enredo entre cabellos más suaves y ligeros que la hierba. Cargo mis brazos de racimos de brazos. Amo tanto como amo amar y soy tan amada como amo ser amada. Qué feliz soy. Qué bello es el mundo sin arte, sin literatura, sin política, sin negocios, sin coches y sin las escabrosas relaciones a que me lleva todo esto. Alargo el recreo. Ellas tienen tanto que decir, y todo lo que dicen es tan dulce, tan inofensivo, tan fácil de entender. Yo no hablo. Las escucho con todo mi alma. Solo me valgo de mi boca para oírlas mejor, como si fuese una tercera oreja. Tras la gimnasia propiamente dicha, llevo a un lado a Constance Kloür y le digo que ha sido tan buena conmigo que soy incapaz de darle solo permiso para el resto del día.
—Así que te llevo conmigo.
—¡Guau! ¡Guau! ¿De veras? ¡Qué contenta estoy! Eres la monitora de gimnasia más buena.
—Pero ven que te peine y te lave un poco la cara. ¿No querrás pasear por la Quinta Avenida con los pelos por la cara y con la cara completamente empapada en sudor, verdad?
Le refresco la cara, le aliso con cuidado el pelo. ¡Que piensen lo que quieran! Esta tarde, Constance Kloür es mía, solo mía, completamente mía, como mi propia hija.
Atravesamos Central Park, no por los senderos, sino por la hierba, yendo de un árbol a otro. Propongo que juguemos a ver quién encuentra la piedra más grande. Nos apasiona este juego. Una piedra de gran tamaño divisada a lo lejos se convierte en el objeto de una carrera sin piedad y de un sinfín de disputas.
—Yo la vi primero. Es mía, devuélvemela.
—Lo importante no es verla, sino cogerla.
Nos sentamos a la barra de una tienda. Ella quiere un helado de chocolate y yo un helado de vainilla. Mete su enorme piedra dentro de su cartera por temor a que se la robe, coge su helado de chocolate a dos manos y, a dos carrillos, como si valiera un millón, saborea. En los expositores giratorios de esta tienda hay una daga a la que, desde hace mucho tiempo, le tengo ganas. Valiéndome de Constance Kloür para cubrirme, la robo. Constance Kloür se encuentra completamente escandalizada, totalmente triste, completamente enfurruñada. Odio tanto mi linda daga que me la comería. Entramos en todas las boutiques y en todos los almacenes de la Quinta Avenida. Quiere comprarlo todo. Me gustaría ser millonaria. Fascinada por la sombra que reina en el túnel Lincoln, quiere que lo atravesemos. Aun sabiendo por experiencia que el túnel Lincoln está prohibido a los peatones, decido acceder a su deseo. Sin llegar a dar veinte pasos por el oscuro túnel sin aceras de Lincoln, nos aborda un coche de policía. Avanzada la noche, devolveré a Constance Kloür a su vida, a la que pertenece, a la que tuve que pedir prestado. Su madre entre llantos y su padre a gritos me prometen dar parte a las autoridades escolares. Me vuelvo grosera, los insulto, los tacho de falsos hacedores del mundo, los amenazo con la daga robada. Veo, gracias a mi ira y a mi odio, romperse el corazón de Constance Kloür. Me sé de memoria todas las caras de la noche. Sé que esta noche no podré ni dormir, ni leer, ni aguantar las punzadas de mis pensamientos. Enciendo una cerilla. Hay tanto silencio que, soplando en la llama, la oigo restallar como una bandera mojada, zumbar como una motocicleta. Tengo mucha sed. Pero no me levanto por miedo a perturbar el entumecimiento que, a fuerza de no moverme, me he ganado. Mi sed aumenta de forma brutal, se vuelve inaguantable. Me levanto, muy decidida, a vengarme, a beber otra cosa que no sea agua. La garrafa llena de manzanilla, que Zio guarda disimulada tras los tomos de una enciclopedia en previsión para las fiestas de la Independencia, está hecha de un espeso cristal con surcos de ópalo vermiculares. Regreso a mi cama estrechando entre los brazos esta garrafa, regalo de un Braganza, hace cuatro siglos, a una gitana antepasada de la primera esposa de Zio. Desde la muerte de Constance Exsangüe dejo la ventana abierta para dejar que su fantasma se pasee de arriba a abajo a sus anchas. De repente entra un murciélago. Con los pelos como escarpias, lo miro, mientras oigo batir sus alas, dar tres veces la vuelta al techo, volar en rasante por encima de mis mantas y volver a salir. Cuando nosotras nos despertábamos, Constance Exsangüe y yo, yo siempre tenía la boca llena de su cabello. Cuando tenía una china en mi zapato, me gustaba apoyarme en ella para levantar el pie. Por la noche, ella tenía miedo de ir sola al cuarto de baño; debía acompañarla, sentarme en el borde de la bañera y esperar a que ella hubiera acabado. Uno a uno desvelo nuestros recuerdos. Ahora, con los brazos cargados de manzanilla, no hay peligro en animarme a tener ganas de emborracharme. Me levanto. ¡En pie, bebamos! Contemplo la garrafa casi llena. Beber, hacer lo mismo que Chamomor. Soy yo quien bebe, pero son los labios de Chamomor los que se prenden al morro. He sacado todas las velas que nos quedaban, las he dispuesto como soldaditos de plomo por el suelo y las he encendido. De pie, en medio de las velas, con las piernas separadas como para un duelo, trago el oscuro líquido. Bebo tan deprisa como el vino puede bajar a mi estómago. Solo paro cuando tengo que pararme para recuperar el aliento. Me sube la borrachera. Empiezo a hipar, me pongo a reír sin darme cuenta, a tambalearme. Recito embelesándome fragmentos del Romance del Vino «¡Oh, tan alegre que temo romperme en sollozos!» Para animar la borrachera, me tambaleo más de lo normal. Pronto pierdo el control. Camino por las velas sin darme cuenta, vomito como si fuera un desagüe. Temo vomitar el corazón con cada espasmo. Temo morir. Lloro. Lanzo la garrafa vacía contra el radiador. Estalla en pedazos. Me río. Ya no tengo miedo a morir; deseo morir. Busco la daga, mi daga querida. Me desanimo y accedo a poner orden con vigor y alegría. Veo una llamarada trepar por las cortinas. Encuentro la daga y lentamente, metódicamente, en todos los sentidos, surco mi piel.
—¡Supuro! ¿Me oís, vosotros? ¡Supuro! ¡Estoy hasta el culo de mierda!
Y de repente Zio y todos los san-yo están ahí, me miran boquiabierta. ¿Hace mucho que están ahí? Los bomberos llegan, controlan el incendio.